La Transformación Social - Notas 3

NOTAS A LA TERCERA SECCIÓN Y A LAS CONCLUSIONES FINALES

1. Pese a ello, es evidente que el sistema de protección social instituido es dual y se corresponde a unas sociedades y a un mundo desequilibrado: el 80% más pobre de la Humanidad recibe únicamente un 20% del Producto Mundial Bruto, frente a un 80% que va a parar al mundo rico (estas proporciones se mantienen si nos referimos a la distribución del comercio mundial, la inversión y el ahorro); y dentro del 20% del mundo rico nos encontramos con disparidades similares de renta (en España, así como en otros países, se calcula que el 20% más rico acumula más del 40% de los ingresos, frente a menos de un 10% del quintil inferior; y si nos referimos a diferencias de patrimonio los desequilibrios son todavía más abismales, aunque difícilmente cuantificables).

     2. Compartimos el espíritu —aunque no el tono— de J. Ortega y Gasset en el siguiente párrafo: «Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de esos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la "realidad" del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuesta el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías» (J. Ortega y Gasset. La rebelión de las masas. Orbis, Barcelona, 1983. Pág. 26). Hemos de advertir que estas palabras fueron escritas en la funesta década de los años treinta del siglo XX.

     3. Paul Durand (La política contemporánea de Seguridad Social [La politique contemporaine de Sécurité Sociale, 1953]. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1991. Pág. 55) define la noción «riesgo» como un acontecimiento infortunado la mayor parte de las veces (la enfermedad, la muerte...), en cuyo caso adopta el nombre de siniestro, o bien venturoso (supervivencia del asegurado, el matrimonio, el nacimiento de un hijo...), en cuyo caso se inscribe en la categoría de prestaciones familiares. Tras la noción de riesgo se sitúa la noción de incertidumbre, que tiene unas lógicas secuelas en el comportamiento y en el estado psicológico del individuo. La diferencia entre el seguro privado y la Seguridad Social pública, respecto al tratamiento de la noción de riesgo, resultaría del hecho de que en el seguro privado, en general, el asegurador tiene la facultad de ajustar la prima* al riesgo individual de cada asegurado, mientras que en seguro social, a causa de su obligatoriedad, las primas (cotizaciones) se hallan tipificadas y predeterminadas por ley, prescindiendo de la valoración individual del riesgo de cada individuo.

     4. Sir William Beveridge. Las bases de la Seguridad Social [The Pillars of Security and other War-Time Essays and Addresses, 1943]. Versión española: Fondo de Cultura Económica, México, 1946. Pág. 52.

     5. A estos tres aspectos habría que añadir un cuarto a la definición de W. Beveridge: su carácter coactivo, tal como viene expresado por Augusto Venturi en Los fundamentos científicos de la Seguridad Social [I fondamenti scientifici della Sicurezza Sociale, 1954] (Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1994. Pp. 99-103). Este autor resume en ocho motivos los que justificarían su carácter coactivo y obligatorio: 1) la debilidad propia del trabajador en la negociación con el empresario; 2) la necesidad de normas de derecho necesario que tutelen la salud física e impidan la explotación económica de los prestadores de trabajo, ante la constatación de que estos no pueden subvenir por sí mismos a la previsión de las contingencias futuras; 3) la influencia de ciertas ideas socialistas (o la voluntad de prevenir su extensión); 4) la voluntad de reducir las cargas en la atención por beneficencia pública; 5) el establecimiento de un sistema de prevención de epidemias y de mejora de la salud pública; 6) las necesidades militares de mejora de las condiciones físicas de los reclutas; 7) voluntad de incentivar la natalidad; y 8) la pretensión de preservar la rentabilidad empresarial y la paz social. Por otro lado, según el mismo autor (ibid., pág. 220) la responsabilidad empresarial coincide con su propio interés, pues el seguro social (obligatorio) le preserva de los riesgos (individuales) que gravitan sobre el colectivo de trabajadores subordinados, que le salpicarían a él como empleador (y responsable de la seguridad y bienestar de los trabajadores), y como beneficiario de la productividad de los trabajadores (más motivados con la cobertura de tales riesgos).

     6. Tal como viene establecido por el artículo 41 de la Constitución española (véase nota 10), el régimen complementario tiene carácter «libre», o voluntario. En el orden subjetivo se extiende a toda la población, pero realmente sólo beneficia a aquellos que cumplan los condicionamientos legales; en el orden objetivo ha de ser libre, siempre que no se inscriba en un régimen de previsión social profesional respaldado en la libertad de la negociación colectiva. No obstante, Manuel Ramón Alarcón y Santiago González (Compendio de Seguridad Social. Tecnos, Madrid, 1991. Pág. 99) se oponen a una interpretación «privatista» del mandato constitucional: «Si la iniciativa privada actúa en campos en donde también lo hace la Seguridad Social (...), lo hará siguiendo los criterios de funcionamiento de la actividad comercial del seguro (basados en el cálculo actuarial para garantizar el fin lucrativo) que nada tienen que ver con los que caracterizan —de manera sustantiva— a la Seguridad Social (...) Y, en segundo lugar, esos dos niveles —que no hay que llamar de protección básica y complementaria, puesto que ambos son básicos, sino de protección "común o asistencial" y de protección "profesional o contributiva" (Pereda)— caben perfectamente dentro del régimen público de Seguridad Social querido por la Constitución, dado el carácter mixto del mismo, según vimos anteriormente». En definitiva, según estos autores, el carácter de ciertos regímenes complementarios profesionales (o individuales) no consiste en una «seguridad social privada voluntaria», paralela y concurrencial con la Seguridad Social «obligatoria», sino en una estricta «complementación» de las prestaciones básicas de carácter obligatorio.

     Tal como afirma J. M. Almansa Pastor «las elucubraciones sobre la publificación o privatización de la Seguridad Social complementaria pierden sentido y ceden importancia ante la verdadera cuestión, que se centra en la obligatoriedad o voluntariedad de aquélla, términos que no tienen por qué coincidir con el carácter público o privado, respectivamente, de los instrumentos protectores. Salvada la libertad, que constituye la exigencia constitucional, ya sea individual o colectiva, que en tal punto la Constitución no distingue, caben establecer instrumentos protectores complementarios individualmente obligatorios o voluntarios» (J. M. Almansa Pastor. Derecho de la Seguridad Social. Tecnos, Madrid, 1991. Pág. 105). Este tema no es baladí, como comprobaremos en un capítulo posterior, al referirnos a las fórmulas de reforma de la Seguridad Social por lo que se refiere a su financiación.

     Un régimen suplementario, en cambio, opera de manera totalmente independiente de los regímenes de base correspondientes para el mismo riesgo, pues sus prestaciones se conceden incluso si las prestaciones de base no se otorgan, y en todo caso sin referencia jurídica o relación de proporcionalidad con ella. En todo caso, dado que la existencia de un régimen complementario o suplementario implica, por definición, la existencia previa de un régimen de base, se considera que ambas categorías no constituyen más que un único tipo respecto a los regímenes de base.

     7. Alfonso Barrada. «Los agentes de la protección social». Revista de Economía y Sociología del Trabajo, número 3, marzo de 1989. Pág. 135.

     8. Una evaluación grosso modo de los gastos de protección social españoles —tanto del sector público como del privado— no computados (sin contar beneficios fiscales, tampoco incluidas por el resto de países europeos), ascendían, en 1984, a unos 638.068 millones de ptas., o lo que es igual, a un 2,54% del PIB a precios de mercado de 1984. Y ello sin incluir los gastos de protección social de instituciones como la Cruz Roja, Caritas y otras entidades sin ánimo de lucro. Aunque ello no nos acerca significativamente a la media europea de protección social, es expresivo de la escasez de precisión del sisema SEEPROS. En «Los gastos de protección social en 1990». Revista de Economía y Sociología del Trabajo, número 3, marzo de 1989. Pp. 147-173.

     9. La Constitución española establece (artículos 148 y 149) que es competencia exclusiva del Estado: 1) la legislación básica y el régimen económico de la Seguridad Social; 2) la sanidad exterior y las bases y coordinación general de la sanidad y la legislación de productos farmacéuticos; 3) la legislación mercantil, y dentro de ella la del seguro privado. En cambio, es competencia de las Comunidades Autónomas: 1) la ejecución de los servicios de la Seguridad Social; 2) la asistencia social; 3) la sanidad e higiene.

     Tras un período de maduración del modelo constitucional del año 1978, en 1992 se firmó el llamado «pacto autonómico», con vigencia hasta 1996, mediante el cual se ampliaban ciertas competencias de las autonomías de techo bajo (artículo 143 de la Constitución), con el fin de equipararlas a las de vía rápida (artículo 151). En materia de Seguridad Social se acordó la cesión, a once autonomías de vía lenta, de los servicios sociales, el control de las mutuas no integradas en el sistema de Seguridad Social, y la gestión de las prestaciones y servicios sociales de dicho sistema; aunque no fue cedida la gestión de las tareas que, a escala nacional, están asignadas al INSALUD (órgano gestor del sistema sanitario público).

     10. El artículo 41 de la Constitución española establece que «los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo. La asistencia y prestaciones complementarias serán libres» (véase también nota 6).

     Otros preceptos relevantes son:

     Artículo 50: «Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un esquema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio».

     Artículo 129.1: «La ley establecerá las formas de participación de los interesados en la Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte directamente a la calidad de vida o al bienestar social».

