La Transformación Social - 8

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


1. Introducción

         Una eficiente reasignación de recursos, en términos económicos, presupone la existencia de un concepto, un modelo de referencia y un presupuesto de bienestar social.

         Sea cual sea el concepto socialmente dominante —científicamente hablando— el bienestar es algo que se estima en relación a la cantidad y a la calidad de los recursos empleados (puestos al alcance de los beneficiarios) para lograr el «estado de satisfacción», más o menos objetivable, que se aproxime a los presupuestos preestablecidos de «bienestar».

         En principio, presupone —instrumentalmente— la existencia de un aparato de Estado que se encargue de gestionar los medios necesarios para que se ejecuten dichos presupuestos, una vez que el cuerpo social haya ratificado un concepto de bienestar social u otro (que priorice la eficiencia —el crecimiento inmediato— o la solidaridad —la redistribución—, es decir, el largo o el corto plazo económico). Pero como veremos en esta sección no existe una correspondencia clara entre lo que el Estado detrae del cuerpo social en forma de impuestos y lo que asigna y reasigna en forma de bienes y servicios económicos y sociales.

         Hasta ahora, el nivel de bienestar social de la Humanidad se ha medido utilizando como patrón el modelo de las llamadas «conquistas sociales» propias de los países desarrollados más ricos. Pero en la práctica este patrón no expresa la situación real en su contexto global mundial ni sirve de exponente de la realidad de los propios países desarrollados que han servido de modelo. Este patrón es sólo una imagen distorsionada de una ilusión incapaz de trascender como modelo universal, hasta el punto de que sus defectos han determinado la —hasta ahora tácita— irreversibilidad de la crisis actual, un fenómeno de características tales que ha provocado que, pocos años después del colapso del llamado «socialismo real», las economías occidentales observan con perplejidad que la realidad no es tan feliz como se la imaginaban, y que, en el mejor de los casos, apenas podrán hacer gran cosa para reducir el paro y la incertidumbre económica (precariedad) a niveles socialmente tolerables.

         Las soluciones a la crisis estructural latente que desde principios de los setenta ha sufrido el mundo —independientmente de repuntes coyunturales— se reducen, para los economistas de academia, a más competitividad, a más autoridad, a más rigor, recetas que por sí solas han sido superadas repetidamente por los hechos. Tales medidas serían sensatas, como principio orientador —fomentar la competitividad y la austeridad no es en sí objetable—, si no fuera porque se implementan de tal forma que en la práctica no hacen más que acentuar los síntomas de la crisis: frenan las inversiones productivas, castigan a los más pobres, incentivan la especulación y la economía financiera (es decir, actitudes de ingeniería financiera* de talante parasitario, manos muertas...) En definitiva, proponen lo contrario de lo que sería aconsejable para fomentar el desarrollo, para lograr un clima de satisfacción universal moralmente aceptable o para mejorar el reparto de la riqueza.

         En esta sección pretendemos demostrar que la solución a los problemas actuales no se reduce a este tipo de medidas, ni a desarrollar políticas monetarias restrictivas, o a recortar el gasto en transferencias y servicios públicos... Antes al contrario, controlando las principales macromagnitudes monetarias, se puede impulsar una política económica más social, más redistributiva y más estimuladora del ahorro y de la inversión. Está claro que siempre habrá algún espíritu sensible (de los que siempre han existido y siempre existirán) que siga afirmando que, en épocas de coyuntura recesiva, ello es poco menos que un anatema. Pero, huyendo de oportunismos pasajeros, queremos ir más allá y establecer propuestas de futuro, en cuya concreción se impida que la renta continúe malgastándose y perdiéndose por los sumideros económicos. Bien al contrario, conviene que corra, que se expanda y que vivifique los órganos vitales de la sociedad.

         (La redistribución de la riqueza no tiene por qué estar reñida con el establecimiento de un marco económico sostenible, partiendo de principios y objetivos más viables, de carácter cualitativo, así como del estableciento de nuevas bases de ahorro y capitalización, que puedan financiar la seguridad personal —pensiones— y el desarrollo —cualitativo— de un nuevo modelo económico y social. Creemos que es esta visión económica, y no otra de diseño exclusivamente restrictivo, el principal paliativo contra la crisis estructural latente que padece la sociedad actual.)

         En la sección tercera, dedicada a la protección social, pondremos en evidencia la ineficiencia de las políticas económicas estrictamente instrumentales, y comprobaremos una vez más cómo en política y economía es inútil confrontar los papeles del sector privado* y del sector público*. Independientemente de los instrumentos que se utilicen, conviene tener presente que el fin último de toda actividad económica es la asignación eficiente de recursos escasos, por lo que en todo análisis del tipo costes/beneficios hemos de ponderar la solvencia de ambos sectores de cara a satisfacer las necesidades de carácter indivisible —no apropiable— y de difícil cuantificación monetaria, que no permiten la exclusión de un determinado sujeto económico para el disfrute de un bien o servicio (servicios públicos elementales, como la justicia, la seguridad, la defensa, los parques públicos, los servicios de saneamiento público, la red viaria y similares...) y otros de diferente carácter, pero considerados de interés social (educación, sanidad, transporte público, atención social...)

         La existencia de externalidades* negativas (contaminación, riesgos públicos, desorden urbanístico...), rendimientos crecientes de escala (ligados a monopolios naturales), control de sectores estratégicos, etc., son disfunciones del sistema económico —que no se corresponden estrictamente a la bondad o la perversidad de cualquiera de ambos sectores, privado o público, en relación al otro—, que propician querellas bizantinas en cuanto a la interpretación de los aspectos controvertidos del actual sistema de mercado, y que, a nuestro entender, más bien evidencian la deficiente regulación legal de la libertad de actuación en un régimen de igualdad de derechos y oportunidades.

         Hemos de analizar la eficiencia* —más bien que la eficacia*— comparativa de cada uno de ambos sectores de cara a un determinado objetivo económico predeterminado. Allí donde, tras un análisis riguroso de todas sus implicaciones (ya económicas, ya sociales), se demuestre que uno de los dos —en igualdad de condiciones— optimiza mejor los recursos disponibles (o satisface mejor los objetivos previstos), éste es el que habría de tener un papel preponderante.

         La elección de respuestas adecuadas a problemas de este tipo (o bien de otros tipos), y la asignación de competencias entre el sector público y el sector privado, ha constituido una parte importante de la histórica dicotomía entre ambos sectores. Pero, en el fondo, la fuente de conflictos no radica tanto en qué cosa se ha de hacer y en quién la hace sino en el problema del reparto de recursos escasos; y, sobre todo, de su distribución para corregir no tanto los defectos del mercado como las carencias de los mecanismos legales del Estado para regularlo.

         El Estado, en una Economía Social de Mercado* (o en su vertiente jurídica, en un Estado Social de Derecho*), además de ser un factor regulador de la política económica* (de un tenor u otro, es decir, con carácter estabilizador* o incentivador), así como de asignación de recursos en base a una política presupuestaria, tiene como principal función la distribución y redistribución de la riqueza*. En concreto, de este aspecto —y de su competencia para regular satisfactoriamente el mercado— nos ocuparemos en la presente sección. Para hacerlo, además de aplicar el enfoque analítico en el método de trabajo, trataremos de utilizar la crítica positiva con el fin de concretar una síntesis teórica en política distributiva y redistributiva de carácter universalista. En atención a tal objetivo, utilizaremos una serie de documentos (tablas, gráficos, cuadros, notas, etc.), y todo aquel material que consideremos necesario, con el fin de exponer nuestros argumentos esenciales y reforzar nuestros puntos de vista.

1.1. La política redistributiva en tiempos de crisis

         En la política económica de los países desarrollados, durante la segunda mitad del siglo XX, se ha puesto de manifiesto de qué manera el gasto público se hace cargo de una serie de bienes y servicios que, por sus características intrínsecas, hacen deseable su provisión pública (externalidades, desutilidades*, su curva de costes marginales*, imperfecciones del mercado, o el interés público por un determinado sector productivo), por la naturaleza de los bienes producidos, o por el tipo de consumo que el mercado demanda. Hemos comprobado también que las actuaciones de los sectores privado y público no son excluyentes, sino contrariamente, son interdependientes: «Ambos actúan en el mismo marco de la misma economía y son parte del mismo sistema de equilibrio general*» (1).

         Independientemente de nuestro criterio sobre la concepción del equilibrio general, esta última constatación ilustra un hecho clave: al estudiar la actuación pública en el circuito económico* debemos concebir este último como un sistema*, los múltiples elementos del cual interactúan sin que los actores económicos puedan identificar causalidades únicas ni unidireccionales (2). La captación de la complejidad de los problemas es esencial para poder entender y valorar en sus justos términos la incidencia del gasto público en el sistema económico. Esto es: los beneficios de cada agregado del gasto público no son necesariamente iguales a su correspondiente costo en términos de recursos económicos, mientras que, contrariamente, los ingresos normalmente se igualan al valor total de los recursos impositivos que se detraen del sistema económico. Por ello, a corto plazo, no es fácil establecer una simetría entre gasto público e ingresos públicos.

         (Esta argumentación podríamos expresarla de otra manera sustituyendo el término «beneficio» [marginal] por el de «utilidad» [marginal]. La condición de igualación del coste y la utilidad marginal —la maximización de esta última— en materia social —el primero referido a impuestos, la segunda a prestaciones— es un factor de eficiencia —u optimización de recursos—. Sin embargo, como hemos visto, dicha condición de igualación es sólo intuitiva y estimativa: en términos monetarios, o cuantitativos, es imposible equiparar los beneficios —la utilidad— subjetivos del gasto social con su coste monetario en concepto de exacciones impositivas.)

         Del circuito económico hablaremos en un punto posterior. Nuestro interés, en este momento, se centra en plantear anticipadamente un hecho clave: la política redistributiva tiene un impacto en el sistema económico del cual se pueden intuir sus efectos, pero que es difícilmente cuantificable, pues, como hemos señalado en el párrafo anterior, para transferir recursos del sector público al privado, previamente ha de existir un flujo a la inversa. Y esta transferencia ha de ser necesariamente redistribuidora, porque, en caso contrario —si no es progresiva—, sería espuria. El sistema impositivo tiende a disminuir las rentas reales en su conjunto, pero la elección de un sistema impositivo u otro para financiar el gasto del Estado determina de qué manera se distribuirá entre los individuos la pérdida de renta privada que supone las exacciones impositivas. Por ello, afecta a la redistribución de la renta en no menor medida que la política redistribuidora del gasto público.

