¿Es la “existencia de Dios” susceptible de ser investigada por la ciencia?

            Pero antes de comenzar, me gustaría reseñar el libro El espejismo de Dios, de Richard Dawkins. Este autor, un “martillo de creyentes” en esta primera mitad del siglo XXI, pretende fundamentar, con argumentos derivados de la ciencia y de su propio razonamiento moral y social, un fuerte alegato contra cualquier tipo de religión; comenzando por la mera existencia de Dios. A este respecto, diré que me he centrado en replicar sus razonamientos científicos, puesto que la crítica moral y social de la religión que realiza, desde mi punto de, vista, está exenta de originalidad, y por otro lado no es su campo de competencia principal. Así que me ocuparé fundamentalmente de la crítica a la noción de Dios derivada de su enfoque científico particular. 

            Desde mi punto de vista, el problema de la existencia de Dios deriva de nuestra propia existencia. Como dije más arriba, nos preguntamos si Dios existe porque no comprendemos nuestro yo contingente en el mundo. Consideramos, como humanos, que éste ha de haber sido propiciado por alguna causa eficiente que, en aplicación del argumento ontológico, sea necesaria en sí misma (Dios). Al menos, éste es el razonamiento de la mayor parte de las personas, incluyendo a buena parte de los científicos. El propio Dawkins reconoce que investigadores señeros, como Einstein y Carl Sagan, tenían un enfoque un tanto panteísta (cuando no poético) al expresar metáforas religiosas, del tipo “Dios no juega a los dados” (Einstein), o “si por Dios se pretende dar a entender el conjunto de leyes físicas que rigen el Universo, entonces está claro que hay tal Dios” (Carl Sagan). Por lo que respecta a Einstein, Dawkins ciertamente lo sitúa en un cierto “panteísmo spinozista”, como reconoce el mismo genio alemán: “Creo en el Dios de Spinoza que se revela a sí mismo en el orden armónico de lo existente, no en un Dios preocupado por las acciones y el destino de los seres humanos” (El espejismo de Dios, página 41). Éste es un tema que abordaré en detalle al final de la primera parte de la obra. 

Es preciso saber si la ciencia es competente para dilucidar esta cuestión tan abstrusa: si la existencia –o no- de Dios es un tema abordable por la comunidad científica. Dawkins cita a Bertrand Russell, notorio agnóstico, que argumenta que no son los científicos, o los incrédulos, sino los creyentes, quienes han de realizar tal labor; y a T.H. Huxley, quien escribió que “la cuestión de Dios no podía resolverse mediante el método científico” (El espejismo de Dios, página 79). 

            Como asegura Clarke en su famosa “tercera ley”, cualquier tecnología avanzada es indistinguible de la magia. En definitiva, nada impide pensar que en el futuro tengamos acceso a conocimientos que ahora no estamos en condiciones de imaginar; los cuales podrían dar respuesta a los interrogantes que nos estamos planteando. Por este motivo, no podemos dar carpetazo a dicha cuestión. Hacerlo supondría incumplir uno de los grandes principios de la Ciencia: agotar una investigación, por abstrusa que ésta sea, hasta llegar al fondo del asunto. Ello supone superar la cautela de T.H. Huxley, y aceptar que “la presencia o ausencia de una superinteligencia creadora es inequívocamente una pregunta científica, aunque todavía no esté resuelta en la práctica” (El espejismo de Dios, página 83). Más allá de la renuncia de ciertos científicos incrédulos o escépticos, Dawkins, en una actitud que lo honra, asegura que “preguntarse sobre Dios, en principio, no está fuera del alcance de la ciencia para siempre jamás” (El espejismo de Dios, página 97), y que “la existencia de Dios como hipótesis científica es, al menos en principio, susceptible de ser investigada (página 133). 

Dawkins se autodenomina agnóstico (página 75); así, en una escala de 1 a 7 en la escala del ateísmo (correspondiendo el 1 al teísta fundamentalista, y el 7 al más absoluto ateo), se sitúa en la posición 6, aunque con tendencia al 7. Su agnosticismo-ateísmo deriva de su convicción de que las leyes científicas convierten en irrelevante el factor divino (o teleológico) en la conformación del mundo. En el desarrollo de la primera parte, cuando hablemos del origen de la vida, expondré su tesis principal, que se resume en el siguiente aserto: la “selección natural”, por sí misma, y la teoría de la evolución, explica, sin acudir a argumentos de “necesidad” (o de “intencionalidad”), la conformación del mundo que conocemos. 