     11. Ley General de la Seguridad Social, texto refundido, aprobado por Decreto 2065/1974, de 30 de mayo (LGSS).

     12. Y cómo no, no podemos dejar de lado la existencia de collegia, asociaciones con una finalidad mutualista, con contribuciones periódicas de los participantes, y con una declarada aplicación funeraria (gastos de enterramiento), si bien no se puede descartar que cubrieran otras contingencias, como la enfermedad. Más adelante, bajo influencia del cristianismo, tales instituciones ceden paso a las diaconías, que además de su instrumentalización como sociedades de socorros mutuos, otorgaban una asistencia benéfica a los indigentes.

     13. Alfonso Barrada. Opus cit., pág. 132.

     14. Célebre es este mensaje del canciller Bismarck, justificando la implementación de su política de protección social: «(...) La superación de los males sociales no puede encontrarse exclusivamente por el camino de reprimir los excesos social-demócratas, sino mediante la búsqueda de fórmulas moderadas que permitan una mejora del bienestar de los trabajadores» (Mensaje Imperial al Reichstag del 17-11-1881. Citado por M. R. Alarcón y S. González: Compendio de Seguridad Social. Tecnos, Madrid, 1991. Pág. 21). El alcance de los seguros sociales que impulsó fue amplio: enfermedad (1883), accidentes de trabajo (1884), invalidez-vejez (1889) y supervivencia (1911). En 1911 la Ley de Seguro Nacional estableció la obligatoriedad del aseguramiento.

     Hermann Heller identifica, en su opúsculo «Las ideas socialistas» (Escritos políticos [Ausgewählte Schriften]. Alianza, Madrid, 1985), como sus principales defectos, su carácter burocrático y absolutista: «La tutela del trabajador, que contribuía con una parte de su salario a los gastos esenciales del seguro, fue, por desgracia, intensificada por la Ley imperial de seguros sociales de 1911. La falta de suficiente autonomía se hacía sentir con más fuerza, cuando, derogada la ley contra los socialistas, se empleó como su análoga la ley de seguros, manejándola como premio o castigo» (Ibid., pág. 324).

     15. El sistema americano de Seguridad Social (1935) tuvo un alcance limitado (y lo siguió teniendo), al ajustarse a un seguro social de desempleo y vejez, delimitado a algunas categorías de trabajadores, con la concesión de ciertos subsidios en favor de servicios de asistencia y sanidad pública. J. D. Rooselvet ilustra el talante conservador dado a esta reforma con la siguiente frase que se le atribuye: «El verdadero conservador trata de proteger el sistema de la propiedad privada y la libre empresa corrigiendo las injusticias y desigualdades que genere» (Citado por Bowles, S. et al. en La economía del despilfarro [Beyond the Waste Land. A Democratic Alternative to Economic Doctrine, 1983]. Alianza, Madrid, 1989. Pág. 312). Más adelante Nueva Zelanda (1938) puso en marcha el primer sistema orgánico y universal de protección social, tanto monetaria como en especie.

     16. Dictamen y Asesoría, S.L. Lecciones de Seguridad Social. Akal, Madrid, 1996. Pág. 15.

     17. Augusto Venturi. Los fundamentos científicos de la Seguridad Social. Opus cit., pág. 275.

     18. «Es costumbre distinguir con cuidado la justicia de la caridad, es decir, el simple respeto de los derechos de otro [justicia] de todo acto que sobrepase esta virtud puramente negativa» (E. Durkheim. La división del trabajo social [De la Division du Travail Sociale, 1893]. Akal, Madrid, 1987. Pág. 142). Nótese que el autor identifica la «justicia» con un género de «solidaridad negativa», compatible con otro de «solidaridad positiva» (caridad): «La justicia está llena de caridad, o, tomando nuestras expresiones, la solidaridad negativa no es más que una emanación de otra solidaridad de naturaleza positiva (...) No tiene, pues, nada de específica, pero es el acompañamiento necesario de toda especie de solidaridad» (Ibid., pág. 143).

     Este autor, sin embargo, tiene una concepción muy conservadora de la noción de «solidaridad», pues ésta iría intrínsecamente ligada a un concepto de equidad que sitúa a cada uno en su sitio en función de sus capacidades, no de sus necesidades, lo que dibuja una sociedad básicamente desigual y estamental: «La causa única que determina entonces la manera como el trabajo se divide es la diversidad de las capacidades. Por la fuerza de las cosas, la distribución se hace, pues, en el sentido de las aptitudes, ya que no hay razón para que se haga de otra manera (...) El hombre encuentra la felicidad en dar satisfacción a su naturaleza, sus necesidades se hallan en relación con sus medios» (Ibid., pp. 441-442).

     En una sociedad no coaccionadora y desreglamentada, la solidaridad consistiría en ofrecer igualdad de oportunidades para que todos puedan optar a las posibilidades que les brindan sus propios méritos y capacidades. Por ello, esta solidaridad ha de tener un carácter contractual, definido, inalienable (Ibid., pp. 447-455). Así pues, pese a lo dicho por este pensador, su noción de solidaridad tiene carácter negativo: lo que no fuera esto habría de ser llenado por la voluntariedad caritativa.

     Adam Smith ejemplifica la noción de justicia como derecho negativo, frente a la beneficencia (entendida como caridad) como facultad voluntaria y potestativa del individuo: «La preocupación por nuestra propia felicidad nos recomienda la virtud de la prudencia, la preocupación por los demás, las virtudes de la justicia y la beneficencia, que en un caso [justicia] nos impide que perjudiquemos [derecho negativo] y en el otro [beneficencia] nos impulsa a promover dicha felicidad» (Adam Smith. La teoría de los sentimientos morales [The Theory of Moral Sentiments, 1759]. Alianza, Madrid, 1997. Pág. 463).

     Con anterioridad había aclarado qué entendía por las nociones beneficencia y justicia: «La beneficencia siempre es libre, no puede ser arrancada por la fuerza, y su mera ausencia no expone a castigo alguno, porque la simple falta de beneficencia no tiende a concretarse en ningún mal efectivo real (...) Hay sin embargo otra virtud, cuya observancia no es abandonada a la libertad de nuestras voluntades sino que puede ser exigida por la fuerza, y cuya violación expone al rencor y por consiguiente al castigo. Esta virtud es la justicia. La violación de la justicia es un mal, causa un ultraje real y efectivo a personas concretas, por motivos que son naturalmente reprobables. Resulta, por tanto, el objetivo propio del enfado y la sanción, que es la consecuencia natural del resentimiento» (Ibid., pp. 173-175).

     La preeminencia de la justicia (negativa) sobre la beneficencia (positiva) la deja clara en el siguiente párrafo: «La beneficencia, por tanto, es menos esencial para la existencia de la sociedad que la justicia. La sociedad puede mantenerse sin beneficencia, aunque no en la situación más confortable; pero si prevalece la injusticia, su destrucción será completa» (Ibid., pág. 186). La justicia, de una manera muy moderna, la diferencia entre su acepción más generosa (justicia distributiva) y su acepción más restringida (justicia conmutativa). Evidentemente la primera equivaldría a la noción de beneficencia (véase pp. 482-483). Su noción de justicia (negativa) frente a caridad (positiva) ha sido la vigente hasta la implantación del seguro social (positivo) obligatorio, como expresamos en la siguiente nota.

     19. Augusto Venturi. Ibid., pág. 273. A este respecto, J. L. Monereo (Público y privado en el sistema de pensiones. Tecnos, Madrid, 1996. Pág. 59) afirma lo siguiente: «Como se sabe, las garantías liberales o negativas se nuclean únicamente en deberes públicos negativos (de no hacer, de abstención o de tolerancia) y tienen por contenido prestaciones negativas. Es la propia de los derechos de libertad tradicionales. A diferencia de ellos, los derechos sociales imponen obligaciones positivas o deberes públicos de hacer en garantía de tal categoría de derechos. De tal manera que la consagración con valor constitucional de los derechos sociales deberá de atender a esa dicotomía entre garantías liberales negativas (normas de conducta) y garantías sociales positivas (normas de organización) a fin de individualizar los dos tipos de normas de derecho público que las establecen y los procedimientos de aplicación y control correspondientes. La garantía de los derechos sociales para que sea tal debe vincularse a normas positivas que contengan mandatos de actuación a los poderes públicos instituidos; las garantías sociales (o positivas) se basan en obligaciones que permiten pretender o adquirir condiciones sociales de vida: la subsistencia, el trabajo, la salud, la vivienda, la educación, etc».

     Una manera de preservar esas «garantías positivas» sería incorporarlas como derechos fundamentales en los textos constitucionales, de tal forma que se conviertan en normas jurídicas de rango constitucional (en función de las posibilidades reales de un país). Pero, tal como afirma el mismo autor, un derecho no justiciable no es un derecho: «Un derecho formalmente reconocido pero no "justiciable" —es decir, no aplicado o no aplicable por los órganos judiciales con procedimientos definidos— es, "tot court", un derecho inexistente» (ibid., pág. 49). Éste es el caso de las declaraciones de principios de buena parte de los preceptos constitucionales (como el derecho al trabajo, a la vivienda, a la intimidad personal...)

     20. José Almansa Pastor. Derecho de la Seguridad Social. Opus cit., pág. 73.

     21. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1989. Pág. 285.

