La amenaza de los clones

 

Un mundo feliz

 

Me costó digerir “Un mundo feliz” (Brave New World en la edición inglesa), del británico Aldous Huxley. Es una obra presuntuosa, racista, sexista y premeditadamente ambigua en sus conclusiones. Pero tras setenta años transcurridos desde su publicación, hace bueno el dicho de que “un autor puede anticiparse a su tiempo”. El mensaje de este libro, a pesar de sus carencias estilísticas y literarias, continúa vivo y fresco como el primer día, y sigue siendo una referencia imprescindible en la evolución del género literario conocido como Ciencia-Ficción.

Retrata sin tapujos un régimen totalitario, científicamente controlado por los “productores de clones”. Estos últimos son seres humanos replicados a docenas a partir de un único óvulo. Bien es verdad que su alternativa vivípara (representada por John, el “buen salvaje” extraído de una reserva de indios) no es menos despótica, pues es identificada con los aspectos más sórdidos del oscurantismo, la superstición y la intolerancia.

“Un mundo feliz” es una recreación fabulada de un mundo elitista, en el que una minoría de seres humanos no replicados (los Alfa, con el apoyo de los Beta) domina, con firmeza pero con benevolencia, a una muchedumbre de individuos clonados (los Delta, los Gamma y los Épsilon). Esta sociedad se deshizo tiempo atrás del modo de reproducción vivípara: los nacimientos se efectúan mediante la técnica “in vitro”, pero no introduciendo el óvulo fecundado en el útero de una mujer, sino en una botella rellena con los nutrientes y compuestos necesarios para su desarrollo, en un proceso industrial llevado a cabo en factorías destinadas al efecto.

De este modo, los individuos son “hijos del Estado” que les ha permitido nacer, que los ha criado y que los ha adoctrinado. Entre ellos no existe ningún tipo de ligamen o relación afectiva. Los desajustes emocionales se resuelven con un generoso acceso al soma, una droga que les relaja y les hace gozar de períodos de evasión, pero que les arrebata unos preciosos años de vida. Los habitantes de este mundo viven en un estado de permanente lozanía y juventud, hasta que su corazón y su cerebro se marchitan y mueren prematuramente (nadie supera los sesenta años).

Las relaciones sociales son informales. No existen el parentesco, el matrimonio o las parejas estables. La promiscuidad y el culto al cuerpo (y al sexo) son fomentados desde la más tierna infancia. El adoctrinamiento se realiza mediante una técnica denominada “hipnopedia” (aprendizaje durante el período de sueño), y a través de métodos conductistas, basados en la teoría de los  “reflejos condicionados” del científico ruso Pavlov (a los niños de castas inferiores se les hace abominar los libros y las flores castigando su posesión con potentes descargas eléctricas).

Estas técnicas de sugestión son complementadas con actividades de ocio pasivo, como las sesiones de feelies (películas pornográficas con abundante carga de violencia gratuita, persecuciones y efectos especiales). Todas las clases tienen acceso al nivel de conocimientos estrictamente necesarios para ejercer sus funciones. Por supuesto, entre ellos no figuran materias como las Humanidades, el Arte o la Poesía.

Tal estado de cosas tiene como único fin el buen desarrollo de los negocios. La paz y la armonía social, sustentadas en una sociedad satisfecha, pero ignorante y pasiva, son la garantía de un consumo masivo de actividades de ocio (mientras más caras, mejor), así como de productos de lujo destinados a la élite. A todo ello se enfrentan los dos “héroes” de la historia: Bernard Marx y John el Salvaje, cada uno de ellos con diferente suerte, como se verá en la obra.

            Aquí no podemos decir aquello de “cualquier semejanza con la realidad es fruto de la coincidencia”. A pesar de haber sido publicado en 1932, en pleno período de entreguerras (cuando estaba de moda discutir sobre conceptos ahora denostados como la “eugenesia” o la “pureza de raza”), su mensaje es más actual que nunca. Creo que no exagero si afirmo que buena parte de las anticipaciones de esta obra se han visto ya confirmadas: las pautas de consumo, de ocio, de enseñanza…; las formas de vida, de sugestión y adoctrinamiento…; los valores socialmente aceptados… Todo ello lo vemos reflejado en los mensajes publicitarios –ciertamente primarios en sus formas y valores-, en los filmes de Hollywood, en los valores estéticos y sociales predominantes (el culto al cuerpo, la cultura del “éxito”, etc.), o en la creciente simplificación –y pobreza- del entorno cultural que nos rodea.

 

El futuro genético: ¿ensoñación o pesadilla?

