La Transformación Social - 4

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimsimo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


4. Cambios en el mercado de trabajo

         Cuando se producen cambios en el ámbito de la producción, cualquiera que sea su significación, estos siempre tienen su consiguiente traslación en el del factor trabajo. Pero aunque este aserto es plausible, ello no significa que fodos sus efectos actúen en el mismo sentido ni con el mismo signo. Si en un caso de cambios sensibles en el ámbito general de la producción (como lo es el que hemos expuesto al referirnos a la producción ligera) constatamos que su traslación al ámbito del trabajo puede operar con efectos en clave humanizadora (entre los sectores sociales que pueden disfrutar de trabajo estable), asimismo puede comportar graves riesgos y efectos de signo contrario para los colectivos sociales menos cualificados o no pertenecientes a los sectores clave (centrales) de la economía. El cambio técnico y la tendencia descentralizadora necesariamente ha de tener una amplia repercusión en el mercado de trabajo. A título ilustrativo —por el impacto que produce en el ámbito general de la economía social— en este punto nos haremos eco de algunos procesos observables en el mercado de trabajo real de la España contemporánea, producidos por la reestructuración de sus sectores productivos, tras las nuevas circunstancias creadas por la globalización de la economía y la crisis estructural (estanflación) larvada vigente desde la primera crisis del petróleo (1973).

         El examen de un concepto tan amplio como es el de los cambios en el mercado de trabajo, al objeto que nos interesa, requerirá un análisis desde diversos enfoques: 1) el que se refiere a la economía informal, o sumergida, es decir, aquella que se desarrolla en los subterráneos de la llamada «economía formal», o emergida; 2) el que se interesa por el trabajo precario y por el subempleo, perfectamente legal, e incluso subvencionado, pero manifiestamente lesivo para los sectores sociales más desprotegidos y vulnerables; y 3), por último, haremos una somera reflexión sobre la incidencia del factor tecnológico en el mercado de trabajo.

4.1. Economía sumergida y trabajo negro

         Se hace difícil definir unívocamente el término «economía sumergida», pues entre otras razones ni los estudiosos del tema se han puesto aún de acuerdo sobre su alcance, ni siquiera sobre su denominación. Existe una gran cantidad de términos que pretenden expresar la misma idea, unos más o menos extensivos, otros más o menos precisos, pero todos de amplio uso (economía sumergida, informal, oculta, paralela, clandestina, no oficial, difusa, fantasma, irregular, cuarto sector, sector D, etc.). Por otro lado, detrás de este concepto genérico se incluyen diferentes actividades: 1) delictivas, penadas judicialmente; 2) sector doméstico de autoconsumo o comunitario; 3) la economía no oficial y autónoma desempeñada por trabajadores por cuenta propia y que se mueve detrás de conexiones informales («chapuzas, clases lectivas particulares...); y 4) aquella economía oficial sumergida que produce bienes legales pero que no emergen para eludir costos (impuestos, contribuciones sociales) o controles (sindical, calidad de la producción, etc.), siendo muy variadas sus modalidades: evasión fiscal en empresas regulares, creación de empresas ilegales, trabajo asalariado no regularizado (que no está dado de alta en la Seguridad Social o que no cotiza lo legalmente estipulado), aunque predominan las empresas que esconden únicamente una parte de su actividad (la existencia de un sector empresarial totalmente sumergido se limita, pues, a sectores muy concretos). Para el objeto que nos ocupa, nos interesan fundamentalmen­te los enunciados tercero y cuarto.

         Es común confundir dos conceptos complementarios, pero no equivalentes: economía sumergida (que a menudo sólo es clandestina por su no declaración contable, no porque se desarrolle en circuitos o factorías clandestinas) y trabajo negro (trabajadores ocupados fuera de los canales legalmente establecidos). Aunque generalmente la ocupación clandestina tiende a ir asociada al desarrollo de una economía sumergida, es un elemento necesario, pero no suficiente para configurar esta última. En definitiva, existe una multiplicidad de situaciones en las cuales los agentes económicos esconden información sin que por ello vayan asociadas a formas de ocupación irregular.

         Por otro lado, la economía sumergida y el trabajo negro en absoluto tienen por qué estar en su integridad al margen de la legalidad vigente, pues existe una amplia escala de grados de ilegalidad y de situaciones particulares: 1) una parte de las actividades laborales consideradas ilegales pueden ser ejercidas por trabajadores con ocupación regular (pluriem­pleo, horas extra, uso abusivo de los modelos de contratación laboral); 2) otra parte importante por una ocupación autónoma irregular, más o menos precaria (desde aquellas actividades laborales ejercidas por profesionales liberales o autónomos no declaradas al fisco, hasta las actividades esporádicas y precarias de profesionales informales, no legalizados: lampistas, electricistas, paletas, etc.); y 3) finalmente, no todas las situaciones de irregularidad lo son en un mismo grado: unas actividades se abstienen de declarar sólo una parte de sus actividades; otras su integridad...

         Precisamente por la dificultad de sintetizar un concepto al tiempo tan amplio y tan laxo como el de «economía sumergida», se hace especialmente problemático englobarlo en una definición rigurosa y precisa. Pero en atención al objetivo de claridad expositiva, proponemos una definición lo más amplia, genérica y aceptada posible. Para ello habremos de utilizar dos enfoques.

         El primero incide en su irregularidad contable. Economía sumergida sería así aquel tipo de actividades económicas que no aparecen registradas en los cómputos de la contabilidad nacional y que escapan tanto al registro como al control de las autoridades económicas, por razones voluntarias (fiscales y de marco legal, evasión de impuestos, etc.) o involuntarias. Comprenderían tanto la ocultación de activos, volumen de actividad y renta, como la producción de bienes y servicios realizada completamente al margen de la regulación vigente; esto es, tanto las actividades parcialmente ocultas —en la parte no declarada— como las realizadas completamente fuera del control de las autoridades (101).

         Un segundo enfoque, no contradictorio con el anterior, es el que se preocupa de su carácter ilegal, caracterizando la economía sumergida como aquella actividad ejercida al margen o fuera de las obligaciones legales, reglamentarias o convencionales, a título lucrativo y de forma no ocasional, la cual se escaparía de cualquier regulación de los marcos legales (económicos, laborales y sociales) (102).

4.1.1. Interpretaciones de la economía sumergida

         Ya hemos señalado las diferencias de enfoque entre aquellos estudios que la circunscriben a su faceta legal, respecto a aquellos otros que se ocupan de su delimitación contable. Pero existen diferencias más de fondo, por no decir irreconciliables, entre los que tratan este problema desde una óptica justificativa (considerando este fenómeno como la consecuencia lógica de la regulación estatal) y los que lo contemplan desde su vertiente más nociva y lesiva a los intereses económicos y sociales.

         La primera interpretación tiene como un supuesto implícito el hecho de que la explicación última de la economía sumergida se reduce a la constatación de la existencia de una actitud generalizada de eludir las regulaciones y las cargas sociales, que la actitud controladora del Estado y sus cargas fiscales (alimentadas por políticas de talante keynesiano), habrían impuesto sobre el sustrato económico. Esta interpretación choca, sin embargo, con la evidencia de que países muy regulados disponen de unas tasas de economía sumergida muy inferiores a las de otros países menos intervenidos.

         Representantes de esta opinión son Andrea Saba, que resalta la connotación «creativa», «creadora de riqueza y trabajo» de la economía sumergida (103); Peter Guttman, que señala que la necesidad de la economía sumergida deriva de la voluntad de evadir una presión fiscal asfixiante, sin que el ciudadano encuentre correspondencia entre lo que aporta y lo que recibe a cambio del Estado (104); o Joaquín Trigo y Carmen Vázquez, que resaltan como desencadenantes del problema las imposiciones fiscales y la intromisión del sector público (105). En definitiva, estas interpretaciones, que en general relativizan o niegan su supuesto efecto «perjudicial», priman ante todo las razones de supuesta eficacia económica enfrente de sus consecuencias sociales y laborales (106).

         Otros estudiosos del ámbito sindical, como Albert Recio o Faustino Miguélez, o las centrales sindicales mayoritarias en España, sin pasar por alto la diversidad de situaciones que provocan el funcionamiento contradictorio de las economías capitalistas, tienen en cuenta otras dinámicas específicas a cada una de las ramas de actividad, analizando el desarrollo de los fenómenos de sumersión dentro de un contexto de transformación general del marco de la estructura productiva y de las relaciones laborales a nivel nacional e internacional. A ello nos referiremos a continuación.

4.1.2. Descentralización y subcontratación: una nueva estrategia flexibili­zadora

         La economía sumergida no es un fenómeno nuevo: sólo cabe recordar la descripción que hace Marx del trabajo clandestino a domicilio en la Inglaterra de mediados del siglo XIX (El Capital, Volumen I, capítulo XIII, &8: «Cómo la gran industria revoluciona la manufactura, los oficios manuales y el trabajo doméstico»). En Cataluña también existía una cierta tradición, desde el siglo XIX, de trabajo sumergido en el sector textil. Ya en el siglo XX, durante el «desarrollismo» español posterior a la estabilización de 1958, y nutriéndose de gran parte de la fuerza de trabajo inmigrada y barata, este tipo de actividad se sistematiza con la creación de auténticas «redes» productivas en barrios obreros, con una cierta organización del trabajo basada en una relación informal de tipo oral.

         Con la crisis de los setenta este tipo de trabajo vuelve a experimentar una expansión, añadiendo al estrato social predominante en este sector oculto (mujeres casadas) otros sectores hasta entonces no afectados: jubilados, parados, jóvenes sin experiencia laboral en el mercado formal. En esos momentos, al romperse la vinculación directa y estable con la empresa suministradora de pedidos, y como garantía ante la competencia de nuevos trabajadores a domicilio, muchos de ellos optarán por convertirse en trabajadores autónomos, vinculándose a varias empresas para acceder a un trabajo continuado.

         (Otros antecedentes —en España— de la economía irregular los tenemos en el «estraperlo» y el mercado negro de la postguerra española, y en la evasión fiscal de la primera época de la transición política —finales de los setenta y principios de los 80—. Pero donde verdaderamente tomó carta de naturaleza fue en la Italia de los años 60, donde la «economia sommersa» alcanzó sus mayores dimensiones, siendo considerada como la respuesta «a la italiana» frente a la crisis y el déficit en la balanza de pagos.)

         Si bien las raíces de esta realidad ya eran firmes en los años sesenta, con la llegada de los setenta se añadieron nuevos factores que incidieron como desencadenantes de un proceso de consolidación del fenómeno de sumersión económica, sobre todo en algunas ramas productivas. Estos son: 1) las consecuencias de la crisis, entre las que cabe destacar el crecimiento brutal del desempleo, que obliga a determinados sectores de la población a caer en redes de trabajo asalariado sumergido o a trabajar como autónomos a destajo, con conexiones informales y sistemas de cobro al contado (para esta masa laboral, sería la única alternativa a su alcance, con la consecuencia del abaratamiento de los salarios, la ausencia de derechos laborales, la relación laboral personalizada-paternalista con el propietario, y la pérdida de expectativas de futuro); 2) el crecimiento de la competencia internacional, en gamas de productos de bajo nivel tecnológico (textil, calzado, confección, juguetes...), sobre todo desde los Nuevos Países Industrializados; 3) el cierre de varios mercados tradicionales (medidas proteccionistas en Estados Unidos frente a las exportaciones españolas de calzado, por ejemplo), lo que induce al abaratamiento de los costes laborales para mantener los márgenes de beneficio de las industrias tradicionales; y 4) la pérdida de mercado interno derivada de la caída del poder adquisitivo de la población más humilde.

         A esta disminución del mercado, a consecuencia de factores internos y externos de la realidad española, la implantación de la democracia política añadió otros dos factores que incidieron sobre una estructura industrial minifundista, con relaciones laborales de tipo autoritario-paternalista: un nuevo sistema de relaciones laborales (legalización de los sindicatos, transformación de la legislación laboral) y una actualización de los niveles salariales, de protección social, y de los precios de los bienes intermedios (y por tanto, de las cuotas a la Seguridad Social, las cargas impositivas, los tipos de interés y los costes de las materias primas). Este alza de los costes intermedios no conllevó una racionalización y modernización del proceso productivo en todos los sectores (ya sabemos que en unos sí y en otros no: estos últimos serían los más laboral-intensivos, los más tradicionales, con relaciones laborales más paternalistas; en definitiva, los más propensos a la sumersión), que tendiese a mejorar la competitividad en base a aumentos de productividad tecnológica o, lo que es más importante, en base a otros factores (calidad, gestión, comercialización, promoción, diferenciación, etc.) La falta de masa crítica y de cultura empresarial dinámica y estratégica lo hicieron imposible.

         (Ya sabemos que otra respuesta, además de la sumersión, frente al aumento de los costes laborales e intermedios, fue la implantación de tecnologías ahorradoras de trabajo, y por tanto creadoras de desempleo tecnológico. Así pues, el ahorro y la precarización del trabajo sería más característico de los sectores económicos prósperos y en crecimiento; la sumersión de los sectores económicos maduros y en regresión.)

         La reacción de una importante parcela de las estructuras productivas, en sectores laboral-intensivos, se orientó hacia la implantación de una reestructuración espontánea, ante las dificultades objetivas (explicables por el minifundismo, la falta de cultura empresarial, la escasez de crédito, o las características de los mercados, especialmente de la demanda) para acceder a una profunda modernización de su estructura. Esta reestructuración consistiría en la puesta en marcha de políticas de reorganización individual, de cara a reducir costes (laborales, fiscales, y de Seguridad Social) y maximizar beneficios a un nivel tecnológico dado.

         El objetivo de estas empresas al sumergirse había de ser, además de enfrentarse en mejores condiciones a la degradación de sus condiciones de supervivencia (explicables en parte por situarse en sectores maduros y regresivos), el de colocarlas en buen lugar para competir con las empresas regularizadas, por lo cual irá extendiéndose un sector irregular que parasitaría el sistema económico «formal» vigente y desordenaría la competencia entre empresas. Y ello con la pasividad de las autoridades, que harían la vista gorda para que la situación social (paro endémico) no se les escapara de las manos.

         Las dos estrategias del sector sumergido ante una demanda a la baja y unos costes impositivos en aumento fueron, por un lado, la descentralización (y su consecuencia más lógica, la subcontratación), y por otro, el estímulo del trabajo por cuenta propia. Ambas garantizarían una disminución de los costes laborales y una reactivación de antiguas relaciones personalizadas, y por tanto, de la incapacidad de respuesta del trabajador ante unas condiciones de trabajo adversas.