     22. Sir William Beveridge. Las bases de la Seguridad Social. Opus cit., pág. 95. Este autor tuvo un importante antecedente intelectual en la figura de Thomas Paine, activo ciento cincuenta años antes que él. En su obra Derechos del hombre [Rights of Man, 1791] (Alianza, Madrid, 1984) pergueña un esquema de redistribución en toda regla ciertamente anticipador. Éste recuerda vagamente a la idea de un impuesto negativo sobre la renta, que retrae a unos para otorgar a otros toda una batería de beneficios: 1) asistencia a los hijos de las familias pobres menores de catorce años; 2) anualidad a las personas pobres ancianas; 3) donación a los recién nacidos y a los nuevos matrimonios; 4) subsidios para los gastos de funerales de las personas pobres; 5) establecimiento de workhouses [casas de trabajo] para los pobres en las grandes ciudades; 6) abolición de contribuciones sobre casas y ventanas y de la contribución sobre transmisiones; y 7) planes de contribución progresiva, de carácter universal y directo (sin privilegios, salvo por razones objetivas, como la renta o el patrimonio en manos del sujeto pasivo). Esta legislación sustituiría a la tradicional imposición sobre las clases activas que se destinaba a la beneficencia (Ibid., pp. 253-275).

     23. «En síntesis, el franquismo legó un sistema de bienestar raquítico e inspirado en principios corporativistas conservadores. Clientelista por naturaleza y subsidiario en parte de la iniciativa privada y de la familia, estuvo más preocupado por "incentivar" la disciplina laboral de los trabajadores que por procurar la equidad dentro del sistema productivo. El sistema asistencial se configuró, asimismo, en un instrumento de ahorro forzoso para los trabajadores, coadyuvante en el proceso de acumulación violenta del capital. Finalmente, el corporativismo franquista, además de conservador, fue despótico: la represión fue el medio más profusamente utilizado por las élites dirigentes para el cumplimiento de sus fines estratégicos» (Luis Moreno y Sebastià Sarasa. «Génesis y desarrollo del Estado del Bienestar en España». En Revista Internacional de Sociología, número 6, tercera época. Edita CSIC, 1993. Pág. 49).

     24. Dicho modelo autárquico se caracterizaba por las siguientes políticas: por una parte medidas protectoras de la producción nacional para evitar la competencia extranjera; por otra, prácticas de fijación administrativa de los precios; además de un sistema financiero intervenido donde los tipos de interés no responden a los costes de financiación; y por último las formas de implantación en sectores «estratégicos» de la economía (creación en 1941 del Instituto Nacional de Industria).

     25. Josep González i Calvet. «Transformación del sector público e intervención en la economía», en La reestructuración del capitalismo en España, 1970-1990, coordinado por Miren Etxebarreta, Icaria, Barcelona, 1991. Pág. 216.

     26. Este hecho, si bien aparenta una absoluta irreprochabilidad, es una más de las falacias que circulan entre los entornos más interesados por desmantelar la red de protección social para sustituirla por seguros privados: «Se afirma que el déficit, el "agujero" de la Seguridad Social, está creciendo espectacularmente y no se podrá sostener. "De aquí a veinte años no habrá dinero para pagar las pensiones." Se argumenta que como la fuerza de trabajo activa está disminuyendo y los perceptores de pensiones de vejez están aumentado, no se generarán fondos suficientes para sostener las pensiones en el próximo futuro.

     Con este argumento se pasa por alto que las posibilidades futuras de cubrir las pensiones no se basan en el número de personas que trabajan, sino en lo que éstas producen. Si aumentan el nivel de producción y la productividad de los trabajadores, toda la sociedad puede percibir más bienes y servicios que antes, aunque todos trabajáramos menos» (Miren Etxebarreta. «Acerca de la Seguridad Social». En Juan Torres López —coordina­dor—: Pensiones públicas: ¿y mañana qué? Ariel, Barcelona, 1996. Pág. 15). Esta economista continúa diciendo que la productividad en miles de pesetas constantes se ha multiplicado por 2,25 en 25 años (un aumento del 225%, frente al aumento del 74% del número de pensionistas), por lo que «una población activa considerable­mente inferior puede financiar unas pensiones para un número superior de pensionistas. No es un problema de falta de fondos, sino y principalmente, de cómo se distribuye la riqueza que la sociedad genera» (Ibid., pág. 16).

     27. Carlos Monasterio Escudero. «La Seguridad Social en España: una visión general de su problemática», en Hacienda Pública española, número 110/111. Pág. 167.

     28. Juan Luis Millán Pereira, en «La "crisis financiera" de las pensiones públicas: la rebelión de los argumentos» (en Juan Torres López —coordinador—: Pensiones públicas: ¿y mañana qué?, opus cit., pág. 91), a partir de las proyecciones demográficas ofrecidas por el Instituto Nacional de Estadística (censo de 1991), deduce que el colectivo de menores de 16 años (a consecuencia de la brecha demográfica* en que nos encontramos por la baja tasa de fecundidad antes mencionada) se reducirá entre 1991 y el 2005 en 2,43 millones de personas, cifra inferior al aumento en 1,44 millones de mayores de 65 años (a consecuencia del fin de la brecha demográfica de los años treinta), por lo que la tasa de dependencia biológica (menores de 16 años+mayores de 65 años/total de la población) se habría de reducir en 2,74 puntos.

     29. Luis A. Rojo Duque. «Problemas y perspectivas de financiación de la protección social en Europa», en Revista de Seguridad Social, número 35, año 1987, julio/septiembre.

     30. Segismundo Crespo. «Algunas reflexiones sobre el Espacio Social Europeo», en Revista de Economía y Sociología del Trabajo, número 4/5, junio de 1989. Pág. 9.

     31. La Carta Social (o Carta Europea de los Derechos Sociales Fundamentales), firmada por 11 de los 12 países —a excepción del Reino Unido— que formaban parte de la Unión Europea en la fecha de su promulgación (febrero de 1989), incluye una serie de derechos básicos sobre libre circulación, empleo y condiciones de vida, protección social, sindicación, formación, no discriminación y otros aspectos referentes al mundo del trabajo.

     Por su parte, el título II, artículo 2 del Tratado de la Unión (agosto de 1993), recoge los siguientes objetivos generales y específicos de la Unión Europea: 1) un desarrollo armonioso y equilibrado de las actividades económicas en el conjunto de la Unión; 2) un crecimiento sostenible y no inflacionista, que respete el medio ambiente; 3) un alto grado de convergencia de los resultados económicos; 4) un alto nivel de empleo y protección social; 5) la elevación del nivel y de la calidad de vida; y 6) la cohesión económica y social y la solidaridad entre los estados miembros. A este respecto, véase: José Antonio Nieto Solís. Fundamentos y políticas de la Unión Europea. Siglo XXI, Madrid, 1995.

      32. «Pese a que empieza a hablarse de "espacio social europeo", de los problemas del gasto público y de los niveles de protección, costos, pensiones mínimas, y otros temas a nivel ya europeo, como la financiación y los costos de la Seguridad Social, las formas de protección de la nueva pobreza y los problemas demográficos, lo cierto es que no hay todavía una concepción comunitaria europea de Seguridad Social, sino que sigue siendo un tema nacional y la intervención comunitaria se ha limitado al campo de la coordinación de los sistemas nacionales, de protección de los emigrantes y a la igualdad de tratamiento por razón de sexo» (J. Francisco Blasco Lahoz et al. Curso de Seguridad Social. Tirant lo Blanch, Valencia, 1994. Pág. 82).

     33. Parlamento Europeo. Una nueva estrategia para la Cohesión Económica y Social después de 1992. Edita la Dirección General de Estudios del Parlamento Europeo, 1991. Pág. 23.

     34. J. P. Launay. «Consecuencias macro-económicas de las diferentes alternativas de la Seguridad Social», en Revista de Seguridad Social, número 35, año 1987, julio/septiembre. Pág. 248. Edward F. Denison, en su estudio Estimate of Productivity Change by Industry (The Brookings Institution, Washington D. C., 1989. Pp. 3-5) ilustra esta disminución de la productividad (en el contexto económico norteamericano) con datos de la oficina de estadísticas del trabajo de los Estados Unidos. Si nos centramos en la productividad por unidad de trabajo, capital y tierra (calculando la productividad del trabajo en base a las horas pagadas), se observa cómo en el período 1948-73 se produce un paulatino decrecimiento de los ritmos de productividad (de un 3,1% en el período 1948-53 a un 1,3% en el período 1964-73), en el período 1973-79 un estancamiento (con un ritmo promedio del 0,1%), en el período 1979-82 un acusado descenso (-1,5%) y entre 1982-86 una perceptible recuperación (2,1%). A grandes rasgos, resulta evidente la contracción tendencial de la productividad, siendo aplicable la argumentación (que posteriormente ampliaremos) que hace recaer sobre el cambio técnico, la capacidad productiva desempleada y el retraimiento de la demanda, la responsabilidad de tal tendencia.

     Un buen resumen de la citada ley (tendencial) de Marx lo encontramos en el opúsculo de Maurice Dobb titulado Marx como economista [Marx as an Economist, 1943] (Cuadernos Anagrama, Barcelona, 1976. Pp. 57-60). Son legión los economistas ortodoxos que opinan que ésta, así como otras leyes de Marx, no se han visto confirmadas por la realidad. Pero aparte del hecho de que Marx era un economista, no un profeta, y que murió hace más de un siglo, sus predicciones son sorprendentemente acertadas en la mayor parte de los casos: carrera (imperialista) por el reparto de los mercados, acentuación de las crisis cíclicas periódicas, concentración y centralización del capital productivo y financiero, la misma disminución tendencial de los ritmos de incremento de la productividad, etc.