 

            “Bienaventurado aquel país que no tiene Historia, porque en él no se producirán guerras, ni revoluciones, ni calamidades”. Es bien sabido que los países sin Historia reciente (es el caso de Suiza) son países florecientes, donde no hay cabida para las emociones y las pasiones; ni siquiera para los valores y las convicciones firmes. En ellos prosperan los negocios. Sus ciudadanos conocen, sin asomo de dudas, cuál es su papel en la sociedad. La filosofía predominante es el “sentido común”. La doctrina religiosa imperante es la “predestinación” (el rico lo es por gracia divina; el pobre lo es por mandato del Altísimo).

            Este país ideal no sería necesariamente el escenario arquetípico de una historia como la relatada en “Un mundo feliz”, pero se acerca bastante. Su modo de vida pulcro, ordenado, civilizado, armónico, pacífico y estable; su presión social asfixiante pero benevolente; su atolondramiento autocomplaciente, son el caldo de cultivo ideal para una determinada manera de entender la “prosperidad económica” y la “paz social”, basada en la parasitación tranquila del trabajo y de los recursos de los –individuos y países- más pobres.

            Una sociedad así no es necesariamente tolerante y liberal. Su baño de “democracia directa” no puede ocultar un transfondo opaco, dominado por una élite de sabios, plutócratas y burócratas.

            Y no olvidemos que las élites son siempre peligrosas: son ellas las que crean “opinión”. Alain Touraine, en su obra “La sociedad postindustrial”, o Thorstein Veblen, en “La teoría de la clase ociosa”, retratan a este subconjunto de la ciudadanía que marca las pautas del consumo, de las formas sociales, del pensamiento y de la opinión pública a las clases “subalternas” (o subordinadas) de la población.

            Estos “creadores de opinión”, ciudadanos supuestamente bien informados que, merced a su dominio de las fuentes de producción y difusión de la información, son los “heraldos” del cambio técnico y del “progreso” social, anticipan las “tendencias” del futuro. Nos dicen, no sólo cómo viviremos, sino también cómo “deberíamos vivir”. Son ellos los que señalan lo que nos conviene, lo que necesitamos, lo que debemos adquirir. Pero no nos equivoquemos: estos señores no son inmaculados altruistas que nos dan consejos benevolentes con motivos desinteresados. Bien al contrario, suelen representar intereses poderosos, más o menos ocultos, más o menos legítimos.

            Tras la discusión del “futuro genético” se esconden grandes intereses en juego (detentados por los grandes laboratorios farmacéuticos, los seguros públicos y privados, el Estado, etc.). La oportunidad o actualidad de este debate viene dada por la premura de ciertos agentes sociales por abrir un nuevo área de negocio (el negocio de nuestros genes) a la rapacidad del mercado. El ciudadano medio no tiene nada que ganar con todo ello, y sí mucho que perder.

 

La genómica: ¿una amenaza a nuestra libertad?

 

            En la actualidad una supuesta “tercera vía” entre el socialismo estatista y el capitalismo liberal aboga por otorgar una mayor relevancia pública a la aplicación social de ciertos avances científicos. En concreto, se considera que los avances de la genómica permiten mejorar la prevención y el tratamiento de ciertas enfermedades con raíz genética. Pero detrás de este pío propósito se pueden esconder intenciones más siniestras.

            La puesta en marcha de un registro genético de todos los niños nacidos en un determinado país puede suponer el fin de la libertad individual, y el acentuamiento de la predestinación vital de sus habitantes. Saber con anticipación qué enfermedades son proclives a sufrir, qué posibles vicios o virtudes -o rasgos psicóticos o depresivos- les marcarán, qué rasgos raciales predominarán (pues será posible realizar inferencias estadísticas de carácter genético que particularicen a una raza o a otra), etc., no actuará desde luego en beneficio de su libertad.

            Imaginemos que nuestro análisis genético -realizado a partir de una mera gota de sangre, o de un resto de saliva obtenido de un vaso- revelara que: 1) somos propensos al cáncer; 2) somos proclives a la esquizofrenia o a la depresión; 3) como miembros de tal o cual raza, somos indicados para tal o cual actividad… Si estos conocimientos estuvieran en manos –como lo estarán, sin duda- de las personas con poder para otorgar o denegar un empleo, un seguro médico, un préstamo bancario o un cargo público: ¿Qué compañía de seguros nos admitiría? (por supuesto, pagando la prima ajustada al riesgo medio de todos sus asegurados); ¿qué banco nos concedería un crédito hipotecario?; ¿qué empresa nos aceptaría en su plantilla?; ¿qué administración pública nos emplearía?