         La redistribución de los bienes y servicios públicos, ya sean divisibles* o indivisibles*, según la teoría marginal* de Karl Menger, se justifica en función de las necesidades marginales* de los individuos: la redistribución de estos bienes y servicios se ha de efectuar de manera que la última cantidad empleada en la satisfacción de cada necesidad ocasione una utilidad análoga en función de las características objetivas de cada individuo, y en concreto de su particular orden de prioridades y necesidades. (Ello es lo que determina que, tanto a nivel impositivo como redistributivo, el sistema ha de ser progresivo, con tasas positivas —entre las rentas más altas— y negativas —entre las más bajas—.)

         Por ello, los individuos de mayor nivel de rentas encuentran una menor utilidad marginal* en los bienes públicos, hasta el punto de que, en ocasiones, les resultan espurios, mientras que, por su parte, entre los menores niveles de renta, los bienes y prestaciones públicas —del carácter que sean— son esenciales, pues su utilidad marginal es máxima, en función de su propio orden de necesidades (es evidente que si un individuo tiene un bajo nivel de renta, una unidad suplementaria de renta satisface necesidades más básicas y perentorias que si esta misma unidad añadida de renta fuese a parar a otro individuo de mayor nivel de renta, según la tabla de necesidades mengeriana).

         El problema reside no en la justificación de la oportunidad o necesidad de la redistribución* de la riqueza, mediante transferencias o el suministro de bienes o servicios públicos, o mediante exacciones* fiscales, sino en la correcta valoración de la utilidad relativa de los bienes en sus diferentes usos, o de su utilidad social en función de las necesidades particulares de cada individuo (o de categorías sociales determinadas). Es decir, a causa de la falta de particularización se hace difícil conjugar estimaciones de un fenómeno colectivo —la redistribución de la renta y la riqueza— con las valoraciones individuales o sectoriales de los beneficiarios. Aunque sean más o menos correctas las decisiones que en este sentido se apliquen, es evidente que no serán óptimas desde el punto de vista de las apreciaciones subjetivas de los beneficiarios.

         Aquí retomamos el hilo de nuestra argumentación: en el sistema vigente, los beneficios de la redistribución, del gasto público en definitiva, percibidos por cada individuo por separado, en función de su nivel de renta, no son necesariamente equivalentes a su costo (en concepto de exacciones impositivas); no lo son por lo que se refiere a su equivalencia monetaria, ni a su valoración intuitiva. Y, por otro lado, a nivel agregado*, o macroeconómi­co, los beneficios del gasto público tampoco son equiparables —pues se difuminan en los embrollados recovecos del circuito económico— a los ingresos impositivos, que son fácilmente determinables y cuantificables.

         Las cuestiones básicas serían éstas: ¿es legítimo que el sector público redistribuya discrecionalmente* —y a veces arbitrariamente— rentas y recursos, previa exacción al contribuyente, en beneficio de unos determinados sectores de población, a la vista de la dudosa valoración de sus beneficios por parte de los individuos? ¿Este reparto es neutral, es decir, su implementación afecta o no negativamente al funcionamiento del sistema económico? (O dicho de otra manera, si no existiese este canal de redistribución de rentas, ¿el sistema económico por sí mismo desempeñaría esta función, sin ingerencias externas y con más o igual eficiencia, y, a la vez, sin afectar a la «natural» asignación de los recursos económicos?). Y, por último, ¿es necesario que se produzca esta redistribución, o por el contrario es contraproducente para el correcto funcionamiento del sistema económico?

         Esta última pregunta es clave, si tenemos en cuenta que son muchos los economistas y sociólogos que han admitido la ineludible necesidad, dentro de ciertos límites, de la desigual distribución de la renta personal, como motor básico para el desarrollo económico. Según este razonamiento, si un individuo tuviese garantizada una participación inamovible en el producto nacional no se esforzaría lo suficiente para mantener el sistema en marcha, ni para alcanzar objetivos más ambiciosos, que son la base del progreso y del crecimiento dentro del actual paradigma económico y tecnológico. Estas opiniones hacen referencia, entonces, a un supuesto efecto desmovilizador que el llamado Estado del Bienestar* habría generado en ciertos sectores de población de carácter marginal y dependiente. (Este dilema entre «solidaridad» y «responsabilidad» podría ser un fácil recurso de cara a desentenderse de su propia responsabilidad a la hora de resolver los problemas reales, que son los que, en último término, explican la existencia de capas de pobreza y marginación; esta reflexión la continuaremos en 1la tercera sección.) El Estado-providencia, visto desde este ángulo, sería un Estado paternalista en supuesta contradicción con el espíritu emprendedor que fundamenta el sistema económico capitalista. De tal manera, a la larga, conseguiría justamente lo contrario de lo que pretendía evitar: la perpetuación autosostenida de la pobreza.

         (Sería ocioso reiterar otras valoraciones complementarias de tal aseveración: los servicios públicos serían menos eficientes, más caros, provocarían burocracia, limitarían las libertades individuales, etc.)

         En esta sección intentaremos, en la medida de nuestras posibilidades, dilucidar algunos de estos interrogantes. No obstante, al contenido de este temario debemos añadirle la incidencia de una una circunstancia suplementaria, incorporada al debate entre las diversas tendencias de pensamiento económico y social: la agudización de la crisis estructural larvada del capitalismo desarrollado (especialmente en las Economías Sociales de Mercado), que se concreta en el fenómeno denominado como estanflación (estancamiento con inflación), con el añadido de una alta tasa de paro y un déficit público endémico.

         Hay quien dice que el Estado ya no puede sostener el nivel de prestaciones sociales del modelo de Estado-providencia. También se argumenta que se ha llegado a esta situación precisamente porque el Estado ha producido una ineficaz asignación de recursos: el sistema keynesiano* habría repercutido en los costes y los beneficios de las empresas, y más aun cuando, en el mercado global*, han surgido nuevos y potentes competidores —como por ejemplo los llamados Nuevos Países Industrializados— que en ocasiones aplican auténticas políticas de dumping económico y social*. Y, por último, ante las difíciles perspectivas de sostenibilidad del sistema, en la misma línea de argumentación, se afirma que estamos en el camino de una sociedad subsidiadora y senil, debido a que el Estado protector yugula el espíritu de iniciativa y de superación personal de los individuos.

         Bajo estas condiciones, y en este contexto, la cuestión estriba en si cierto grado de desigualdad —justificada por diferencias personales objetivables— es deseable/conveniente y —si se aspira a un reequilibrio o a una mayor igualdad— con qué condiciones y con qué límites puede o debe ser tolerable. La respuesta es —desde nuestro punto de vista— bastante clara: no se trata de crear una igualdad artificial de rentas, sino de disminuir cuanto de injusto e irracional pueda existir en la dispersión de rentas individuales respecto a la renta media (3). Una Economía Social de Mercado (aquella que fundamenta un Estado Social de Derecho), con un sistema homologable y universal de protección social (sin que ello presuponga su sistema de financiación), no aspira —en los momentos actuales— a otra cosa que a aquella distribución de la renta que, aunque permita una gran dispersión de rentas individuales, garantice la existencia de unas rentas mínimas decorosas que permitan la subsistencia a los individuos situados en el escalafón social más bajo (4).

         Más allá de esta situación (la propia de la mayor parte de las Economías Sociales de Mercado), un objetivo manifiestamente progresivo de distribución y redistribución de la renta sería aquel que, con la vista puesta en mitigar desde su origen las diferencias sociales, aspire asimismo a distribuir mejor la renta entre sus respectivos depositarios, los individuos (rompiendo en lo económico la artificial organización gregaria y patriarcal de la sociedad); y que, al mismo tiempo, tienda a garantizar una igualdad mínima en cuanto al disfrute y aprovechamiento de las oportunidades de integración social. Simultáneamente, este objetivo nivelador de oportunidades ha de impedir que ningún individuo, en igualdad de condiciones objetivas respecto a los demás, se quede sin una renta que le pertenezca por derecho, o vea mermadas sus expectativas vitales en relación a otros individuos igual o peor dotados de talento o capacidades personales.

         Consideramos que el listón que se habían marcado las llamadas Economías Sociales de Mercado no satisface las aspiraciones sociales de mayor igualdad de oportunidades, de la misma manera que el planteamiento maximalista de horizontes igualitaristas y nivelador de rentas, además de utópico, es contraproducente por lo que significaría de desmovilización y parasitismo social (dejando de lado otras consideraciones sobre su impacto en el sistema económico de un país). Por último, consideramos que la redistribución es positiva para el crecimiento y el progreso económico, siempre que existan unos drenajes adecuados que impidan enfriamientos o recalentamientos perturbadores.

1.2. ¿Igualdad de rentas o igualdad de oportunidades?

         En el punto anterior hemos situado las coordenadas en las que se inscribe nuestro razonamiento, dentro del contexto del actual paradigma social y económico. Ahora, como previo anticipo de contenidos, querríamos insistir en los objetivos que nos hemos planteado al confeccionar nuestro esquema de prioridades. Todos ellos parten de un hecho: sin entrar en consideración de sociedades escasamente desarrolladas (según el patrón productivista actual), en los países con un cierto nivel de desarrollo —entre los cuales se situaría España—, históricamente han mejorado de forma progresiva las condiciones de vida y trabajo de la población en su conjunto, pero las desigualdades sociales —de partida, es decir, las que están más allá de las capacidades naturales de los individuos— no se han reducido —en términos relativos— significativamente. Ello —que será objeto de reflexión posterior— ha sido, no obstante, compensado hasta cierto punto —en términos absolutos— mediante la actuación redistribuidora del sector público.

         En base a las anteriores consideraciones, nuestra línea de pensamiento se sitúa en un posicionamiento crítico pero constructivo. Compartimos el convencimiento de que, a pesar de los múltiples obstáculos existentes, es posible —mediante mecanismos ya existentes— dar respuestas satisfactorias a muchos problemas sociales de hoy. En esta sección planteamos una hipótesis que va más allá de la actuación amortiguadora de conflictos vigente en la mayor parte de las Economías Sociales de Mercado. Nuestra hipótesis parte de la base de que todo ser humano, por el único hecho de serlo, tiene una serie de necesidades irrenunciables. Por otro lado consideramos que, por una serie de aspectos que sería prolijo especificar, la sociedad actual se halla dividida en dos grandes categorías de individuos:

         1) La población activa* por naturaleza y derecho, es decir, la que está en edad y condiciones de ejercer una actividad productiva (la población potencialmente trabajadora).