     Sus críticos afirman que su más importante previsión, la acentuación progresiva de la miseria y de la desigualdad (y la declinación constante de los salarios) no se ha producido. A ello, Maurice Dobb objeta lo siguiente: «Yo no conozco ningún pasaje donde Marx afirme estas cosas textualmente; y el contexto de sus alusiones —citadas tan a menudo— al "empobrecimiento progresivo" y la "miseria creciente" (...) nos dice bien claramente que Marx pensaba sobre todo en el ejército de reserva industrial de los parados, de los subempleados (los estratos de "miserables" pauperizados) y que incluía en su "destino" cosas como la inseguridad, la pérdida de status y de orgullo profesional, la "degradación mental" y la "ignorancia" tanto como la falta de medios materiales de subsistencia» (El capitalisme ahir i avui [Capitalism Yesterday and Today, 1958]. Editorial Nova Terra, Barcelona, 1966. Pp. 65-66). ¿Puede alguien, en conciencia, afirmar que en esto último Marx sí se equivocó?

     35. Robert Solow, en su trabajo La teoría del crecimiento [Growth Theory. An exposition, 1970] (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976. Pág. 64) introduce el protagonismo del cambio tecnológico como variable esencial del crecimiento. Aquel tiene un papel fundamental en la obsolescencia del capital antiguo, en la productividad, en la desocupación, y en la evolución de los salarios y de los beneficios. Más concretamente, incide sobre la vida útil del capital, lo que a su vez genera desocupación e incremento de la productividad aparente: «Es interesante observar de paso que una tasa más rápida de progreso tecnológico prolonga de hecho el lapso de la vida económica del capital en este modelo particular, aunque no sea una verdad general. Actúan fuerzas que se contrarrestan: un cambio tecnológico más rápido significa que el producto crece más rápidamente, el volumen de nuevas inversiones crece más rápidamente, y esta competencia tiende a acortar la vida económica de cualquier fábrica dada [obsolescencia]. Por otra parte, el progreso tecnológico más rápido significa que cualquier cantidad dada de nueva capacidad productiva proporciona menos empleos [paro tecnológico], y esto tiende a mantener funcionando más largo tiempo la capacidad existente para sostener el número requerido de empleos [productividad aparente]. Para este modelo especial, la segunda fuerza [que alarga la vida útil del capital, reduciendo empleo] es más potente y el hecho de que la vida económica sea más larga aumenta la tasa de utilidad».

     Este análisis tiene escala microeconómica. Si lo proyectamos a una escala macroeconómica los efectos del cambio tecnológico son aún más complejos: disminuye el empleo, así como el consumo agregado —lo cual puede ser compensado por incrementos de productividad aparente—, y aumenta la inestabilidad laboral. Todo ello retrae la economía, genera crisis cíclicas y, por tanto, disminuye la productividad global, lo cual sin duda recorta los beneficios empresariales a escala global.

     Samuel Bowles et al., en su obra La economía del despilfarro (Opus cit.), abunda en este último encadenamiento causal. A pesar de que en nuestra opinión esta obra está excesivamente sesgada por motivaciones psicologistas (moral del trabajo, satisfacción del trabajador) y sociologistas (contradicciones de clase, ruptura del compromiso implícito entre capital y trabajo) en la búsqueda de explicaciones a la crisis de los setenta-ochenta, en detrimento de otras explicaciones de carácter técnico y económico (cambio del modelo productivo, introducción de nuevas tecnologías que ahorran puestos de trabajo, aumento de la productividad aparente), su trabajo es altamente meritorio, pues resalta la que, a nuestro entender, es la señal más inequívoca de la evolución tardo-capitalista: la disminución de la productividad del trabajo (por hora trabajada) y, por tanto, el paulatino recorte de la tasa de ganancia.

     Este libro, según nuestro criterio, peca de una contradicción fundamental: por un lado se opone a la tesis (considerada «populista») del subconsumo, pero después la rescata para explicar el fenómeno de la disminución tendencial de la tasa de ganancia. Por ejemplo, en las páginas 134 y 135 da una explicación multicausal del fenómeno antes referido y de la estanflación (empeoramiento de la relación real de intercambio, ruptura del compromiso entre trabajadores y empresarios, y aumento de los costes laborales e intermedios de las empresas). Como la mayor parte de la literatura norteamericana, este libro peca de un excesivo localismo, pero a pesar de todo es posible rescatar una idea generalizable para el resto del mundo desarrollado: el aumento de los costes laborales unitarios se habría disparado en el período 1966-73 (un 4,5%) en relación al período 1956-66 (1,2%); en cambio, la productividad sólo se incrementó un 2,3% entre 1966 y 1973 y los precios se mantuvieron controlados a causa de la competencia exterior, lo que impidió trasladar al consumidor este incremento de los costes.

     Según los autores, éste sería el verdadero arranque de la crisis de desempleo e inflación. Pero como ya hemos resaltado, los autores no pueden dejar de reconocer (en el epílogo de la edición española de 1989) el importante papel jugado por el mecanismo del subconsumo: «Cuando la demanda total de bienes y servicios es demasiado baja para utilizar plenamente la capacidad productiva, como ocurre hoy en la economía americana, sufre el nivel de eficiencia productiva. Por otra parte, en una economía inactiva, la capacidad ociosa existente como consecuencia del lento crecimiento de la demanda total constituye un importante obstáculo para expandir la inversión, por lo que también reduce la productividad futura» (...) «El nivel de utilización de la capacidad es un importante determinante de la tasa de beneficio, por lo que cabría esperar, al menos a corto o medio plazo, que las subidas salariales mejoraran tanto la tasa de beneficios actual como la esperada a través del efecto positivo que produciría el crecimiento de la demanda de consumo en la utilización de la capacidad» (Ibid., pp. 336-337).

     36. F. A. Hayek. Los fundamentos de la libertad [The Constitution of Liberty, 1959]. Folio, Barcelona, 1996. Pág. 94.

     37. F. López Castellano y J. Ortíz Molina. «El origen de las propuestas "modernas" sobre protección social: el debate sobre las leyes de pobres 150 años después». En Juan Torres López —coordinador—: Pensiones públicas: ¿y mañana qué?, opus cit., pág. 197. Un ejemplo del reproche a esta aproximación del problema de la pobreza lo tenemos en la siguiente cita: «El estado intervencionista (o "Welfare State"), al asumir el equivalente moderno de la antigua "patria potestas" romana, se ve obligado por la presión electoral de un creciente número de grupos parasitarios [el subrayado es nuestro] a conferir un status sobre todas las personas. De esta manera, se reduce al mínimo el ámbito para el ejercicio del poder social libre, sea mediante contratos individuales o por medio de asociaciones voluntarias, mientras que el eterno niño [que llevamos dentro] nos impide bajar nuestras cabezas maduras en señal de vergüenza» (J. Chamberlain. Las raíces del capitalismo [The Roots of Capitalism, 1959]. Folio, Barcelona, 1996. Pág. 81).

     38. D. E. Ashford. La aparición de los Estados de bienestar. Opus cit., pág. 22.

     39. Nuevamente, F. A. Hayek nos abruma con su retórica antisocial. Por un lado rechaza cualquier noción de «reparto» redistributivo, y por otro cualquier principio que no sea el del puro criterio práctico, aun a costa de los más elementales criterios de humanidad; he aquí un ejemplo de lo que acabamos de decir: «Es posible que la medida parezca incluso cruel, pero beneficiaría al conjunto del género humano si, dentro del sistema de gratuidad, los seres de mayor capacidad productiva fueran atendidos con preferencia, dejándose de lado a los ancianos incurables. En el sistema estratificado suele suceder que quienes pronto podrían reintegrarse a sus actividades se vean imposibilitados por tener que esperar largo tiempo a causa de hallarse abarrotadas las instalaciones médicas por personas que ya nunca podrán trabajar» (F. A. Hayek. Los fundamentos de la libertad. Opus cit., volumen segundo, pág. 369). Este autor, como vemos, lleva su preferencia por la eficiencia hasta el límite de volver a nuestros orígenes de salvajismo, cuando la «tribu» abandonaba a los ancianos y a los imposibilitados para que los devorasen las fieras. Largo camino para llegar a la barbarie desde la barbarie.

     George Gilder (Riqueza y pobreza [Wealth and Poverty, 1981]. Instituto de Estudios Económicos, Madrid, 1984) es un conspicuo representante de la revolución conservadora que mantuvo a Ronald Reagan en el poder, en los Estados Unidos, durante la década de los ochenta. Su ideario racista (atribuía el, según él, demostrado bajo coeficiente intelectual de los negros, a «la exigua dimensión de su cráneo») y machista a ultranza («bastaría estas diferencias por razón del sexo, manifiestas en todas las sociedades estudiadas por la antropología, para dar prioridad en cualquier programa serio de erradicación de la pobreza al fortalecimiento del papel del varón en las familias pobres») casa bien con lo que se llama «nueva derecha americana».

     Su bien documentado (y hasta brillante en ocasiones) libro destila, sin embargo, la misma hiel e inquina que desprenden las obras apologéticas de Milton Friedman. En relación al problema de la pobreza sus conclusiones son claras y rotundas: «La auténtica pobreza es menos una cuestión de ingresos que un estado de ánimo, y (...) las limosnas del Gobierno destrozan a la mayoría de quienes llegan a depender de ellas» (Ibid., pág. 28). Según este autor, el sistema de libre empresa hace más por los pobres que todos los subsidios y programas específicos contra la pobreza, que supuestamente crearían situaciones de dependencia, pereza y desestímulo de la laboriosidad de sus beneficiarios.