            Ahora supongamos que hayamos cometido un delito. Si nuestro análisis genético indicara que somos propensos a padecer tal o cual enfermedad psíquica, que pudiera estar en el fondo de nuestro proceder: ¿Qué tribunal nos puede condenar? ¿Somos o no responsables de un delito, ocasionado por una tara –genética- de la que no somos responsables, y que no podemos controlar? ¿Qué porcentaje de los crímenes está ocasionado por este tipo de circunstancias? ¿Habrá dos varas de medir: para los que puedan permitirse pagar buenos abogados, o buenos peritos, que aleguen este tipo de “atenuantes”, y para los que no se lo puedan permitir, y hayan de cargar con todo el peso de la ley?

            Si somos miembros de una minoría racial, ¿no existirá un prejuicio derivado de las características genéticas de nuestra raza, en un sentido o en otro (positivo o negativo)? ¿El Estado tendrá que imponer políticas de “discriminación positiva” para defender los derechos de las minorías (o mayorías) maculadas por un determinado prejuicio racial originado por un uso inadecuado del análisis genético de poblaciones?

            Si padecemos una determinada enfermedad, y nuestros padres estaban informados de que una cosa así podía suceder (dados sus antecedentes genéticos), ¿no estamos legitimados para reprochar a nuestros progenitores, por haber provocado nuestro sufrimiento por una decisión –egoísta- inspirada por el placer o la satisfacción personal de criar un niño? ¿No nos equiparará ello al estado de “mascota”, de mero “factor instrumental” para el equilibrio emocional de una pareja?

            No está lejos el día en que la propensión del niño a la hiperactividad o a la agresividad podrá ser detectada con un vulgar análisis de sangre. ¿Exigirán las escuelas de élite “certificados de buena conducta anticipada” de los niños, antes de admitirlos en sus aulas, a partir de análisis genéticos en los que se analice su proclividad a incurrir en las citadas disfunciones de conducta?

            Es bien sabido que adoptar un niño supone superar una serie de pruebas, entre las cuales destacaríamos tests psicológicos y análisis de la persona adoptante por parte de especialistas. ¿Se añadirá a estos requisitos efectuar un análisis genético de los padres para garantizar así una larga expectativa de vida? ¿Se nos negará el derecho a adoptar un niño si nuestro perfil genético no es el adecuado? (si, por ejemplo, indica que tenemos tendencia a la depresión o a ciertas enfermedades mentales).

            Vayamos más lejos todavía en nuestras reflexiones. A la luz de la obra “Un mundo feliz”: ¿Quién puede descartar que, en aplicación de un uso deliberado de la clonación humana, se puedan producir hornadas de clones idénticos, con la intención de hacer de ellos nuestros “servidores”, dóciles y disciplinados, auténticas máquinas biológicas diseñadas genéticamente para tener algunas capacidades atrofiadas (como las de pensar, soñar o imaginar)? ¿Acaso no los consideraremos subhumanos, esclavos perfectos por los que no sentir remordimientos ni consideración alguna? El círculo se habrá cerrado. Como San Pablo podremos decir:

 

      “Mas, ¿quién eres tú, ¡oh hombre! Para reconvenir a Dios? Un vaso de barro ¿dice acaso al que le labró: por qué me has hecho así?

¿No tiene facultad el alfarero para hacer de la misma masa un vaso para usos honrosos, y otro para usos viles?” (Romanos 9:21).

 

De hombres habremos pasado a ser dioses. Como en “Un mundo feliz” seríamos amos y señores del mundo. Pero siendo dueños de todo, seríamos extraños de nosotros mismos.

 

El genoma humano

 

            Muy recientemente se ha acabado la fase de secuenciación del llamado “Genoma Humano”, proyecto colosal comenzado a finales de los ochenta, que pretendía secuenciar (leer) toda la información genética contenida en las células humanas.

La lectura de los 3.000 millones de bases que lo componen abre las puertas a grandes avances en el tratamiento de ciertas enfermedades. Pero genera asimismo graves interrogantes: especialmente en el terreno de la privacidad, y por lo que se refiere al riesgo de discriminación entre unas enfermedades “de ricos” (en las que se aplicarían terapias génicas) y “de pobres” (de tipo infeccioso, que quedarían si cabe más olvidadas).