         La descentralización, en sectores con escaso contenido tecnológico, permite repartir la producción entre un gran número de unidades productivas, ya sean domicilios particulares o pequeños talleres (confección, textil, calzado y juguetes), o mediante la contratación de cuadrillas de trabajadores autónomos (construcción), para la realización de parcelas específicas del proceso productivo. Así, una baja productividad, consecuencia de una maquinaria desfasada, es compensada con unos salarios más bajos (a veces de subsistencia) y con la eliminación de las cargas impositivas.

         En otros casos, estas transformaciones en la estructura productiva no son un retorno al pasado sino un avance hacia un nuevo modelo industrial, representando una inflexión de la tendencia a la concentración industrial observada antes de la crisis. Las grandes empresas tenderían a «subcontratar» parte de su producción mediante un estricto sistema de especificaciones. Ello daría lugar a la formación de grandes cadenas productivas que ligarían entre sí a un gran número de pequeñas empresas bajo el control de una mayor (fenómeno denominado como fábrica difusa, que en parte coincidiría con las características de la empresa reticular, si no fuera por su carácter parcial o totalmente sumergido). Las grandes empresas matrices tenderían a concentrar su actividad en aquellas partes del proceso productivo que requiriesen importantes economías de escala o un mayor contenido tecnológico. Los subcontratistas (sumergidos) les permitirían abaratar sus inputs productivos e introducirse en espacios sumergidos, de tal manera que sería común que el taller o el trabajo doméstico clandestino fuese el último eslabón de una larga cadena subsidiaria con origen en grandes empresas legalmente reconocidas (107).

         Todo ello tendría diferentes implicaciones: 1) una duplicidad tecnológica, entre unas tecnologías punta en las empresas matrices y una tecnología obsoleta en las empresas subordinadas; 2) una dualidad a nivel de las relaciones laborales (obreros legalizados y con relaciones laborales y salariales ajustadas a convenio, versus empleados subcontratados, con salarios de miseria, sin derechos laborales y con una nula capacidad de respuesta, en las empresas subcontratadas); 3) es muy común que las empresas matrices sean simplemente comercializadoras de los productos elaborados por trabajadores domésticos o talleres clandestinos (caso muy frecuente en el sector de la confección).

         Esta estrategia productiva superaría la rigidez de laempresa nuclear con estructura vertical, al permitir que ésta se adapte mejor a los avatares de la demanda. Además, fomentaría una mayor especialización que aumentaría la eficiencia de la empresa matriz, y dejaría a la empresa subcontratada, dado su escaso requerimiento tecnológico, en condiciones de adaptarse a las circunstancias del mercado: cuando éstas varíen la empresa subcontratada trabajará para un productor de otro bien que requiera el mismo proceso de producción. Esta sería una respuesta productiva «a la italiana» (ajena a la ya expuesta que incidía en cuestiones de diferenciación y calidad, frente a la uniformización que comportan las producciones en serie) a la crisis y la retracción de los mercados interiores y exteriores, que se orientaría a la producción de bienes sencillos, aunque sofisticados, y sería una alternativa a las relaciones de producción «rígidas» propias del modelo de producción taylorista, y a las relaciones laborales estables y leales, propias del modelo japonés de producción.

         El resultado lógico de este proceso, una vez desencadenado, es su paulatina aceleración, pues una vez puesto en marcha, y a la vista de la tolerancia estatal, no hay razones para que ninguna empresa de los sectores más afectados no se sume a esta práctica. Por otro lado, quien no se integre, en mayor o menor medida, a esta «carrera hacia la sumersión», corre el riesgo de ver amenazada su competitividad. Los incentivos son, entonces, muy grandes, especialmente en aquellos sectores proclives a una descentralización a bajo coste. En cambio, las actividades que requieren procesos de producción con mayor capital fijo, o que provocan externalidades (ruido, contaminación...), no suelen incorporarse a este tipo de estrategias. Sí lo hacen, en cambio, muchas actividades del sector servicios, que adolecen de las mismas características y limitaciones antes mencionadas (minifundismo y descentralización).

         Creemos que todo ello basta para aclarar que cualquier explicación que reduzca las causas del trabajo clandestino y de la economía sumergida a cuestiones tales como la mayor carga fiscal, el peso del sector público, las regulaciones y los controles estatales y sindicales, las imposiciones de la Seguridad Social, u otras de este tenor, es insuficiente (si bien no incorrecta).

4.1.3. Análisis y conclusiones

                Hasta el momento hemos ofrecido algunas pinceladas sobre las distintas variedades de actividades que se pueden caracterizar como «economía sumergida». Haciendo abstracción de la producción mercantil simple, en la que no operan relaciones capitalistas de producción, podemos resumir en tres las principales categorías de sumersión: 1) trabajo a domicilio, caracterizado por el aprovechamiento de una mano de obra marginal de orígenes diversos (mujeres casadas, estudiantes, jóvenes sin experiencia laboral, jubilados) para trabajos estacionales e intensivos en mano de obra (por lo cual es frecuente en las industrias de juguetes, de confección, de calzado, y en tareas auxiliares de la industria del papel); 2) trabajo autónomo, que varía desde situaciones parecidas a la producción mercantil simple (clases particulares, canguros, limpieza doméstica, pintores estacionales, «chapuzas a domicilio»), a otras de carácter menos estacional y con funcionamiento mercantil más evidente (transportistas, autónomos diversos, construcción), que por ello mismo (y ante la eventualidad de accidentes, o por la necesidad de una sede social visible) disponen de diversas formas de legalización (licencias fiscales, altas de autónomos), aunque no declaran la totalidad de sus actividades; y 3) sumersión premeditada, cuando la empresa presenta expediente de crisis o negocia la baja indidividual del trabajador, en ocasiones le ofrece como alternativa forzosa el mantenimiento de relaciones laborales de tipo mercantil, bien por medio de acuerdos de trabajo a domicilio (en el caso del textil, o del calzado), o de contratos como autónomo (construcción, transportes, madera).

                (En los casos más irregulares, la empresa llega a vender o ceder al trabajador el equipo necesario —material de desguace—, mientras que éste reclama indemnizaciones al Fondo de Garantía Salarial y pasa a cobrar el subsidio. En otros casos, la empresa, de esta manera fraudulentamente saneada, y que previamente ha finalizado acuerdos privados con los proveedores, constituye una nueva empresa con un nombre diferente, muchas veces percibiendo ayudas oficiales por la creación de «nuevos» puestos de trabajo; la nueva empresa se crea con una plantilla de trabajadores «regulares» muy reducida y alcanzaría la producción previa mediante la utilización de trabajadores clandestinos, en ocasiones los mismos que previamente despidió.)

                Los sectores más afectados por la sumersión económica serían aquellos de mayor carácter minifundista y de escasas economías de alcance* y escala, es decir, aquellos donde la producción se encuentra atomizada en empresas de tipo pequeño y mediano. (A ello hemos de añadir una mayor proporción de trabajo ocasional y a tiempo parcial, una mano de obra intensiva y una escasa inversión en maquinaria e instalaciones.) Así pues, los sectores más propensos a la sumersión serían los siguientes: construcción (con un predominio de trabajadores autónomos, sobre todo de empresas sin asalariados y de trabajadores independientes, o de trabajadores asalariados que trabajan como autónomos), confección, calzado, marroquinería, juguetes, alimentación (venta ambulante y fraudes al consumidor), servicios al hogar y a la empresa (reparaciones de electrodomésticos, «chapuzas», clases particulares, canguros, traducciones, venta domiciliaria, «free lance», asesoramiento a empresas y particulares, etc.) y, por último, los talleres auxiliares (reparación de automóviles, por ejemplo).

         En definitiva, la actividad económica de carácter sumergido se localiza fundamental­mente en sectores productivos caracterizados por ser productores de bienes de consumo final o de servicios, con una estructura industrial atomizada, donde predomina la pequeña empresa individual y familiar. Las especificidades provocadas por una diferente cualificación o especialización laboral determinan una cierta estratificación laboral en el colectivo de trabajadores irregulares; así, es común que las actividades varíen según la experiencia laboral, la edad o el sexo: generalmente los hombres adultos, con mayor cualificación, ocupan los estratos superiores (tejedores, trabajadores de los talleres mecánicos clandestinos, trabajadores autónomos de la construcción...); las chicas jóvenes aparecen mayoritariamente en los talleres clandestinos de confección... Es asimismo importante resaltar la existencia de un tipo de empresario sumergido que, siendo antiguo asalariado con ciertos conocimientos técnicos y una cualificación reconocida, ha decidido establecer por su cuenta una empresa con carácter sumergido.

         Como muchas de estas actividades son ejercidas por individuos de escasa o nula cualificación laboral, y tienen un carácter subsidiario (compensador de rentas), en estos casos se suelen aceptar como normales unas condiciones de trabajo y salariales que cualquier trabajador a tiempo completo consideraría intolerables. (Otra variante, de extraordinario peso, es la que establece la relación costes laborales más bajos para la empresa, con salarios más elevados para el trabajador, lo que significa un reparto entre las partes de las ventajas de la evasión de cargas fiscales y sociales.) Por ello el tipo de conexiones con el mercado informal y el cobro acostumbra a ser al contado, a destajo, y sin documentar. Muchas veces estas actividades son posibles porque existe una fuente regular de ingresos en la familia. Las jornadas de trabajo pueden ser a tiempo parcial o a overtime (excediendo las jornadas habituales de trabajo), sin respetar un mínimo calendario festivo. Aunque éste no fuese el caso, este carácter informal, por lo general precario, más o menos intensivo, falto de cualificación y posibilidades de promoción, sume al trabajador en una dinámica y en unos hábitos de trabajo muy diferentes a los que son comunes en el mercado regular de trabajo. En dicho caso estas actividades son una fuente insuficiente de ingresos, y más que resolver situaciones de precariedad, las agrava al enquistar a una porción importante de la población activa en situaciones de marginalidad, sin futuro.

         En las relaciones laborales de la economía sumergida, éstas suelen ser personales, caracterizadas por el paternalismo y la regla «lo tomas o lo dejas». Las posibilidades de presión o de mejorar las condiciones de trabajo son nulas y la negociación colectiva pura fantasía (las relaciones entre trabajadores y empresarios son «cara a cara»), lo que es lógico dada la inexistencia de contratos (que en todo caso son «compromisos» verbales). Este conjunto de características explica bien a las claras la compleja trama de intereses en este tipo de relaciones, de las que no es de extrañar que se deriven manifiestas situaciones de indefensión y explotación (a lo que hay que sumar el coste de oportunidad* en el que incurre el trabajador, por no cotizar para su previsible situación de pensionista).

         Es difícil precisar hasta qué punto son fiables los resultados obtenidos en las encuestas o las estimaciones de cuantificación de la economía sumergida y del trabajo negro derivado de ella, dado el carácter clandestino de este tipo de actividades y la existencia de un alto grado de complicidad entre el trabajador y el empresario que lo emplea (o cuanto menos, de un «pacto de silencio»). Pero todas las evidencias indican lo siguiente: 1) éste es un fenómeno de alcance internacional, aunque más acusado en ciertos países del sur europeo, como Italia y España, con unas características estructurales propicias (108); 2) en España todos los estudios coinciden en situar los valores medios entre un 20 y un 30% de la población activa, que variarán, ciertamente, según el tipo de actividad de que se trate (109).

         Los efectos de la economía sumergida en el mercado de trabajo son grandes y profundos. Los podemos resumir en tres categorías:

         1) De tipo laboral: estos son los más claros e inmediatos, y los que a primera vista más llaman la atención, pues en definitiva el trabajo negro, que desempeña labores sumergidas o no declaradas, supone un retroceso en el marco de las relaciones laborales consolidadas en una economía social de mercado (estabilidad en el empleo, jornada laboral, vacaciones pagadas, seguridad e higiene, beneficios de la Seguridad Social, retribuciones, primas, categorías, etc...), lo que a fin de cuentas convierte a buena parte de los trabajadores que trabajan en estas condiciones en «parias», ocupados marginales o periféricos del sistema, por su precariedad, por su aislamiento, por su indefensión, por sus escasas retribuciones, por las carencias en seguridad e higiene, por la total inexistencia de control social, por la falta de garantías y cobertura social, y por la insuficiencia de perspectivas de promoción o realización personal, presente o futura...

         Al mismo tiempo, la negociación colectiva de los trabajadores de los sectores regularizados se resiente, pues las empresas acusan la competencia desleal de la economía sumergida en perjuicio de su viabilidad, y en consecuencia de las condiciones laborales de los empleados. En definitiva, este tipo de actividad no crea trabajo, sino que sumerge y precariza aquel que de otra manera hubiese sido legal; y ni tan sólo atenúa los efectos de la crisis —cuando ésta está detrás del trabajo sumergido— sino que más bien los agrava, por su tendencia a arrastrar tras de sí a todos los agentes productivos afectados.

         2) Efectos económicos: estos son también muy importantes, a consecuencia de lo dicho en el epígrafe anterior. Cabe destacar su acusado impacto en el mercado, pues distorsiona la competencia, frena el proceso de modernización productiva (al primar el capital variable a las innovaciones tecnológicas y la diferenciación), parasita el resto de la actividad económica «regular» (pues a la vez que se sirve del capitalismo «manchesteriano» se beneficia de algunas de las ventajas del capitalismo «keynesiano»), y hace que el conjunto de la protección social que garantiza la tributación fiscal y contributiva se resienta, lo que acaba afectando a todo el tejido social de forma muy directa.

         3) Efectos sociales: la economía sumergida genera un influjo perturbador y dañino en el tejido social, al provocar el riesgo de retornar a actitudes corporativistas, cuando no mafiosas (sindicatos y patronales corruptos en los sectores afectados), acentúa la segmentación social, entre unos sectores regularizados y otros sumergidos (que se superpone a la ya tradicional entre los sectores centrales y los periféricos), y somete a ciertos colectivos a posturas de postergación, sumisión y marginación, al retirarse de los canales habituales de trabajo.

         En el próximo punto nos ocuparemos del otro gran proceso de ruptura del «statu quo» keynesiano, que afectando al sector «regularizado», tiene sin embargo implicaciones igualmente graves para los estratos de población más débiles y vulnerables: la precarización del empleo.