         2) La población inactiva* por naturaleza y derecho, la que no está en edad o condiciones de trabajar (menores, estudiantes, jubilados e incapacitados).

         En una situación de pleno empleo, la característica diferenciadora entre una y otra categoría social estriba fundamentalmente, en cuanto al ejercicio de sus derechos y oportunidades, en la posibilidad que el primer grupo tiene de obtener una renta propia en relación al segundo grupo, que no la tiene de ninguna manera, por cuanto este último está económicamente subordinado a un estado de dependencia —bajo condiciones de incertidum­bre o contingencia— por lo que se refiere a la satisfacción de sus necesidades, a través del tutor, cabeza de familia, responsable legal, perceptor de rentas o Estado subsidiador.

         En una situación de desempleo, a dichos grupos se le añade uno más, la población en situación de paro forzoso que, si por naturaleza y derecho habría de pertenecer —y de hecho pertenece estadísticamente— a la población nominalmente activa, a causa de los desajustes económicos estructurales (no sólo friccionales) del mercado de trabajo, participa de la condición objetiva (aunque no legal) de la población inactiva (no ocupada), al no poder obtener una renta propia, que le es proporcionada por el núcleo familiar o por políticas subsidiadoras públicas.

         Queda por añadir otro grupo (las personas que ejecutan funciones domésticas, llanamente llamadas «amas de casa», cuantitativamente más numeroso que el anterior: un tercio —aproximadamente— de la población activa española, y por ende de buena parte de los países desarrollados) que, si bien legítimamente, por naturaleza y derecho, habría de pertenecer a la primera de las dos categorías (población activa), hoy por hoy ha sido catapultado a la segunda de ellas, recibiendo comparativamente el peor de los tratos, al negársele siquiera el derecho legal de asumir el papel de «población trabajadora» (u ocupada). Esta atribución implícita e irregular del rol de «no activo» (o en su caso, de «activo no ocupado»), discrimina tácitamente a este grupo y lo relega a una situación de dependencia respecto a los detentadores legales de rentas, a lo que se ha de añadir el trato de subordina­ción social —y en ocasiones de dependencia patriarcal— que sufre respecto a las clases legalmente activas. (En su momento nos referimos también a la caracterización de «población inactiva» o «activa no ocupada» de numerosos colectivos que trabajan en la economía sumergida.)

         En un Estado Social de Derecho, las Administraciones Públicas (el Estado Central o las Administraciones Periféricas) tienen contraída una responsabilidad de acción redistributiva e igualadora de oportunidades vitales que va más allá del tradicional concepto de «atención a la familia», en beneficio de los sectores históricamente relegados y olvidados de la sociedad, que por lo general coinciden con la categoría de colectivos sociales que hemos caracterizado como «dependientes» o «subordinados» respectos a los perceptores de rentas.

         Todo ser humano, desde que nace, requiere de una serie de atenciones y está obligado a unas responsabilidades. El Estado puede hacer mucho para atender las necesidades de los que no lo puedan hacer por sí mismos, en orden a un mínimo concepto de solidaridad intrageneracional e intergeneracional. Solidaridad que, como veremos, no ha de ser necesariamente unidireccional ni, tan sólo, a fondo perdido. Para que ello sea posible es necesario cambiar de base, tanto por lo que respecta a la detracción de recursos desde la sociedad civil*, como por lo que se refiere a su redistribución hacia ciertas capas sociales especialmente necesitadas.

         La actual Hacienda Pública* se sostiene sobre un sistema fiscal orientado hacia las capas de población con algún nivel de renta y, por tanto, contributivas*. Por ello la redistribución —excepto en algunos servicios en especie, como la sanidad pública y ciertos servicios sociales, y en cualquier caso, si hacemos abstracción de ciertas prestaciones no contributivas de carácter asistencial— se dirige fundamentalmente a los sectores previamente cotizantes (jubilados, desocupados con derecho a percepción o subsidio, afectados por incapacidades laborales transitorias, etc.).

         Posteriormente comprobaremos de qué manera la actuación pública canaliza flujos de renta desde unos sectores a otros, en función de unos determinados niveles de renta. Pero esta canalización está sesgada por una estructura social encuadrada en unidades de renta denominadas estadísticamente hogares* (5). Estas unidades de renta son una amalgama de muy diferentes situaciones, que, en cualquier caso, desvirtúan el protagonismo del auténtico depositario de las necesidades: el individuo. Nosotros nos inclinamos, entonces, por un cambio de base que tenga como principal protagonista el individuo, independientemente de otras consideraciones, como su nivel de renta, su edad o su actividad profesional.

         Por último, tras la realización de un análisis breve de la estructuración social de España (así como de su posición en el contexto europeo), válido en general para la globalidad de los países desarrollados, y de un diagnóstico básico de los diferentes aspectos que incluye este tema (sistema fiscal, pautas de consumo, renta nacional y familiar, ahorro, consumo e inversión, y actuación pública), plantearemos una serie de fórmulas de redistribución de la renta y la riqueza, así como de incentivación de la actividad económica en general y de crecimiento equilibrado. Nuestra posición no es la de inclinarnos por una equiparación de rentas en sentido estático, pues la igualdad de rentas no equivale a la igualdad de oportunidades.

         Nuesta argumentación se fundamenta en la idea de que las personas no son todas iguales. Las hay más capaces y más negligentes, más ambiciosas y más conformistas, más generosas y más egoístas, más solidarias y más individualistas, más honestas y menos escrupulosas, más trabajadoras y más ociosas. Por ello, en una situación de igualdad —forzosa— de rentas, se produciría inexorablemente una desigualdad colateral, un agravio comparativo que perjudicaría notoriamente a los más capaces, ambiciosos, generosos, solidarios, honestos y trabajadores, en beneficio de los más negligentes, más conformistas, más egoístas, más individualistas, menos escrupulosos y más ociosos. Y ello sería manifiestamente injusto.

         Por otro lado, una sociedad artificialmente igualitaria, y por tanto inmovilista —pues no ofrecería suficientes incentivos a las personas más dinámicas—, es menos igualitaria que otra sociedad que ofrezca una mayor movilidad social, por mucho que ésta tenga mayor dispersión de rentas. ¿Hay un mínimo común denominador que haga posible, por un lado, una cierta equiparación social, y, por otro, la movilidad social que, en último término, es la garantía del dinamismo social y del estímulo creativo que fundamenta el progreso? Si lo hay, lo será, sin duda, la igualdad de derechos y de oportunidades. Éste es, para nosotros, el resorte que permite una movilidad social en unas condiciones mínimas de justicia social. La diferencia de rentas, si se parte de una igualdad de derechos y de oportunidades efectiva, inducida por los poderes públicos, no tiene por qué ser un obstáculo a la movilidad social, puesto que un individuo puede otorgar utilidad a la posibilidad, en principio, de aumentar su renta y status*, reflejando de esta manera la libertad de elección y la posibilidad de autorrealización de los deseos y las ambiciones individuales.

         En el contenido de esta sección nos inclinamos, pues, no tanto por la equiparación de rentas, como por la «remoción» —en terminología constitucional— de los obstáculos que dificultan la igualdad de derechos y de oportunidades (6). Por ello, preferimos aquellas medidas que discriminan los flujos de renta y riqueza a favor de los sectores con menores oportunidades sociales, para que, de esta manera, maximicen sus efectos en orden a una mayor equiparación de las trayectorias vitales y las posibilidades efectivas de autorrealización personal. Simultáneamente se ha de actuar sobre los niveles de riqueza acumulados: mediante exacciones fiscales (sobre las transmisiones, las donaciones, las herencias o los patrimonios) o simples levas* sobre los patrimonios improductivos.

         Es decir, en orden a la igualdad de derechos y de oportunidades ya mencionados, el individuo ha de comenzar su vida con unos derechos —que pasan del ámbito privado al público—, que ya no serían tanto la consecuencia de los patrimonios legados por los antepasados, como la obligación que el Estado contraería en su beneficio. Estos derechos, evidentemente, son producto de unas contraprestaciones en forma de ahorro forzoso* —que es aquello que, en definitiva, representan los impuestos— o de unos servicios prestados a la colectividad.

         Como veremos en los puntos que siguen, no proponemos sistemas utópicos sin base real ni pretendemos hacer alarde de originalidad. Todo lo que se encuentra en los materiales que ofrecemos al lector se fundamenta en hipótesis de trabajo, propuestas y alternativas expuestas en numerosos trabajos teóricos, de reconocidos especialistas sobre el tema. Nuestro objetivo es llegar a hacer un análisis de las respuestas operativas que se ocupan del supuesto teórico que subyace como eje conductor del presente trabajo: «De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades» (con todo el respeto por los espíritus sensibles que se alteren ante esta consigna, que pese a su uso a veces abusivo y demagógico, no está exenta de sentido ni de valor).


 

2. Cuestiones referentes al mé­todo

         Al referirnos a la renta, hemos de partir de la base de que la economía es un sistema abierto, con flujos de diferentes tipos (monetarios, de capitales, de trabajo, de servicios o de mercancías) que circulan entre diferentes nodos, que nosotros denominaremos sectores económicos. Como en cualquier sistema, una acción que se ejecute en cualquiera de dichos sectores repercute —de uno u otro modo— sobre los demás.

2.1. El circuito económico

         En la figura 1 hemos reflejado este esquema circulatorio, con cinco sectores que son una agregación de otros subsectores de inferior categoría. Así tendremos una visión general de los protagonistas macroeconómicos de la economía nacional, y nos será más fácil valorar en su justa medida el impacto de cada hecho económico sobre el cuadro general.

         Las economías domésticas son la suma de todas las unidades de consumo (hogares) de un país. El sector empresas es la agregación de todas las entidades productivas y constituye por lo tanto el colectivo productor de bienes y servicios comerciales (o especulativos). El sector Administraciones Públicas está integrado por el Estado en sentido estricto, las corporaciones territoriales y los organismos y entidades autónomas, y expresa, consiguiente­mente, la actividad global del sector público (incluyendo sus gastos corrientes —burocracia—, sus transferencias, su actividad especulativa —deuda—, su prestación de bienes y servicios públicos, y su producción de bienes privados). El sector extranjero cierra el sistema circulatorio, al incluir las relaciones económicas con el resto del mundo, con el cual se mantiene un intercambio comercial de capitales, mercancías y transferencias de todo tipo. Por último, el sector Formación Bruta de Capital representa la acumulación destinada a la inversión; mantiene entradas provenientes de los otros cuatro sectores mencionados, que generan ahorro, y simultáneamente establece relaciones de entrada y salida con el sector empresas y extranjero, que absorben, en proporciones diferentes, el volumen total de ahorro.