            ¿Pero qué son y para qué sirven los genes? Éstos son segmentos de ADN (ácido desoxirribonucleico) que controlan una función celular específica en el proceso de síntesis de una proteína (las proteínas se ocupan de regular el metabolismo humano: obtienen energía, aceleran reacciones químicas...) Además, el gen puede afectar a una faceta particular del individuo: por ejemplo, el color de los ojos o el tipo –liso o rizado- del cabello.

            La doble hélice de ADN constituye el manual de instrucciones de las células vivas para ejercer sus funciones específicas. Pero no todas las células leen los mismos capítulos: un glóbulo rojo lee unos, una neurona otros, y también hay capítulos comunes leídos por todas y cada de los cien billones de células de nuestro cuerpo.

La información genética contenida en cada célula germinal (óvulo o espermatozoide) se organiza en 23 cromosomas. Cada cromosoma sería el equivalente de una estantería que almacena unos 30 tomos de mil páginas de información. Pero como cada individuo recibe la herencia genética de un padre y una madre, toda célula tiene dos versiones distintas del manual. Así, el número total de estanterías (o cromosomas) es en realidad de 46. Ello tiene la ventaja de que si una página se estropease, con la misma página de la otra versión (del padre o de la madre) el problema quedaría solucionado.

El genoma es el conjunto de características comunes del material genético de una especie. El manual de cada individuo lleva instrucciones (unas características genotípicas) ligeramente distintas del de los demás. Por ello cada persona es diferente y única: una es rubia y otra es morena; una tiene los ojos azules, y otra los tiene marrones. Las diferencias físicas o metabólicas de unos individuos respecto a otros responden a pequeñas variaciones en los genes: por ejemplo, el cambio de una base por otra en la secuencia de ADN.

¿Qué aplicación puede tener la genómica en el terreno de la medicina? En primer lugar, se puede realizar un mapa de la variabilidad genética mundial, asociada a la predisposición de cada raza a las enfermedades más comunes. El estudio de poblaciones aisladas (muy puras genéticamente), con poca variabilidad genética, puede ayudar a localizar los genes causantes de ciertas enfermedades congénitas.

En segundo lugar se puede intentar localizar los genes que predisponen a la buena salud. Éstos impedirían que una persona excepcionalmente sana contraiga males como la diabetes, el cáncer, las enfermedades cardíacas y el Alzheimer. De este modo se podría encontrar una molécula que emule su función en las personas que desafortunadamente no gozan de la presencia de dicho “gen de la buena salud”.

En tercer lugar se podrían realizar superanálisis de sangre que permitieran obtener la “ficha” genética de cada individuo, y preveer con antelación posibles enfermedades producidas por alteraciones genéticas. Sería un método óptimo de diagnóstico precoz.

En cuarto lugar, se podrá avanzar con mayor rapidez en la identificación de moléculas que permitan activar o desactivar con éxito todas y cada una de las proteínas humanas. De este modo se podrán diseñar medicamentos para curar enfermedades raras o poco rentables para la industria.

Sin embargo, como ya hemos dicho más arriba, no está claro que el sistema público de salud se pueda hacer cargo de la aplicación de los beneficios de la “medicina molecular” en toda la población. Sólo unos pocos podrían beneficiarse de sus efectos, y entre ellos no estarán –ciertamente- los habitantes de los países más pobres. Y no olvidemos que la genómica puede abrir fabulosas áreas de negocio en el sector de los productos farmacéuticos: en la trastienda del Proyecto Genoma Humano se escondía el indisimulado deseo de obtener patentes con posteriores rendimientos económicos fabulosos.

Con la intención de evitarlo, la iniciativa pública decidió dar a conocer en menos de 24 horas las secuencias que iba descubriendo (algo que es de dominio público no puede ser legalmente patentado). Varias empresas privadas se lanzaron a la carrera por secuenciar el mayor número de fragmentos de genoma en el menor tiempo posible, con el objetivo de preparar el terreno para el que será un gran negocio del siglo XXI: la genómica.

Actualmente, ya están patentados, por varias empresas privadas, los genes humanos que predisponen al cáncer de mama, a la hipertensión, a la obesidad, y al melanoma. Estas empresas podrán cobrar, a partir de ahora, cuando otros (compañías privadas u organismos públicos) utilicen esta información para elaborar terapias contra dichas enfermedades. Tal como afirma Roger Baltra, en el artículo “El futuro genético” (revista Integral):

 

“Las empresas no reclaman una compensación razonable por su trabajo, sino que persiguen enormes beneficios, y esto dificulta el acceso de los demás científicos a una información que les podría llevar a la obtención de resultados claves para la Humanidad”.

