¿Los límites del progreso, o un progreso sin límites?

 

Los tiempos cambian… para peor

 

            En otro artículo hice referencia al concepto de Edad de Oro: representa una era de perfección, de felicidad, de armonía. ¿Es éste el caso en la actualidad? No, por supuesto. Más de dos tercios de la población mundial no tiene acceso a las bendiciones del progreso tan machaconamente pregonado por los “analistas” de moda. Y sobre todo, lo que podría suponer un beneficio para la Humanidad (el desarrollo económico y el crecimiento), no lo es en absoluto para el medio ambiente.

            El ser humano número 6.000 millones nació oficialmente, en el hospital de Kosevo (Sarajevo), en el primer minuto del 12 de Octubre del 1999. Desde que tuvo lugar la llamada Revolución Industrial, a finales del siglo XVIII, el ritmo de incremento de la población mundial no ha hecho más que crecer. Hicieron falta dos millones de años para que nuestro planeta llegara a los 1.000 millones de habitantes. Para alcanzar los 2.000 millones sólo pasaron cien años. Para llegar a los 3.000 millones transcurrieron treinta años (entre 1930 y 1960). Y sólo se necesitaron 40 años para que esta cifra se doblara (de 3.000 millones en 1960 a 6.000 millones a finales de 1999).

            La población crece unos 78 millones de personas cada año. Se calcula que hacia el 2015 el planeta podría ser habitado por unos 8.000 millones de personas, y por 16.000 millones en el 2055 (Jeremy Rifkin, pág. 126).

            ¿Será posible acomodarlos a todos, darles alimento y una vida digna? ¿Nuestro planeta puede resistir semejante presión, al ritmo actual de consumo de recursos? ¿Podrán imitar todos los habitantes de la Tierra el estilo de vida del norteamericano o europeo medio? Por supuesto que no. En otro sitio hablé del concepto “huida hacia delante”. “Más, mayor, más rápido, más rico” son los lemas de la sociedad de nuestros días, según un “experto” comunitario (citado por E.F. Schumacher, pág. 162). Pero la aplicación de esta filosofía, al ritmo actual de incremento de la población, supone una condena a muerte de la vida en este planeta.

            Puede existir la tentación de acudir al socorrido recurso del “progreso técnico” para espantar los demonios de la duda: “Un descubrimiento [técnico] al día mantiene a la gente entretenida” (se dice). Podemos poner todas las barreras para contener la previsible invasión migratoria entre los países pobres y el llamado “mundo desarrollado”. Podemos aplicar la política del garrote, o de la llamada “guerra preventiva” (como se la llama en estos días), para mantener a raya las supuestas amenazas a la seguridad mundial de los países que tratan de levantar cabeza para sobrevivir. Podemos ejecutar una política neocolonialista para arrebatar a otros Estados sus más preciosos recursos naturales. Podemos hacer todo esto y mucho más para conservar e incluso incrementar el estatus de los países ricos. Pero nada de esto funcionará: con ello tal vez retrasaremos la crisis venidera, pero no la podremos evitar.

            La “sociedad materialista de consumo y desperdicio” (como la denomina el informe “Los límites del crecimiento”) tiene los años contados. El planeta Tierra está sufriendo una serie de alteraciones que no pueden mantenerse indefinidamente: el efecto invernadero, el cambio climático, el agujero en la capa de ozono, la lluvia ácida, la desertificación, la pérdida de diversidad biológica y genética, el deterioro del entorno urbano, la aparición de nuevas patologías, el envenenamiento por agentes contaminantes, etc.

            Ante tal situación, nuestra especie no ha hecho más que convocar conferencias y redactar informes, sin que nada de eso haya servido para mucho. Por poner un ejemplo, el instituto World Watch ha anunciado (EL PAÍS, 17 de julio del 2003) que España ha incrementado su emisión de dióxido de carbono en un 38 por ciento entre el año 1990 y el 2002, multiplicando por 2,5 la cuota de incremento que le correspondía hasta el 2012, según los acuerdos del Protocolo de Kioto firmado en 1997.

            (Bien es verdad que no todos los países han seguido este mismo ejemplo. Por ejemplo, Alemania ha disminuido sus emisiones, según el mismo informe, en un 19 por ciento. Estados Unidos, por su parte, las ha incrementado en un 16 por ciento.)

