El carácter carismático

 “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros” (Rebelión en la granja, George Orwell). 

Como consecuencia del ocio forzoso al que estoy obligado por los ritmos (lentos) de edición de mi última obra ( El árbol de los mitos ), he estado leyendo una novela policíaca de puro –y crudo- estilo escandinavo. Es bien sabido que este tipo de obras de ficción se caracteriza por el excesivo uso –y abuso- de las escenas de violencia morbosa, y hasta gratuita. Pero, bien pensado, su contenido, en numerosas ocasiones, es un fiel reflejo de la cruda realidad que nos envuelve. Ésta se distingue por la brutalidad de ciertas situaciones, en las que el poderoso (el que abusa de las prerrogativas de su posición de privilegio y/o de poder), ya sea en el ámbito privado (criminal, o mafioso), como en el público (política, justicia, ejército), se vale de distintos resortes para sembrar terror, con la intención de proteger sus intereses o de conseguir sus pretensiones, a costa de los demás (por supuesto).

La novela en cuestión, que acabo de leer, es El contrato, de Lars Kepler (un pseudónimo de Alexander Ahndoril y de Alexandra Coelho Ahndoril, coautores). Aquí se explica la típica historia que combina la corrupción política, en conjunción con el chantaje de mafiosos tan poderosos que ponen en jaque a la propia administración. Se revela un código de justicia que pone como “garantía” los más aberrantes castigos al entorno del chantajeado o sobornado (generalmente, del ámbito público). Es una entente regida por la codicia y por el terror, en la que los criminales (sean del sector privado, o público) siempre ganan, pues conocen muy bien los resortes del poder (y las debilidades humanas). No digo más, para no hacer de spoiler. 

Aquí se nos describe una serie de personajes que, además de corruptos, tienen una aureola de “encanto”, o “misterio”, que fascina a la gente sencilla. El personaje más característico del tipo “malvado encantador” es el siniestro conde Fosco de La dama de blanco, de Wilkie Collins, el cual ha servido de inspiración a numerosos novelistas contemporáneos para describir al “malvado gentil”, el cual no por ello deja de ser menos malvado. 

Si nos atenemos al estudio de la Historia, esta característica (“el malvado gentil”) la encontramos en ciertas descripciones de Adolf Hitler, antes de la segunda guerra mundial. En mi libro El sueño de Hitler, una pesadilla para la Humanidad , escribo lo siguiente: 

“Aparentemente, Adolf Hitler era una persona encantadora: «Sentía gran debilidad por los niños, aunque no podía soportarlos mucho tiempo junto a sí. Levantaba en sus brazos a las niñas para besarlas y les regalaba bombones y flores… como hacía el doctor Fausto. Quería mucho a sus perros; jugaba con ellos, los acariciaba y los hinchaba a golosinas». Las fotografías que lo asocian a bulliciosos grupos de niños y niñas no son sólo producto de la propaganda. Los cinco hijos de Goebbels iban con frecuencia a la Cancillería o al Berghof para visitar a «tío Adolfo». Si Hitler se mostraba irascible con los adultos, mostraba en cambio con los pequeños una paciencia evangélica. Al no tener descendencia, se autoproclamaba «el padre de todos los niños alemanes»” (página 56). 

Hitler es descrito en numerosas ocasiones como un personaje impresionante, arrebatador. Se decía que desprendía un raro magnetismo, que encandilaba, no sólo a las masas, sino también a los líderes occidentales que –en público y en privado- le admiraban y hasta le elogiaban: 

«Sí, Heil Hitler; es lo que digo porque se trata verdaderamente de un gran hombre». (Declaración en 1936 de Lloyd George, primer ministro británico entre 1916 y 1922). El sueño de Hitler, página 7. 