 

Nuevamente observamos aquí una flagrante contradicción entre los intereses públicos y privados, en la que –en estos tiempos liberalizadores y globalizadores- son los primeros los que acaban siendo menoscabados. No espere el lector que el futuro genético pueda ser especialmente propicio para sus necesidades personales. Serán las grandes corporaciones, no los particulares, los principales beneficiados por estos avances científicos.

Es más: la genómica nos puede salir muy cara. No sólo porque tal vez tendremos que rascarnos el bolsillo por la implantación de nuevas terapias muy onerosas (seguramente no cubiertas por los seguros médicos públicos), sino porque muy posiblemente nuestra “ficha” genética puede ponernos las cosas difíciles a la hora de encontrar trabajo o de suscribir una prima en una aseguradora privada.

 

La clonación humana: un riesgo nada controlado

 

            Algo más arriba he apuntado que aunque todos los seres humanos compartimos un mismo genoma, algunas variaciones (alelos) de ciertos genes nos hacen diferentes, únicos, irrepetibles. Por eso es tan difícil encontrar individuos –que no sean gemelos univitelinos- idénticos, no sólo en carácter y actitudes, sino también en fisonomía exterior.

            A comienzo de este artículo expuse un escenario ciertamente terrorífico: la posibilidad de que una minoría dominante creara hornadas de clones, para ser empleados como esclavos. De momento, esta eventualidad la podemos descartar: la encontraríamos únicamente en la Ciencia Ficción. Pero estamos dando pasos de gigante para que, en fechas no muy lejanas, tal escenario deje de ser una posibilidad para que empiece a convertirse en una amenaza cierta.

            El proceso de clonación empleado hasta el momento consiste en la sustitución del núcleo de un óvulo por el de una célula de un individuo adulto. A continuación se inicia la “división celular” de la célula huevo. Cuando se dispone de una masa de células de tamaño suficiente para su implantación en el útero de la “madre de alquiler” –previamente tratada con hormonas-, se pone en marcha el proceso de desarrollo del embrión que al cabo de unos meses –con suerte- dará lugar al nacimiento de un organismo clónico.

            Este proceso es largo y costoso, y está sometido a enormes riesgos. Por ejemplo, la famosa oveja Dolly (nacida el 5 de julio de 1996) fue el único embrión con éxito de entre 276 intentos. Noé, un clon de gaúr (bóvido de la India), fue el único ejemplar nacido de entre 692 intentos (de ellos sólo 81 crecieron in vitro, sólo ocho vacas mantuvieron la gestación, y sólo un becerro –Noé- consiguió nacer, aunque murió a las 48 horas). Únicamente uno de cada cien intentos de clonación de una humilde vaca doméstica ha llegado a buen puerto. Más recientemente, un clon de banteng (otro tipo de bóvido asiático) supuso el único nacimiento de entre 45 intentos (esto es un éxito de campanillas, teniendo en cuenta el azaroso proceso que supone clonar un animal).

            Estas cifras dan una idea de lo que supondría clonar a la especie humana. Tal como afirma Ian Wilmut, el artífice de la clonación de Dolly, en una entrevista al diario EL PAÍS (3 de abril del 2003): “Intentar una clonación es muy peligroso, con resultados probables como abortos tardíos, bebés nacidos muertos, y lo peor de todo, niños vivos pero inviables”.

            (Incluso en el caso de que el niño fuera viable, otros riesgos atenazarían su salud futura: la oveja Dolly sufrió enfermedades, como cáncer y artritis, que dan idea de una vejez prematura. Los científicos opinan que la clonación no es un proceso controlado, y que muchas crías nacen con enfermedades o taras genéticas.)

            A pesar de ello, existen varios individuos -cuyas características personales van de lo excéntrico a lo esperpéntico- que afirman haber clonado seres humanos. A finales del año 2002 nació, supuestamente, el primer “clon” humano (a la sazón llamado Eva), impulsado por una organización conocida como Clonaid, impulsada por la secta de los raelianos (Rael es, como indica su nombre, su líder espiritual). Según la misma organización, en enero del 2003 nació el segundo clon, hijo de una pareja de lesbianas danesas. Otros clones estarían por nacer.

            Otro entusiasta de la clonación humana es el italiano Severino Antinori, quien anunció que un niño clónico nacería en Junio del 2003. El griego Panayiotis Zavos anticipó planes para clonar a niños para siete parejas infértiles.

            ¿Qué ha sido de estos supuestos clones? Y sobre todo, ¿qué ha sido de sus madres? Es de temer que, si todas estas noticias son ciertas –y la verdad, no se han presentado pruebas concluyentes que lo acrediten-, tanto esos niños como sus madres estén en grave peligro. Detrás del episodio de Clonaid hay mucho que investigar y aclarar.