            Personalmente me siento muy concernido por este asunto. El verano del 2003 está siendo especialmente tórrido, y me parece triste que tantos y tantos ciudadanos estén instalando aire acondicionado en sus casas. Son este tipo de “lujos” y “comodidades” los que –además de incrementar las afecciones catarrales- disparan el consumo eléctrico doméstico. Estas personas deberían ser conscientes de que aumentando el gasto de energía incrementan asimismo el de combustibles fósiles, y por tanto la emisión de gases de efecto invernadero. De este modo están contribuyendo a que en años venideros los veranos sean más y más calurosos.

            Todos somos responsables del cambio climático. Puede que nosotros seamos testigos de los estragos que ocasionará en nuestro entorno. Pero nuestros hijos (y los habitantes de los países más pobres) serán los principales perjudicados. Las emergencias sanitarias, la escasez de agua, la impredecibilidad climática, las crisis alimentarias serán algunas de sus consecuencias.

            Todos somos responsables de la polución de nuestro entorno. Esta contaminación tiene la fastidiosa característica de que es persistente, no degradable, y se acumula en nuestro cuerpo. El ciclo de las sustancias químicas no degradables las convierte en una amenaza muy peligrosa. Por ejemplo, después de que un pesticida tan tóxico como el DDT es rociado en el ambiente (recordemos que éste sigue en uso en ciertos países en desarrollo), parte de él se evapora y el aire lo transporta a grandes distancias. En el mar pasa al plancton, que sirve de alimento a los peces. Cuando ingerimos peces contaminados el DDT se incorpora a nuestros tejidos, convirtiéndose en una parte indisociable de nuestros cuerpos.

            “Polvo fuimos, y polvo seremos”, dice la Biblia. Pues bien, puede que una partícula de este polvo incorpore algunas moléculas que, en otro tiempo, formaron parte del cerebro de Platón, o de los glúteos de María Antonieta. En la Naturaleza todo se recicla y aprovecha. Pero para nuestra desgracia, al igual que en nuestras carnes puede haber partículas provenientes de tan insignes antepasados, también hay cantidades significativas de otras sustancias menos agradecidas, como los productos químicos altamente tóxicos que tan alegremente dispersamos en el medio ambiente. Como afirma Theo Colborn et al. (pág. 375):

 

     “No hay ningún lugar limpio y no contaminado, ni tampoco ningún ser humano que no haya adquirido una carga considerable de sustancias químicas persistentes… En este experimento todos somos cobayas y, para empeorar la situación, no tenemos controles que nos ayuden a comprender lo que estas sustancias químicas están haciendo”.

 

            Cuando éramos pequeños, si alguien se metía con nosotros se lo decíamos al “profe” o a mamá. Cuando crecimos, se lo comunicábamos a la “autoridad”. ¿A quién nos vamos a quejar de una situación de la que nosotros (usted, yo y el de más allá) somos los únicos responsables?

 

La falacia de la tecnología

 

            E.F. Schumacher dice (pág. 164): “’Dejárselo a los expertos’ significa tomar partido por la gente de la ‘huida hacia delante’”. El “progreso” de los expertos forma parte de lo que otros denominan la “falacia de la tecnología”. ¿En qué consiste ésta? Lo expresaré con palabras de D.H. Meadows et al. (“Más allá de los límites del crecimiento”, pág. 220):

 

      “Podría ser asequible reducir a la mitad los contaminantes emitidos por los coches. Pero si el número de coches se duplica, es necesario cortar la emisión de cada coche otra vez a la mitad sólo para mantener la misma calidad de aire”.

 

            En definitiva, de poco sirve que el progreso, a través de la mejora tecnológica, disminuya la contaminación o el gasto de recursos energéticos “por unidad de producto” (en este caso, por vehículo), si -a través del objetivo del crecimiento ilimitado- estimula que cada día consumamos más y más productos. De este modo, con el recurso a la tecnología, nos encontramos en una situación de “suma cero” (en el mejor de los casos) o de crecimiento insostenible (si es que la mejora tecnológica se traduce en un incremento neto de la producción y, como consecuencia, de la emisión de contaminantes).

            Un caso típico de la “falacia de la tecnología” lo encontramos en las políticas de lucha contra la contaminación. Por ejemplo, M. Pesarovic y E. Pestel (pág. 47) se refieren a la “contaminación generada por dispositivos contaminantes”. En resumen, la instalación de equipos de remoción de partículas dio como resultado que, si bien la contaminación por humo se redujo considerablemente, los gases sulfurosos que salían de las chimeneas ahora libres de partículas generaron otro tipo de polución no menos peligrosa: lluvia ácida; tan potente como el jugo de limón (mil veces el nivel normal).