4.2. Flexibilidad laboral, trabajo precario y subocupación

         La flexibilidad laboral, expresada en facilidades de contratación y reducción de gastos de despido (tal como han sido implantadas en el mercado de trabajo en España desde mediados de los ochenta), supone la afloración de puestos de trabajo anteriormente sumergidos, lo que se traduce en un aumento ficticio de la población —realmente— ocupada y, por ende, en una disminución artificial de la tasa de paro; también significa la aparición de puestos de trabajo nuevos, aunque sea al precio de precarizar la creación de trabajo neto (es decir, la que sobrepasa la destrucción efectiva de empleo), y más teniendo en cuenta, como indica Faustino Miguélez, que este afloramiento «tampoco supone una diferencia tan grande en las condiciones de trabajo [respecto a las del trabajo sumergido], ni por lo que se refiere a salarios o jornada ni en lo que toca a la seguridad en el trabajo» (110).

         (Más adelante comprobaremos que otra de las señales de los nuevos tiempos, además de la economía sumergida y la precariedad, viene dada por el paro estructural, que se originaría como consecuencia de los desfases entre la oferta y la demanda de trabajo: en el primer caso, por inadecuaciones o deficiencias de cualificación de los trabajadores, así como de los canales de intermediación entre oferta y demanda de trabajo; en el segundo, por la supuesta rigidez del mercado de trabajo y la influencia de las nuevas tecnologías sobre el empleo.)

         La política laboral implementada en buena parte de los países europeos a partir de los años ochenta (entre ellos en España desde 1984) se caracteriza por las crecientes facilidades de contratación no estable, así como por el escaso control de las condiciones de contratación (111). Pero llegados a este punto, se hace necesario hacer alguna puntualización terminológica para entender todas las implicaciones de este tema. El fenómeno de la precarización laboral comprende tres diferentes aspectos: la denominada economía sumergida (de la cual hemos hablado en el apartado anterior), es decir, aquella no regularizada legalmente y que escapa a los cómputos de la contabilidad y fiscalidad nacional; el trabajo propiamente precario, concepto que hace referencia al trabajo que, aun desempeñándose bajo una regulación legal, está sujeto a niveles de eventualidad, salarios y condiciones laborales desfavorables en relación al trabajo estable (este concepto lo definiremos un poco más adelante); por último, la subocupación se refiere a todas aquellas ocupaciones realizadas forzosamente (es decir, no escogidas voluntariamente) a tiempo parcial, o a ocupaciones que no corresponden a la categoría profesional o a la cualificación del trabajador. Estas tres categorías, que se interrelacionan entre sí (y con el fenómeno del paro), implican una disminución de las garantías laborales de los trabajadores, por su papel de «último recurso» ante la eventualidad del desempleo forzoso.

         Los economistas ortodoxos suelen insistir en la necesidad de «flexibilizar» las condiciones de acceso y de salida al mercado de trabajo, así como las remuneraciones (lo que comportaría la desaparición del salario mínimo), para nivelar la oferta y la demanda de trabajo, y para acercar los niveles de paro a su tasa «natural», que sería de carácter friccional. Ello indudablemente tendría repercusiones sobre el empleo. En la tabla 1 hacemos un análisis somero del impacto de las medidas desreguladoras y flexibilizadoras sobre el empleo. Observamos cómo con la aparición en España de las medidas de «temporalidad», precariza­ción y fomento de la ocupación (a partir de 1984), se produjo un efecto inducido de aumento de la temporalidad (disponemos de datos desde 1987, pero la tendencia se observa claramente reflejada), que acabó repercutiendo, a partir de 1987, en la disminución de la tasa de paro y en el aumento de la tasa de actividad (tabla 2).

         Sin embargo, la tasa de desempleo sigue alejada de los niveles «friccionales». ¿Quiere ello decir que hay otros factores añadidos a los de la supuesta rigidez salarial y a la inflexibilidad de entrada y salida en el mercado de trabajo? Ya hemos identificado uno: las altas tasas de sumersión laboral, que indudablemente sesgan al alza las cifras reales de desempleo; posteriormente señalaremos otro: el efecto de la introducción de los cambios tecnológicos. Pero dado que otros países, como los Estados Unidos, se destacan asimismo por estas dos características, y sin embargo se distinguen por unas tasas de desempleo mucho más bajas (y por una precariedad y rotación laboral muy superior), habríamos de considerar otro factor sobreañadido, que generalmente los economistas académicos no tienen en cuenta: la falta de dinamismo empresarial, la escasez de inversión productiva (en definitiva, la endeblez de la cultura empresarial). Más adelante continuaremos esta reflexión en torno a la función que liga empleo, salarios y tecnología. Ahora nos detendremos, sin embargo, en la flexibilidad laboral, un importante eslabón en la cadena de acontecimientos que explican la situación del empleo (o su carencia).

4.2.1. Qué se entiende por flexibilidad laboral

         Hablar de flexibilidad es, a consecuencia de los exacerbados conflictos de intereses que implica, casi como hacer un juicio de valor. Con otras palabras: se hace complicado establecer una definición «neutra» y objetiva de un término tan manoseado y, al mismo tiempo, equívoco. Es posible identificar dos interpretaciones de este concepto, al menos en su acepción laboral: una «objetivista», interesada por su implementación hasta sus últimas consecuencias; y otra «subjetivista» (o «relativista»), más escéptica sobre la eficacia y los efectos reales de tal flexibilización.

         Donde más podemos llegar sin posicionarnos ante tal dialéctica es a señalar, a partir de Rober Boyer (112), las cinco principales implicaciones de este concepto: 1) la que se refiere a la adaptabilidad de la organización productiva; 2) a la aptitud de los trabajadores de cara a cambiar de lugar de trabajo (geográfica o funcional) dentro de una organización empresarial; 3) a las restricciones jurídicas que regulan el contrato laboral, así como la flexibilidad de jornada y horario; 4) a las cuestiones salariales y su relación con la situación económica real de la empresa, así como con su productividad; y 5) a la probabilidad de liberarse de regulaciones públicas que limiten su autonomía de gestión (el caso límite sería el de la economía sumergida). En definitiva, «flexibilidad» sería equivalente a capacidad de adaptación ante el avance tecnológico y los desafíos del mercado global. Pero, ¿cuáles son sus límites?

         Para conocerlos habremos de calibrar una noción que muchas veces se opone a la de flexibilidad: la estabilidad laboral. Este término es sólo aparentemente contradictorio con el de «flexibilidad». Ello es así, en primer lugar, porque la empresa ha sido, históricamente, la más interesada en conseguir un ambiente laboral estable y constructivo, por variadas razones: la hace más predecible, la hace menos conflictiva, potencia la implicación (afectiva y subjetiva) del trabajador y garantiza su cualificación y productividad. El ejemplo extremo de este modelo de estabilidad, que como hemos visto va de la mano de un cierto patriarcalismo, es el caso japonés, que a través de una política laboral paternalista e integradora, goza de una fuerza de trabajo dócil y aplicada (en los sectores de aplicación estricta de este modelo laboral).

         En cambio, en el modelo capitalista occidental, con una estructura sociotécnica diferente, y donde no se produce una tan fácil convergencia entre los objetivos del empleador y el empleado, la dirección de la empresa tiende a asociar mecánicamente las fluctuaciones económicas con la flexibilidad, «asumiendo la idea de que la fuerza de trabajo es el principal elemento de rigidez empresarial» (113). La estabilidad laboral a gran escala, en el sistema económico capitalista, refuerza el poder negociador de los trabajadores; simultáneamente, es en las fases de depresión profunda, es decir, de fluctuaciones económicas o de transformacio­nes tecnológicas, cuando el poder empresarial espera ejercer procesos más activos de reorganización y flexibilidad laboral y organizativa. Aquí está la clave del sentido contradictorio de este concepto: el empresario desearía estabilidad, pero hasta un cierto punto; a partir de un determinado margen temporal, o de discrecionalidad para determinar el volumen fijo de su plantilla, requeriría un margen de flexibilidad para adaptarse a las coyunturas de mercado y estar en condiciones de ser competitivo con el entorno. (Este margen de flexibilidad podría estar situado en torno a un 30% de la plantilla; más allá de él, según ramas de actividad, se incurriría en problemas de ineficiencia y desmotivación de los trabajadores. Si observamos la tabla 1 comprobaremos que en 1994, en España, la tasa de trabajo temporal era de un 35%; los acontecimientos posteriores parecen indicar un punto de inflexión en este proceso de precarización de la duración del contrato de trabajo, hacia mayores cotas de trabajo estable. Pero este diagnóstico puede ser todavía prematuro).

         (La anterior reflexión nos hace caer en la cuenta de que habitualmente se ha venido identificando el fenómeno de la precariedad con el de la crisis, pero ello es cuanto menos dudoso. Sólo basta recordar la evidencia de que la salida de la crisis de los setenta-ochenta, a veces con tasas considerables de crecimiento del producto bruto, no fue acompañada de una disminución significativa del desempleo, lo que nos hace intuir, como veremos posteriormen­te, que el paro ha pasado a tener un carácter estructural, y que el recurso a mecanismos de contratación precaria no sería más que la constatación de la posición de fuerza en la que se encuentra la parte empresarial en el marco de la negociación colectiva; pero también nos indica que la empresa actual se enfrenta a nuevos competidores, nuevos retos, y nuevas amenazas, que le predisponen a sacrificar la seguridad y estabilidad laboral ante el altar de los sacrosantos principios de la «competitividad».

         Resulta ocioso afirmar, a la luz de los argumentos que hemos esgrimido hasta aquí, que buena parte de las connotaciones negativas del debate actual sobre la flexibilidad se verían minimizadas si a un cuadro general de libertad económica y política, fundamentado en la autorregulación —tal como la definimos en la introducción de este tratado—, se le añade una sólida red de protección social, un trabajo social remunerado a precario, así como un capital como bien social a libre disposición de la gente industriosa y empresarialmente solvente.)

         Existen seis categorías de flexibilidad laboral. Éstas son:

                1) Flexibilidad interna: que podemos desglosar en la movilidad funcional o polivalencia (adecuación de la fuerza de trabajo a diferentes ocupaciones dentro de la empresa; ello topa con «derechos adquiridos» propios de cada categoría laboral), y en la movilidad geográfica (que comporta un desplazamiento geográfico). Ésta es la típica flexibilidad «a la japonesa».

                2) Flexibilidad salarial: en un sistema de salarios rígidos a la baja (como es el de las modernas economías sociales de mercado), este tipo de medidas suelen aplicarse a través de reducción de la jornada (en función de la coyuntura económica), de la retribución a destajo (intentando ajustar automáticamente los costes salariales a las variaciones de la demanda), o por incentivos a primas (ajustando la retribución al salario base cuando la demanda se contrae). Si bien, como veremos, es absurdo no contemplar el ajuste de salarios como una de las respuestas al paro tecnológico —por ejemplo repartiendo empleo y reduciendo la jornada—, en términos puristas, y a nivel microeconómico, la aceptación de tal sacrificio podría poner en cuestión una de las piedras angulares de la justificación teórica de las relaciones de producción capitalista: esto es, la atribución al empresario capitalista del riesgo, si damos por válida la legitimación clásica del beneficio capitalista (114).

                3) Variaciones de jornada: esta medida permite ajustar las horas trabajadas por una plantilla a las necesidades del mercado, al alza, mediante las horas extraordinarias, y a la baja, a través de reducciones de jornada.

                4) Flexibilidad de entrada: esta opción tiene como principal recurso el repertorio de posibilidades que la normativa estipula sobre contratación laboral. Ello ha provocado que el modelo laboral, que prioriza la estabilidad en el trabajo, ha sido intervenido y rebajado de tal manera que lo que se preveía como excepcional (la temporalidad) ha pasado a ser un recurso muy empleado de cara a sustituir trabajo fijo por trabajo precario.

                5) Flexibilidad de salida: consiste en la reducción de los costes de despido y en la ampliación de las posibilidades de recurrir a esta medida, así como en otras disposiciones normativas (regulaciones de ocupación). (Véase el cuadro 8, dedicado a la evolución de la normativa de contratación laboral vigente.)

                6) Planes de reconversión: esta fórmula permite reducir el precio del despido, y facilita otra serie de cambios organizativos: cambio de funciones, categorías profesionales, de condiciones de trabajo (jornada, sistemas de remuneración por rendimientos, turnos, etc.), movilidad geográfica, suspensión temporal de contratos, reducciones de la jornada laboral... En los sectores en reconversión no se aplica la normativa común, no hay limitaciones establecidas en la Ley del Estatuto de los Trabajadores, y desde la última reforma del Estatuto de los Trabajadores (Real Decreto Legislativo nº 1/1995, de 24 de marzo) ya no es preceptiva la autorización administrativa. A veces se emplean fondos sufragados por cánones de los sectores en reconversión.

         Los partidarios de la flexibilidad como una respuesta «objetiva» al medio argumentan que el desarrollo de formas de contratación variadas y el aumento de las prerrogativas empresariales en materia de despido son las respuestas más eficaces a las variaciones coyunturales de la demanda. Una visión prototípica de tal interpretación sería la siguiente:

         «Se define la flexibilidad laboral como un mecanismo de apertura a la creación de nuevos puestos de trabajo y, por otro lado, como el instrumento fundamental y vital para la adaptabilidad de la empresa a la diaria lucha competitiva a la que se ve sometida» (115).

         Ello se traduciría, además de en una flexibilización de la contratación y del despido, en una liberalización de la legislación vigente, es decir, en una desregulación de esta normativa. Lo cual presupone que los trabajadores estarían tan interesados como los propios empresarios en desregular sus condiciones laborales, pues ello les facilitaría el acceso al trabajo: «Capital, técnica, trabajo son tres elementos que han de coexistir en equilibrio» (116).

         Frente a esta interpretación Rafael Ortiz i Cervelló (obra citada) aduce que la flexibilidad no tiene por qué identificarse con la facultad del empresario para actuar sin limitaciones. Manifiesta que los sindicatos son partidarios de un cierto aumento de la flexibilidad, siempre que ello no comporte indefensión por parte del trabajador ni pérdida de prerrogativas sindicales. Por ello considera que se habría de mantener el intervencionismo estatal en tanto en cuanto implicase limitar la discrecionalidad en la actuación empresarial.

         Ante la argumentación de la parte empresarial que arguye que la disminución de los salarios reales, con una producción dada, a la larga crea empleo (teoría del fondo de salarios*), los sindicatos aseveran que el factor precio de la mano de obra no es el único ni el más importante factor de competitividad, y menos en un sistema económico muy alejado de ser de competencia perfecta. Ante el argumento de que hay que anteponer las razones de eficiencia, las fuerzas sindicales responden diciendo que una empresa es, ante todo, un organismo social, que ha de proporcionar beneficios sociales. Ante la pretensión de que la ausencia de regulación facilitaría la negociación directa trabajador/empresario, la parte sindical alega la absoluta indefensión en que se encontraría el empleado (o aspirante a serlo) si ello fuera así.