     Las únicas medidas efectivas contra la pobreza se reducen a la fórmula «trabajo-familia-fe», y al restablecimiento de políticas de oferta que respeten el principio esencial de Say, según el cual «la oferta crea su propia demanda»: «Eso lleva a los economistas a ocuparse, ante todo, de los motivos e incentivos de los productores, a abandonar su preocupación por la distribución y la demanda para volver a concentrarse en los medios de producción» (Ibid., pág. 73). Para él, los programas contra la pobreza, la presión impositiva contra los ricos, y la redistribución pública, al perjudicar a la economía productiva, acaban agravando el problema mismo de la pobreza. (Para conocer más detalles de lo que constituye la revolución conservadora norteamericana véase: Alain Finkielkraut. La nueva derecha norteamericana [Viaggio attraverso la nova destra in America, 1980]. Anagrama, Barcelona, 1982.)

     40. John Hicks. «Un manifiesto». En Riqueza y bienestar [Wealth and Welfare, 1981]. Fondo de Cultura Económica, México, 1986. Pág. 157.

     41. J. K. Galbraith. La sociedad opulenta [The Affluent Society, 1958]. Planeta, Barcelona, 1984. Pág. 119.

     42. Antes de desarrollar sus diferentes aspectos hemos de realizar una advertencia: por lo que se refiere al desglose de los agregados del coste laboral, no hemos podido disponer de la metodología aplicada, por lo cual no sabemos en concepto de qué varían tanto los datos de cotizaciones obligatorias en esta encuesta respecto de los ofrecidos por las estadísticas SEEPROS.

     43. Lester C. Thurow, en La sociedad de suma cero [The Zero-Sum Society, 1980] (Orbis, Barcelona, 1988. Pág. 54) llega a esta misma reflexión: «Ciertas estadísticas desorientadoras también contribuyen a la ilusión. Todos estamos familiarizados con la idea de que el salario de fábrica real que se lleva al hogar ha descendido. Los titulares de los periódicos suelen proclamarlo. Pero lo que los titulares no dicen es que menos del 20% de la fuerza laboral norteamericana trabaja en fábricas, y que los promedios descienden no por la inflación sino por el aumento de trabajadores de tiempo incompleto. Debido a las tasas crecientes de la participación femenina y del trabajo de tiempo incompleto, las horas promedio de trabajo están descendiendo, y esto conduce a salarios promedios menores, aun cuando lo que se gana por hora esté en aumento».

     44. Cabe distinguir entre el sistema de reparto puro (que consiste en repartir entre todos los asegurados el coste de las prestaciones a medida que se entregan materialmente) y el de reparto por previsión (que renuncia a calcular las cotizaciones al final del período en base a los datos reales —reparto puro— y valora, en cambio, la suma de los gastos a que probablemente ascenderá el ejercicio, estimando, correlativamente, la cuantía de las cotizaciones que habrán de ser pagadas, de tal modo que cubran exclusivamente su desembolso: las cotizaciones serían, pues, revisables en función de la correspondencia entre las estimaciones y las necesidades reales).

     45. El régimen de capitalización consiste en poner a reserva las cotizaciones de los asegurados durante un largo período, a fin de que —con los rendimientos de dichos fondos, a interés compuesto*— se acumule un capital. Este último debería permitir un determinado día el pago de las correspondientes prestaciones. Las cotizaciones se calculan en base a las expectativas, las cuales, a partir del cálculo de probabilidades, estiman el número de contingencias cubiertas por el seguro y la carga financiera que de ellas se verificará. De ahí la aplicación del principio de selección adversa, que discrimina a unos individuos en relación a otros en función de su riesgo particular, y que por lo tanto discrimina las primas a pagar por los contribuyentes.

     Para remediar este hecho, cabe acudir a sistemas de capitalización colectiva (frente al sistema antes descrito de capitalización individual), que aplican a un conjunto de asegurados una única contribución constante, o prima media general, sin tener en cuenta las diferencias individuales del riesgo (de edad, por ejemplo). Este sistema introduce un componente de solidaridad en un sistema de protección social —en esencia— radicalmente individualista.

     46. Se puede considerar que un país posee un sistema de planes de pensiones muy desarrollado cuando éste supera el 30% de los miembros activos (como porcentaje de la población activa) o de los pensionistas (como porcentaje de los de la Seguridad Social). En relación a activos acumulados por los planes de pensiones, se consideran muy desarrollados los que superan el 10% del PIB.

     47. El Estado, según el artículo 28.4 del Reglamento de Planes y Fondos de Pensiones, no se hace responsable de dichos fondos: el otorgamiento de la autorización administrativa «en ningún caso podrá ser título que cause la responsabilidad de la Administración del Estado». Esta actitud contrastaría con el principio general de responsabilidad de la Administración del Estado consagrado por el artículo 106 de la Constitución Española (a este respecto: J. L. Monereo Pérez. Público y privado en el sistema de pensiones. Opus cit., pág. 194).

     (Se hace necesario aclarar el distinto significado de los conceptos Plan de Pensiones y Fondo de Pensiones. El primero es un programa organizado de ahorro para la provisión de prestaciones económicas en favor de determinados grupos o colectivos de personas; es decir, constituye un instrumento de previsión privada, una forma de ahorro-pensión organizada. El segundo está constituido por los patrimonios creados al efecto de dar cumplimiento a los Planes de Pensiones, estando desprovistos de personalidad jurídica, destacando su carácter instrumental respecto a estos: varios Planes de Pensiones pueden participar en un mismo Fondo de Pensiones.)

     48. Cabe destacar asimismo el riesgo de dualización social, entre unos sectores que pueden «complementar» sus pensiones básicas (a veces magramente) y aquellos que deben contentarse con lo que les pueda ofrecer el sistema público de pensiones. Ello descargaría al Estado de una parte importante de sus responsabilidades en el bienestar de los ciudadanos.

     49. La Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados (1995) impone que los compromisos por pensiones que asuman los empresarios, excepto en ciertas áreas de actividad (entidades de crédito, aseguradoras y las sociedades y agencias de valores), únicamente podrán concretarse a través de Planes de Pensiones o de Seguros Colectivos de vida: es decir, los fondos internos se deberán externalizar (con las excepciones ya reseñadas) en Planes de Pensiones o en Seguros Colectivos de vida ajenos a la empresa. El riesgo del que hablamos permanece, sin embargo, en una buena cantidad de centros de trabajo de actividad financiera.

     50. «Los gastos de protección social en 1990», en Revista de Economía y Sociología del Trabajo, número 3, marzo de 1989, pp. 131-144.

     51. Programa MEDICARE para pensionistas y discapacitados, financiado con un 2,9% del salario total del trabajador (Hospital Insurance), y en caso de necesidad con aportaciones públicas.

     52. Incluye el programa MEDICAID, de ayuda asistencial (beneficencia) en el pago de recetas médicas. Atiende a unos 40 millones de ciudadanos sin cobertura médica del sector privado.

     53. La importancia de este apartado se manifiesta en el hecho revelador de que, en 1992, 26 millones de personas (casi 5 millones más que en 1990) eran usuarios de esta prestación, que suponía en dicha fecha unos 370 dólares mensuales para una familia de cuatro personas.

     54. Al monto pagado en materia de seguros médicos privados (en 1995 en torno a los 115 dólares mensuales por persona, si se contrata una compañía de cierta solvencia, aunque existen seguros familiares que dependen del número de miembros de la familia), se le ha de añadir una cantidad suplementaria en cualquier atención médica requerida: un 20% en gastos de cirugía, un 20% suplementario de lo que exceda en el contrato acerca del régimen de visitas médicas domiciliarias, 10 dólares por consulta médica —dentro de los márgenes acordados en el contrato—, 10 dólares por consulta telefónica urgente, 20% por inmunizaciones en pediatría, etc. (la oftalmología y la odontología no están comprendidas en el contrato básico). Si bien es verdad que algunos de estos gastos son deducibles, ello beneficiaría de todos modos sólo a quienes estuviesen en disposición de tener suficientes ingresos que les permitiesen desgravar.

     55. Sus intereses son fácilmente explicables si tenemos en cuenta que el colectivo médico es el mejor pagado en Estados Unidos: 155.000 dólares de renta media en 1990 (en el sector privado), tres veces superior a la del colectivo de abogados y más de quince veces superior a la de los trabajadores de las hamburgueserías, potenciales «usuarios» de sus servicios.

     56. El sistema privado de prestación sanitaria no es del agrado de todos los ciudadanos suizos, y de hecho se ha intentado su transformación. He aquí lo que dice un boletín informativo de la Fundación Suiza para la Cultura: «Contrariamente a lo que sucede con el seguro de vejez, obligatorio por ley, no se ha conseguido hasta ahora encontrar una forma de organización uniforme análoga para los seguros de enfermedad, aun las numerosas sugerencias formuladas al respecto».