“En este ambiente tan favorable, no es de extrañar que el conservador Winston Churchill, veterano de guerra y ya curtido en la política, afirmase literalmente en 1938: «¡Si un desastre comparable al que hundió a Alemania en 1918 ocurriese en la Gran Bretaña, rogaría a Dios que nos enviase un hombre de la fuerza y del temple de V.E. [Hitler]!»”. (Carta abierta a Hitler, escrita por Churchill al diario The Times. Citado por Heinrich Hoffmann, pág. 61. El sueño de Hitler, página 9). 

Esa “admiración” hacia el carácter carismático de Hitler, a pesar de que en el año 1938 ya era bien sabido cómo se las gastaba dicho personaje, explica en buena parte lo que pasó a partir de entonces. Está en la raíz del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Puesto que una característica esencial del “carácter carismático” es, además del engreimiento, y hasta del “endiosamiento”, la creencia de que la “simpatía” o pasividad del “admirador”, o bien del “pacifista” (o del buscador de la concordia), es signo de debilidad, o bien una concesión ante los propios deseos.  

En esto se basa el “carisma” de los poderosos: éste consiste en una actitud de suprema arrogancia, de absoluta vanidad, de irresistible soberbia; y es bien sabido que la soberbia es el peor de los pecados. Ello es así porque justifica el crimen, la injusticia y la crueldad, con unos razonamientos basados en el frío y descarnado interés. Se da la circunstancia de que este cuadro histórico (el encumbramiento de políticos sin escrúpulos que esgrimen el atrevimiento, el valor y la lucha, frente a la pasividad de sus oponentes, para justificar la tiranía y la injusticia) se fundamenta, en buena parte, en un “caldo de cultivo” filosófico muy común en sus días: 

“En The Spear of Destiny, Trevor Ravenscroft afirma que Hitler se opone a los sentimientos de la bondad y la compasión cuando éstos constituyen un obstáculo para desarrollar en sociedad el equivalente darwiniano del «predominio de los más aptos». El Führer pretendía instaurar un modo de vida en el que sólo los fuertes, los abnegados, y los voluntariosos, pudieran tener un futuro. El resto (los débiles, los humildes, los compasivos) debían ser eliminados. 

Indiferencia ante el dolor ajeno (especialmente, con respecto a las víctimas de su política racial, eugenésica e imperialista), pensamiento antihumanitario, resentimiento, mal humor y nihilismo son los rasgos principales de esta actitud supuestamente «viril». Todo ello revestido de un falso sentido de la cortesía y de la banalidad, tras el cual se esconden los actos más abyectos y los pensamientos más despreciables. A este respecto, Fabrice d’Almeida señala que «en el momento mismo en que Röhm [líder de las SA nazis] era liquidado dentro del cuartel de las SS de Lichterfelde en Berlín, [Hitler] ofrecía un té en los jardines de la cancillería a los miembros de su gobierno, sus esposas, y sus hijos, para dar una impresión de banalidad de lo cotidiano y de simple represión de un grupo peligroso de malhechores marginales». 

Esa pretendida «virilidad» se expresa en una estética proclive a la exhibición (por no decir teatralización) de los símbolos de poder. No en vano los Göring eran propietarios de cachorros de león, inseparables compañeros de juego de su hija Edda. Estos leoncitos dormían en ocasiones con sus amos, que apreciaban sus pieles sedosas (los guardaban durante un año, y luego los cedían al zoo de Berlín). También es un hecho conocido que Hitler solía portar una fusta de equitación en la mano, como emblema de su arrogancia, brutalidad y vanidad. 

Una corriente intelectual de principios del siglo xx rinde culto a la voluntad, a la acción. A partir de la filosofía de Schopenhauer, se considera que la vida es una lucha continua, absurda y sin sentido: el hombre puede crear y destruir, pero nunca alcanzará su meta. Esta visión pesimista del hombre, considerado un nuevo Sísifo (o Tántalo), nos acerca al «existencialismo» de Kafka, Sartre o Camus. La doctrina oficial nazi, influida por el enfoque de Nietzsche, se inclina por un «vitalismo activo»: si la vida del hombre se resume en los principios de lucha y sacrificio, al menos vivámosla con alegría y empeño. 