         En definitiva, el debate está abierto, y sus implicaciones son complejas y sensibles a los intereses de cada parte. Sin embargo, un hecho queda claro: se ha de partir de un nivel histórico dado de bienestar social. Todo lo que suponga un recorte (en seguridad e higiene, en descanso y ocio, en retribuciones, en estabilidad en el empleo),ha de tener un objetivo claro (creación de empleo, inversión productiva). Sin contrapartidas claras (aumento de ocupación, reparto de trabajo, cualificación y formación, competitividad), y sin remover la base que fundamenta la ineficiencia productiva (falta de cultura y estrategia empresarial, especulación, escasa diferenciación, carencia de innovación...), una mal entendida flexibilidad no haría más que socavar la demanda agregada, afectar las expectativas vitales de los trabajadores, aumentar la polarización y dualización social y alimentar los beneficios improductivos y ociosos.

4.2.2. Precariedad laboral

         Generalmente, cuando nos referimos a la «flexibilidad del mercado de trabajo» estamos hablando de dos cosas: las modalidades de contratación laboral y el despido. Recordemos que, en este caso, estamos refiriéndonos a una mercancía, la «fuerza de trabajo», que como cualquier otra mercancía se puede comprar (flexibilidad de entrada), se puede reciclar (flexibilidad interna) o se puede desechar (flexiblidad de salida).

         La flexibilidad de entrada se caracteriza por el hecho de que el contrato laboral especifica explícitamente un tiempo de duración de la relación laboral, más allá del cual el empresario no está obligado a mantener en su puesto al trabajador. La implementación de este hecho se realiza a través del recurso a formas de contratación específicas. Con ellas, los empresarios disponen de una normativa legal adecuada para sus intereses de «flexibilidad» frente a la coyuntura del mercado.

                El trabajo temporal no se opone a la estabilidad en todos los casos. Hay circunstancias en que es prescriptivo, por inevitable: es el caso de la estacionalidad, que requiere dosis masivas de trabajo concentradas en momentos puntuales (recolecciones agrícolas, por ejemplo); también lo es el de los discontinuos estables, en el que los trabajadores recobran regularmente sus puestos de trabajo en los períodos de alza de la actividad productiva (caso de la estacionalidad turística, o de ocupación de vacantes vacacionales), y que a partir de la última regulación (R.D.D. nº 1/1995, de 24 de marzo) ha sido integrada en la categoría de los trabajadores a tiempo parcial. Así pues, el contrato temporal sería aquella actividad laboral que, por diversos motivos (no específicamente por necesidades de estacionalidad o de trabajo por obra o servicio), tiene una duración temporal claramente determinada.

                En este sentido, cabe establecer dos estrategias empresariales: el sistema de producción por pedidos, que requiere ajustes a corto plazo de la producción (la empresa mantiene un exceso de capacidad instalada de equipo al que se puede aplicar mano de obra adicional, o turnos productivos, en momentos de fuerte demanda); y el sistema de ocupación temporal permanente, que no es más que una forma de evitar las consecuencias de un vínculo duradero con los trabajadores, o un intento de apartar a una parte de la plantilla de una serie de «beneficios sociales» o retribuciones ligadas a la antigüedad, o de beneficiarse de subvenciones o bonificaciones fiscales que otorgan ciertas políticas de empleo (también hay que contar con la eventualidad de descarga automática de trabajadores en los momentos de escasos pedidos, caso que es equiparable a la estrategia de producción por pedidos).

         En cuanto a la flexibilidad de salida, está claro que en ningún país capitalista de mercado está completamente vedada. Las diferencias institucionales entre diversos países se encuentran básicamente en el nivel de las indemnizaciones (lo que varían los costos de despido para las empresas) y en las formas de procedimiento que limitan la discrecionalidad empresarial. Pero quisiéramos anotar en este concepto una eventualidad que muchos economistas ni se plantean: el desgaste natural de la plantilla. En las empresas grandes una buena parte de las bajas se producen por incidencias naturales (bajas voluntarias, jubilaciones, etc.), y las liberan de personal sin ningún coste. Este mecanismo natural tiene más peso del que se le suele conceder, y supone una alternativa al despido traumático o a la «flexibilidad» de las plantillas.

         La teoría neoclásica ve la flexibilidad como la vía de acceso al modelo ideal de equilibrio general, según el cual, en condiciones de competencia perfecta, las situaciones de desequilibrio (como el desempleo) son pasajeras: la interacción de la demanda y la oferta de trabajo determinaría por sí sola el nivel de ocupación (friccional) y el salario de equilibrio. De esta manera, la flexibilidad del mercado de trabajo debería entenderse como la consecución del mayor grado posible de libertad de actuación de las fuerzas de mercado con el fin de permitir que éste alcance su grado óptimo de asignación de factores (o equilibrio) (117).

         Los «desajustes» salariales y, por otro lado, la rigidez en el ajuste del empleo vía cantidad (es decir, del despido libre o semilibre) determinarían que el factor trabajo sea considerado cuasifijo. La solución para los técnicos que sustentan esta teoría está muy clara; pasaría por «... la eliminación de las distorsiones del mercado de trabajo, consistentes tanto en una restricción de tipo clásico vía precio al empleo (salarios reales superiores a los compatibles con el pleno empleo) como en una rigidez vía cantidad en el marco institucional de relaciones laborales...» (118).

         La visión institucionalista (que se atribuye un marchamo de neutralidad), más atenta al fenómeno de los ciclos económicos, entiende el concepto «flexibilidad» como la adecuación de la estructura del mercado de trabajo a las condiciones apropiadas del ciclo económico. El mercado de trabajo, según ésta, no debería entenderse como un todo homogéneo, sino que habría que distinguir dos esferas: una primaria, de trabajo estable, y otra secundaria, de trabajo eventual. Las inestabilidades coyunturales impedirían que el mercado de trabajo en su globalidad fuese estable, por lo cual sería conveniente, en uno u otro punto del ciclo coyuntural, bien una política de «estabilización», o bien de «flexibilización» de las condiciones laborales. Así pues, según Álvaro Espina, flexibilización no sería sinónimo de «desregulación», sino de la modificación del marco institucional del mercado de trabajo (de «reregulación») a fin de que funcione más eficientemente (119).

         Una visión alternativa a estas dos interpretaciones economicistas del mercado de trabajo asevera que la relación laboral no es meramente mercantil, sino social. Según esta interpretación, como la relación entre capital y trabajo es desigual, sin un elemento regulador (que sería el Estado), un reparto desequilibrado de los beneficios a favor del capital permitiría un crecimiento de la productividad incompatible con la eficiencia económica y con la equidad social (al verterse en canales especulativos y en atesoramiento, no en inversión productiva o en diferenciación competitiva; o al traducirse en cambio tecnológico que agravase el problema del paro tecnológico). En definitiva, esta postura aboga por la defensa del principio de estabilidad en el empleo como bien social.

         A fin de ponderar este debate hemos de introducir las siguientes reflexiones. En primer lugar, en los tiempos del «desarrollismo» español (años sesenta) los empresarios eran los primeros interesados en el trabajo estable (entre otros motivos, por la ausencia de perturbaciones cíclicas importantes), que evitase una alta rotación de personal, pues ésta era contraproducente en términos de coste (productividad, formación, motivación, etc.); es decir, en otras circunstancias históricas esta política fue considerada la más eficiente, lo que indicaría que el concepto «flexibilidad» es relativo, históricamente dado, no un concepto universal en el tiempo (ejemplo anterior) ni en el espacio (caso canónico japonés). En segundo lugar, hemos de considerar el aspecto incertidumbre: la flexibilidad tendría justificación, a partir de las tesis institucionalistas, únicamente si la contratación de trabajo temporal proviniese del llamado mercado de trabajo secundario (es decir, poco especializa­do), si los puestos de trabajo que ocupasen fuesen poco cualificados (con escaso componente de capital fijo), y si tal demanda de fuerza de trabajo fuese efectivamente eventual (fuese justificable por un período de fuerte demanda). La incertidumbre (sobre todo en la pequeña y mediana empresa) justificaría la adquisición temporal de fuerza de trabajo si únicamente se dieran las citadas circunstancias, pero lo que posteriormente ha sucedido es que se ha sustituido sistemáticamente trabajo fijo cualificado por empleo eventual.

                La aprobación del «Estatuto de los Trabajadores» y la «Ley Básica de Empleo», en 1980, acabaron con lo que quedaba de la supuesta rigidez de la «Ley de Relaciones Laborales» de 1976, y supusieron el reconocimiento institucional de las figuras de contratación temporal como fomento de la ocupación, así como un relativo abaratamiento del despido individual, sobre todo en las pequeñas empresas. La modificación, en 1984, del Estatuto de los Trabajadores, se decantó aún más decisivamente hacia la contratación temporal y precaria como medida de fomento de la ocupación, especialmente con la aparición de nuevas figuras: la contratación para jóvenes menores de 26 años y para mayores de 45 años, de «lanzamiento de nueva actividad», y de «relevo», así como el reforzamiento de la contratación a tiempo parcial, de formación y en prácticas. Más adelante, la Ley 10/1994, de 19 de mayo, sobre medidas urgentes de fomento de la ocupación, y la Ley 11/1994, de la misma fecha, donde se modificaban determinados artículos del Estatuto de los Trabajadores, supuso una nueva vuelta de tuerca de la reforma laboral en dirección a la precarización de las condiciones laborales de los trabajadores, mediante el fomento de renovadas categorías de contratos —en prácticas y aprendizaje, a tiempo parcial y de relevo—, si bien el resto de figuras de temporalidad se han circunscrito a medidas discrecionales de «fomento del empleo». Finalmente, el Real Decreto Ley 8/97, de 16 de mayo, de «medidas urgentes para la mejora del mercado de trabajo y el fomento de la contratación indefinida» (acompañado por otro que regula los incentivos encaminados a facilitar este objetivo), con un aparente consenso social (entre Gobierno, sindicatos y patronal), asegura pretender un nuevo escenario laboral más estable y consensuado.

         Las consecuencias lógicas de este proceso, si las planteamos no desde una perspectiva macroeconómica, sino humana, vivencial, son demoledoras:

         1) Inseguridad y precarización en el empleo, sobre todo para los individuos —marginalizados— pertenecientes al sector laboral secundario, o periférico (poco cualificado o eventual).

         2) Peores condiciones laborales: imposibilidad de acceder a una antigüedad laboral, a primas o pluses; sueldos más bajos, horas extraordinarias no remuneradas como tales, peores horarios, peores condiciones para acceder al descanso, peores turnos y formas de pago, rotación, etc.

         3) Inferior remuneración: según la Encuesta Piloto sobre Ganancias y Subempleo, con datos de 1990, sus ganancias anuales serían inferiores en un 30% a las de los contratados fijos.

         4) Superior siniestrabilidad laboral: según una encuesta realizada por el Instituto Social de Estudios de UGT, el número de accidentes laborales entre los asalariados temporales es el doble que entre los fijos: de cada tres accidentes laborales, dos corresponde a trabajadores temporales y uno a trabajadores fijos.

         5) Menores posibilidades de promoción: la UGT cifra en un 23% la porción de trabajadores temporales que pasan a fijos (EL PAÍS, 2 de diciembre de 1990), pues el trabajo secundario es poco cualificado y enriquecedor, y cierra el horizonte de los jóvenes en un sistema inadecuado de selección de personal (según esta central sindical, sería suficiente con los períodos de prueba de los contratos indefinidos), pues aporta poco «currículum» o experiencia de cara a futuras colocaciones, al tratarse de tareas específicas en actividades concretas de la empresa.

         6) Pocas posibilidades de integración en el entorno laboral: las relaciones de trabajo suelen ser individualizadas (cada trabajador puede tener una situación laboral, contractual o salarial diferente), están fuertemente desintegradas, y son ajenas al contexto laboral y sindical, por lo que se crean dos segmentos laborales claramente diferenciados y ajenos el uno al otro: el sector fijo, y el conformado por el sector precario.

         En definitiva, el trabajo precario conlleva debilidad e inseguridad laboral. Ésta genera colateralmente una gran inseguridad vital, que impide consolidar un status o expectativas de vida, una estabilidad que permita organizar el futuro; sin que ello se traduzca, por otro lado, en una redistribución de trabajo y de la renta favorable a este mercado secundario, ni en una respuesta eficaz para acabar con otros males que afectan al sistema laboral (la economía sumergida, por ejemplo).

                A estas consecuencias «generales» cabe añadir otros problemas más «específicos», como los abusos de ley cometidos por numerosas empresas sin escrúpulos: contratos a tiempo parcial que superan en la práctica los dos tercios de la jornada laboral normal (según la regulación anterior a 1994); contratos de formación en los que se pagan seis horas y se trabajan ocho (las dos restantes se supone que habrían de ser de formación), según la normativa anterior a 1994; rotación de distintos trabajadores en un mismo puesto de trabajo, con sucesivos contratos temporales; cambio de plantillas fijas por trabajadores eventuales; mantener a prueba sucesivamente diferentes aspirantes, sin contratar ninguno; combinar períodos de contratación eventual con períodos de paro sin que el trabajador deje de efectuar una actividad laboral en ningún momento; emerger trabajos anteriormente sumergidos, pero en condiciones de arbitrariedad parecidas; o al contrario, la sumersión de trabajos antes regulares, con el cobro del Fondo de Garantía Salarial; o la inmovilización, o paulatina reducción, de la plantilla fija, en beneficio de la eventual...

         Una vez considerados todos estos aspectos, las personas serias y razonables habrían de ponderar hasta qué punto este modelo de contratación laboral significa dar «pan para hoy y hambre para mañana», al condenar a generaciones enteras a un futuro incierto y sombrío, sin perspectivas de empleo estable y de consolidación de un proyecto vital.

4.2.3. Subempleo

         Podemos encuadrar dentro de la categoría de «subempleo» dos fenómenos diferentes. El primero sería el trabajo a tiempo parcial, que se podría definir como «aquella contratación de dedicación no plena, en los supuestos en que las necesidades de la empresa o las circunstancias personales del trabajador no permiten la ocupación durante la totalidad de la jornada ordinaria de trabajo» (120). En cualquier caso, el número de horas de trabajo diarias, o de jornadas laborales a la semana o al mes, ha de ser inferior a la jornada laboral normal. Una segunda subcategoría sería la de trabajadores que trabajan en ocupaciones que no se corresponden con su categoría personal o cualificación profesional.

         Los contratos a tiempo parcial pueden implicar una relación laboral estable o integrarse en el campo de los contratos eventuales. Pueden cubrirse con trabajadores empleados sólo a tiempo parcial o constituirse en campo abonado para el pluriempleo. De aquí su complejidad y su especificidad. Su impacto en España ha sido, hasta el momento, inferior que en la Europa nórdica, pues su lugar ha sido ocupado, en buena medida, por la economía sumergida.