     57. No podemos acabar este repaso de los sistemas privados de protección social sin hacer referencia al caso chileno, similar —como veremos— al sistema suizo. El sistema, denominado de Administradores de Fondos de Pensiones (AFP), funciona basándose en el sistema de seguro individual (actuarial), con tres modalidades de pensiones: el retiro programado, la renta vitalicia inmediata y una combinación de los dos anteriores. En el primer caso el afiliado asume individualmente el riesgo de longevidad y el riesgo financiero, manteniendo la propiedad sobre sus fondos; en el segundo, contrata una renta vitalicia con una compañía de seguros, que se obliga al pago de una renta mensual de un valor constante hasta el fallecimiento del afiliado, y a liquidar pensiones de supervivencia a sus beneficiarios (este sistema sólo está abierto a los que cuenten con un saldo suficiente para contratar una renta igual o mayor que la pensión mínima de vejez garantizada por el Estado). (A las reservas en concepto de fondos de pensiones las AFP añaden otras exacciones —en torno a un 2,5% de la masa salarial, más comisiones fijas— en concepto de servicios de administración.)

     El Estado garantiza pensiones mínimas, sujetas al cumplimiento de ciertos requisitos por parte del afiliado (fundamentalmente 20 años de cotización). La afiliación es obligatoria por parte de los trabajadores dependientes y la administración de los fondos recae en las AFP. Las prestaciones están sujetas al riesgo individual del contratante, en cuanto a sus expectativas de vida y su grupo familiar (su patrimonio originario). No existe posibilidad de desafiliarse del sistema, ni siquiera en caso de desempleo. Ello explica que la cobertura efectiva del sistema en relación con la población sea sólo de un 52% (con estos promedios de no-cotización es evidente que gran parte de los afiliados no alcanzarán a acumular un fondo suficiente para obtener una pensión de vejez igual o superior a la suma garantizada, que como hemos visto requiere 20 años de cotización para tener derecho a la aportación estatal), lo cual impedirá a una buena parte de los afiliados de bajos ingresos acceder a la protección durante una parte de su edad pasiva.

     Según Doris Elter («El nuevo sistema previsional chileno: ¿un modelo para la Seguridad Social?». En Juan Torres López, coordinador: Pensiones públicas, ¿y ahora qué?. Opus cit., pp. 157-173) «en el sistema de AFP la posibilidad de asegurarse individualmente contra el riesgo de la longevidad mediante la contratación de una renta vitalicia está condicionada por la capacidad económica del afiliado, de modo que gran parte de los trabajadores que enfrentan una inserción laboral precaria, remuneraciones bajas o períodos de inactividad tendrán que asumir individualmente el riesgo de longevidad. Al riesgo de longevidad se suma el riesgo de la desvalorización de los ahorros previsionales» (ibid., pág. 171).

     En definitiva, se sacrifica en beneficio de una eventual rentabilidad económica (en la economía financiera de casino) criterios de solidaridad, equidad o igualdad de oportunidades, alimentando de tal modo los bucles retroalimentadores de la pobreza y la riqueza. El caso chileno ilustra los riesgos que supone la privatización de la protección social, por lo que se refiere a las percepciones económicas, y relativiza los aspectos negativos del sistema de reparto.

     58. Con la excusa de que son beneficiosas para la ocupación y la inversión, estas exenciones fiscales les restan eficacia, pues su concesión indiscriminada y su amplia duración limita su alcance. No olvidemos que su repercusión (prevista) en el impuesto de Sociedades de 1993 era de un 26%, y de un 12% para el IRPF (un 12% para el total de impuestos directos e indirectos), aunque las cifras reales (de liquidación presupuestaria) suelen ser muy superiores.

     59. Estas medidas incluirían nuevas equiparaciones de varios grupos de cotización hacia las bases máximas, con el objetivo de acercar más las cotizaciones al salario real. Si bien ello no deja de ser un paso tímido hacia el objetivo deseable de la proporcionalidad de las cuotas de cotización, con el fin de eliminar su regresividad actual.

     60. Por lo que se refiere al cociente pensión contributiva media/PIB per capita (Juan Luis Millán Pereira. «La "crisis financiera" de las pensiones públicas: la rebelión de los argumentos», en Juan Torres López, coordinador: Pensiones públicas, ¿y ahora qué?. Opus cit., pág. 96), en el período 1980-1991, mientras que países europeos como Italia (donde crece un 15,5%), Francia (+12,8%), Reino Unido (+6,0%), Países Bajos (+5,8%) o Bélgica (+4,6%), este cociente crece significativamente, en España se produce una disminución del 2,3%. Ello implica que en los cinco primeros países los pensionistas europeos han visto mejorada su posición económica relativa durante la expansión de los años ochenta, pero éste no es el caso de los pensionistas españoles (en un cálculo del período 1985-1994 la pérdida habría sido incluso superior: un 6,9%). En definitiva, el «pensionista-tipo» ha visto reducir su pensión media en cifras relativas, desde el 54,1% del PIBpm per capita en 1985 a un 47,2% en 1994.

     61. Josep González i Calvet. «Transformación del sector público e intervención en la economía». opus cit., pág. 22.

     62. En julio de 1991 fue dado a conocer el llamado «Informe y Recomendaciones de la Comisión de Análisis y Evolución del Sistema Nacional de Salud», más popularmente conocido como Informe Abril. Este informe recoge un total de 64 recomendaciones a aplicar de cara a mejorar el Sistema Nacional de Salud. Nuestro interés se basa en recoger algunas de sus propuestas, que consideramos audaces y, algunas de ellas, razonables (no entramos en la polémica en torno a su mayor o menor «progresividad»).

     Dentro del apartado sobre «aspectos de organización» son interesantes las siguientes propuestas: 1) descentralización, a nivel de delegaciones territoriales, en lo que se refiere a responsabilidades concretas (desdoblamiento progresivo entre previsión y financiación); 2) separación entre los presupuestos de prevención y promoción de la salud pública y los estrictamente asistenciales; 3) transformación de las instituciones sanitarias del sistema (INSS, Institut Català de la Salut, etc.) en sociedades públicas, con plena autonomía financiera y patrimonial, pasando del régimen jurídico público al derecho privado; 4) la incorporación del personal al régimen laboral privado y cambio del actual régimen estatutario; y 5) progresiva apertura del mercado sanitario financiado con dinero público a la iniciativa privada (contratación de servicios privados mediante concertación, incluso en competencia con instituciones públicas).

     Otras propuestas, en los llamados «aspectos de gestión» (Planes Contables; creación de unidades de investigación de ámbito institucional; emisión de las denominadas «facturas-sombra»; contratación de servicios externos, como lavandería, limpieza, cocina...; así como los presupuestos clínicos o la facturación interna entre servicios) son de menor originalidad.

     Son los «aspectos de financiación» los que levantaron más polvareda: así, la apelación al incremento de la participación de los pensionistas en los gastos farmacéuticos; o la aplicación del llamado tiquet-moderador (es decir, una participación directa del paciente en el pago de sus gastos) fueron tildadas de socialmente inequitativas o regresivas. Otros aspectos, como la asignación de recursos a la Sanidad mediante los Presupuestos Generales del Estado, la introducción de conceptos tales como prestaciones básicas y complementarias, o la creación de listas de medicamentos, no crearon tantas suspicacias.

     63. Del presupuesto total de asistencia sanitaria el 92% corresponde al INSALUD, es decir, 2,671 billones en 1993, y el resto al Ministerio de Sanidad, Muface, Munpal, Isfas, Mutualidades judiciales y otros ministerios. De aquella cantidad, un 56% se transfiere a las CC.AA. que asumieron competencias en materia de Sanidad. El 69% de la financiación del sistema sanitario corresponde a la aportación finalista del Estado y un 27% a las cotizaciones de los trabajadores.

     64. Carlos Monasterio Escudero. Opus cit., pág. 165.

     65. Véase la nota 60, que relativizaría —contextualizándolos— tan felices resultados.

     66. En febrero de 1994 el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó la Proposición no de Ley para crear una Ponencia, en la Comisión de Presupuestos, con la finalidad de elaborar un informe, en el cual se analizarían los problemas estructurales del sistema de Seguridad Social y se propondrían diversas propuestas de reforma, de cara a garantizar la viabilidad del sistema público de pensiones y disminuir la carga sobre el Déficit Público. Su título completo es «Informe elaborado por la Ponencia para el análisis de los problemas estructurales del sistema de la Seguridad Social» (posteriormente conocido como pacto de Toledo).

     En el documento de la Ponencia (consensuado por todos los grupos de la Cámara) se hacen las siguientes recomendaciones: 1) separación y clarificación de las fuentes de financiación; 2) constitución de reservas que atenúen los efectos de los ciclos económicos; 3) mejoras de las bases de cotización; 4) financiación de los regímenes especiales; 5) mejoras de los mecanismos de recaudación de las cotizaciones y lucha contra la economía irregular; 6) simplificación e integración de regímenes especiales, en la tendencia hacia una gradual unificación de la estructura del sistema, 7) integración orgánica de la gestión y mejora de la gestación de las prestaciones; 8) evolución de las cotizaciones en la tendencia a su reducción sin afectar el equilibrio financiero del sistema contributivo; 9) reforzamiento de los principios de equidad y carácter contributivo del sistema, de manera que a partir de 1996 las prestaciones guarden mayor proporcionalidad con el esfuerzo de cotización realizado y se eviten situaciones de falta de proporcionalidad en su reconocimiento; 10) la edad de jubilación debe ser flexible y dotada de los caracteres de gradualidad y progresividad; 11) revalorización automática de las pensiones; 12) respeto a los principios de solidaridad y suficiencia en la medida que la situación financiera lo permita; 13) potenciación de los sistemas de protección complementaria externos a la Seguridad Social; y 14) análisis y seguimiento público del sistema. José Luis Monereo. «La política de pensioes entre Estado y Mercado». En Juan Torres López (coordinador): Pensiones públicas, ¿y ahora qué?. Opus cit., pág. 35.