         (Las cajas o rectángulos del gráfico definen cada uno de los sectores, en tanto que los flujos entre ellas se expresan gráficamente mediante flechas. La magnitud de cada sector se expresa proporcionalmente a su importancia en términos de superficie, mientras que la de los flujos la traducimos por el grosor de cada una de las flechas.)

         En el cuadro 1 hemos reflejado las diferentes posturas que, en relación a los desequilibrios* coyunturales (y a más largo plazo, estructurales), han predominado desde la época del liberalismo clásico. Consideramos que es importante presentar un cuadro sinóptico que clasifique estas diferentes visiones, pues, de una u otra manera, se prodigarán a lo largo de esta sección. Como vemos, el liberalismo clásico* decimonónico abogaba fundamental­mente por cuestiones de crecimiento, por lo cual su doctrina se reducía a la eliminación de todas las restricciones al libre mercado y al estímulo de la competencia perfecta*. La escuela neoclásica* fue una continuación de la primera, con nuevos instrumentos, como por ejemplo el marginalismo* de Jevons, Menger y Walras (alguno de cuyos elementos nos será de suma utilidad para fundamentar la necesidad de cierto grado de progresividad); sus recetas, a partir de Alfred Marshall, partían de la llamada Ley de Say*, según la cual la oferta, por lógica económica, crea las condiciones que determinarán su propia demanda (7). Es decir, la confianza en la plena ocupación de los recursos y el equilibrio del mercado era total (tanto en los mercados monetarios, como de capitales, de mercancías o de trabajo).

         Su aspiración era la de un libre mercado regulado tan sólo por una política monetaria* (fundamentada en la llamada teoría cuantitativa del dinero*, ya intuida por David Hume pero perfeccionada por Irving Fisher) restrictiva (8) y una flexibilidad laboral* sin obstáculos (que se sustentaba sobre las teorías del fondo de salarios* de J. S. Mill y sobre la convicción neoclásica de que, en último término, el salario de un trabajador suplementario ha de ajustarse a la productividad marginal aportada por dicho trabajador).

         Con la crisis de los años 30, a la vista del fracaso de estos presupuestos, el keynesianismo* surgió a la palestra como una respuesta a la impotencia monetarista para equilibrar los mercados. La tesis fundamental de esta doctrina reside en que el paro no friccional* es el resultado de una insuficiente demanda efectiva (tanto en bienes de consumo como en inversión) y de una preferencia por la liquidez* frente a las —insatisfactorias— expectativas* de la inversión (9).

         En definitiva, tal postulado —que armoniza las componentes monetaria y real de la economía— rechaza la Ley de Say de equilibrio —automático— de los mercados (y la supuesta tendencia al pleno empleo) al considerar que es perfectamente posible un equilibrio con desempleo estructural (no friccional). Para conseguir el pleno empleo, objetivo fundamental de Keynes, sería necesario reactivar el sistema económico con inversión y gasto público. Puesto que el problema que se proponía combatir era la desocupación de los recursos productivos, sus instrumentos básicos serían el uso deliberado del déficit presupuestario* y la primacía de la política fiscal*, con el fin de poner en marcha el multiplicador de la inversión* (10) y estimular una demanda agregada* (en momentos de auge se trataría de corregir los desequilibrios mediante políticas monetarias* restrictivas del crédito y del consumo, mediante políticas de rentas* que frenaran los incrementos salariales, y mediante políticas fiscales de fomento del ahorro público en detrimento del consumo privado).

         (Tradicionalmente se han denominado neoclásicos —a partir del criterio de Joan Robinson— a aquellos economistas que introdujeron el análisis marginal en Economía, frente a los clásicos, como Smith, Ricardo, Marx y Mill, que se preocuparon por cuestiones relativas al crecimiento y la distribución de la renta entre los factores; pero hay quien ha querido extender la noción de «clásico» —como el mismo Keynes— a todos los economistas anteriores a Keynes, y englobar a éste y sus seguidores en una definición de «neoclásicos». Como vemos, la confusión es evidente, si bien nosotros preferimos catalogar la corriente postkeynesiana bajo la denominación —inspirada por Paul Samuelson— síntesis keynesiana del neoclasicismo*.)

         En el cuadro 2 hemos plasmado las diferentes medidas que, en el marco del diagrama de flujos representado en la figura 1 (a partir de lo expuesto en los párrafos anteriores), es posible aplicar, con el objetivo de combatir una situación coyuntural situada en un punto preciso de un ciclo económico* (fluctuaciones de la actividad económica a lo largo del tiempo, con períodos sucesivamente expansivos y contractivos). Por sentido común, las medidas de política económica, de alguna manera, han de contrarrestar las situaciones coyunturales de desequilibrio —respecto a una situación de «óptimo» económico preestableci­do— que se dan largo de los procesos cíclicos. Es decir, los instrumentos económicos, sean del tipo que sean, son procíclicos* o anticíclicos*. Son anticíclicos todos aquellos que, de una manera u otra, tengan un signo expansivo y una pretensión de estimular la demanda y la ocupación (11). Son procíclicos, en cambio, aquellos que pretendan atajar la inflación*, el déficit exterior* o el déficit presupuestario. Los primeros se suelen implementar en períodos de recesión*, y los segundos en períodos expansivos.

         En el cuadro 2 hemos recogido tan sólo dos instrumentos de los más utilizados en política económica (hemos obviado las políticas de Seguridad Social, comercial exterior, de rentas, de precios y de empleo). Como veremos, su aplicación, en un sentido u otro (expansivo, o anticíclico; o bien contractivo, o procíclico), tiene unos resultados deseados y favorables, y otros —inevitables— negativos. Las políticas monetarias son preferidas por los economistas y técnicos de tendencia conservadora (o liberal), mientras que las políticas fiscales son más apreciadas por los proclives al keynesianismo (como los socialdemócratas). En la práctica, ambas políticas se aplican combinadamente, aunque decantadas hacia un extremo u otro.

         Con esta breve sinopsis sobre las claves fundamentales de la política económica, hemos querido ofrecer una visión general de todos aquellos instrumentos que iremos reflejando a lo largo de nuestro discurso. Como veremos, cada uno de ellos parte de un distinto presupuesto ideológico, que, por lo general, pretende un determinado reparto de la renta y de la riqueza, que cuenta con su propia cohorte de defensores y detractores. (Por lo que se refiere a la política económica, como en todo, es difícil llegar a un punto de consenso.) El conflicto surge porque lo que beneficia a unos perjudica a otros. Por ello, la elección de una u otra política económica depende de la correlación de fuerzas existente en un país. Las llamadas estrategias electorales*, en último término, son las que definen y canalizan los estados de opinión que, en definitiva, son los que cuentan a la hora de establecer cuotas de poder en una sociedad democrática.

         Si bien no es éste el tema que nos ocupa, por su interés indirecto en materia de política económica, resaltaremos un concepto útil en la comprensión de las dificultades para establecer puntos de equilibrio —o de consenso— en la adopción de decisiones: el óptimo de Pareto* es aquella función en la cual ninguna redistribución admisible de los productos o factores podría aumentar el nivel de utilidad de una unidad económica sin disminuir el nivel de las demás. El punto (u óptimo) de Pareto es un locus de equilibrio de los factores, pero que —a diferencia de lo que postulaba J. B. Say— no presupone o implica que haya uno sólo, sino que pueden existir infinito número de ellos. En términos coloquiales, este concepto podría expresarse de otra manera, y entonces adquiriría la denominación de principio de Pareto, es decir, una situación, desde el punto de vista social, será mejor que otra si es preferida por más individuos, y el resto queda indiferente (12).

         Puesto que el bienestar social consiste en el bienestar agregado de los individuos, en aplicación de una supuesta función social de bienestar, se precisan ponderaciones cuantifica­das sobre las ganancias y las pérdidas de bienestar de cada persona, antes de comprobar si el bienestar social real agregado ha aumentado o disminuido. Como ello es imposible de calcular —a no ser en términos subjetivos, o cualitativos, empleando mecanismos de muestreo—, se ha de partir de valoraciones del tipo de la «eficiencia económica», que deriva del principio de Pareto anteriormente mencionado (una asignación de recursos sería pareto-eficiente cuando la ganancia de eficiencia económica es equivalente a una mejora de Pareto), o bien de las preferencias reveladas* expresadas por los ciudadanos (por ejemplo, en el acto de votar).

2.2. Las fallas estructurales y superestructurales del sistema económico

         Tras la excursión terminológica del punto anterior, hemos de retener dos ideas fundamentales: la primera es que el gasto y la inversión públicas pueden actuar en forma de medidas anticíclicas destinadas a contrarrestar una coyuntura recesiva (o bien en medidas que tienden a conseguir una redistribución de la riqueza en orden a determinados objetivos de carácter macroeconómico*); segunda, que esta actuación tiene sus consecuencias perturbado­ras, que se pueden resumir en inflación, déficit exterior y desequilibrio presupuestario.

         En el cuadro de texto número 3 Julio Alcaide Inchausti expone esta idea de forma totalmente irreprochable. A partir de lo que ya sabemos sobre el circuito económico (así como sobre los diferentes enfoques e instrumentos aplicables en política económica), una idea nos ha de quedar clara: si nos instalamos en el esquema que hemos denominado como «integración —o síntesis— keynesiana del neoclasicismo», es imposible llegar a un punto razonablemente asintótico*, de máxima eficiencia, en el cual se produzca un tolerable equilibrio entre intereses económicos. Sea cual sea la medida que adoptemos en la aplicación de una política estabilizadora y asignadora, de un carácter u otro, restrictivo o expansivo, desequilibraremos el sistema en un sentido u otro, y beneficiaremos o perjudicaremos a alguien en una medida más o menos tolerable (con riesgo de calentar o enfriar la economía, en un juego de equilibrios que sólo se mantiene en un estado de crecimiento constante con tendencia a la aceleración). Se acabará, entonces, adoptando las medidas que coyunturalmente se consideren más eficientes, y minimicen los perjuicios económicos y sociales colaterales al objetivo que tal medida se proponía.