         El perfil del trabajador a tiempo parcial se aproxima al de una mujer (el 60% de estos contratos en España), que trabaja en el sector servicios (86%), menor de 30 años (63%), con contrato eventual (89%), con estudios básicos (73%) o medios (17%) (121). Generalmente son trabajos poco cualificados y mal remunerados (con el recurso al pluriempleo). Suelen ser ejercidos por colectivos socialmente periféricos para desarrollar tareas que requieren escasa cualificación. Su importancia en el panorama español es aún pequeña, pero —sobre todo desde la aplicación de las nuevas categorías de contratación, en 1984— va en aumento (véase las tablas 1 y 2).

         Sus consecuencias negativas son similares a las que incorpora el trabajo precario: segregación laboral e indefensión, baja cualificación, individualismo, escasa posibilidad de promoción, peores condiciones laborales (salariales y derechos sociales)... En definitiva, es un medio más para acceder, por parte de los empleadores, a una mano de obra marginalizada. (Ello no obstante, hemos de distinguir otro tipo de trabajo a tiempo parcial de carácter cualificado, de tipo voluntario, que implica una alta consideración y status social, pero que es muy minoritario y no entra en la categoría de «subempleo»).

4.3. Trabajo y cambio tecnológico

         El tercer gran determinante de las transformaciones en el mercado de trabajo es sin duda el factor tecnológico. En el capítulo anterior ya nos hemos ocupado de su incidencia en la organización de la empresa y la producción. En éste nos circunscribiremos a su protagonismo en las transformaciones sociolaborales de una sociedad desarrollada.

          En primer lugar se trata de calibrar en qué consiste lo distintivo del llamado «cambio tecnológico» (o «revolución tecnológica») por lo que respecta a su impacto en el trabajo. No hay una respuesta precisa a tal interrogante, aunque todos los expertos anteponen los aspectos cualitativos a los cuantitativos (sin menoscabo de los últimos). En concreto se constata cómo, en la presente fase del «capitalismo tardío», la materia y la energía pasan a un segundo término y la información y el conocimiento pasan a ser los nuevos objetos formales de la ciencia y la tecnología. Estos dos inputs incidirían en una mayor optimización de los recursos, en una mayor productividad, hasta el punto que la ruptura del proceso de modernización desembocaría indefectiblemente en la obsolescencia:

         «La tecnología clásica de automatización electromecánica de las fábricas sólo se ha perfeccionado con la tecnología de la información asistida por ordenador, avanzando en su dirección evolutiva hasta la automatización completa. Las formas de producción que no siguieron estas "regularidades" de las técnicas de la gran industria se concibieron como "en extinción" y residuales» (122).

         Muchos estudiosos coinciden en señalar que la introducción de las nuevas tecnologías se inscribe en la lógica modernizadora del capitalismo moderno. Los objetivos básicos de esta estrategia modernizadora serían: primero, impulsar un cambio en la organización del trabajo, ajustado a las nuevas exigencias de la competitividad (descentralización productiva, trabajo «a medida», por pedido, «just in time», etc.); y segundo, aumentar la productividad disminuyendo en la medida de lo posible costes laborales (y por ende, mano de obra).

         Estos objetivos, sean irreversibles o no, han tenido a menudo una interpretación «darwinista». Un ejemplo claro sería éste:

         «Las nuevas tecnologías y, en consecuencia, la progresiva complejidad de la economía en lo que se refiere a la producción, administración, división del trabajo, cooperación y exigencias técnico-pedagógicas, arrojan el paro y la necesidad de formación como conjunto más preminente de problemas... Ya hemos descrito uno de sus efectos como "efecto social de la economización" [!]; el segundo impulso fundamental consiste en una destradicionaliza­ción relativamente intensiva de las situaciones vitales, el cuerpo social y el medio industrial, que ha empezado a polarizar las formas de vida en torno al riesgo y la capacidad individuales, como orientación altamente normativizada» (123).

         Ello no obstante, no podemos obviar la evolución subyacente de la sociedad: el programa Technologie, travail, emploi, del Ministerio de Industria francés, en un informe reciente, afirma que hacia el año 2000 una cuarta parte de la población ocupada trabajaría en puestos que hasta fechas muy recientes no existían; un estudio italiano ha identificado más de 200 nuevos oficios y ha cuantificado en unos tres millones de puestos de trabajo su demanda potencial en Italia; otro estudio, efectuado por expertos de la ex República Federal de Alemania, estimaba que a principios de los años noventa uno de cada tres puestos de trabajo en los sectores de la producción, los servicios y la administración pública se enfrentaría, de alguna manera, con los nuevos medios telemáticos e informáticos. Estos datos apuntan que la presente tendencia «modernizadora» es ya una realidad consolidada en nuestra sociedad, y que está afectando, de una u otra manera, a la manera tradicional de entender el mundo de la producción y el trabajo.

4.3.1. Cambio tecnológico y organización productiva

         En la presentación de este apartado hemos hecho referencia al cambio de la «estructura organizativa» tradicional como una de las estrategias (junto con la disminución de los costes laborales) implementadas con el objetivo de poner al día la economía, optimizando los recursos disponibles en base a un aumento de la productividad y, pretendidamente, de los excedentes empresariales.

         Ya en el capítulo anterior hemos reiterado que las organizaciones productivas (y en general cualquier estructura organizativa) se han de entender como «sistemas sociotécnicos», es decir, como diseños estructurales con una componente técnica y otra humana. En otras palabras, las estructuras organizativas no corresponden únicamente a una división técnica del trabajo, sino que consolidan asimismo una división social del trabajo, las cuales están íntimamente interrelacionadas. Por ello son inútiles e infructuosos los intentos de analizar universalmente los diseños organizativos, pues estos no se pueden entender sin valorar los grados de desarrollo y la combinación de estos componentes: es así como han fracasado numerosas tentativas de incrementar el nivel de rendimiento de las organizaciones mediante la mejora del subsistema técnico, considerado independientemente del subsistema social que lo acompaña.

         Si volvemos a reiterar este aspecto es para advertir sobre un malentendido ampliamente difundido: pensar que hablar de cambios en las estructuras organizativas consiste en referirse exclusivamente a cambios horizontales, correspondientes a la división técnica del trabajo, que se reflejan en la distribución de los trabajadores entre las diferentes unidades funcionales (departamentos, grupos, etc.), sin tener en consideración la dimensión vertical (o social) del trabajo, que diferencia a los trabajadores en función de su nivel jerárquico o de acceso a privilegios, recompensas, información, capacidad de decisión, etc.

         Esta puntualización es oportuna si, como es el caso, partimos del análisis de las «nuevas formas de organización del trabajo» como de una estrategia de cara a eliminar el «problema social» en la moderna factoría o centro de trabajo con estructuras organizativas basadas en el sistema tradicional de organización del trabajo (centralizado, taylorista), que tan imprevisibles y, en ocasiones, indeseadas consecuencias comporta para los empresarios (sindicatos fuertes, relajación de la disciplina laboral, o de la cultura del trabajo, rigidez laboral, altos costes salariales, etc.)

         Es decir, la llamada «resistencia de los trabajadores» y los costes adicionales que ello comporta (agregables a los demás costes de producción) sería el punto de partida de una nueva actitud empresarial que tiene como finalidad acabar, implacablemente, con cualquier vestigio de insubordinación o intento de plantar cara a su hegemonía social, y más si tenemos en cuenta que otros intentos «integracionistas» (incentivos por primas o beneficios, experiencias de cogestión de los trabajadores, etc.) no han dado los resultados apetecidos o han sido incorporados en la rutina diaria sin beneficios aparentes.

         La respuesta es, inequívocamente, acabar con los últimos vestigios del keynesianismo, el fordismo y el taylorismo, que tal como hemos descrito son proclives a una elevada rigidez, ya sea en el plano técnico (interrupción de la producción por una avería en un punto de la cadena, rupturas de stock*, vulnerabilidad ante la falta de componentes o repuestos, etc.) como en el social (trabajo bloqueado, que no se renueva, con escasa flexibilidad...). (Recordemos que gran parte de la desmotivación que induce a la «resistencia de los trabajadores» viene dada por un diseño sociotécnico monótono y alienador, muy ajeno a las potencialidades del trabajador.)

         La consolidación del modelo taylorista también comportó una creciente dualidad entre dos niveles económicos: el sector primario (o central), que obtiene mayor valor añadido por trabajador, cuenta con un importante contingente de trabajadores «no productivos» (administración, comercialización, gestión de personal, etc.), y ofrece mejores salarios; y el sector secundario (o periférico), propio de la pequeña y mediana industria descentralizada, a veces ligada horizontalmente a la gran empresa (por medio de subcontratas), con escasos gastos administrativos y de comercialización, más flexible, y con peores condiciones laborales. (No hemos de confundir esta dualización económica con la dualización social del trabajo que ya hemos apuntado, y que posteriormente retomaremos.)

         En los nuevos tiempos que se inician tras la crisis de los años setenta, son algunas empresas periféricas, mediante diversas medidas de precarización laboral que ya hemos descrito (sumersión y vinculación indirecta a los grandes centros productivos) las que obtienen más beneficios de la crisis. Ante esta situación los lobbies y otros grupos de presión del sector central han tomado buena nota de esta alternativa y han diseñado una respuesta conveniente para los intereses de la gran empresa: hacer servir las nuevas tecnologías y cambiar las formas de organización del trabajo, de cara a mantener e incluso aumentar la productividad, con gastos laborales inferiores. Con tal finalidad, han puesto en marcha tres estrategias complementarias e interdependientes:

         1) En el terreno de la legislación laboral, se incide en la flexibilización de las normas de contratación y despido así como en otras medidas que conllevan la pérdida de derechos laborales adquiridos (rotación, movilidad interna y geográfica, remuneración salarial, pensiones, etc.) La presión al aparato del Estado es fuerte, y éste transige: el pacto social, base del sistema fordista de relaciones laborales (y por extensión, del sistema de relaciones laborales de la economía social de mercado), queda herido de muerte.

         2) En el ámbito de la innovación tecnológica, y del diseño de los productos, se incide en dos direcciones: 1) innovar procesos, mediante nuevos sistemas de producción, o el cambio de los ya existentes, con la finalidad elemental de reducir costes variables (trabajo, energía, materias primas, etc.); y 2) innovar productos, es decir, crear nuevos productos, o bien mejorar sus características, sus prestaciones, su diseño, su presentación... En el primer caso, se pretende reducir costes; en el segundo, crear nuevos mercados (124). Se afirma que durante los años setenta se impulsó un proceso de innovaciones de procedimiento (informática, automatización, etc.), mientras que en los ochenta predominaron las innovacio­nes de producto (vídeo, telefax, ordenadores personales, etc.)

         3) Una tercera respuesta, la más repetida por los expertos, sería la descentralización productiva y la implantación de nuevas formas de organización del trabajo. Como ya hemos dicho, en el reajuste generalizado del capitalismo avanzado, la clave estratégica no es la tecnología, sino la organización del trabajo. Así, cuando hablamos de «descentralización productiva» nos referimos a dos acepciones: descentralización en el espacio y descentraliza­ción en la adopción de decisiones. En el primer caso nos estamos refiriendo, o bien al trabajo a domicilio, o bien al trabajo subcontratado; en el segundo caso la existencia de un buen canal de transmisión de datos, órdenes e informaciones (informático, telemático o telefónico), sería fundamental para poder producir de manera independiente dentro de un plan global. (Otra estrategia descentralizadora, dentro de un mismo recinto industrial, sería la de producir de manera alternativa a la cadena de montaje taylorista, aspecto éste que ya hemos explicado en su momento, por lo cual remitimos al lector a su repaso.)

         Hemos comprobado cómo el capitalismo avanzado ha diseñado unos medios tecnológicos, así como una organización del trabajo, que le está permitiendo superar las «ineficiencias» del modelo de trabajo taylorista, incuestionable hasta la década de los años setenta. Pero no hemos de caer en el error de considerar que estos cambios organizativos (descentralización, trabajo en grupos o módulos, automatización) han variado sustancialmente la vigencia del modelo taylorista:

         «El taylorismo y el fordismo siguen siendo los fundamentos de la organización del trabajo, y cabe preguntarse si ciertas técnicas modernas de gestión, como la gestión de la producción por la informática, no contribuyen a acentuar la taylorización del trabajo, o a presentar bajo un aspecto más aceptable los controles estadísticos de producción que reemplazan el cronometraje» (125).

         Tampoco hemos de olvidar que todavía una gran parte de las grandes empresas siguen funcionando mediante esquemas de trabajo de raíz taylorista, ni que, en último término, los desencadenantes del cambio tecnológico no son necesariamente motivaciones «humanizado­ras» (es decir, que pretendan mejorar las condiciones de trabajo):

         «El determinismo tecnológico ha adquirido para muchos el rango de realidad ineluctable. Desde esta perspectiva, se defiende el postulado de que la tecnología evoluciona de acuerdo con las leyes de desarrollo que le son propias. Más concretamente, se considera que la evolución de la tecnología determina necesariamente los tipos de actividades organizativas y su estructuración. El carácter de algunas tareas (monótonas y fragmentarias, como las que se desempeñan en las cadenas de montaje) se presenta como el producto inevitable del desarrollo tecnológico. En este caso se invoca el determinismo tecnológico para justificar las condiciones de vida laboral» (126).

4.3.2. Cambio tecnológico y empleo

         Antes de entrar en consideración sobre este tema tan peliagudo quisiéramos plantearnos una pregunta clave: ¿es posible cuantificar el impacto tecnológico sobre el sistema económico, a fin de ponderar su protagonismo en la productividad? La respuesta, claramente, es no, si queremos averiguar tal incidencia por una vía directa (o agregativa). Su estimación necesariamente ha de ser indirecta.

         En la tabla 3 abordamos un intento de estimar el impacto tecnológico sobre la productividad y el empleo por una vía indirecta. Para ello recopilamos las tasas de crecimiento del factor trabajo, del factor capital (caracterizándolo como la Formación Interior Bruta de Capital Fijo), y del producto bruto (PIB a precios de mercado), todo ello teniendo como base el nivel de precios de 1986 (es decir, neto de aumentos nominales de precios).