     67. Según las estimaciones avanzadas en EL PAÍS negocios de 17 de octubre de 1992, en dicha fecha se calculaba en más de dos billones de ptas. (distribuidas entre Bancos, Cajas y Eléctricas) los fondos de pensiones acumulados por las entidades financieras.

     68. Bernardo Gonzalo González. «Examen general de la financiación de la Seguridad Social en las Comunidades Europeas: modelos de financiación, problemas y alternativas», en Revista de Seguridad Social, número 36, octubre-diciembre de 1987, pág. 42.

     69. «Nada cambiaría si el empleador pagara directamente al asalariado la cuantía de las cotizaciones que él paga a la Seguridad Social. Sería necesario simplemente en ese caso que el asalariado, a su vez, pagara estas cotizaciones: el pago del Impuesto Social resultaría simplemente diferido» (Paul Durand. La política contemporánea de Seguridad Social. Opus cit., pág. 367).

     70. El sistema de reparto se sustenta sobre la presunción de que el trabajador actual financia las pensiones actuales de jubilación en la confianza de que, cuando éste sea asimismo un pensionista, los que en ese momento estén ocupados financiarán del mismo modo su propia pensión. Sin embargo, la verosimilitud de tal esperanza se sostiene sobre la permanencia de las bases demográficas y económicas que se dan en el presente. En concreto, el equilibrio del reparto descansa sobre el siguiente supesto: el tipo medio de gravamen de las cotizaciones, aplicado al conjunto de la masa salarial, iguala a la pensión media multiplicada por el número de pensionistas existentes. Es decir, dada la naturaleza del sistema de reparto, la fracción de los ingresos que la población activa ha de ceder en favor de los pensionistas dependerá directamente de la tasa de sustitución (cociente entre pensión media y salario medio) e inversamente de la tasa de sostenimiento (que resulta de dividir el número de trabajadores entre el de pensionistas).

     Si designamos por R el número de pensionistas, por T el de trabajadores, por W el salario medio, por P la pensión media y por t el tipo de gravamen del impuesto sobre las nóminas que financia la Seguridad Social, siendo la tasa de sustitución s=P/W (1), y la tasa de sostenimiento S=T/R (2), el equilibrio presupuestario de la Seguridad Social exigiría que t=s×(1/S) (3), o bien t(T×W)=R×P (4). Traducido en cifras reales, con datos de 1991, en España se habría requerido unos recursos equivalentes al 21% de los ingresos de los asalariados.

     Tal como ya hemos visto con anterioridad, la viabilidad futura del sistema establecido de pensiones depende fundamentalmente de tres factores: 1) la evolución de la tasa de actividad, 2) de la tasa de ocupación y 3) de la productividad. Dicha evolución tiene como base factores tanto económicos, como tecnológicos, como demográficos. En todo caso, el factor productividad es la clave que permite un cierto juego de posibilidades si el factor demográfico —tal como es previsible— juega en contra y el factor empleo —en parte por causas tecnológicas— no mejora.

     71. Juan J. Guibelalde Iñurritegui. «Hacia una armonización y adaptación de las estructuras socio-laborales», en Cumbre de la Industria Española, CEOE-CEPYME (Zaragoza, 1990), pág. 38.

     72. Juan J. Guibelalde Iñurritegui. Ibid., pág. 39.

     73. Instituto Sindical de Estudios. Evolución Social en España, Madrid, 1990.

     74. Peter F. Drucker, pese a ser uno de los heraldos de los sistemas privados de pensiones, no por ello ignora sus peligros: «Uno de los mayores problemas es cómo proteger unas reservas tan enormes de dinero contra los desfalcadores. En Estados Unidos los fondos de pensiones de empresas privadas tienen cierta protección contra el desfalco —aquí no hubiera sido tan fácil cometer un desfalco de la forma en que Robert Maxwell, el difunto magnate de la prensa británica, lo hizo con los fondos de sus periódicos británicos en 1990 y 1991— pero incluso en Estados Unidos las salvaguardias son lamentablemente insuficientes» (P. F. Drucker. La sociedad post-capitalista [Post-Capitalist Society, 1993]. Apóstrofe, Barcelona, 1995. Pág. 81).

     75. Tal como afirma J. L. Monereo (Público y privado en el sistema de pensiones. Opus cit., pág. 21) «cualquiera que sea la perspectiva adoptada, este tipo de políticas neoliberales acaban comportando una disminución del coste del factor trabajo, y, por consiguiente, un aumento de la tasa de beneficios empresariales».

     76. Bernardo Gonzalo González. Opus cit., pág. 54.

     77. Como vimos en la nota 56 existen fuertes corrientes de opinión suizas que abogan por la transformación del sistema de sanidad privatizado en uno más en consonancia con el modelo predominante en el resto de Europa Occidental.

     78. Comunidades Europeas. «Privatisation el Sécurité Sociale», en Europe Sociale, número 2/87, pág. 57.

     79. En un buen número de países los gastos administrativos y los beneficios de las clínicas privadas absorben el 40% de las primas, y no es raro que superen incluso el 50%, según Bernardo Gonzalo (opus cit., pág. 56). Por su lado, según el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, los gastos de gestión de la Seguridad Social no suponen, en 1993, más que un 2,7% del total, en relación al 10% que le suelen dedicar las empresas privadas o las mutuas patronales (lo cual es razonable si atendemos al factor «economía de escala», plenamente aplicable en este caso: EL PAÍS, 9 de octubre de 1992).

     80. Comunidades Europeas, opus cit., pág. 57.

     81. José Antonio Herce San Miguel. «Fondos de pensiones: comparación internacional y desarrollos recientes en España», en Revista de Seguridad Social, número 37, enero/marzo 1988, pág. 75.

     82. Hasta este momento los superávits del sistema de la Seguridad Social se han destinado a la financiación de diversos programas de carácter universalista (sanidad, asistencia social), descargando de esta responsabilidad a los Presupuestos Generales del Estado (o a la Deuda Pública). Ello, sin duda, ha ido en beneficio de la salud financiera del sistema. Pero los beneficios de estos recursos, debidamente capitalizados, hubieran podido ser todavía mayores: «Si capitalizamos la magnitud "superávit contributivo", por ejemplo, a la tasa de interés con la que se remuneró la deuda pública a medio plazo en cada uno de los años considerados [entre 1985 y 1995], resultaría un fondo de pensiones imaginario de 9,33 billones de pesetas en 1995 (10,15 si se capitaliza con los tipos de interés preferenciales aplicados por la banca privada)» (Juan Luis Millán Pereira. «La "crisis financiera" de las pensiones públicas: la rebelión de los argumentos». Opus cit., pág. 89).

     83. Por supuesto, la gestión de los regímenes complementarios por capitalización puede tener un carácter más «social» si: 1) tiene carácter colectivo (más solidario, en oposición a su carácter individual) y 2) su desarrollo es de carácter público, ya sea obligatorio o voluntario.

     84. De hecho, Newton expresó su concepción de espacio y tiempo absoluto apelando a la necesidad de este orden celestial: «El Dios vivo y verdadero, inteligente y poderoso (...) Es eterno e infinito, omnipotente, omnisciente, dura eternamente desde toda la eternidad y desde el infinito está infinitamente presente (...) Dura para siempre y está presente en todas partes, y al existir siempre y en todas partes, constituye la duración y el espacio». Newton introduce aquí una salvedad a su propio método científico, que distingue claramente entre ciencia y metafísica (véase Alberto Trebeschi. Manual de historia del pensamiento científico [Lineamenti di storia del pensiero scientifico, 1975]. Avance, Barcelona, 1977. Pág. 207).

     Esta concepción de «orden natural de las cosas» perduró más adelante en el corpus teórico de la economía clásica: la economía sería un orden de cosas regidas por leyes análogas a las de la física, que al ser naturales son necesarias, y por tanto inviolables, intangibles y eternas (Jean Lacroix. «Economía y axiología», en La crisis contemporánea, foro de reflexión del Annual Register of Political Economy. Ediciones Encuentro, Madrid, 1978. Pág. 47). Es así como Bastiat afirmaba, sin ambages, que «hay una mecánica social que, lo mismo que la mecánica celeste, revela la sabiduría de Dios y muestra su gloria. Que el hombre se cuide de introducirse ahí, que se cuide de alterar esas leyes providenciales. La libertad es la mejor de las organizaciones sociales y hay más armonía en las leyes divinas que en las combinaciones humanas. El que de un modo u otro quiera corregir estas leyes es un impío y un blasfemo» (Ibid., pág. 48).

     85. La hipostización de la «mano invisible» como el «único» medio para alcanzar un estado de equilibrio y armonía duraderos, es evidente en esta cita poco conocida de la obra de Adam Smith: «El producto de la tierra mantiene en todos los tiempos prácticamente el número de habitantes que es capaz de mantener. Los ricos sólo seleccionan del conjunto lo que es más precioso y agradable. Ellos consumen apenas más que los pobres, y a pesar de su natural egoísmo y avaricia, aunque sólo buscan su propia conveniencia, aunque el único fin que se proponen es la satisfacción de sus propios vanos e insaciables deseos, dividen con los pobres el fruto de todas sus propiedades. Una mano invisible les conduce a realizar casi la misma distribución de las cosas necesarias para la vida que habría tenido lugar si la tierra hubiese sido dividida en porciones iguales entre todos sus habitantes, y así sin pretenderlo, sin saberlo, promueven el interés de las sociedad y aportan medios para la multiplicación de la especie» (Adam Smith. La teoría de los sentimientos morales. Opus cit., pp. 332-333).