         Pero cuando se trata de conseguir un flujo de recursos, en un sentido redistributivo, podríamos coincidir —en el grado, aunque no forzosamente en la concreción y la forma— en que la política que se ha de aplicar es inequívocamente keynesiana, en cuanto se refiere al componente fiscal y no tanto al gasto público. (Evidentemente es la política más directa. Se puede objetar que otro tipo de medidas —por ejemplo, la liberalización y desregulación de los mercados— podría aumentar asimismo la riqueza y tener efectos beneficiosos —a nivel factorial— para el conjunto de la población; pero en cualquier caso es una política indirecta, a largo plazo, mientras que una política fiscal puede dar frutos a corto o medio plazo, siempre que exista un cierto acompasamiento entre la aplicación de tales medidas y el momento coyuntural; sin tener en cuenta que las medidas flexibilizadoras no harán nada para atajar las desigualdades si no van acompañadas de mecanismos redistribuidores de reparto de la renta y la riqueza, y que más bien agudizarán —a corto plazo— ciertos efectos de la crisis, como el subconsumo y el subempleo de recursos productivos. Como podemos comprobar, la política fiscal y de gasto son instrumentos «de choque», propios del corto plazo y de una intervención coyuntural, no aptos para políticas a largo plazo desde un punto de vista global; en la práctica acaban retardando —postergando— los efectos inmediatos de los problemas, no resolviendo las causas profundas de los desequilibrios estructurales.)

         Unas medidas tales —expansivas— tienen unos efectos directos e indirectos, que inciden sobre la demanda global, el empleo, la oferta de trabajo, el nivel de ahorro, o la aversión al riesgo, y que de un modo u otro alteran la asignación de recursos económicos (a nivel factorial). Tales cambios no agotan las posibilidades en el ámbito de la producción y, al afectar el mecanismo de generación de renta y de riqueza, acaban por alterar el volumen de renta disponible y su distribución factorial, territorial, temporal y personal:

         «Cuando el sector público se introduce en la economía privada, cada familia encuentra que la posición de su renta en relación con los demás se ve alterada por los impuestos que paga y por el valor de los beneficios que recibe del gasto público» (13).

         Existen diferentes interpretaciones sobre los efectos de la política de gasto público en el sistema económico, pero nosotros nos inclinamos por una de ellas, la llamada incidencia* impacto. Ésta analiza el flujo monetario del gasto público, mientras que otra interpretación, con distinto enfoque (algo así como «a favor de quién se realizan los gastos») se ocupa de los gastos en especie. Esta incidencia puede generar diferentes consecuencias:

         -Efectos de redistribución de rentas dentro de la generación actual (entre individuos) o entre generaciones.

         -Pueden variar los incentivos a favor del consumo, en perjuicio del ahorro o la inversión (lo que, en este caso, ha de compensarse mediante una actuación sobre la liquidez* del sistema). Ello puede tener efectos en la distribución de la renta entre las generaciones actuales y futuras (deuda pública).

         -Pueden cambiar los estímulos sobre el trabajo.

         -Puede tener efectos sobre los incentivos para asumir riesgos.

         -Puede variar la asignación de recursos entre las diferentes ocupaciones, sectores de actividad económica y regiones (14).

         El sistema económico es inestable. Todos los gráficos y organigramas que lo presentan con una tendencia a largo plazo a alcanzar un determinado punto de equilibrio a partir de la dinámica y la inercia del mercado son una burda bagatela. El Estado y los poderes públicos tienen, por lo general, la responsabilidad de generar flujos de renta y riqueza que compensen los desajustes o fallas del sistema, que, por las imperfecciones del diseño normativo y la inequitativa asignación de los recursos, tiende a una paulatina polarización.

         Estas fallas no se concretan únicamente en las dispersiones de renta, sino también en un gran número de externalidades (agotamiento de reservas, destrucción de la naturaleza, contaminación, desequilibrios territoriales, saturación, desorden urbanístico, especulación, etc.) El Estado ha de velar por su control y regulación, de igual manera que por el bienestar de los ciudadanos. Por ello —en el ámbito estructural— ha de sopesar las consecuencias que toda medida de política económica tenga sobre el sistema económico.

         Pasando al nivel superestructural de las normas, valores e instituciones imperantes, se hace oportuno hacer notar la pervivencia hoy en día de dos importantes estigmas heredados del pasado inmediato: las estructuras gregarias y los vestigios de nuestra herencia patriarcal. Como vimos en la sección primera, tras siglos de luchas continuadas entre facciones opuestas en la arena de la política (que traducían intereses económicos enfrentados), a mediados del siglo XX se llegó a un armisticio tácito entre las vanguardias en confrontación, mediante el cual la pugna —en su caso— se encauzaba bajo formas más civilizadas (de representación simbólica, pasándose de las barricadas a la huelga legal como derecho fundamental), y el poder —económico y político— se repartía más equitativamente entre las facciones contendientes.

         Pero como suele suceder, lo que empezó siendo una solución de compromiso, ciertamente más favorable que la alternativa precedente (la ley del más fuerte) acabó fosilizándose y anquilosándose hasta degenerar en un tácito reparto de privilegios e influencias entre actores sociales que —supuestamente— dicen representar a las fuerzas «vivas» más representativas de la sociedad, pero que en la práctica son apéndices burocráticos de estructuras «normalizadas» y «tuteladas» por el aparato del Estado. ¿Qué queremos decir cuando nos referimos al concepto «apéndice burocrático»? Fundamentalmente que con el paso del tiempo tales actores sociales han ido adquiriendo autonomía propia al margen de su base social, a modo de «élite» social, desvinculándose paulatinamente de una realidad social que cada vez se parece menos a la que les dio inicio.

         Son apéndices porque a duras penas subsisten —entre ellos y el substrato social— los vínculos originarios (que rayaban en la abnegación) que establecieron los miembros fundadores de tales organizaciones; más bien se han conformado unas estructuras burocráticas «liberadas» del medio económico y social, se ha primado la estructura y la organización a la función que les dio sentido, se ha «normalizado» y corporativizado su funcionamiento (otorgándoles carácter reconocido, así como competencias, regulaciones y cometidos expresos) y se ha rubricado la legitimidad de su papel social, en atención a unos estándares en ocasiones arbitrarios y discrecionales (cuando no clientelistas) por parte de los ámbitos tutelantes: estructuras del Estado, la gran empresa y las entidades financieras, los «medios» de canalización de información, etc.

         Al igual que el gremio era la organización que tutelaba, regulaba y defendía los intereses de sus miembros asociados (y supuestamente también los de sus clientes), a costa del estancamiento, el anquilosamiento, la coerción (de iniciativas individuales al margen del statu quo) y la intervención esterilizadora, el «gremialismo» moderno (una forma «aplicada» del concepto gregarismo que nosotros empleamos) es una nueva forma de allanamiento de las potencialidades creativas y transformadoras del ser humano. El gremialismo, el clientelismo y el corporativismo (en definitiva, el gregarismo) están a la orden del día en el mundo de la política, de la economía, del trabajo, del pensamiento, de la cultura, de la información, de las relaciones sociales y del sustrato cívico.

         Las iniciativas que en su momento fluían por las capas freáticas de la sociedad civil (en la lucha por los derechos cívicos, políticos y laborales, en los esfuerzos por acercar la cultura a las masas, en la creación desinhibida de teorías innovadoras —sin cortapisas académicas o escolásticas, sin el recurso a la autoridad intelectual de moda—, en la búsqueda de nuevos canales de difusión y expresión de conocimientos e ideas) ahora han sido incorporadas por los aparatos gregarios «autorizados», «homologados» y tutelados por los poderes dominantes: así, los movimientos vecinales y cívicos, las energías transformadoras en el pensamiento y la política, los movimientos culturales, las potencialidades innovadoras en el mundo del trabajo y de la empresa, y tantos otros signos de vitalidad social, han sido constreñidos y esterilizados por el corsé burocrático, hasta hacerlos prácticamente inoperantes como expresiones autónomas.

         (A ello se puede replicar diciendo que, a su vez, han reducido el conflicto, han encuadrado las energías dispersas, han dado un poco de coherencia y orden a la sociedad, han abierto nuevas vías de participación —dependiente—, han creado nuevas formas de solidaridad —tercer sector*, voluntarios, organizaciones no gubernamentales, etc.—... Sin embargo, un balance agregado no permite ser optimista respecto a las perspectivas de innovación y cambio social.)

         El gregarismo, si bien invisible y sutil, es una amenaza no latente, sino real, a las fuentes de la creatividad, de la innovación y la discrepancia. Coarta la diferencia, esteriliza la creatividad, canaliza la participación y anula las energías espontáneas. De tal modo el sustrato social, alimentado por el pláncton social* (cívico y económico), base del concepto —tan manoseado— de la sociedad civil* (lo que más arriba llamamos «capa freática» de la innovación y las energías sociales), se angosta y calcifica, se obturan los canales de cambio, y el entramado superestructural que —para bien o para mal— dio origen a la sociedad occidental se marchita.

         En definitiva, el gregarismo (en cualquiera de sus expresiones: partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, Estado, universidades, arte y pensamiento «oficial», movimientos cívicos «subvencionados», corporaciones y monopolios...) establece un tipo de sociedad elitista, senil, conformista y estéril. Lo que se sitúa fuera del ámbito de lo «oficial» pasa a ser un desierto (con alguna mancha esporádica de originalidad) lleno de árboles caídos e ilusiones perdidas. La ortodoxia (a veces disfrazada de concesión por la vía del desencanto y el cinismo) reina ante la desbandada de la heterodoxia. Parafraseando a Keynes, nos situamos en un inmenso palacio reluciente que no tiene necesidad de bajos mundos como aquéllos que en otros tiempos habitaron Marx, Veblen, y otros excéntricos amigos de las tinieblas y las penumbras. Habitamos un palacio prístino y aséptico construido a base de falsas conciencias y renuncias.

         La neutralización de la iniciativa individual, el falseamiento del auténtico significado del concepto «sociedad civil», el establecimiento de élites más o menos dependientes y/o privilegiadas, es decir, el gregarismo que paraliza todo resquicio de originalidad, individuali­dad o cambio, tiene su fundamento en una progresiva anulación de las ansias de libertad (no tutelada) del individuo. (Cuesta aceptar cómo hasta el sano ejercicio de la extravagancia se ha convertido en un objeto de consumo masivo.) (15).