         Aplicando el método residual de Solow (residuo de Solow) obtenemos el efecto del cambio tecnológico deduciendo al aumento del PIB el aumento ponderado de la inversión (dicha ponderación la efectuamos de la siguiente manera: si capital y trabajo reciben aproximadamente la mitad, cada uno, de la renta nacional, agregamos ambos conceptos y el resultado lo dividimos por 2) (127). Es fácil suponer que un aumento determinado del capital y del trabajo ha de producir un incremento proporcional de la producción; pero la realidad no es así: el concepto residual que denominamos «efecto cambio tecnológico», que no es más que lo que queda de restar al aumento de la producción global el incremento —ponderado— de los factores físicos agregados, engloba tanto lo que los clásicos denominaban rendimientos decrecientes* del capital, cuando éste se encuentra en fase acumulativa, como lo que en fase contractiva denominamos productividad aparente del trabajo, es decir, aquella que se produce en períodos de desinversión neta (y de destrucción de empleo), a consecuencia de la reserva de capacidad productiva depositada en forma de tecnología de los procesos productivos. (Por otro lado, podemos obtener la productividad del trabajo también de forma residual, restando al aumento de la producción el incremento —o reducción— de fuerza de trabajo.)

         En la figura 10 observamos cómo la tendencia que dibuja el efecto tecnológico es siempre opuesta a la de la inversión productiva (cuando ésta baja, aquella sube, y viceversa). Asimismo, comprobamos cómo la inversión tiene un «techo» (que nosotros hemos convenido en llamar «nivel de empleo máximo de los recursos» (o nivel de empleo natural) más allá del cual se producen rendimientos negativos que reducen los márgenes empresariales (dado el aumento de los costes relativos —entre ellos el del trabajo—, la ineficiencia productiva, y los efectos de la inflación, en un nivel de saturación de la oferta de factores productivos), lo cual incita a una posterior desinversión. El efecto tecnológico representa la productividad global del sistema, lo que es lo mismo que decir que indica la eficiencia global del sistema, al constituir el promedio de la productividad laboral y del capital agregados; por ello su evolución es inversa a la de la inversión.

         En fase cíclica alcista el efecto tecnológico sigue una trayectoria negativa cuando las tasas de incremento de la inversión superan a las del producto bruto; este fenómeno, fácilmente identificable con el de los rendimientos decrecientes ricardianos (con un factor dado tomado como fijo), es el que a la larga define el punto de reversión de fase, que sirve de disparador del cambio de tendencia del ciclo. En la figura 11 comprobamos estas mismas variables con cifras acumuladas. Aquí son más evidentes estas tendencias: observamos cómo es en las fases de auge de la inversión cuando se producen inflexiones negativas en el efecto cambio tecnológico; asimismo cómo ello coincide con los momentos de auge del PIB; también cómo en los momentos de crisis de inversión el factor tecnológico compensa sobradamente esta reducción hasta mantener el PIB a niveles de estabilidad (acabando con los dientes de sierra en la evolución de la renta de la época preindustrial y del capitalismo anterior a la segunda guerra mundial); por último, cómo cuando los niveles de empleo están en su zénit comienza el proceso de desinversión.

         (Aquí hemos de hacer una puntualización: consideramos rendimientos decrecientes la evolución decreciente de la eficiencia global del sistema, a medida que aumenta la inversión con un nivel de renta dado; los rendimientos son negativos cuando la eficiencia global del sistema pasa a tener signo negativo, es decir, cuando la inversión supera al producto global, y por tanto el rendimiento de una determinada unidad de producción es inferior al del ejercicio anterior. Por lo tanto, no entendemos aquí el término «rendimiento» como la acepción tradicional de «rentabilidad», es decir, el simple cociente entre excedente e inversión de capital.)

         ¿Qué consecuencias podemos obtener de todo lo dicho?: la primera, que el efecto del cambio tecnológico ha neutralizado los procesos catastróficos del ciclo prekeynesiano, y ello es (según nuestra opinión), más atribuible a la propia dinámica de la oferta que a la de la demanda agregada keynesiana (si cabe, ésta añade un factor de rigidez monetaria —inflación­— al estancamiento económico de las fases coyunturales depresivas, produciéndose el fenómeno denominado como estanflación); la segunda, que el cambio tecnológico (o eficiencia global del sistema) rellena la brecha entre la producción agregada (PIB) y la inversión de factores productivos en un ejercicio dado, y es el factor que permite una cierta estabilidad de la primera macromagnitud, evitando incurrir en procesos de zigzag (es decir, el cambio tecnológico tiene un papel de estabilizador automático, en función de la coyuntura del ciclo de la inversión); la tercera, que existe un nivel de empleo de factores (capital y trabajo) más allá del cual se producen rigideces que, posteriormente, desencadenan procesos de rendimientos negativos y, consecuentemente, de desinversión. (Repetimos, el efecto cambio tecnológico —o eficiencia global— pasa a tener signo negativo cuando la inversión supera a la producción global; y más allá de ahí se inicia el cambio de fase cuando los beneficios totales —beneficios normales más efecto cambio tecnológico— tienen valor negativo.)

         A la vista de la figura 10 una última —y tal vez aventurada— reflexión nos hace pensar que el efecto del cambio tecnológico puede tener una repercusión negativa sobre la productividad tendencial del trabajo. Los datos estadísticos parecen indicar que la evolución de la productividad laboral está siguiendo una tendencia contractiva a largo plazo. En efecto, en la fase expansiva de los años 1971-1974, la productividad laboral fue desacostumbrada­mente alta (lo que supondría que, si tenemos en cuenta el escaso crecimiento de la ocupación, el incremento del producto fue alto). Ello puede ser debido a que España se encontraba en una fase de pleno empleo estadístico (con menos empleo sumergido, y menos producción oculta), a que la inversión en nuevo capital era alta (este proceso de modernización vendría acompañado por un incremento del output), y a que no se había alcanzado una fase de rendimientos negativos del capital (el ritmo de incremento de la inversión en capital no superaba el del producto agregado).

         Más allá de este período, se produce una estabilización del efecto cambio tecnológico concomitante con la disminución neta de la inversión en capital productivo, hasta llegar al período de auge entre los años 85 y 91. En este período, en que se alcanza otro máximo en el empleo de los recursos (contando con que ahora el nivel de desempleo estadístico «natural» se encuentra en torno a un 15%, a consecuencia de los efectos de la economía sumergida y del llamado paro tecnológico), encontramos sin embargo que los niveles de crecimiento del empleo son altos (lo que implica una reserva de trabajo desocupada).

         Como es lógico, al aumentar el empleo, con una capacidad productiva instalada dada (y en proceso de renovación tecnológica), los niveles de productividad laboral descienden. La eficiencia global, que coincide con la productividad global de la inversión (equiparable al «efecto tecnológico» antes reseñado), se desplaza a niveles negativos, al verse arrastrada por la disminución (hasta tasas negativas) de la productividad del capital, y por la retracción de la productividad del trabajo. Así pues, la inversión presenta rendimientos negativos, hasta el punto de reversión de fase, en el cual el sistema tiende a desinvertir, en términos relativos, primero, y absolutos, posteriormente, para alcanzar una nueva fase de eficiencia global con signo positivo.

         Si equiparamos el concepto «eficiencia global» al de «rendimiento de la inversión» (con el sentido que le hemos dado un poco más arriba), con un nivel de empleo dado, podemos extrapolar que la aplicación del cambio tecnológico, si bien a niveles absolutos ha aumentado la productividad aparente* (a costa de paro tecnológico, como luego comprobare­mos), y también los beneficios absolutos, a largo plazo va retrayendo estos (y la productividad laboral), al generar una dinámica autosostenida de modernización no combinada eficientemen­te con otras medidas de reforma orgánica de la empresa tradicional (ello ha provocado las ineficiencias que mencionamos en el capítulo anterior, que hemos caracterizado como «paradoja de Solow»). Además, al generar un cuadro de paro estructural y precariedad laboral, los niveles de consumo se resienten, sin que el Estado-social keynesiano pueda compensarlo, lo cual desemboca en crisis de superproducción (por un lado, alta productividad aparente, por otro, menor consumo), que es agravada por la extensión del llamado «mercado global» y por el aumento de la liberalización económica mundial. Y en cierta manera confirmaría la tendencia esbozada por Marx al hablar del paulatino decrecimiento de la tasa de ganancia, que ahora ni tan sólo el efecto del cambio tecnológico puede compensar.

         (¿Qué lecciones podemos extraer de este análisis? Posteriormente, en las conclusiones de esta sección, comprobaremos que no es tanto la existencia de este comodín, el cambio tecnológico, como la consolidación de unas reservas no empleadas de factores productivos, lo que genera un impulso irresistible al crecimiento, que dado el proceso antes esbozado, degenera inexorablemente en crisis: en definitiva, en el mecanismo del ciclo económico.)

         Volviendo a la tabla 2, hemos efectuado un análisis agregado de la evolución de las siguientes variables: la tasa de actividad, la tasa de paro, los rendimientos absolutos del trabajo, la productividad por unidad laboral, la acumulación de capital, y los rendimientos absolutos empresariales. La tasa de actividad ha experimentado un crecimiento pausado, con una inflexión negativa en la primera mitad de la década de los ochenta; la tasa de paro ha experimentado, sin embargo, un crecimiento explosivo y paulatino (ello indica que se han incorporado nuevos sectores sociales a la actividad productiva, o bien que buena parte de estos efectúan una actividad laboral sumergida, y que el sistema económico legal no ha sido capaz de absorberlos); las rentas del trabajo han experimentado un crecimiento de un 76% en este período, con un mínimo en la primera mitad de los ochenta; y la productividad del trabajo (PIB/población ocupada) una evolución muy parecida (luego explicaremos que si tenemos en cuenta algunos deflactores la evolución de las remuneraciones laborales corregidas se sitúa por debajo de la de la productividad; además, no se puede equiparar la evolución de las rentas del trabajo agregadas con la de las remuneraciones medias de los trabajadores).

         Y lo que es más interesante: la evolución de los excedentes empresariales (su sumatorio) está muy por debajo (10 puntos) de la de la inversión (y 20 puntos por debajo de la evolución de la productividad del trabajo). Ello confirmaría esta tendencia a la contracción de los beneficios, a pesar del efecto tecnológico, que ni la época eufórica de la segunda mitad de los ochenta ha podido mitigar.

         Una vez conocidos estos datos fundamentales nos podemos enfrentar con las distintas interpretaciones del cambio tecnológico en el nivel de empleo. No podemos comenzar un análisis sobre la repercusión de las nuevas tecnologías en el empleo sin insistir en el factor generatriz de todo este proceso: la introducción de las nuevas tecnologías viene dada por la pretensión de los empleadores de aumentar la productividad (y el valor añadido) reduciendo a una mínima expresión el valor de los costes intermedios (entre ellos el trabajo) en relación a los costes totales (téngase en cuenta que, en situaciones monopolísticas, la reducción de costes, ya sean laborales o de otro tipo, no implica necesariamente una reducción de los precios de mercado, lo que comportaría una maximización no competitiva de los beneficios).

         En cierta forma, las grandes compañías se han visto impelidas a este proceso por dos importantes circunstancias: 1) el estancamiento de la demanda; y 2) la fuerte competencia internacional y la globalización de los mercados. Esta tendencia se ha visto confirmada en las estadísticas: según la tabla 2, entre 1970 y 1993, si bien la tasa de actividad ha variado en muy escasa proporción (de un 38,9 a un 40,6%), en cambio la productividad del trabajo (PIB/población ocupada) ha ascendido en un 70,9%. En definitiva, se ha producido una disminución del coeficiente trabajo/producto (no en cambio del coeficiente capital/producto), si bien, como ya hemos adelantado, las tasas de crecimiento de la productividad del trabajo tienen tendencia a disminuir a largo plazo, arrastradas por la disminución de los niveles de crecimiento de la renta global (128).

         (No olvidemos, como hemos reiterado anteriormente, que también se produce una abundante pérdida de excedentes por la ineficiencia en la implantación de nuevas tecnologías, por el aumento relativo del coste de la mano de obra, y por la puesta en marcha del mecanismo de los rendimientos decrecientes, así como por el proceso autosostenido y acelerado de renovación de planta y equipo —y de obsolescencia del equipo antiguo—. Todo ello tiene una influencia inequívoca sobre los beneficios.)

         Si bien no hay duda sobre la capacidad de las nuevas tecnologías para acelerar la productividad por unidad laboral (no confundamos con su efecto a nivel agregado, como acabamos de exponer), y por tanto para garantizar un crecimiento económico sostenido, sobre todo en los países industrializados, desde un punto de vista social está plenamente justificado el temor de que estos avances, por un lado profundicen las diferencias socioeconómicas entre quienes trabajan en industrias punta y en expansión, y aquellos otros que o bien trabajan en industrias amenazadas por la obsolescencia, o sencillamente no tienen trabajo; y por otro, consoliden una situación crónica de desocupación masiva: el llamado paro estructural por causas tecnológicas. Ello es doblemente grave, sobre todo si tenemos en cuenta que el empleo es la clave de entrada indispensable para ser beneficiario del sistema de protección social y para acceder a los bienes y servicios necesarios para vivir dignamente en una sociedad avanzada.

         Por lo que se refiere a las repercusiones cuantitativas sobre el empleo, hay básicamente dos posiciones sobre el particular:

         1) Una opinión inequívocamente pesimista, que postula que, por lo menos a corto y medio plazo, la tecnología destruye más trabajo del que crea. Según esta interpretación, las nuevas tecnologías no tan sólo suprimen puestos de trabajo, sino que también los «reestructu­ra» (en este caso el problema se plantea más en términos de calidad de trabajo que de nivel de ocupación) y los «racionaliza» (permite que el trabajo excedente se ocupe de funciones hasta ahora insuficientemente atendidas, y lo crea en sectores nacidos de cara a atender las nuevas necesidades generadas por los mayores niveles de renta), pero a nivel agregado neto estaría claro que las inversiones en nuevas tecnologías crean menos puestos de trabajo que los que destruyen, lo cual provoca un gap en la relación entre la inversión y el nivel de empleo.

         2) La postura contraria, de carácter optimista, sostenida por sectores neoliberales, dice que, en compensación, las innovaciones tecnológicas ofrecen variadas contrapartidas: a) aparecen nuevos puestos de trabajo en los sectores productores de tecnología; b) el incremento de productividad permite precios más bajos y, por tanto, un mayor consumo (el mercado se amplía); y c) el progreso técnico, al incrementar la capacidad adquisitiva, permite la aparición de nuevas necesidades y, consecuentemente, de nuevos sectores productivos para satisfacerlas (recordemos el manido planteamiento conocido como Ley de Say: la oferta genera su propia demanda). Por ello, según esta interpretación, la ocupación no habría de resentirse del cambio tecnológico (129).