            (Por otro lado, el hecho de que Clonaid haya conseguido cinco aciertos en diez intentos representa un sorprendente éxito que, a la vista de los resultados científicos expuestos más arriba, resulta difícil de creer.)

Clonar niños es una grave temeridad, puesto que las consecuencias para la salud de la madre y del niño pueden ser horrorosas. Por ejemplo, en un intento de clonación en el que se emplearon doce vacas, cuatro de éstas murieron a resultas de complicaciones en el proceso de gestación. Y recordemos lo dicho sobre el envejecimiento prematuro de la oveja Dolly: muchos animales clonados sufren de un amplio número de anormalidades, deformidades físicas y patologías. Estos defectos de nacimiento son tan graves, que en humanos provocarían incapacitación permanente y un costoso tratamiento de por vida.

            Recientes estudios en ratones evidencia que un 83 por ciento de los ratones clonados mueren en un intervalo de tiempo de dos años (ello supone tres veces el ratio medio de los ratones normales), lo que demostraría que la clonación acorta la vida de los individuos.

            Y si aún no teníamos suficiente con la “amenaza de los clones”, ahora nos encontramos con la elaboración de niños “de diseño”.  Los nuevos conocimientos en Genética hacen -o harán, según los casos- posible seleccionar el sexo del bebé, elegir a la carta su color de ojos, o concebir un bebé con determinadas características genéticas para “usarlo” como “niño medicina” para tratar a un hermano enfermo (véase más abajo). No en vano, una pareja europea tuvo a principios del 2003 un bebé “de diseño”, con el sexo seleccionado por expresa voluntad de sus padres (sin que en esta decisión intervinieran consideraciones médicas).

            De momento, las únicas aplicaciones “legítimas” de la clonación están relacionadas con la recuperación de especies animales en peligro de extinción: es el caso de proyectos de clonación de animales como el antílope africano Bongo, el tigre de Sumatra, el panda gigante, el guepardo, el bucardo español (especie extinguida, pero de la que existen células conservadas en buen estado), etc. También se han clonado especies domésticas como el banteng (del que hablé más arriba), la vaca, la oveja, y más recientemente el mulo y el caballo. E incluso se estudia la posibilidad de recuperar especies tiempo ha extinguidas, como el tigre de Tasmania y ¡oh sorpresa! el cinematográfico Tiranosaurius Rex.

 

La clonación terapéutica

 

            La clonación humana es rechazada entre políticos y científicos por consideraciones éticas. La secta de los raelianos lo tiene muy claro: quieren clonar para alcanzar la “vida eterna”. Éste es uno de los peligros a los que nos enfrentamos si no ponemos coto a esta práctica potencialmente tan peligrosa.

            Pero en cambio sí que empieza a existir un creciente interés por aplicar técnicas de ingeniería genética con el fin, no de copiar a las personas, sino de curar cierto tipo de enfermedades. Es lo que se ha venido a llamar “clonación terapéutica”. Este tipo de clonación no supone la creación de copias perfectas de nuevos seres, sino de células con la misma dotación genética del enfermo, para serle transplantadas sin que existan problemas de rechazo.

            En el embrión humano temprano existe una población de células (las “células madre embrionarias”) capaz de aportar todos los tipos celulares necesarios para la construcción de los distintos tejidos y órganos. En el individuo ya desarrollado, son las “células madre adultas” las que heredan esta capacidad, y aportan a cada tejido u órgano un flujo constante de nuevas células, que sustituyen a las envejecidas o dañadas por enfermedad o accidente. En definitiva, estas células regeneran órganos y tejidos.

            Sin embargo, la capacidad de regeneración es muy diferente según el tejido: es casi nula en el sistema nervioso central, y muy activa en la piel, en el sistema hematopoyético (precursor de cualquier célula sanguínea), o en el hígado. Eso significa que si un individuo sufre, por cualquier razón, la pérdida o deterioro de una población celular en tejidos con nulo o difícil reemplazo durante la vida adulta (éste es el caso de enfermedades crónicas como la diabetes, el Alzheimer, el Párkinson, la esclerosis múltiple, o la parálisis sufrida por una lesión de médula), éste es un problema de imposible solución…

A no ser que se emplee la “clonación terapéutica”. La disponibilidad de células embrionarias pluripotenciales, capaces de especializarse en las funciones perdidas durante la vida adulta, puede suponer –en un futuro indeterminado- la salvación de miles de enfermos afectados por enfermedades que actualmente no tienen tratamiento.