         La libertad individual, tanto como el establecimiento de vínculos solidarios, han sido fagocitados por las organizaciones, hasta el punto de que sólo lo que tiene rúbrica de «legitimidad» o «reconocimiento» existe para el cuerpo social: una persona sin trabajo sólo es un parado «oficial» si está inscrito en la oficina de empleo, una pareja sólo tiene carácter de tal si dispone de los papeles que lo justifica, un pobre sólo lo es con carnet, un sabio necesita acreditaciones para poderlo demostrar; y, tal como vimos en la sección primera, es economía oficial la que es reconocida como tal, es activa la persona que trabaja o está inscrita en la oficina correspondiente (con lo cual las amas de casa y los individuos del ámbito familiar que colaboran eventualmente en el sostenimiento de la familia son población «pasiva», es decir, ociosa, perezosa y parasitaria), etc.

         Los poderes gregarios determinan que sólo los trabajadores en activo cuentan en el ámbito de lo económico, que sólo los partidos políticos y organizaciones sociales reconocidos representan intereses significativos, que sólo los intelectuales «profesionales» (académicos o élites pensantes) tienen algo que decir u opinar, que sólo las organizaciones subvencionadas o encuadradas en el aparato oficial tienen un papel que cumplir, que sólo los que disfrutan de ciertas rentas tienen derechos que les son propios e inherentes...

         Es decir, los poderes gregarios establecen la necesidad/obligatoriedad de «demostrar» la función social y el papel activo de cada cual para otorgar un crédito de legitimidad a los individuos (a partir del salvoconducto que otorga la huella o la identidad gregaria). Así pues, ¿qué pasa con la enorme masa de población que, por el mero hecho de no poder «demostrar» su participación social (mujeres que trabajan en casa, niños que estudian, desocupados sin derechos, etc.) están al margen de la vida activa? Pues que, en la práctica, han de adoptar un papel —muchas veces no deseado— subordinado y dependiente. El detentador de derechos pasa a ser la persona activa que percibe rentas: el patriarcalismo pasa del código civil al ámbito de lo económico, y por extensión, al de lo doméstico.

         El reconocimiento del papel social del patriarca, como persona que ingresa unas rentas en la unidad familiar, condena a la pasividad social y cívica a una parte importante de la población, con el añadido de que, en un contexto ya de por sí desigual, genera mecanismos de retroalimentación de la pobreza y de la riqueza: los ricos son cada vez (al menos, en términos relativos) más ricos, y los pobres más pobres, con independencia de las políticas distributivas y redistributivas aplicadas. La sociedad reconoce y legitima la desigualdad al negar el valor y la función social de todo individuo, tanto por lo que se refiere a su significación factorial (reparto de la renta en términos agregados) como doméstica. El cabeza de familia, o patriarca, también —a menudo— sin desearlo, asume una carga muy pesada si el Estado se desentiende de la variabilidad de las situaciones familiares.

         (Un núcleo familiar no está en una misma situación de partida cuando su renta y el número de sus individuos —activos y pasivos— varía. El Estado puede hacer mucho —como veremos— para corregir estas desigualdades de partida, asumiendo un papel cohesionador, por un lado, y reconocedor del protagonismo y la significación del individuo, por el otro).

          Resumiendo, el gregarismo coartador de las energías sociales y el patriarcalismo anulador de la individualidad son dos importantes disfunciones (o fallas) heredadas de nuestro inmediato pasado. El Estado, por un lado, debería desembarazarse de un protagonismo que no le corresponde en ciertas parcelas de la sociedad civil y, por el otro, debería asumir un protagonismo que le corresponde en la tutela de los derechos individuales de las personas marginadas del núcleo de la sociedad «activa», es decir, detentadora de rentas, para así establecer condiciones de partida más igualitarias en los horizontes vitales de los individuos.

2.3. Cuestiones básicas sobre el sistema fiscal

         Las ciencias sociales son un campo abonado para las falsas polémicas, los sofismas y las tergiversaciones de los argumentos del contrario, y ciertamente la Hacienda Pública no es una excepción a este hecho. Desde el momento en que el sistema fiscal dilucida intereses se inscribe dentro del área que se ha venido a llamar Política Económica (véanse las primeras páginas de la Introducción General de esta obra). En el punto anterior ya hemos destacado algunas de las fallas más clamorosas del sistema económico y, en concreto, sus perversiones teóricas y fácticas, que configuran un sistema gregario en lo social y patriarcalista en lo doméstico. En éste nos circunscribiremos a los grandes principios que inspiran la política fiscal, desde un punto de vista teórico, pero fundamentado en sus consecuencias prácticas.

         La política fiscal es un instrumento en manos de los políticos para alcanzar unos fines determinados de antemano. Si restringimos —impropiamen­te— el concepto «Estado» al poder ejecutivo, la política fiscal es siempre la variable dependiente, y la voluntad política del aparato del Estado es la variable independiente. Al margen del hecho de que los países avanzados tienen tendencia a consolidar «derechos adquiridos», es decir, a establecer medidas que acaban adquiriendo un carácter rígido (en forma de políticas de gasto, de impuestos o de bonificaciones fiscales), la política fiscal es un hecho político, y por lo tanto variable en función de la correlación de fuerzas dominante en un país y/o de las preferencias reveladas (en las urnas) por los ciudadanos.

         Por ello la supuesta oposición entre la «tiranía fiscal» y los imperativos de la libertad de mercado es una falsa polémica, pues es el pueblo quien libremente, a través de su voto, decide (si bien imperfectamente, como por definición supone un sistema de democracia representativa*, no directa) cuál será el destino de la renta que globalmente genera. Negar este derecho en base a unos supuestos «principios» de libertad y propiedad es anteponer los intereses personales a la soberanía* colectiva (la mal llamada voluntad general roussoniana). Es decir, negar al pueblo el derecho a decidir libremente cómo gasta sus rentas es establecer de facto la tiranía del mercado sobre la soberanía (por imperfecta que sea) del pueblo, y esta actitud entra en contradicción con el supuesto ideal democrático de ciertos liberales.

         Una vez aceptado este axioma, pasamos sin embargo a matizar lo antedicho. Si bien entra dentro de la competencia de la «soberanía» del pueblo decidir cúanto gastar, y cómo, es cuestionable su derecho a expropiar y a intervenir el nivel factorial que genera esas rentas, no porque a nivel teórico no quepa dentro de sus competencias (esa «soberanía» es formalmente ilimitada), sino porque históricamente se ha demostrado la futilidad (o inutilidad, o incompetencia) de todo intento de suplantar la iniciativa privada por la pública en ciertas áreas donde la primera es más eficiente y —a sabiendas de que lo que decimos es discutible— porque es contraproducente coartar la libertad personal (a la iniciativa, a la ambición, a la diferencia) bajo el pretexto de una voluntad general tan infaustamente aplicada en contextos autoritarios (16).

         Así pues, si es impropio oponer la soberanía popular a la libertad personal (más allá de interpretaciones contractualistas, escolásticas, iusnaturalistas o utilitaristas), también lo es confrontar el principio de subsidiariedad* (que sancionaría la dicotomía entre lo público y lo privado) con la libertad de mercado, pues el primero es el principal límite —objetivo— a la voluntad general (en términos de eficiencia, no tanto de equidad) por lo que se refiere al derecho «natural» del Estado (como órgano institucional que ejecuta la soberanía popular) a regular, intervenir o expropiar el mercado.

         Entiéndase, si nos atenemos a una hipotética función social de bienestar* (o de utilidad), históricamente se ha demostrado que la maximización de aquella viene dada por la perfecta armonización entre la soberanía popular y la libertad individual, por lo cual el principio de subsidiariedad (preeminente y rector en Hacienda Pública) no se puede oponer a la libertad de mercado desde el momento en que se compatibiliza el principio de equidad* (impulsado por la soberanía popular) con el principio de eficiencia* (esgrimido por los detentadores de derechos de propiedad o por los individuos con afán de iniciativa).

         (En otras palabras, la supuesta oposición entre los principios de soberanía y de libertad individual es uno más de tantos debates espurios, pues como hemos visto, los principios de subsidiariedad y de propiedad —más allá de extrapolaciones y experimentos no del todo afortunados— son de aplicación «espontánea» en el ámbito económico, que —aun con sus imperfecciones— se rige por la ley universal de la simplicidad, que regula los fenómenos con el menor coste posible en energía e información: de ahí que cuando se abolió la propiedad privada en los países de socialismo centralizado, afloraron fórmulas de usufructo —tácito— de la tierra por parte de los particulares, así como fórmulas de descentralización y subsidiariedad en los ámbitos competenciales de los distintos órganos de poder.)

         El principio de subsidiariedad (priorización del nivel ejecutivo más eficiente y próximo al ciudadano) está en íntima interrelación con los principios de eficiencia y equidad, así como con el de neutralidad, del que hablaremos más adelante. Lo «deseable» sería que —en una sociedad uniforme con individuos autosuficientes— no fuese necesario ejercer una presión fiscal para subvenir a los intereses colectivos, pero lo «posible» impele a la organización social a dotarse de unos medios y unos recursos con los cuales satisfacer los fines que tiene asignados democráticamente.

         Si el cuerpo electoral decide unos objetivos de asignación y reasignación de recursos en base al presupuesto, o bien la estabilización (por unos medios u otros, como vimos en el punto 2.1) de un momento coyuntural (tal como establece los rudimentos de la doctrina hacendística clásica), el Estado ha de dotarse de unos recursos suficientes para implementar las políticas que se haya planteado (en base a las preferencias reveladas de los individuos). El principio de suficiencia no debe, pues, oponerse al principio de subsidiariedad, pues no es más que la constatación de la necesidad de todo cuerpo social o de toda institución de dotarse de los medios imprescindibles para cumplir las funciones que tiene asignadas. A partir de lo «deseable», la mejor política fiscal sería la que no existiese, pero el principio de lo «posible» impone un sacrificio (mínimo e igual, como veremos más adelante), si es que se pretende satisfacer una hipotética función social de bienestar, en atención a los principios limitadores de subsidiariedad y neutralidad (así como de eficiencia y equidad).