         Esta última posición es justificada con argumentos que apelan al hecho de que en los Estados Unidos no se ha observado un aumento de las tasas de paro como consecuencia de las innovaciones tecnológicas (tal vez sí una mayor rotación laboral), sino que se han creado millones de nuevos puestos de trabajo; o de que el sector de nuevas tecnologías es el único que está creando empleo neto, y se suele situar en los sectores dinámicos de la economía, mientras que los sectores más laboral-intensivos son los que más empleo destruyen y se localizan en sectores productivos maduros o en regresión.

         La postura «pesimista» responde que los datos estadísticos demuestran que la introducción de nuevas tecnologías destruye más empleo del que crea, generando un enorme stock de paro tecnológico, así como que los posibles efectos contrarrestantes de creación de nuevos sectores económicos que absorben mano de obra desempleada (y los posibles aumentos de consumo motivados por la introducción de nuevos productos o de la mejora de su calidad), quedan en parte limitados por los retardos en la adopción de nuevas pautas de inversión y consumo.

         En definitiva, la idea de plena ocupación (al menos en las economías sociales de mercado) a medio o largo plazo difícilmente podría mantenerse: habríamos entrado en una espiral de desarrollo tecnológico en la cual, por significativa que fuese la aparición de nuevas profesiones o el desarrollo de las ya existentes, los niveles de empleo generados no podrían alcanzar la cuota de pleno empleo disfrutada hasta la crisis de 1973: la tasa natural del desempleo* habría escalado unas cuotas insospechadas hace sólo 20 años.

         (En las conclusiones comprobaremos cómo los empresarios introducen cambio tecnológico para aumentar la productividad por unidad laboral, así como los beneficios absolutos; pero al iniciar ese proceso, que acaba degenerando en una carrera desenfrenada sin fin, tanto la productividad laboral como los beneficios relativos acaban viéndose constreñi­dos.)

         Se dice que en el siglo III después de Cristo el emperador romano Diocleciano rechazó la utilización de una máquina para levantar y colocar columnas en un templo, para que sus súbditos más humildes no se quedaran sin comer (recordemos también las luchas ludditas* a principios del siglo XIX). Evidentemente ésta quizás no sea la respuesta más adecuada a los efectos del cambio tecnológico sobre el empleo. Por ello algunos autores han planteado diversas alternativas de absorción de la mano de obra restante: 1) avanzar en la terciarización de la economía para absorber paro de los sectores primario y secundario en proceso de reconversión (por otro lado, ello sería una respuesta adecuada a la creciente demanda de servicios sociales y calidad de vida propia de las sociedades avanzadas); y 2) reducir la jornada laboral como forma de repartir mejor la oferta de trabajo efectivamente disponible (o introducir nuevas formas de trabajo a tiempo parcial).

         (Estas propuestas las hemos de relativizar teniendo en cuenta que también el sector servicios, al menos en las ramas donde más se han introducido las innovaciones tecnológicas —banca, seguros, y otros servicios a las empresas y las personas—, ha iniciado procesos de «reestructuración tecnológica»; y que hay que tener en cuenta el efecto sobre las rentas salariales de la creación de un enorme excedente de fuerza de trabajo desocupada.)

         Las repercusiones cualitativas de la aplicación de los cambios tecnológicos sobre el empleo tienen una lectura ambivalente: si bien históricamente ha generado un conjunto de efectos positivos que, en gran medida, han mejorado las condiciones de vida de los trabajadores (reducción de horas de trabajo, progresiva eliminación de trabajos peligrosos o insalubres...), no está claro que estos efectos positivos sean extrapolables en un previsible futuro.

         La realidad de los hechos no permite ser tan optimista en cuanto a la mejora objetiva de las condiciones de trabajo en las sociedades avanzadas y, más concretamente, en los sectores profundamente afectados por la llamada «revolución tecnológica». Contrariamente es perceptible un nuevo tipo de control, más sutil, menos grosero, pero no por ello menos sofocante, que acompaña a la reorganización del trabajo impulsada por las innovaciones tecnológicas. Ello tendría mucha relación con la frenética carrera por la competitividad que están experimentando tanto empresas como particulares, que tantas y tantas víctimas se cobra cada día (como se suele decir: hay que afanarse aunque sólo sea para permanecer en el mismo sitio). En resumidas cuentas, podríamos catalogar en cuatro los efectos cualitativos sobre el empleo de las innovaciones tecnológicas:

         1) Una creciente descualificación laboral que acompaña a la total automatización de muchas empresas: en las factorías fuertemente automatizadas un 76% de los trabajadores no requieren formación específica de ningún tipo, sino que se limitan a vigilar señales en los paneles de las máquinas (130). Ello no es extensivo a una minoría con mayor discrecionalidad de supervisión de su trabajo.

         2) Está aumentando la segmentación o atomización laboral: se están multiplicando las ocupaciones poco definidas y las situaciones laborales fluidas (autónomos, cooperativistas, contratos a tiempo parcial, en prácticas, en formación, temporales, subcontratación, etc.), lo que configura una división de los trabajadores en múltiples segmentos, según las diferentes fórmulas de contratación, ocupación o integración en la empresa.

         3) Como consecuencia, el mercado de trabajo se dualiza, y se divide en dos bloques básicos: el primario, donde se localizan los mejores puestos (salarios altos, condiciones de trabajo dignas, amplias posibilidades de promoción y formación); y el secundario, donde se situan los trabajos poco remunerados, con condiciones laborales inadecuadas y escasas posibilidades de promoción. Esta dualización en el mercado de trabajo puede tener un alto grado de coincidencia con la dualización del sistema productivo en un sector central y otro periférico. No hemos de olvidar, tampoco, la dualidad entre los afectados por el paro tecnológico y los trabajadores de los sectores punta.

         4) A esta dualización, y a la ruptura de los vínculos sociales tradicionales de solidaridad entre los trabajadores, contribuye la creciente precarización de los puestos de trabajo. Al disminuir las posibilidades de promoción interna o externa (cambio de empresa) el trabajador siente coartada su autonomía, capacidad de decisión y réplica. Ello genera fuertes cargas psíquicas y existenciales.

         Tal vez, nuevamente, la verdad se encuentra en la síntesis de las posturas contrapues­tas. Pues es correcto pensar que los avances tecnológicos han descargado de buena parte de las connotaciones más negativas (rutina, esfuerzo físico, peligrosidad) a una parte del trabajo manual; que han abierto nuevos caminos a la comunicación, a la descentralización productiva, al suministro rápido de información, y que ofrecen nuevas posibilidades de intervenir en el medio ambiente y conservarlo. Pero también es cierto que destruyen más empleo del que crean, que no reducen las diferencias entre clases y sectores sociales (y abre una nueva brecha, que viene dada por el monopolio del suministro de la información), y que consolidan una sociedad dualizada, donde afloran nuevas patologías de individuos marginados y aislados del centro de gravedad social.

4.3.3. Los nuevos profetas

         Toda situación de cambio o transformación económica y social suele verse acompañada por un alud de análisis, prospecciones, pronósticos, cuando no de simples oráculos o profecías... Como suele pasar, las hay para todos los gustos, que generalmente coinciden con cosmovisiones totalmente diferentes. Básicamente podemos seleccionar tres.

         Una primera visión es la que representa el pensamiento de Adam Schaff (131). Este teórico argumenta que como la plena automatización elimina a largo plazo el trabajo humano en el sentido tradicional de la palabra, y que como el parado forzoso (víctima del paro tecnológico), en las sociedades avanzadas, se encuentra cubierto por las atenciones de la familia o el Estado, el problema del paro tecnológico consistiría en cómo ocupar su tiempo de ocio forzoso, cómo incentivar en él una vida activa, o según su terminología, cómo cubrir un «tiempo liberado»; la respuesta a esta situación no sería otra que la de fomentar el estudio y el ocio creativo como alternativa a la abulia y el desencanto.

         Dentro de su análisis cabe destacar su propuesta de creación de un «trabajo socialmente útil», que reemplazaría en gran medida el trabajo tal como se lo interpreta convencionalmente. Tal ocupación adquiriría la forma de prestaciones de servicios que atendiesen a las nuevas demandas de la sociedad desarrollada (asistencia social, cultura, ciencia, deporte, protección del medio ambiente, etc.) El trabajo excedente (liberado por el paro tecnológico) con intermediación del Estado, se ocuparía de ejecutar estas funciones. (Continúa su análisis extrapolando un futuro «postindustrial» en el cual las transformaciones tecnológicas y la política fiscal conducirían a la sociedad capitalista por la senda del socialismo.)

         Una segunda línea de pensamiento (pesimista) sobre el impacto de las nuevas tecnologías sobre el empleo y la calidad de vida, resalta sus aspectos más alienantes, la creación de necesidades ficticias, así como la agudización del consumo consuntivo. También señala la tendencia a la desregulación social y al desmantelamiento de la sociedad del Bienestar, lo que conllevaría el agravamiento de la polarización social y la expulsión de una buena parte de la población activa del mercado de trabajo. Asimismo se preocupa sobre los aspectos subjetivos y cualitativos de la influencia del nuevo modo de vida sobre la calidad de vida de las personas: estrés, inseguridad ciudadana, ansiedad, largos desplazamientos al puesto de trabajo, agobios por el tráfico y el ruido, el aparcamiento, obsesión por la cualificación y la competitividad como valores clave normativizados socialmente... He aquí una muestra de esta interpretación:

         «Una clase ociosa en la base de la sociedad (...), no tendría ningún trabajo atractivo que hacer, pero sí un trabajo sin remuneración. Pan y circo, o sus equivalentes modernos, droga y vídeo, nunca han demostrado ser la base satisfactoria de la vida o de la sociedad (...) Difícil resulta no concluir que el panorama basado en una clase ociosa o bien es el falso sueño ficticio de los poetas que están entre nosotros, o bien es un camino bienintencionado para encubrir un desempleo inevitable» (132).

         Hay otras visiones de futuro acompañadas de sus respectivos «remedios», que se reparten por caminos diversos: unas se preocupan por el reparto del trabajo, o por su flexibilización (reducción de la jornada laboral o incentivación de jubilaciones anticipadas, completadas por una política industrial y económica expansivas, versus contratación temporal, movilidad geográfica y funcional y despido libre); otras se orientan al reparto de la renta disponible, no en función de las horas trabajadas, sino de la riqueza social producida, mediante el reparto de un «trabajo socialmente útil» y de una «reasignación básica universal»; por último, otra corriente se inclina por una incentivación de una educación y una formación más próxima al mundo del trabajo, que tenga más en cuenta el objetivo básico de aumentar la cualificación profesional de los trabajadores, con vista a su insersión en el modelo laboral resultante de la aplicación de las nuevas tecnologías (133).

         Dejemos que sea otro quien ponga punto final a estas reflexiones:

         «La investigación científica y la innovación tecnológica son poderosos motores de progreso social. Contribuyen tanto a la mejora de los resultados como a un desarrollo considerable de nuevos productos y a la prosperidad material, pero constituyen factores de desestabilización que conllevan la obsolescencia de todo un conjunto de conocimientos, de técnicas y de cualificaciones profesionales y que son la fuente de riesgos y de desafíos sociales... De ahí la necesidad de establecer entre la investigación, la innovación tecnológica y los procesos de decisión unas relaciones que tengan en cuenta no solamente los aspectos técnicos y económicos de los progresos tecnológicos, sino también de sus repercusiones sobre toda la sociedad. El problema esencial es cómo poner en práctica un dispositivo, bajo una forma u otra, que permita a la sociedad evaluar la tecnología» (134).

4.4. ¿Una etapa de transición?

         Hemos comprobado de qué manera podemos atribuir una importancia capital a las transformaciones que se están operando en el terreno de la tecnología, que han incidido de una manera u otra en todos los sectores productivos (aumentos de productividad), así como en cambios sociales de consideración (mass media, educación, esparcimiento, sanidad, cultura, movilidad, etc.) No es casualidad que en los últimos años las sociedades avanzadas se encuentren inmersas en una crisis estructural latente (paro estructural, estanflación, pérdida de competitividad y mercados, inestabilidad monetaria y cambiaria, etc.), pues ésta no sería más que el síntoma de un largo y penoso proceso de ajuste, reestructuración y consolidación de un nuevo modelo productivo:

         «Una crisis es el punto de inflexión a partir del cual las cosas cambian, es el punto álgido donde se llega después de una sucesión de acontecimientos que "tocan techo": más allá de la crisis está el cambio, la evolución, el progreso en una dirección alternativa a la que se ha seguido» (135).

         A veces los sociólogos y los economistas dibujan un escenario simplificado de esa clase de transformaciones en clave de «progreso», caracterizándolo como una «tercera revolución industrial», que tendría su trasunto en una llamada «sociedad postindustrial». Ésta dibujaría una sociedad caracterizada por la atenuación de las diferencias sociales, por una fragmentación en múltiples grupos en situación de competencia (no de incompatibilidad), y por el desarrollo de nuevas clases medias. Entre trabajadores proletarios (de cuello azul) y profesionales y empleados de cuello blanco existiría un continuum sin rupturas. En definitiva, tal sociedad habría de ser analizada en término de estratos, no de clases.

         Pero, como hemos reconocido, si bien se han producido significativas transformaciones en la esfera productiva y social a partir de la implantación de las nuevas tecnologías, es dudoso hablar de «revolución postindustrial», o simplemente de «sociedad postindustrial». ¿Por qué? Porque no hay nada que permita demostrar que exista una discontinuidad estructural entre las sociedades denominadas «industriales» y las «postindustriales». Tal como afirma K. Kuman: «... No hay un cambio cualitativo, ya que no se trata más que de la intensificación de unas tendencias presentes ya desde hace por lo menos un siglo», aunque sí puede haberse producido algún cambio en el ámbito de la conciencia subjetiva, lo que puede haber generado discontinuidades reales «en la autoconciencia colectiva de la forma y la sustancia de la sociedad...» (136).

         Es decir, no hay nada que invite a pensar en que estos cambios sean el resultado de una «transformación revolucionaria» de los modelos económicos y sociales vigentes, sino más bien al contrario, parecen ser una acentuación de procesos regresivos de clara componente neoliberal: «La idea post-industrial es conservadora, no solo en un sentido político, sino también intelectual. Los temas de su análisis proceden de algunas de las ideas centrales de la tradición clásica» (137). De aquí que más que una sociedad «postindustrial» convenga hablar de una sociedad «transindustrial», pues todavía no se ha superado el industrialismo (entendido en clave liberal), y más bien al contrario, se están acentuando sus componentes más retrógrados (corporativismo, desestructuración social, alienación, darwinismo social*...)