El papel del héroe, del «líder carismático» nazi, es arrastrar al pueblo a la lucha, con el fin de conseguir tal o cual objetivo: mejor mientras más inaccesible. El título del principal referente teórico del nazismo, Mi lucha, es muy ilustrativo de esta corriente de pensamiento”. Diversos pasajes extraídos de El sueño de Hitler. 

Volvamos a la novela El contrato, de Lars Kepler. Aquí se nos describe un personaje, Raphael Guidi (italiano, como el conde Fosco dibujado por Wilkie Collins en La dama de blanco; ¿nuevamente inspirado en este siniestro predecesor?), que se presenta en sociedad como encantador y refinado (como un melómano y un amante del arte y la belleza), pero que no oculta su brutalidad y determinación cuando lo requieren las circunstancias. Se nos describe asimismo una sociedad cruel, inhumana e insensible con los “sencillos” o los “humildes”, y hasta con los necesitados (en la obra se exponen diversos ejemplos de crueldad gratuita, y desgarradora, de personajes de la calle hacia sus semejantes más desfavorecidos). Y se dibuja un personaje (el de Beverly Andersson) que es encerrada en un centro de salud mental no porque está enferma, sino porque está cuerda. Como bien dice el héroe de la historia (el comisario Joona Linna) no es ella, sino la sociedad, la que está enferma: enferma de maldad, desconfianza y crueldad. El único mal de Beverly es su “candidez”, que la arrastra a caer en las trampas de aquellos que no conocen el bien, y por supuesto no lo aplican en su actuación cotidiana. Beverly es “ingenua” porque cree que sus semejantes actuarán -espontáneamente- con justicia y con equidad. Éste es su pecado, ésta es su falta. Porque a los ojos de los malos, la bondad es idiotez. 

Algo similar sucede a una escala mucho mayor: la de la geopolítica. El fuerte, el enérgico, el implacable, juega con la buena fe de los “conciliadores”, es decir, de aquellos que se abstienen de aplicar las leyes de la fuerza y del amedrentamiento en el trato humano (a éstos se los considera “débiles”). Ante una sociedad adormecida, que ha perdido el respeto por los valores y por la ética, éste pasa a ser el modelo a seguir. El “personaje carismático”, una vez accede al poder, modela un sistema social, político y económico a su medida, con la pretensión de perpetuarse (él y los suyos) en los puestos de poder y control (en la política, la sociedad y la economía). 

Es fácil reconocer al “personaje carismático”. Revestido de una falsa humildad, benevolencia o virtuosismo (siguiendo el ejemplo literario del conde Fosco), es decir, con una apariencia “magnética” o “bonachona”, no deja de revestirse de símbolos de poder que satisfacen las ansias de “sumisión” de sus seguidores: ¿qué decir si no del líder que, vestido de pieles, sale a la caza del oso, o que nada semidesnudo en aguas congeladas? ¿O de aquél que se muestra a caballo, con gesto erguido y arrogante, cual un Cid Conquistador, para proclamar su virilidad y determinación? ¿O de aquél que hace arengas incendiarias, y se deja ver en desfiles militares para demostrar su poder militar? ¿O de aquél que incita a las masas de adeptos para conseguir con la violencia lo que no ha conseguido con las urnas, y que se propone impedir el derecho a voto de aquellos que no comulgan con sus ideas? Los ejemplos son numerosos, a un lado y otro del Bósforo y los Urales… 

Cada día es más evidente que estamos entrando en una nueva era en la que se estilan este tipo de discursos y de personajes. El “carácter carismático” del “fuerte” se sirve de la dejadez y la desidia de las personas, en cuanto a sus obligaciones como ciudadanos éticos, y como hombres y mujeres sensibles y humanos, para llevar adelante una agenda que acaba desembocando en la injusticia, en la violencia y en la crueldad. De este modo se da inicio a la tiranía. Y ésta es una realidad candente hoy día: los “líderes fuertes” (los tiranos) ya no necesitan justificarse para imponer su ley. Y si lo hacen, sus justificaciones son meras charadas disfrazadas de “democracia” (elecciones manipuladas, expurgación de los censos o de los candidatos electorales, etc.). 