         Hasta el momento hemos empleado un enfoque estático, pero ahora se hace necesario introducir un enfoque temporal, pues si bien el principio de suficiencia no tiene por qué entrar en contradicción con el principio de subsidiariedad, sí lo puede hacer con el de intergenera­cionalidad: una vez que —en función de las preferencias reveladas de los electores— se ejecuta una determinada política fiscal, ésta puede perturbar decisivamente la propensión de los individuos a consumir, invertir o ahorrar (como vimos en el punto anterior), o puede poner en riesgo la solvencia futura del sistema (mediante una determinada política de gasto, de deuda, o de presión fiscal, que puede descapitalizar el nivel factorial de la economía). Y ello con independencia del principio de neutralidad (es decir, de perturbar o no el reparto «natural» de factores o rentas en el nivel factorial de la economía).

         El principio de intergeneracionalidad preserva al sistema fiscal frente al colapso, al establecer los límites de prudencia que es necesario respetar para no incurrir en disfunciones e ineficiencias que puedan poner en riesgo la pervivencia y solvencia futura del sistema, y para, fundamentalmente, preservar los derechos de nuestros descendientes, que no tienen por qué cargar con nuestras deudas —y nuestros errores— si no las provocaron (con independen­cia de que disfruten de los bienes, servicios o derechos financiados con ellos). (El principio de intergeneracionalidad, a partir de políticas activas, preserva también la solvencia de nuestro entorno natural, y de nuestro sistema de protección social, como un tesoro a cuidar y, si es posible, mejorar.)

         Por último, un sistema fiscal que se dote de unos medios económicos ha de pretender ser «neutral» en lo económico, pero no en lo social. Es decir, como hemos venido afirmando repetidamente, el sistema fiscal ha de ser un instrumento en manos de los políticos para garantizar una efectiva igualación de oportunidades vitales de los individuos (si este objetivo es rubricado por la mayoría de los ciudadanos en las urnas), para lo cual —utilizando la terminología al uso hoy en día— se hace necesario el establecimiento de discriminaciones positivas de unos individuos (los más pobres) en relación a otros (los más ricos), lo que implica un flujo redistributivo de rentas de unos a otros.

         (En términos más apropiados, nosotros preferimos hablar de discriminaciones positivas para restablecer el principio de igualdad de oportunidades cuando éste es impedido por una distribución inequitativa de las oportunidades vitales. La igualación de oportunidades vendría dada por un reparto más justo de los medios —factoriales— de producción, de las oportunidades educacionales y de los horizontes vitales; por ello, una vez más, no cabe oponer los principios propiedad-subsidiariedad cuando el primero puede permitir igualar las condiciones de partida de los individuos. Otro tipo de discriminaciones positivas, en forma de flujos de renta entre estratos de población, no son más que un paliativo que en absoluto cumple con tal objetivo de equiparación de las condiciones de partida entre los individuos.)

         El principio de universalidad establece las bases de igualdad de todos no sólo ante la ley, sino también ante la vida, intentando establecer las condiciones mínimas que equiparan las condiciones de partida de los ciclos vitales* de los individuos, siendo estos los que, en último término, optarán por un descuento del tiempo* u otro (que favorezca al trabajo, al ahorro o al ocio, o que compatibilice los tres). El principio de universalidad permite que todos los individuos (célula básica del cuerpo social) participen en las obligaciones y en los beneficios de la vida social (lógicamente en función de las posibilidades y las necesidades de cada uno) y, como veremos, establecerá unos saldos positivos o negativos por lo que se refiere al reparto de cargas y derechos entre los individuos.

         En definitiva, esta constelación de principios interaccionan entre sí para —más o menos imperfectamente— pergeñar una u otra política fiscal. Tal como establecimos en la Introducción General de esta obra, el principio de autorregulación inspira a todos los demás, siendo la libertad, la soberanía, la equidad, la iniciativa y la creatividad los principales bienes a preservar en este delicado mecanismo de fuerzas y contrafuerzas que define el Estado moderno. A continuación hacemos un salto desde el mundo de los principios programáticos a la —esperamos que no árida— esfera de la teoría aplicada. Comenzaremos estudiando los principales tributos y exacciones, para pasar posteriormente a estudiar otros conceptos, definiciones y principios básicos en política fiscal.

                Una Hacienda Pública se financia a través de diferentes figuras tributarias, entre las que podemos encontrar impuestos, tasas, sanciones y multas, precios de bienes y servicios públicos, etc. Pero no hay ninguna duda de que son los impuestos los pilares que la sostienen. Un impuesto (como su nombre indica) se entiende como aquel pago obligatorio por el consumo de bienes y servicios públicos indivisibles (es decir, sin valor monetario exigible al consumidor), con el cual se han de cubrir sus costes. Los impuestos pueden adoptar diversas figuras: son impuestos directos aquellos que se cobran mediante listas nominativas de contribuyentes —es decir, directamen­te— y en períodos determinados de antemano; son indirectos los que se obtienen, eventualmente, con motivo de ciertos actos (transmisiones de bienes, consumos) —es decir, a través de terceros—, sin limitarse a sujetos determinados por listas u otras medidas. Como se ve, la diferencia es de carácter recaudatorio, y no en orden a su naturaleza; si acaso, grosso modo, podríamos considerar los impuestos directos como gravámenes sobre el ingreso (o la posesión de riqueza), y los indirectos sobre el gasto (o la transmisión de riqueza).

                (Sin ánimo de exhaustividad, son de reseñar otras categorías en el ámbito impositivo: son impuestos reales los que gravan manifestaciones de la riqueza, independientemente de su relación directa con el sujeto pasivo*; son impuestos personales los que intentan gravar toda la capacidad económica del sujeto, estando el supuesto sometido a gravamen en íntima relación con la persona gravada. Los impuestos objetivos no tienen en cuenta la situación personal y familiar del sujeto pasivo; los impuestos subjetivos, en cambio, sí atienden a estas circunstancias. La clasificación que distingue los impuestos por su carácter directo o indirecto es la que, según nuestro punto de vista, tiene más significación económica, y es, por tanto, más discutible.)

                Existen básicamente tres impuestos fundamentales que en general se han ido implantando en los países desarrollados durante la segunda mitad del siglo XX, y que conforman la estructura central del sistema impositivo: el impuesto sobre la renta de las personas físicas, que es un impuesto directo, personal y subjetivo, periodificado anualmente sobre las rentas percibidas por las personas físicas; el impuesto sobre las sociedades (directo y personal) que grava la renta generada por las personas jurídicas (empresas y otras sociedades privadas con personalidad jurídica), y el impuesto sobre el valor añadido (IVA), impuesto indirecto, real y objetivo (además de multifásico* no acumulativo, aunque con carácter monofásico* en la fase final —de venta al consumidor—), recaudado a través de empresas y propietarios, que supone el eje de la contribución indirecta, pues es un gravamen que se transmite a través de todo el proceso de producción hasta el consumidor mismo, sobre quien debería recaer finalmente.

                (Hacemos abstracción de las contribuciones sociales, que si bien tienen carácter nominativo —es decir, si bien son a grandes rasgos impuestos directos— tienen como principal función no la financiación de servicios indivisibles, sino su reparto entre diversas categorías sociales: ancianos, desocupados que cobran prestación, beneficiarios de prestaciones por incapacidad laboral —temporal o permanente—, etc.)

                Otros tres impuestos (no tan generalizados, aunque con presencia en España) con carácter complementario a los tres primeros, por cuanto suponen una recaudación adicional o que garantizan la recaudación efectiva de los tres anteriores, son los siguientes: el impuesto sobre el patrimonio neto (directo, personal y objetivo), concebido desde su implantación como una ayuda al impuesto general sobre la renta, puesto que los datos que facilita sirven para controlar la veracidad de la renta declarada por los grandes patrimonios; el impuesto sobre sucesiones y donaciones lucrativas (directo, personal y subjetivo), que tiene la misión de cerrar la estructura fiscal para evitar las brechas de fraude o para desestimular la excesiva concentración de la riqueza; por último, los gravámenes sobre consumos específicos (indirectos, reales y objetivos), de larga tradición, destacan por su capacidad recaudadora y penalizan el consumo de determinados bienes considerados socialmente perjudiciales (alcohol, tabaco), o que generan otras deseconomías o externalidades negativas, como la gasolina. (Quedan otras variadas figuras, unas de carácter arancelario, otras de ámbito local —como el impuesto sobre los bienes inmuebles, es decir, la antigua «contribución urbana», o el impuesto sobre actividades económicas, el anteriormente conocido como «licencia fiscal»—; y por último, otras con variadas tipologías: tasas y timbres, diversos impuestos municipales, plusvalías, peajes, etc.)

                El sistema fiscal, en la práctica actual de los países desarrollados, responde a una doble finalidad: recaudatoria, de cara a hacer frente a las exigencias del Estado (y al principio de suficiencia impositiva antes expuesto), y redistributiva, para compensar los sacrificios derivados de los desequilibrios coyunturales o estructurales, y para poner a punto mecanismos correctores de las desigualdades (no olvidemos su vertiente puramente distributiva, como la de cualquier otro agente económico que asigna unos recursos en el circuito económico).

                Los impuestos recaen sobre dos conceptos: sobre el patrimonio (en valor monetario), es decir, sobre la evaluación en un momento determinado de tiempo del conjunto de bienes y servicios que jurídicamente corresponden a un individuo (lo cual es bastante complejo); o sobre la renta (en valor monetario), es decir, la evaluación de la oscilación del patrimonio de un sujeto en un intervalo de tiempo determinado de antemano (17) (de otras figuras, como el impuesto sobre el gasto, hablaremos posteriormente). En la actualidad los impuestos recaen fundamentalmente sobre las rentas activas, es decir, sobre los sujetos activos (que son los más fácilmente controlables), ya que las clases pasivas (nos referimos fundamentalmente a los rentistas, especuladores, y a los propietarios manos muertas) inexplicablemente resultan favorecidas por el sistema fiscal, que grava fundamentalmente las retenciones en origen, en beneficio de patrimonios improductivos o —aunque sean productivos— ocultos (18). (Más adelante insistiremos en la perentoria necesidad de articular una información catastral que emerja el valor real de tales patrimonios improductivos, con objeto de gravarlos convenientemente a los tipos establecidos.)

         Toda esta terminología es clave para entender un concepto básico en la teoría de la Hacienda Pública: la progresividad formal*. Ésta se fundamenta en un principio: que el sacrificio marginal, en función del tipo de decrecimiento de la utilidad de la renta (es decir, del carácter de la función que representa la utilidad marginal decreciente de la renta para un sujeto), sea mínimo e igual para todos los individuos.