            Otro ejemplo de falacia tecnológica lo encontramos en la aplicación de la llamada “Revolución Verde”. Ésta, a través de la introducción de nuevas variedades de semillas, junto con el uso generoso de fertilizantes y plaguicidas, ha aumentado considerablemente el rendimiento agrícola en las zonas más depauperadas del planeta. Pero también ha provocado unas repercusiones que cuestionan la “bondad” de esta política agraria:

 

            - El empleo masivo de abonos nitrogenados está alterando el clima. El óxido nitroso (N2O) representa el 7,4 por ciento de las emisiones brutas de gases con efecto invernadero, y el metano un 10,4 por ciento. Este último tiene origen en los arrozales y en el canal digestivo del ganado vacuno. Los expertos auguran que ambos conceptos (el óxido nitroso y el metano, subproductos de la agricultura y la ganadería intensivas propugnada por la Revolución Verde) pueden explicar entre un 30 y un 60 por ciento del incremento global de la temperatura en los próximos años.

            - Ha incrementado la producción agrícola, pero ha disminuido la diversidad de las fuentes de alimentación, con el consiguiente empobrecimiento de la dieta. Como indica Jorge Riechmann (pág. 82), la Revolución Verde ha supuesto para países como Filipinas o Bangladesh una mengua del consumo de frutas y verduras. Ello comporta una disminución de la calidad nutricional de los alimentos ingeridos por los agricultores más pobres.

            - A nivel social, ha supuesto la expulsión de millones de agricultores hacia los arrabales de las ciudades. Los grandes propietarios son por lo general los primeros en explotar estos nuevos métodos agrícolas, y para ello emplean una maquinaria que desplaza mano de obra. Asimismo, compran o arrebatan tierras de los pequeños campesinos. Así, la Revolución Verde ha intensificado las desigualdades sociales de los países donde se ha implantado. Lo que a su vez ha tenido como consecuencia un incremento de la pobreza y de la desnutrición en este tipo de sociedades tradicionales.

 

            Los tecnócratas nos dicen que los países pobres han de elegir entre “veneno y hambre” (es decir, entre implantar la Revolución Verde o seguir con sus métodos tradicionales de cultivo). Pero lo que en realidad han conseguido es que no sólo no han acabado con el hambre, sino que además han contaminado de forma irreversible millones de hectáreas de buenas tierras de cultivo.

            Políticas del tipo de la Revolución Verde funcionan bien en las mentes de los burócratas. Su pretensión (el aumento de la producción de alimentos) ciertamente se ha cumplido. Pero sus beneficios no han revertido en los pequeños campesinos, sino en las grandes explotaciones que desarrollan una agricultura de consumo masivo o de exportación. Nuevamente la “falacia de la tecnología” choca de bruces contra la tozuda evidencia de que las cosas “no son como debieran ser”, desde el punto de vista del político o del tecnócrata que marca el rumbo de la vida política y económica de un país.

 

Los límites del progreso

 

            Durante el siglo XVIII, en el período conocido como la Ilustración, se consideraba que la Historia avanza en línea recta, y que cada etapa histórica representa un adelanto sobre la fase anterior. Aunque se aceptaba que el progreso es irregular, y que a veces se estanca o retrocede temporalmente, se mantenía firme la creencia en un proceso acumulativo de perfeccionamiento de la vida humana.

            En la actualidad, este esquema del mundo ha cambiado sustancialmente. El ser humano ya no está en el centro de la escena, sino la tecnología (como ideal, como fuente de inspiración, como entelequia). Según Neil Postman (pág. 231):

 

      “El relato de Tecnópolis carece de centro moral. En su lugar coloca la eficacia, el interés y el avance económico. Promete el cielo en la tierra gracias a las ventajas del progreso tecnológico”.

 

            La ciencia y la tecnología son los dos instrumentos principales del progreso tal como es concebido en estos momentos. Con ellas han visto la luz espectaculares mejoras en la sanidad, la farmacología, el transporte, la producción y la comunicación (Ibid., pág. 83).

            El objetivo principal del progreso humano es el crecimiento: es decir, el incremento de la producción, de la renta y –si es posible- la calidad de vida de las personas. El problema es que el crecimiento, como todo en la vida, tiene sus límites. M. Mesarovic y E. Pestel ponen como ejemplo de los “límites del crecimiento” la dinámica de los procesos tumorales.