No lo podemos permitir, y hemos de estar prevenidos.  

Pero desgraciadamente este discurso malicioso y nihilista se reviste de una cosmovisión y una filosofía irracionalista, pseudoreligiosa, conspiranoica, y hasta mística, que arropa y ensalza la actuación de los “personajes carismáticos” (es decir, de los heraldos de la tiranía, de los “líderes fuertes”). Una corte de corifeos, en los medios digitales (véase mi artículo Los youtubers del misterio ), o en ciertas plataformas de comunicación, no dudan en difundir bulos y mentiras que sirven para descohesionar la sociedad, para hacerla más proclive al engaño de los “líderes carismáticos”. Sectores de extrema derecha y de extrema izquierda colaboran, a veces sin saberlo, en esta estrategia de imposición de “verdades alternativas”, que fundamentan el caldo de cultivo de los nuevos totalitarismos. 

Pero no podemos dejar de hablar de los “caracteres carismáticos” de corto alcance. Son aquellos que son vistos como “modelos a seguir”, en la conducta o en el comportamiento, y arrastran a los demás hacia sus propias estrategias y planteamientos (de forma consciente e inconsciente). Éstos sirven de “faro” de aquellos “espíritus débiles” que son incapaces de formarse un criterio de elección o conducta. Sin ser conscientes de ello, estos “caracteres carismáticos”  a pequeña escala colaboran en el marco general que, como en los años veinte y treinta del siglo pasado, propició la instauración de los totalitarismos. 

El “carismático” a pequeña escala no es siempre un carácter “alfa” (dominante o agresivo). Ni pretende instaurar necesariamente el mal (es decir, su propio beneficio, a costa de los demás) a través de artes innobles. Simplemente ejerce de influencer, que arrastra a los “espíritus débiles” a actitudes irracionales (anorexia, movimiento antivacunas, negacionismo del cambio climático, consumismo compulsivo, etc.). En ocasiones se caracteriza por una “fingida humildad”, que lo convierte en modelo de referencia de muchos (Hitler fue un ejemplo en este sentido). O es un “piquito de oro”, un líder doméstico a pequeña escala, que despliega su verborrea –a modo de metralla verbal- para imponer verdades de Perogrullo, o de “cuñado”, generalmente ajustadas a un ideario pobre o simplista, utilizado como ariete contra minorías o elementos indeseables (por razones de género, raza, sexo, o discrepancias políticas). Estamos hablando, por supuesto, del “fomentador del odio”. Éste adopta actitudes agresivas en su vida cotidiana: lo es al volante, pero también en las discusiones familiares, en las que siempre tiene la voz cantante, que fulmina o ensalza a tal o cual en función de sus filias o fobias.

Generalmente, el “medio instruido”, el simplista (quien tiene pocas ideas, pero muy firmes), suele ser el perfil más cercano a este pequeño embaucador que antes denominé como “líder doméstico” de carácter carismático. Generalmente arrastra a familiares y amigos en sus devaneos conceptuales, en aplicación del principio según el cual “la ignorancia es muy osada”. Si a ello se añade una serie de frustraciones provocadas por causas políticas o sociales, el caldo de cultivo para la tiranía está presente. El “gran líder carismático” se alimenta del odio y de la frustración generados por los núcleos alrededor de pequeños líderes carismáticos, destilados en sus respectivos entornos familiares y sociales. El gran líder carismático necesita, para triunfar, que sus ideas sean compartidas por los pequeños líderes de barrio, o de empresa. A este respecto, en El sueño de Hitler escribo lo siguiente: 