     86. The Grumbling Hive [1705, más conocido por su título posterior: The Fable of the Bees: or Private Vices, Public Benefits, 1714], el cual pretende que los vicios privados, a gran escala, producen beneficios sociales. Éste es uno de los fundamentos doctrinales del posterior utilitarismo benthamita (de Jeremy Bentham). Tal como afirma Joseph A. Schumpeter, esta fábula debió de servir de inspiración doctrinal para Adam Smith (muy a su pesar: recordemos su célebre Teoría de los sentimientos morales): «Adam Smith, al igual que otros caballeros virtuosos, era muy severo con aquel poema [de Mandeville], que contenía, en efecto, un elogio del gasto y una condena del ahorro (...) Pero en su hostilidad hay algo más que eso. Smith no puede haber dejado de notar que la argumentación de Mandeville era una argumentación en favor de la pura libertad natural del mismo Smith, aunque formulada en una forma especial. Y el lector no tendrá dificultad alguna para darse cuenta de lo mucho que esa circunstancia tiene que haber chocado al respetable profesor, sobre todo si realmente aprendió algo del agresivo opúsculo» (Historia del análisis económico [History of Economic Analysis, 1954]. Ariel, Barcelona, 1994. Pág. 226).

     En efecto, Smith, en su severa crítica a Mandeville, ataca su desprecio de la moral instituida, reconociendo sin embargo que su pensamiento tiene elementos subscribibles desde la óptica del hombre común: «Existe otro sistema [los primeros serían los que se centran en la corrección, la prudencia y la benevolencia] que elimina por entero la distinción entre el vicio y la virtud, y cuya tendencia es por ello totalmente perniciosa: me refiero al sistema del Dr. Mandeville. Aunque las ideas de este autor son en casi todos sus aspectos erróneas, hay algunas apariencias en la naturaleza que enfocadas de determinada manera parecen certificarlas a primera vista. Esas apariencias, descritas y exageradas por la vivaz y humorística —aunque basta y rústica— elocuencia del Dr. Mandeville, han transmitido a sus doctrinas un aire de certidumbre y verosimilitud muy susceptible de embaucar a los no diestros» (Adam Smith. opus cit., pp. 536-537).

     87. Una noción clásica del concepto «sociedad civil» es la que expone Hermann Heller (Teoría del Estado [Staatslehre, 1934]. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1992. Pág. 125): «La sociedad civil no es otra cosa que la vida del ciudadano que no está sometida a ningún poder eclesiástico ni estatal». Como hace notar el mismo autor, el pensamiento burgués liberal la concibe como aquella esfera del libre juego «natural» de las fuerzas sociales que el Estado deja al arbitrio de los particulares, al considerarla como de su propia y única incumbencia (Ibid., pág. 125). La interpretación socialista de la «sociedad civil» superaría esta noción, supuestamente particularista y egoísta, y destacaría en cambio las parcelas de opresión, desigualdad social y monopolio del poder que enmascara aquella noción pretendidamente «neutra» del concepto (Ibid., pág. 126).

     El sentido economicista de la noción tradicional de sociedad civil se funde con la noción liberal de responsabilidad individual: «La sociedad civil, según su idea económica, es la sociedad pura de relaciones de mercado entre sujetos económicos iguales y libres. El pathos de su pensamiento de libertad aparece basado en el ethos de la autodeterminación y autorresponsabilidad que a cada persona debe corresponder respecto a sí misma y a su propiedad» (Ibid., pág. 126). Nosotros compartimos el espíritu de esta concepción, que se materializa en el concepto «autorresponsabilidad personal», siempre que esté descontaminado de toda mácula de tipo gregario (como las que atribuyen la denominación de «sociedad civil organizada» a los agentes gregarios reconocidos oficialmente). Pero rechazamos la pretendida asepsia de esta interpretación, pues reconocemos que una auténtica sociedad civil, realmente respetuosa de los supuestos de libertad y de igualdad jurídica de las personas, no existe en ninguna parte en estado puro, puesto que el sistema económico dominante en los países de capitalismo avanzado está viciado de múltiples taras: monopolios, gregarismo, juegos de intereses políticos y económicos, desigualdad de oportunidades, etc. Por otro lado, el Estado —según los modelos vigentes— no es un elemento neutro en el juego de interrelaciones sociales; más bien es un instrumento en manos de los poderes gregarios para satisfacer sus propios fines.

     Nuestra noción de este concepto se aproxima, en mayor medida, a la de Xavier Arbós y Salvador Giner, en su libro La gobernabilidad. Ciudadanía y democracia en la encrucijada mundial (Siglo XXI, Madrid, 1993. Pp. 23-47). Estos autores lo definen de la siguiente manera: «Puede definirse la sociedad civil como una esfera, creada históricamente, de derechos individuales y asociaciones voluntarias, en la que la concurrencia políticamente pacífica de unos con otros en la persecución de sus respectivos asuntos, intereses e intenciones privadas está garantizada por una institución pública, llamada Estado» (Ibid., pág. 23).

     Los citados autores, aun recogiendo las señas distintivas ya reconocidas por Hermann Heller (individualismo, privacidad, mercado, pluralismo y clase), van más allá y no dejan de señalar que «la excesiva corporatización de la sociedad civil sólo puede significar su propia y tranquila desaparición» (Ibid., pág. 39). También coinciden con nuestro pensamiento en dos aspectos más: 1) las sociedades no han pasado directamente del feudalismo al liberalismo, sino que a partir de este último se ha llegado a un nuevo orden político, económico y socioestructural protagonizado por las sociedades corporativas (véase la introducción del punto cuarto de las conclusiones finales); 2) este neocorporativismo entraña, en forma notable, un carácter neogregario, que implica particularismos y privilegios de carácter exclusivista (ibid., pág. 47).

88. Antonio Gramsci (aquel gran «pesimista de la razón y optimista de la voluntad») da la pauta de la actitud moral que acabamos de definir con la expresión «sano inconformismo». Su noción de «filosofía de la praxis» trata de conciliar la voluntad de obrar (la praxis) con la conciencia intelectual (autoconsciencia), superando el mero conformismo hacia el lugar común, la tradición, el acriticismo. La unión de teoría y práctica permite conjugar (superando) sentido común y actitud crítica. Esta tendencia filosófica está en la base de su concepto de «hegemonía», que pretende influir sobre la masa de la población sin disminuir la carga transformadora de la voluntad de cambio (Antonio Gramsci. El materialisme històric i la filosofia de Croce [Il materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce]. Laia, Barcelona, 1983. Pp. 45-47).

     Una actitud decidida, pero irreflexiva, sin ajustarse a su noción de «hegemonía» (es decir, sin proyección social), o el mero «determinismo mecánico» (el fatalismo histórico de quienes esperan que los hechos caigan por sí solos, como fruta madura), sería trasunto de fallas en el planteamiento de los problemas prácticos: tanto en un caso como en otro (el del voluntarismo ciego o el del determinismo mecánico) reflejan inmadurez política: «El fatalismo [como determinismo mecánico] no es más que un revestimiento para débiles de una voluntad activa y real» (Ibid., pág. 50). El fatalismo, el determinismo mecánico, como todo providencialismo o milenarismo, acaba degenerando en escolasticismo estéril, en pasividad, y como dice Gramsci, en «autosuficiencia imbécil». Tal es el caso de ciertos dogmatismos de corte marxista o liberal.

     89. Compartimos el sentir de Xavier Arbós y Salvador Giner cuando dicen que «el fin de la historia sólo llegará cuando no quede nadie para contarla» (Ibid., pág. 7).

     Erich Kahler, en su obra ¿Qué es la Historia? [The Meaning of History, 1964] (Fondo de Cultura Económica, México, 1985. Pág. 206), expresa el significado del milenarismo historizante, del que participa el concepto «fin de la Historia»: «La bienaventuranza en el más allá y el milenio en este mundo son adornar la muerte. La finalidad ha concluido» (nosotros diríamos: hasta la insistencia de Francis Fukuyama en demostrar lo contrario). Sin embargo, la insistencia del citado autor en buscar el significado, la conciencia de la Historia, traiciona esta reflexión, por más que el primero (el significado) se trate de un proceso vivo, pues fácilmente puede confundirse con la noción de finalidad, gran meta o inspiración de los historiadores, desde los iluministas (idea del progreso), pasando por los hegelianos (la Idea que se desarrolla en la Historia), los marxistas (el advenimiento del Comunismo), los anarquistas (la fraternidad universal) o los liberales (el fin de la Historia).

     90. «La "línea" de un partido, la "doctrina oficial" de una iglesia, los pronunciamientos ex cathedra de rabinos, ulemas, gurús e ideólogos políticos deben resolver constantemente los problemas de acomodo y adaptación de sus colectividades a la situación en la que se hallan sin romper sus ligámenes con las fuerzas ideales que legitiman la pureza doctrinal. Ello suele ocurrir mediante una invocación a esas fuerzas, una apelación a lo sagrado, que se realiza, precisamente, en el momento en que debe violarse, o por lo menos en que debe ser modificado» (Salvador Giner. El destino de la libertad. Espasa Calpe, Madrid,1987. Pág. 125).

 

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