         Queda claro que nos situamos ante una «evolución», no ante una «revolución», y que aquella, más que un paso adelante, ha supuesto un retroceso en el plano social para millones de personas sin acceso a los santos lugares de la «buena nueva postindustrial». (La lógica de los ideólogos de la «revolución postindustrial» se resumiría en lo siguiente: «Nos encontrába­mos ante el abismo; afortunadamente hemos dado un paso adelante».)

4.4.1. De la sociedad de la información a la sociedad de la alienación

         Según el parecer de los especialistas, el traslado de la fuerza de trabajo desde la industria y la agricultura hasta el sector terciario sería una de las fases de la transición hacia una sociedad postindustrial. Si ello fuese así efectivamente, prácticamente todos los países de capitalismo avanzado se encontrarían inmerso en ese estado de desarrollo.

         Es un hecho que históricamente se han producido trasvases de población desde unos sectores productivos a otros. Sería el fenómeno conocido como «las tres flechas»: una primera, la que representaría las actividades extractivas (agricultura, minería, pesca, ganadería, silvicultura..., o sector primario), ha seguido una tendencia negativa —proporcionalmente— de valor añadido y fuerza de trabajo en relación al conjunto de la economía, cediendo protagonismo a una segunda flecha, la de las actividades transformadoras o industriales (sector secundario), que ha mantenido una evolución positiva, simultáneamente a la creciente importancia del sector manufacturero.

         No obstante, esta segunda flecha llegó a un punto de inflexión hacia los inicios de la segunda mitad del siglo XX (1950 en Estados Unidos, 1955 en Alemania y Gran Bretaña, 1965 en Francia, 1970 en Italia). Es así cómo el sector secundario pasó de ser un receptor de mano de obra del sector primario a exportador neto de trabajadores, que en su mayor parte se dirigen al sector terciario (o de servicios), cuya flecha continúa, todavía, aunque con síntomas de estancamiento, una evolución positiva.

         Hay quien interpreta este fenómeno de manera negativa: como un síntoma de decadencia de la actividad industrial, como una disminución de las actividades productivas y un aumento de las actividades asistenciales y parasitarias (y por tanto improductivas). Ello da idea de un cierto sabor «clásico» (recordemos que estos, en general, rechazaban el carácter productivo de los servicios), además de una cierta estrechez de miras: se supone que el sector terciario no es generador de riqueza (al menos en la misma medida que los dos primeros), cuando es evidente que éste es muy dinámico, generador neto de empleo y está menos sujeto a las coyunturas recesivas de la industria (si bien tiene tasas más altas de rotación y mortalidad empresarial, por su carácter minifundista). Ello, y su falta de inserción en un mercado abierto global, explica el mayor protagonismo inflacionario de los servicios personales y productivos.

         (Aun así, la crisis estructural que sufren las estructuras productivas también ha salpicado al sector servicios. Éste, considerado como un depósito de absorción de fuerza de trabajo proveniente de otros sectores económicos, se ha visto especialmente afectado por fenómenos de reconversión económica y tecnológica, lo cual se ha traducido en excedentes de plantilla y en paro tecnológico.)

         Pero aquí no se agota este razonamiento. Según los teóricos, del sector terciario se habría desgajado un subsector, que por su importancia cualitativa podría considerarse un «cuarto sector», el sector cuaternario, o de la información. La definición del mismo difiere según las fuentes: mientras unos lo reducen al estrato más cualificado de los «emisores de ideas» (investigación, software para ordenadores, telecomunicaciones, medios de difusión, diseño, publicidad, consulting...), otros incluyen en él todas las actividades «difusoras de información» (las anteriormente reseñadas más otras, como enseñanza, trabajos de oficina, espectáculos, correos, ediciones de libros e imprentas, museos y bibliotecas, derecho, psiquiatría, etc.) (138).

         ¿En qué consistiría la idea directriz de este mensaje? En que la clave del éxito futuro se fundamentará en poseer la mayor cantidad de información posible; o, dicho con otras palabras, en la cualificación que se pueda aportar al mercado de trabajo. Pero la realidad no está tan clara: el mercado de trabajo no está preparado todavía para absorber toda la oferta laboral cualificada (excepto en algunos sectores de carácter técnico próximos a las necesidades productivas y domésticas claves en nuestra sociedad). Es evidente que, al menos a corto término, la esperanza en el llamado «sector cuaternario» como depósito de fuerza de trabajo ahora no ocupada está por demostrar.

         Una última observación. Para los optimistas, la «sociedad de la información» equivale a una «sociedad de hombres libres» (fácil silogismo: si la información da criterio, y éste libertad, la información da libertad). Pero este razonamiento es cuanto menos dudoso: primero, porque sólo una minoría (aunque esto sí, cada vez más mayoritaria) puede acceder a tal información; segundo, porque esta información es autocomplaciente (es decir, es aquella que permite moverse con provecho y agilidad en una sociedad dada, no toda la información posible); tercero, porque, en cambio, otras variedades de información (es decir, otras pautas culturales), han sido dejadas de lado (sin reparar en que éstas puedan ser quizás a largo plazo más viables y satisfactorias); y cuarto, porque al sumir a una parte importante de la sociedad en el ostracismo, o en actitudes puramente imitativas, tal información pasa a ser alienación: esta información no es personal, sino integradora, acrítica y homogeneizadora (y colateralmen­te tiene consecuencias desestructuradoras, al desvertebrar antiguas pautas culturales y sociales: familia, solidaridad, patria, compasión, humanidad...)

4.4.2. Del capitalismo con rostro humano al capitalismo sin rostro

         Si por un lado está en crisis un modelo productivo y de reparto de poder y conocimientos, en evolución hacia un futuro imprevisible, pero que no parece que se perfile en clave de «progreso social», sino más bien de «regresión» y elitismo social y cultural, desde el punto de vista político se está operando un proceso colateral de socavamiento de las bases teóricas y prácticas de la «cultura de la solidaridad».

         Más allá de la componente keynesiana de la Sociedad del Bienestar, hay otra, de tenor político, atribuible a la socialdemocracia evolucionista. Hermann Heller (en concreto, su opúsculo Las ideas socialistas) establece que el Estado Social de Derecho constituiría un estadio intermedio en el proceso superador de las condiciones de vida burguesas, mediante la intervención directa del Estado en la transformación de las relaciones de producción a partir de la socialización productiva.

         El Estado Social constituiría un nuevo modelo de Estado capaz de integrar, en la unidad estatal, los antagonismos sociales sobre la base de un compromiso de clases mediante el cual los intereses opuestos (fundamentalmente los del trabajo y el capital), a través de una serie de concesiones, y del papel mediador o regulador del Estado, se pondrían de acuerdo a partir de objetivos comunes: «La propuesta de Heller consistiría en llenar al Estado de contenido social atribuyéndole funciones que le permitan enlazar con la sociedad y reestablecer en su seno aquella "homogeneidad social" rota por la lucha de clases» (139).

         Este modelo no sería sólo una mera construcción teórica. Podríamos caracterizar cuatro condiciones básicas definitorias del verdadero grado de consolidación del mismo: una primera, esencial, sería la consecución del pleno empleo, gracias a una política keynesiana y a una gestión pactista o negociada de los conflictos laborales; una segunda, de carácter histórico, es su papel de asistencia social, que garantiza un mínimo vital a cualquier ciudadano, por derecho de ciudadanía (lo que indirectamente afecta a los salarios, que han de situarse muy por encima de este mínimo vital, de cara a desincentivar actitudes parasitarias); una tercera precondición sería la existencia de una serie de seguros sociales (invalidez, enfermedad, vejez, paro, etc.); y la cuarta, la educación pública, gratuita y universal (desde el jardín de infancia hasta la Universidad).

         Este esquema ha prosperado, en los países avanzados, durante más de un cuarto de siglo. No obstante está en horas bajas: la socialdemocracia, su principal impulsor (aunque este término se ha de desgajar de su acepción política, para incardinarlo en su acepción social, por lo cual una política de talante «socialdemócrata» puede ser perfectamente impulsada desde un amplio espectro de preferencias políticas) ahora se limita a gestionar la crisis; ya no se prioriza el factor social, sino la creación de empleo a toda costa (funcionarial, precario, sumergido o a tiempo parcial).

         (No es éste el lugar adecuado para ocuparnos de las causas «eficientes», aducidas por sectores liberales, que habrían desacreditado las políticas de talante socialdemócrata. Pero haremos un somero repaso de ellas antes de continuar adelante: ralentización del crecimiento económico y final del pleno empleo; gastos crecientes de reestructuración del sistema productivo; explosión de gastos sociales y, consiguientemente, de la carga fiscal; el elevado incremento y rigidez de los salarios y la pérdida de «competitividad» respecto a otros países con costes salariales más bajos; pérdida del «imperativo moral del trabajo», etc.)

         Así pues, la componente social y moral de este modelo se hunde: al convertirse el bienestar de los ciudadanos en una responsabilidad exclusiva del Estado, la solidaridad social se hace invisible, el imperativo moral se relaja y la configuración individuo-sociedad pasa a ser la de individuo-consumidor. Habría sido la tendencia homogeneizadora e integradora que estaba en la base de la filosofía del sistema de Welfare el principal elemento disgregador que ha corroído sus cimientos: las clases medias, insatisfechas por el funcionamiento de este sistema (altos impuestos, indefinición de su status social en relación al de la clase obrera...), acaban desentendiéndose del «imperativo moral» y dejan de ser compañeros de viaje de los obreros cualificados, aliándose con los impulsos desreguladores del libre mercado y del capitalismo salvaje. Consiguientemente, la búsqueda de soluciones a los problemas sociales también se individualiza: el ciudadano medio, la clase media, ya no siente la obligación de «socorrer» al parado o al ciudadano desvalido. En esta situación, toda la estructura que da pie a la Sociedad del Bienestar se desploma (el caso más avanzado de evolución hacia este escenario es indudablemente el de los Estados Unidos) (140).

         El Estado del Bienestar llevaba en su interior el germen de su propia autodestrucción: la homogeneización social a la larga ha generado desestructuración, individualismo e insolidaridad. Este sistema social puede tener éxito en lo económico (puede crear una economía de mercado regulada por el Estado, que siente las bases de amplios procesos de crecimiento —a su vez fuente de desequilibrios— a causa de un consumo compulsivo y derrochador, garantizado por una alta estabilidad social), pero hace bancarrota en lo humano.

         Esta bancarrota se materializa en la consolidación de un tejido social fragmentado e insolidario, expresado en un término que pretende englobar un conjunto de situaciones de marginalidad, de exclusión, de pobreza al fin y al cabo: el concepto sociedad dual (o «sociedad de los dos tercios»). Dual, en una sociedad con un alto nivel tecnológico, equivale a «fragmentado», «segmentado», estado en el cual se producen fenómenos de paro estructural (a menudo de carácter tecnológico) y nueva pobreza.

         El esquema básico de esta sociedad sería el siguiente: un primer sector, el más pequeño numéricamente, estaría constituido por la clase ilustrada dominante, con puestos de trabajo fijos y bien remunerados, así como con una alta cualificación técnica y profesional; el segundo sector correspondería a los trabajadores asalariados, bien cualificados, y con trabajo fijo, que consiguen participar, aunque sea de modo subsidiario, de una economía próspera; el tercer sector lo conformarían los pobres clásicos y persistentes, atrapados en el «círculo vicioso de la pobreza», los parados de larga duración (con o sin subsidio), los trabajadores sumergidos, amplios sectores de jóvenes sin trabajo, muchos pensionistas y jubilados, y un largo etcétera... (141).

         Este fenómeno sería fruto de la introducción de los nuevos avances tecnológicos, y de la consiguiente dualización y segmentación entre un sector económico central y otro periférico en la economía y el trabajo (el primero estable, el segundo eventual y precario), así como de los elevados baremos de cualificación profesional exigidos por el sistema productivo (que da lugar a una carrera de «competitividad por la excelencia», es decir, por la acumulación de títulos y acreditaciones académicas), del trabajo eventual y precario (sin futuro, sin expectativas), de las jubilaciones con pensiones de infrasubsistencia, etc. En definitiva, de las «nuevas formas de pobreza».

         Estas nuevas estructuras económicas y sociales estarían acompañadas por una superestructura concomitante de valores y pautas culturales, que se podría caracterizar por las siguientes tendencias:

         1) Integración, subordinación y alienación: sería una sociedad que haría suyos los valores hegemónicos, sin cuestionarlos. La competencia, en ocasiones agresiva, habría sustituido a la incompatibilidad entre clases sociales. Esta lucha sería tan absorbente que exigiría una sumisión total a los principios y reglas establecidos, si es que se pretende sobrevivir en este contexto social.

         2) Heterogeneidad y segmentación: sería una segmentación objetiva, fruto de la progresiva complejidad del sistema económico y social (existencia de numerosas situaciones laborales, fragmentación de clase y estamento social —en los planos horizontal y vertical—, fin de la cultura de clase como la hemos conocido hasta hoy...)

         3) Hedonismo e individualismo: fin de la cultura de la solidaridad y el compromiso (por la equidad y la justicia social), tal vez con su sustitución por otros valores (ecología, por ejemplo). La mayor afirmación de la «igualdad jurídica» se hace en oposición a la igualdad económica o de oportunidades. El éxito social es una responsabilidad individual (en función de las capacidades naturales, del aprovechamiento de las oportunidades, de los méritos, del esfuerzo personal, etc.) Es decir, nos enfrentamos a un nuevo «darwinismo social».

         4) Insolidaridad: la sociedad ha digerido la desigualdad, la precariedad, la inseguridad vital y personal de una buena parte de la sociedad. Los dos primeros tercios pretenden vivir al margen del tercero, ignorarlo, sin preocuparse por su suerte.

         5) Aceptación de los privilegios de la élite: al mismo tiempo que se aceptan las diferencias entre clases, y las posiciones sociales en situación de privilegio respecto a las cosas buenas de la vida, las clases desfavorecidas —o subalternas— se resignan ante su situación de postergación social, y adoptan actitudes imitativas, lo cual no hace más que acentuar su alejamiento de las posiciones de privilegio.

         Si conjuntamos esta serie de reflexiones con lo dicho en los tres epígrafes anteriores, y las complementamos con otras referidas a los factores de competitividad, el papel del Estado, el juego de relaciones gregarias dentro de la empresa, y las nuevas tendencias en el marco global vigente, estaremos cerca de comprender el escenario donde nos movemos, que es aquel que caracteriza a las sociedades avanzadas en situación de transformación de sus estructuras productivas. En el siguiente capítulo desgranaremos los diferentes determinantes de competitividad, para pasar posteriormente al resto de los ítems apuntados aquí.

 

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