“El nazismo, como hemos anticipado, es una doctrina de pequeños burgueses, fundamentalmente, aunque su base social se fue ampliando con el tiempo. La ideología nazi, y la fascista en general, se adapta a la mentalidad de los pequeños propietarios y de los profesionales (profesores, empleados civiles, artesanos, profesionales liberales, etc.), amenazados por la evolución política, social y económica del momento. La propaganda anticapitalista del nazismo ganó asimismo para su causa el apoyo de la llamada aristocracia obrera; es decir, esos trabajadores a sueldo que se consideraban clase media, y que pretendían distinguirse de los obreros poco cualificados. Constituía también un sólido bastión del movimiento nazi la categoría social conocida como lumpenproletariat (que solían comportarse como rompehuelgas), y no eran escasos los desempleados dentro de sus filas. 

Todos estos colectivos sociales pretendían encontrar en el régimen nazi una seguridad colectiva y personal, una autoafirmación, así como la canalización de su agresividad y sus deseos de venganza, que el sistema político parlamentario no les permitía expresar. El nazismo era un imán que atraía a frustrados, decepcionados y descontentos. Consignas como las de «pueblo alemán» o «raza nórdica» eran el banderín de enganche de todos aquellos que necesitaban agarrarse a algo para sentirse protagonistas de la historia. Aunque ese protagonismo sea meramente pasivo, en un sistema basado en el caudillaje (la obediencia ciega al líder), el autoritarismo y la jerarquía. 

Lutz Winckler, en La función social del lenguaje fascista, resume de forma sintética todo lo dicho hasta este momento: Esta personalidad [pequeño burguesa] se tipifica… mediante un apego estricto a la normatividad moral, sometimiento ciego a los criterios de juicio correspondientes al grupo dominante en el cual se está incluido, rechazo estereotípico y arcaico instinto de destrucción hacia ese ficticio grupo que se excluye (por ejemplo, judíos, comunistas, negros) y, en fin, por temores ante sus conjuras y por fantasías de omnipotencia”. Páginas 90 y 91. 

Un cuadro similar es visible hoy día, tanto en Occidente como en Oriente. Es hora de tomar en serio las señales alarmantes que nos rodean, y que se amontonan, si pretendemos evitar que los acontecimientos sucedidos en la primera mitad del siglo XX se vuelvan a repetir a gran escala. Aunque, todo sea dicho, no podemos estar satisfechos con el balance de la segunda mitad del siglo XX, o con lo que llevamos del XXI. Aquí y allá las semillas del odio y de la disensión, el conflicto y la guerra, la tiranía y la falta de libertades, y el hambre, han arraigado en numerosas partes del mundo. Todo ello es consecuencia, en buena parte, de la influencia nociva de los “caracteres carismáticos” dominantes a pequeña y gran escala, en el sector público y en el privado. 

¿El carisma es malo? No necesariamente. Pero cuando el carisma se asocia al engaño, a la manipulación y al abuso, suele ser el complemento perfecto de la vanidad y la soberbia de los poderosos, el peor ejemplo de maldad que es atribuible a un ser humano. Del mismo modo, la falta de carisma no es equivalente a idiotez o a derrotismo. Cuántos incompetentes en las relaciones humanas (tartamudos, personas con dificultades de expresión) han aportado grandes cosas al conocimiento, o a la civilización. La incompetencia carismática puede ser signo de modestia, pero esta última no necesariamente es inocente. El manipulador carismático (el lobo) se arropa en muchas ocasiones con una piel de cordero, con una apariencia de humildad, para justificar sus tropelías.  

Es decir, el fenómeno del “carisma” es complejo. No es unidimensional, sino poliédrico. Espero que todos tengamos la suficiente sabiduría para distinguir entre el buen y el mal carisma, y así podamos evitar lo que a día de hoy parece inevitable: la repetición de graves errores del pasado que tuvieron como consecuencia la tiranía, el terror y la guerra. 

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