            El crecimiento “indiferenciado” es aquél en el que las células se multiplican de forma exponencial (una célula se divide en dos; que a su vez se dividen en cuatro; y éstas en ocho, etc.), hasta que finalmente crecen por millones y por miles de millones. Estamos hablando, por supuesto, de un proceso tumoral. El crecimiento “orgánico”, por su parte, implica un proceso de diferenciación, con un incremento controlado y armónico de nuestras células.

            Según estos mismos autores, un proceso de crecimiento ilimitado actúa a modo de un fenómeno canceroso: “El crecimiento por el crecimiento mismo, en el sentido numérico y de tamaño, sencillamente no puede continuar por tiempo indefinido” (pág. 27). D.H. Meadows et. al. (en “Los límites del crecimiento”) añaden asimismo, a esta consideración, que “no hemos aprendido a dominar el crecimiento actual” (pág. 24). Si bien se refieren fundamentalmente al incremento exponencial de la población, y al de la contaminación, esta frase no tiene en cuenta el hecho de que ninguna autoridad nacional o internacional tiene competencias para regular el crecimiento.

            El crecimiento económico es un subproducto de la acción del mercado. Y como muy oportunamente afirman D.H. Meadows et. al. en “Más allá de los límites del crecimiento” (pág. 223): “El mercado es ciego para el largo plazo y no presta atención a las fuentes y sumideros últimos, hasta que están ya demasiado agotados, cuando ya es demasiado tarde para actuar”.

Es decir, si bien las fuerzas de la oferta y de la demanda pueden dar “señales” sobre la situación de abundancia o escasez relativas de los recursos económicos, entre la llegada de esta información, y la implementación de una respuesta se suele producir un desfase (un “rezago”) que puede hacer inefectiva o inviable cualquier acción posterior.

            Además, el mercado no tiene instrumentos para valorar aquellos bienes que “no tienen precio económico”, como la calidad de vida, el bienestar humano, el estado del medio ambiente, la polución, o el desmembramiento social o familiar a resultas de la aplicación de la tecnología.

            Pero en definitiva, ¿cuáles son los límites del crecimiento? D.H. Meadows et. al., en “Más allá de los límites del crecimiento” (pág. 36) , los señalan así:

 

      “La población humana y la economía dependen de los flujos constantes de aire, agua, alimentos, materias primas y combustibles fósiles de la tierra. Los límites del crecimiento son los límites de la habilidad de las fuentes planetarias para proveer ese flujo de materiales y energía, y los límites de los sumideros planetarios para absorber la contaminación y los residuos”.

 

            Si bien a nivel teórico este razonamiento es intachable, existe un evidente problema científico para establecer con precisión los topes máximos de las fuentes y los sumideros de recursos y residuos. Sin embargo, según los mismos autores, hay algunos límites que ya han sido rebasados, lo que tendría como consecuencia efectos notables en la variación del clima y en la productividad de las nuevas técnicas agrícolas (es el caso del efecto invernadero, y el del estancamiento de la productividad agrícola a resultas del agotamiento del suelo en muchas áreas de agricultura intensiva).

            Estos mismos autores introducen otros dos conceptos: el de retroalimentación, y el de rezago. El primero hace referencia al efecto multiplicador que supone un proceso de crecimiento tipo exponencial (o canceroso). Ello (que técnicamente recibe el nombre de “circuito positivo de retroalimentación”) tiene como consecuencia un rápido agotamiento de los recursos y un correctivo demográfico súbito, del tipo de las enormes mortandades (por hambre o epidemias) tan comunes en la Europa del Antiguo Régimen.

            En cambio, el “circuito negativo de retroalimentación” introduce en el sistema un elemento regulador (del tipo de un termostato) que lo reequilibra cuando se pasa de un cierto límite, establecido de antemano. Éste sería un proceso regulado, limitado, diferenciado de crecimiento, frente al proceso tumoral, ilimitado e indiferenciado del crecimiento exponencial. Que, como sabemos, es el tipo específico de crecimiento de las economías de mercado.

            El Estado, o bien determinados organismos internacionales, habrían de asumir aquí el papel de “termostato” que el sistema de precios no puede o no sabe cumplir (por el fenómeno del “rezago” al que aludí anteriormente). El desfase entre el momento en que el mercado detecta una escasez, o una estrangulación, y el momento en que reacciona de una determinada manera, puede suponer la extinción de una determinada especie (es el caso de la caza indiscriminada de ballenas) o la destrucción de un determinado entorno (es el caso de la desaparición de las selvas amazónicas).