            La clonación terapéutica se desarrolla de la siguiente manera: se toma un óvulo, se le extrae el núcleo (que contiene el genoma), y se le introduce un núcleo tomado de cualquier célula del paciente. Del embrión resultante (un clon del paciente) se extraen células madre pluripotenciales que derivan, mediante las condiciones adecuadas, en tejidos para transplante. Como éstos son genéticamente idénticos al paciente, se evita el rechazo inmunológico (tan frecuente en los transplantes “convencionales” de órganos enteros).

            Los expertos ya especulan con la creación de “bancos con distintas líneas celulares compatibles” (para evitar rechazos inmunitarios), en caso de que el paciente no pueda aprovechar sus mismas células porque estén dañadas a causa de defectos genéticos congénitos. También existen líneas de estudio para combinar la clonación terapéutica (es decir, la creación de tejidos a través del uso de células madre embrionarias) con la reparación genómica dirigida, y de este modo poder efectuar autotransplantes con éxito de tejidos en pacientes con defectos genéticos congénitos. Ésta sería, según algunos, la terapia génica ideal.

            Pero éstas no son las únicas aplicaciones de la terapia génica. Más arriba se ha dicho que ya está en marcha el diseño genético de “niños medicamento” empleados (nunca mejor dicho) para salvar la vida de otros. En Junio del 2003 nació en Sheffield (norte de Inglaterra) un bebé seleccionado genéticamente para poder salvar a su hermano, aquejado por un extraño tipo de anemia que le puede causar la muerte.

            (Con la sangre de su cordón umbilical se pueden obtener células madre, o troncales, capaces de reconstituir la sangre de un niño con leucemia, con inmunodeficiencia grave, o con anemia falciforme. Con la ventaja añadida de que este método de regeneración celular presenta menos problemas de compatibilidad que el transplante de médula ósea, y no suele provocar complicaciones.)

            Existen, por último, investigaciones orientadas a conseguir embarazos en mujeres con deficiencias de ovulación. La técnica consiste en obtener óvulos a partir de células madre cultivadas en una vulgar placa de Petri. Si bien aún está por demostrar que estos óvulos “espontáneos” pueden ser fecundados por un espermatozoide.

            De momento, algunos gobiernos han permitido la investigación de este tipo de terapias siempre que tengan una finalidad médica, y que se empleen embriones congelados sobrantes de los tratamientos de reproducción asistida. Pero si bien estos desarrollos, aplicados en el campo estrictamente médico, son prometedores, nos seguimos planteando la misma pregunta: ¿tendremos todos los ciudadanos acceso por igual a este tipo de terapias génicas, o bien se desarrollaran dos clases de medicina: la de los ricos y la de los pobres?

Con el desarrollo de las terapias génicas puede ocurrir lo que con el desarrollo de los trenes de alta velocidad: la fuerte inversión en líneas de alta velocidad (que sólo usan los ricos) puede ser compatible con la desatención de líneas férreas convencionales, cada día más degradadas y de peor calidad.

            Que el desarrollo de las terapias génicas no desemboque en la generalización de dos medicinas (la de los ricos, a la que se le dedica la mayor atención, y la de los pobres, desatendida), sólo se puede evitar con una clara voluntad política, y un consenso social, que garanticen que los avances de la medicina sean un bien común, no el patrimonio de unos pocos (en detrimento de la mayoría). Sin embargo, tal como están las cosas, no soy muy optimista por lo que se refiere a esta cuestión.

 

Los dilemas de la genómica

 

            Una ciudadana norteamericana, tras saber que su padre había muerto de la enfermedad de Huntington, decidió hacerse unas pruebas genéticas para averiguar si estaba amenazada por el mismo mal. Desgraciadamente, el test resultó positivo, y acongojada se lo explicó a algunos compañeros. De algún modo, esta información llegó a conocimiento de su empresa. Fue inmediatamente despedida.

            Supongamos que las cosas sucedieran de otra manera. Si el jefe de personal se hubiese enterado de que el padre de esta trabajadora murió de dicha enfermedad, aunque ella no se hubiera molestado en realizar un análisis personalizado, la empresa podría haber averiguado igualmente su futuro genético: simplemente, obteniendo un vaso en el que hubiese bebido, o un cigarrillo que hubiera fumado. El análisis de su saliva hubiese sido suficiente para obtener dicha información.