Realmente, la teoría evolucionista de Darwin puede explicar muchas cosas; eso es algo que nadie pone en duda. Incluso aspectos tan singulares como la evolución del ojo (órgano de visión) y la de nuestra propia mente. Según Dawkins, la complejidad de la vida, y del mundo en general, se fundamenta en la estadística: si la probabilidad de que se desarrolle vida compleja e inteligente es una entre mil millones, basta con que formemos parte de esa mil millonésima parte afortunada para que estemos aquí para verlo (y para contarlo). Ello no obstante, Dawkins, en una concesión que lo honra nuevamente, reconoce que esta teoría no deja de ser una hipótesis, pues la cuestión del origen de la vida es un tema aún no resuelto: “Aun siendo de carácter especulativo, el origen de la vida es un tema de investigación floreciente para el cual se requiere ser un experto en química, un campo que no es el mío. Miro desde la línea de banda con comprometida curiosidad y no me sorprendería si en los próximos años los químicos nos informaran de que han alumbrado con éxito un nuevo origen de la vida en el laboratorio. En todo caso, eso aún no ha sucedido y todavía resulta posible sostener que la probabilidad de que eso ocurra es y siempre ha sido extremadamente pequeña” (El espejismo de Dios, página 168). 

Dawkins reconoce que la teoría de la evolución a duras penas puede resolver dos grandes interrogantes: el origen de la vida y el de la consciencia. Así escribe (página 172): “Existen miles de millones de planetas en los que se ha desarrollado la vida a nivel bacteriano, pero solo una mínima fracción de esas formas de vida es capaz de salvar el salto que las separa de llegar a ser algo semejante a las células eucariotas. Y de ellas, sólo una fracción todavía más pequeña es capaz de cruzar el siguiente rubicón, hasta alcanzar la conciencia”. Dawkins asegura a continuación que el desarrollo de estos tres “saltos” es el argumento principal del llamado “principio antrópico”, del que he tenido ocasión de hablar más arriba: “El principio antrópico afirma que, desde el momento en que nosotros estamos vivos, somos eucarótidos y conscientes, nuestro planeta necesariamente tiene que ser uno de esos planetas de una notable singularidad que ha salvado los tres gaps”. 

Mucho antes que Dawkins, en el año 1971, el ensayista inglés Colin Wilson, en su obra Lo oculto, hizo exactamente la misma reflexión que aquél. Después de una somera descripción del mecanismo evolucionista (“sobrevivieron los caballos más veloces y tuvieron descendencia, y los más lentos desaparecieron”) nos presenta la imagen mental de los monos que teclean máquinas de escribir durante miles de años, para así explicar –y descartar- el mecanismo del azar, no en la evolución de las especies, una vez creada la vida, sino en la creación de la vida: “Resulta evidente que si después de teclear durante todo un año un mono no llega a producir –accidentalmente- ni una sola frase inteligible, no hay razón para que produzca un billón de frases en unos millones de años. Del mismo modo cuesta trabajo admitir que en igual período la vida haya evolucionado desde la ameba hasta Beethoven, por pura y simple ‘selección accidental’” (Lo oculto, página 93). Y por lo que se refiere a la “selección natural”, aun aceptando que ésta es aplicable en el perfeccionamiento de órganos como el ojo o la mente, no lo sería, de forma generalizada, en un fenómeno tan anómalo como es el mimetismo: “La selección natural actúa con respecto a individuos aislados. Resulta imposible imaginar que un accidente masivo de los genes originara toda una comunidad que después aprendiera a imitar a una flor, también de forma accidental” (página 96). 

Sea como sea, incluso concediendo que la selección natural pueda explicar el mimetismo, Colin Wilson establece –al igual que Dawkins- las tres fases que determinan lo que no pocos filósofos, o científicos, denominan como “principio antrópico” (o “teleología”). Su razonamiento es el siguiente: “La vida comenzó al irse moldeando los átomos en las moléculas conocidas como aminoácidos, las cuales dieron origen a células vivas. La moderna escuela darwinista de biología quiere hacernos creer que esta progresiva ‘complejificación’ fue un mero accidente, lo cual es como pedirnos que creamos que un montón de piezas oxidadas en un cementerio de automóviles puede transformarse en un Rolls-Royce flamante” (Lo oculto, página 466).  