            No se trata de hacer ideología a costa de las políticas medioambientales. La Naturaleza no entiende de ideologías: sólo entiende de hechos. Y la realidad es que el mercado no es un instrumento eficaz para gestionar el crecimiento, por lo que se refiere a sus implicaciones para el entorno, y para la calidad de vida de las personas.

 

El desarrollo sostenible

 

            Desde la celebración en Estocolmo, en 1972, de una conferencia patrocinada por las Naciones Unidas bautizada como “Una sola Tierra”, se han celebrado muchísimas más, con la intención de consensuar acuerdos vinculantes en materias medioambientales. Ese mismo año fue dado a conocer el informe del Club de Roma “Los límites del crecimiento” (que tuvo continuación en otro informe publicado en 1992, titulado “Más allá de los límites del crecimiento”). Sus conclusiones son las siguientes (D.H. Meadows et. al., “Los límites del crecimiento”, pág. 14):

 

      “La población y la producción globales no pueden seguir creciendo indefinidamente, porque se ponen en juego –están ya influyendo- factores que tienden a limitar semejante expansión, entre ellos el agotamiento progresivo de los recursos, el posible aumento de la mortalidad y los efectos negativos de la contaminación ambiental. Hacia mediados del siglo XXI, con diferencias de más o de menos según distintas hipótesis, será necesario haber logrado un equilibrio que permita sostener un nivel dado de población en condiciones de vida material estables. De otra manera, como lo muestran diversas alternativas presentadas, se corre el peligro de un colapso de consecuencias incalculables, inclusive un descenso brusco de la población. El camino para llegar a un equilibrio mundial no es un proceso automático, ni el mantenimiento de la estabilidad se producirá sin una buena administración de las variables globales”.

 

            Este informe, elaborado a inicios de la década de los setenta, fue acusado de alarmista. Pero los años que han transcurrido desde entonces han demostrado que sus predicciones son –en términos generales- correctas. La prueba de la creciente preocupación por los problemas medioambientales es el reguero de conferencias y declaraciones (entre las que destacaremos, como más importantes, la de Río de Janeiro en 1992, o la de Kioto en 1997), que desgraciadamente poco o nada están influyendo para que las cosas cambien de forma significativa.

            (El único éxito remarcable se lo apuntan las actuaciones que tienen contrapartidas tecnológicas viables: por ejemplo, la lenta recuperación de la capa de ozono gracias a la prohibición del uso de los clorofluorocarbonos, y su sustitución por otros productos menos dañinos para la atmósfera.)

            En esta nueva orientación medioambiental son tres los temas estrella: el desarrollo sostenible, el cambio climático y la biodiversidad. En este apartado me ocuparé fundamentalmente del primero.

            La Comisión Mundial del Medio Ambiente y Desarrollo define una sociedad sostenible como aquella que “atiende las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para hacerse cargo de sus propias necesidades” (citado por D.H. Meadows et al.: “Más allá de los límites del crecimiento”, pág. 248). Ello se traduce en dos condiciones: que las tasas de utilización de recursos renovables y no renovables no excedan sus tasas de regeneración; y que las tasas de emisión de agentes contaminantes no excedan la capacidad de asimilación del medio ambiente.

            ¿Cuáles son las alternativas para un giro tan considerable desde el actual modelo económico, a otro más “sostenible”? Ante todo, se requiere un cambio en el “estilo de vida”, que iría más allá del ámbito de la producción, para entrar de lleno en el área del consumo. Por lo que se refiere al área de la producción, se han propuesto las siguientes estrategias:

 

            - El retorno a la agricultura y la ganadería ecológicas, con la aplicación de métodos de producción biológicamente sanos. Ello pasa por una protección de la biodiversidad no sólo en la Naturaleza salvaje, sino también en las variedades de cultivo, y por la generalización de “buenas prácticas” agrícolas.

            - La implantación de “tecnologías intermedias”, a pequeña escala, compatibles con los modos de vida de las naciones en desarrollo. Éstas son menos contaminantes, más baratas y más asimilables que las tecnologías intensivas en capital, y por tanto más adecuadas para sociedades y sistemas económicos más “simples”.