            En un caso como en otro esta mujer –ya suficientemente acongojada al ser consciente del destino que le espera- iba a sufrir las consecuencias de una maldición a la que no se ha hecho acreedora. Pero es que además, en Estados Unidos perder el trabajo es sinónimo de quedarse sin seguro médico, lo que complica aún más las cosas. Y si por otro lado su ficha genética cae en manos de una aseguradora médica, ¿cómo va a poder pagar una póliza de seguros que, sin duda, va a cubrir un riesgo médico que, más que riesgo, es una certeza? Sólo un millonario se lo podría permitir.

            Los test de diagnóstico genético serán algo habitual en el milenio que comienza. El Reino Unido acaba de presentar un plan para efectuar pruebas a todos los recién nacidos y almacenar su perfil genético en un banco de datos (sin embargo, no se ha presentado ninguna propuesta para evitar el uso indebido de esta información sensible, y la discriminación genética que puede acarrear).

            Si por desgracia nos enteramos, a través de este análisis, de que tenemos un alto riesgo de sufrir anticipadamente males como el cáncer, las enfermedades neurodegenerativas, o las dolencias coronarias, lo primero que sucederá es que viviremos obsesionados con esta posibilidad: acabaremos como hipocondríacos, y no disfrutaremos de los años de salud que nos queden. Ello supondrá un factor de estrés que, ya de por sí, puede conducir a graves dolencias físicas y psíquicas (como la depresión).

            Pero es que además nos veremos constreñidos por grandes dilemas: ¿Es ético tener un hijo que herede este mismo mal? ¿Pagaremos una póliza de seguros, ocultando esta información, a sabiendas de que si la agencia de seguros de entera de ello –no les resultaría difícil, si inquiere en el perfil médico de su familia- se negará a costear el tratamiento? ¿Vale la pena diseñar proyectos de futuro, comprar una vivienda, o invertir en un negocio, si una enfermedad acabará truncando nuestra carrera laboral?

            Es previsible que –en un futuro no muy lejano- estará fuera de nuestro alcance rechazar un análisis genético. Posiblemente ni siquiera podremos negarnos a conocer los resultados de este análisis. Estaremos condenados a conocer nuestro destino: si viviremos vidas plenas y saludables, o si estaremos bajo la permanente condena de padecer una enfermedad y, posiblemente, de trasmitirla a nuestros hijos.

            (El origen de una enfermedad puede depender del fallo de un solo gen, pero lo más normal es que las enfermedades más comunes, como las cardiovasculares, la diabetes o la obesidad, dependan de varios o muchos genes, además de cierto tipo de factores ambientales. Sólo entre un 5 y un 10 por ciento de casos de cáncer existe un fuerte componente hereditario. Una manera de evitar la congoja de conocer con anticipación que se sufrirá de tal o cual enfermedad con origen genético, es realizar análisis –o tests- de enfermedades para las que exista tratamiento, y se puedan curar.)

            Pero aunque este escenario –escabroso, no lo dudemos- sea inevitable, cabe establecer las medidas necesarias para que esta información altamente sensible sea confidencial. Hay que imponer fuertes sanciones a los que, de una manera imperativa, o bien disimulada (por ejemplo, obteniendo muestras de nuestra saliva sin pedirnos autorización), tratan de conocer nuestro perfil genético para discriminarnos positiva o negativamente en la toma de sus decisiones.

            La Unesco ha presentado en Junio del 2003 una declaración en la que se propone a los gobiernos proteger los datos genéticos de los ciudadanos: nadie puede ser discriminado por su “ficha genética”. El uso indebido de esta información ha de ser castigado severamente. Resulta obligado garantizar no sólo la completa privacidad de los datos genéticos, sino también su utilización para fines estrictamente terapéuticos.

            Sin estas garantías, sería desquiciado y suicida aventurarse en políticas que suponen un grave riesgo de pérdida de libertad y autonomía de las personas. El conocimiento del futuro genético es un hecho fascinante, pero no está exento de riesgos. Su mal uso podría hacernos retornar a un escenario en el que la libertad (es decir, la capacidad de tomar decisiones autónomas) es sustituida por el determinismo más cruel (nuestra vida está escrita de antemano, y no podemos hacer nada por encauzarla).

            Que alguien esté programado genéticamente para ser alto, no significa que esa persona vaya a ser un buen jugador de baloncesto. Del mismo modo, que alguien sepa que tiene un alto riesgo de sufrir una determinada enfermedad, no tiene por qué suponerle un estigma social, y sobre todo, una angustia vital permanente. La voluntad humana, la sabiduría, y el azar, pueden hacer mucho para cambiar el futuro. Incluso cuando éste está escrito en nuestros genes.

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