Tras poner como ejemplo el argumento del azar como causa de la vida (el famoso experimento mental de los monos tecleando), el segundo nivel del incremento de la complejidad sería, según Colin Wilson, el nacimiento de la consciencia (tal como establece, asimismo, Richard Dawkins): “La siguiente victoria en esta guerra… consistió en inventar la conciencia, es decir, una serie de facultades diferentes del instinto, cuyo propósito radicaba en observar y archivar la información obtenida” (Lo oculto, página 467). El tercer paso en este proceso evolutivo sería lo que Colin Wilson denomina como la “individualidad”, que podríamos calificar como “autoconsciencia”: “El gran misterio continúa siendo la individualidad. Si la vida es una, ¿cómo es que existe en su seno lo singular? ¿Por qué cada ser se siente individual, único?” (Lo oculto, página 468). 

En definitiva, con todo ello pretendo demostrar que Dawkins acierta en su aseveración de que la existencia de la diversidad, y la complejidad, no tiene ningún misterio en aplicación de la teoría darwinista de la selección natural. Pero como el mismo divulgador británico reconoce, aún no tenemos respuesta para las preguntas, básicas, de cómo apareció la vida, y la consciencia, en el mundo. La ciencia todavía no ha podido explicarlo. ¿Acaso el argumento antrópico podría resolver este misterio? Y si es así, ¿no es cierto que, como reconoce dicho autor, la hipótesis de Dios (es decir, del Creador, de la inteligencia que puso en marcha el mundo, sea cual sea) es susceptible de ser investigada? En un determinado pasaje, no recuerdo cuál, Dawkins argumenta que el ignorante se conforma con su desconocimiento, al cual suele llamar “misterio”. Como es evidente que Dawkins, como yo mismo, no nos conformamos con dicho “desconocimiento” (es decir, con el “misterio”), es nuestra obligación ir más allá del conformismo ante nuestra propia ignorancia, para tratar de aportar luz en el área gris de la creación primordial (del mundo, de la vida, de la consciencia). 

Ya he mencionado, más arriba, que en este esfuerzo son los científicos los nuevos teólogos. Evidentemente, no conoceremos a Dios (ni a su obra) si no conocemos el mundo en el que vivimos. Cada paso adelante en este sentido es un paso más en dirección a nuestro creador (si es que existe). Pero a diferencia de los físicos, que muestran un asombro reverencial ante la majestad del Cosmos (el principio antrópico en cosmología, o el “efecto observador” en la teoría cuántica, les convierte de forma espontánea es panteístas, cuando no en deístas o teístas), muchos biólogos, que esgrimen el evolucionismo como “fórmula milagrosa” para explicarlo todo, se distancian de Dios para acomodarse en el agnosticismo o en el ateísmo. Ya hemos visto que dicha postura tiene sus “fallas”, como evidencia nuestra ignorancia sobre los “orígenes de la vida” (y de la consciencia). Me imagino que estas “fallas” son las que mantienen a Dawkins en la posición seis (de siete) en la escala de ateísmo que establece al principio de su obra. 

Hay una cuestión que los científicos escépticos o incrédulos no tienen en cuenta: las propias vivencias de aquellos que han tenido experiencias religiosas. A este respecto, Hawkins escribe: “Este argumento de la experiencia personal es el más convincente para quienes afirman haberla tenido. Pero el menos convincente para el resto y para cualquiera que tenga conocimientos de psicología” (El espejismo de Dios, página 112). Creo que es del todo hiriente y presuntuoso considerar a aquellos que tienen vivencias religiosas como “dementes” o “perturbados”. Del mismo modo que lo es ignorar que la religión, además de su impacto en los seres humanos particulares, ha ejercido de elemento de cohesión (y, por qué no decirlo, también de constricción) en las estructuras sociales. No podemos olvidar su papel en la conformación de la sociedad. Otra cuestión es si este proceso de integración y de cohesión ha tenido aspectos negativos; éste es un hecho específicamente humano que atañe a nuestra propia naturaleza como especie.

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