            - La aplicación de los principios de “precaución” y de “análisis coste-beneficio”. El primero establece que “en ausencia de un conocimiento científico suficiente, un bien, sustancia o factor ambiental no serán considerados seguros para el medio ambiente o para la salud humana”. El segundo señala que “todo beneficio directo o indirecto derivado de la introducción de un bien o proceso productivo en el mercado ha de ser comparado con el coste o riesgo que éstos suponen para el medio ambiente o para la salud humana”.

 

            En definitiva, en el área de la producción los ecologistas pretenden una simplificación de los procesos productivos, que los acerquen a las prácticas naturales y a las posibilidades reales de la inmensa mayor parte de la población (sin cualificación técnica), así como el establecimiento de una serie de garantías que impidan que los procesos productivos pongan en riesgo la ecología o la salud humanas. Aquí entramos de lleno, de nuevo, en el debate entre “la preservación de la vida en la Tierra (en el futuro), o la preservación de las vidas humana (en el día de hoy)”, que tantas pasiones despiertan.

            Los ecologistas pretenden un modelo alternativo de crecimiento, más orgánico y sostenible; menos indiferenciado y exponencial. Este crecimiento no se basaría tanto en la satisfacción de necesidades materiales, como en la promoción de las cualidades espirituales: la educación, el arte, la música, la investigación científica básica, los deportes y las interacciones sociales. Un desarrollo “espiritual” del ser humano sería un buen sustitutivo a la emulación y el derroche del que hace gala la sociedad de consumo (que, desde el punto de vista ecológico, es inviable e insostenible).

            Pero un crecimiento orgánico no equivale a un “crecimiento cero” (otro de los conceptos de moda entre los “gurús” de la vida simple). Ello es así porque ciertos bienes y servicios “no materiales” pueden tener un alto valor añadido, lo que en términos de contabilidad nacional se reflejaría en un crecimiento positivo. Y además porque no todos los países parten del mismo punto a la hora de plantearse sus problemas de crecimiento.

Algunos –la mayoría- son demasiado pobres para permitirse “congelar” su crecimiento. Éstos habrán de seguir creciendo, desarrollándose, tal vez mediante el uso de las “tecnologías intermedias”, pero sin duda a través de un incremento de las capacidades productivas para hacer frente a las necesidades de su población (muchas veces desposeída de incluso lo más elemental). Son los países ricos los que han de comenzar a plantearse seriamente un cambio de vida, que permita ahorrar recursos de cara a destinarlos a la salvaguarda de los derechos de las generaciones futuras, y a los de los habitantes de otros países menos favorecidos.

 

El retorno a lo esencial

 

            A raíz de esta preocupación ha surgido una nueva clase de ciudadanos comprometidos, conocidos popularmente (en su denominación inglesa) como downshifters (los que giran hacia abajo). Éstos han rechazado buena parte de las ventajas y comodidades que la sociedad moderna nos ofrece, para optar por una vida más simple, más relajada y natural. Son los anticonsumistas, que buscan una mejora de la calidad de vida a través de su perfeccionamiento como personas y como ciudadanos, no de su promoción como profesionales o de su integración como consumidores.

            Según Carlos Fresneda (citado por Milagros Juárez, pág. 10): “Cada vez más personas están descubriendo que es posible mejorar la calidad de vida consumiendo menos, que la felicidad personal es más asequible con cierta moderación y autodisciplina”.

            Los downshifters consideran que la vida moderna es de una complejidad tal, que de hecho hemos perdido el control de nuestras vidas. Nos hemos convertido en unas marionetas de nuestras propias pasiones, excitadas “desde fuera” por un sistema económico y social que estimula nuestras debilidades y nuestras contradicciones para animarnos a gastar más, para mayor gloria y provecho de nuestra economía de mercado.

            La economía de mercado es como una hidra con multitud de cabezas: cortas una y aparecen cien. Y ello es así porque “nosotros somos el mercado”. El mercado no tiene cabeza visible, no tiene un apartado de correos, no tiene un dirigente o presidente… El mercado somos todos, y por ello es tan difícil de manejar o regular.

            Existen dos maneras de corregir el rumbo que nos lleva inexorablemente hacia un desastre de dimensiones colosales: la implantación de una mano de hierro que declare un “estado de excepción ecológica”, y que por tanto restrinja nuestras libertades como productores, como consumidores, y –tal vez- como ciudadanos; o bien el convencimiento por parte de todos y cada uno de nosotros que tenemos mucho que decir y hacer para cambiar las cosas. Sólo hay una solución para resolver los problemas del mundo: la tienes tú.

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