         Ello lo explicaremos con un ejemplo numérico extraído de la obra Lecciones de Hacienda Pública, de José María Naharro (figura 2). Si suponemos una comunidad de varios sujetos (a, b, c, d, e y f), con diversas rentas (respectivamente, 20.000, 14.000, 10.000, 16.000, 12.000 y 9.000 ptas.), cada uno de estos sujetos estima de manera decreciente la utilidad de su renta, según crece; pero supongamos también que la estimación del decrecimien­to es igual para todos: esto es, que las primeras mil pesetas las estiman todos por igual (y a esta estimación le damos el valor arbitrario de 20), las segundas mil pesetas son estimadas por todos menos que las primeras, representándolo por el número arbitrario 19, y así sucesivamente.

         La utilidad total de sus rentas, para cada uno de los individuos, será la suma de los índices* de utilidad: 20 (que es la estimación de las primeras mil pesetas) + 19 (de las segundas mil pesetas), etc., hasta llegar a las últimas mil pesetas. Si efectuamos este cálculo para cada uno de los individuos las sumas serían, respectivamente, 210 para a, 189 para b, 155 para c, 200 para d, 174 para e, y 144 para f. Si a f el impuesto le detrajese 1000 ptas., le supondría un sacrificio de utilidad igual a 12 (equivalente a la utilidad de su última unidad de renta); si el impuesto fuese de 2000 ptas, sería de 13 + 12 = 25, etc. En el caso de a, sin embargo, un impuesto de 1000 ptas. supondría un sacrificio de una unidad; y un impuesto de 2000 ptas., de 2 + 1 = 3, etc.

         Es decir, el impuesto incidirá de diferente manera depen­diendo de cuál sea el nivel de utilidad marginal de la última unidad de renta, que recordemos que es 1 para a, 7 para b, 11 para c, 5 para d, 9 para e y 12 para f, lo que implica la existencia de apreciaciones —objetivas y subjetivas— diferentes sobre la utilidad marginal de la renta de los respectivos individuos. Las diferencias de renta —de partida— implican diferencias en el sacrificio marginal sobre la última unidad de renta con una incidencia dada de la carga impositiva (esfuerzo fiscal*). Si bien en términos absolutos todos aprecian por igual la pérdida de cada unidad de renta extraída por el impuesto —pues 1000 ptas. tiene el mismo poder adquisitivo para un pobre y para un rico—, en términos relativos el impacto de la carga sobre la renta es mayor en el pobre que en el rico. De ahí que digamos que la curva de utilidad marginal* (su pendiente) es diferente para el pobre y para el rico, y que por lo tanto el principio de equidad vertical* se ha de ajustar a este hecho (19).

         De acuerdo con este modelo, para que la suma del sacrificio que se imponga a estos individuos sea mínima, el impuesto ha de ser progresivo. Veamos por qué: al detraer mayores cantidades de renta de los más ricos, y más pequeñas de los más pobres, originará un sacrificio global menor, puesto que la utilidad marginal (de la última unidad de renta) de las rentas grandes —como hemos visto en la figura 2— es inferior. Por ello, según la doctrina marginalista, es mejor declarar exentas las rentas hasta un cierto límite, que puede ser más o menos alto, y gravar con fuerte progresión sólo las rentas más elevadas (posteriormen­te expondremos nuestro propio criterio sobre el particular).

         (Recordemos que un impuesto es progresivo cuando los tipos de la escala impositiva aumentan a medida que la renta aumenta; es proporcional cuando existe un tipo único independientemente del nivel de renta; y es regresivo cuando existe una razón inversa entre tipos y renta.)

         Ello no obstante, hay muchos teóricos que se inclinan, no por un sacrificio marginal mínimo, en función de la utilidad marginal de la última unidad de renta de cada individuo (que, como hemos visto, únicamente puede garantizar un sistema progresivo que discrimine —en origen— a los individuos en función de su nivel de renta y riqueza), sino por un sacrificio propor­cional. Éste se fundamenta en el principio de que la utilidad de las cuotas impositivas partidas por la de las bases líquidas del impuesto (o renta total del individuo) es una relación que ha de permanecer constante para que el sacrificio sea equivalente: pero ello no toma en consideración la diferencia de la utilidad por unidad marginal de renta al crecer ésta (por lo tanto, según la teoría de la equiparación del sacrificio, no es admisible tal relación constante).

         En cambio, nosotros pensamos que el sacrificio ocasionado por un impuesto proporcional (no progresivo), cuando la utilidad marginal de la renta es decreciente, no es proporcional, sino comparativamente inferior para los detentadores de rentas altas en relación a los de rentas bajas. Aquellos que claman por la Teoría de la Imposición Óptima fundamentan la necesidad de un impuesto al tipo marginal constante, conjuntamente con la exención de las rentas por debajo de un determinado nivel establecido de antemano, en que es más pareto-eficiente sin, por otro lado, afectar a la optimalidad de una hipotética función social de bienestar (es evidente que estos técnicos parten de la base de que todos los individuos tienen idéntica función de utilidad —y por tanto de bienestar—, lo cual es cuestionable).

         Argumentan esta posición con el razonamiento de que la proporcionalidad fiscal es preferible a la progresividad fiscal en el sentido de que la justificación teórica sobre la teoría del sacrificio marginal mínimo es abstracta y valorativa, y, en definitiva, se fundamenta en un criterio político o social, dejando de lado cuestiones que, como la neutralidad respecto a la generación de la renta y riqueza, o la eficiencia económica —en época de crisis de las Haciendas Públicas— serían —según esta interpretación— fundamentales.

         Si bien hasta ahora nos hemos centrado en la regla del sacrificio mínimo, que nos sitúa en un escenario de progresivi­dad, si queremos transformar esta regla en la del sacrificio igual, las cosas son incluso más complicadas.

         El sacrificio igual depende de la curva de utilidad que empleemos. Hasta ahora hemos supuesto —salvo la objeción esgrimida por la Teoría de la Imposición Óptima— que ésta varía en función de las circunstancias objetivas de cada individuo, más allá de su apreciación subjetiva: en concreto, varía en función de su nivel de renta específico. Pero, si no tomamos este dato como un axioma, se pueden establecer las siguientes posibilidades:

         1) Si la curva de utilidad es la misma para todos los individuos, el sacrificio puede ser absoluto (impuesto de capitación, es decir, de suma fija independiente de la situación económica de cada individuo) o proporcional (razón entre exacciones y renta igual para todos los individuos).

         2) En cambio, si la curva de utilidad es diferente (es decir, si la utilidad marginal de la renta es diferente para cada individuo), la distribución impositiva (sacrificio marginal) será progresiva, proporcional o regresiva en función de si la elasticidad* de la utilidad marginal con respecto a la cuantía de la renta es mayor, igual o menor a la unidad (por definición, cuando la elasticidad de la utilidad marginal de la renta es la unidad el sacrificio es proporcional, pues la utilidad pasa a ser igual para todos los individuos).

         En segundo lugar, la medida de la progresividad se puede establecer en función de:

         1) La relación entre los cambios en el tipo efectivo y los cambios de la renta.

         2) La relación entre cambios porcentuales en la deuda tributaria y los cambios porcentuales en la renta.

         3) La relación entre los cambios porcentuales de la renta después de impuestos y los cambios porcentuales de la renta antes de impuestos (20).

         En tercer lugar, el sacrificio marginal pretendidamente «igual» se puede maximizar o minimizar —dependiendo de la regla de sacrificio escogida— en función del grado de progresividad (o incidencia de la carga) que se aplique. La carga se maximiza en los estratos superiores de renta cuando la escala impositiva sube empinadamente, y se minimiza cuando sube suavemente (con repercusiones diferentes sobre los estratos medios de renta). La progresividad se anula cuando la carga es la misma —en términos relativos— independiente­mente del nivel de renta. La carga se minimiza para los estratos bajos de renta (hasta rebasar el nivel negativo) cuando mediante exenciones* o traslaciones de renta se los exime del pago del impuesto o se desvía renta de los estratos más ricos a los más pobres en aplicación de un impuesto negativo de la renta*, a tipos negativos; y se maximiza (en los estratos bajos de renta) cuando participan más que proporcionalmente en la recaudación fiscal, dada su capacidad de pago* real (por ejemplo, por la fuerte incidencia de impuestos indirectos, de carácter regresivo).

         En este sentido, hablamos de sacrificio mínimo e igual cuando el esfuerzo fiscal es mínimo en función de las posibilida­des reales de cada sujeto pasivo, y equivalente a la capacidad de pago medida por la utilidad marginal de su última unidad de renta, de tal manera que el sacrificio marginal se iguale para todos los individuos. Como vemos, es difícil —y tedioso— especificar el grado de eficiencia y equidad del sistema impositivo, dada su inherente complejidad (21).

         Hasta este momento hemos considerado los impuestos en calidad de mecanismos de recaudación. Pero siguiendo el hilo de nuestras reflexiones sobre los criterios de distribución de la carga tributaria, descubrimos que la fiscalidad posee también una función redistributiva, la cual modifica la asignación de la renta que resulta del libre juego de la actividad económica. La función recaudatoria es clave, pero la manera de articularla con la función distributiva (asignadora) y redistributiva (reasigna­dora) es fundamental para la correcta valoración de un sistema fiscal determinado. En definitiva, el sistema fiscal complementa al gasto social en la función distributiva y redistributiva, desde el momento en que detrae y canaliza unos recursos en proporción a la utilidad marginal de la renta y la riqueza de los individuos.

         Por definición, los impuestos directos habrían de ser más progresivos que los impuestos indirectos, pues mientras los primeros pretenden tener en cuenta la situación personal y social de un sujeto, los segundos son indiscriminados (a no ser que se establezcan mecanismos de discriminación, como, por ejemplo, tarifas impositivas en función del grado de elasticidad-precio de los diferentes productos). Pero, en la práctica, un impuesto muy progresivo sobre la renta puede verse neutralizado por una fuerte incidencia de los impuestos indirectos (ya sabemos que estos exigen un sacrificio superior a las personas de inferior nivel de renta).

         Hay otros aspectos que relativizan la progresividad formal del sistema impositivo: en primer lugar, la progresividad de un impuesto es un concepto difícil de establecer en términos absolutos, pues las comparaciones en términos relativos no pueden efectuarse sobre la estructura de los tipos* marginales, ni la de los tipos nominales de la tarifa impositiva, sino sobre la de los tipos medios efectivos resultantes de tomar en consideración determinadas deducciones de base o de cuota; en segundo lugar, porque éstas se han incrementado muy rápidamente, tanto en conceptos como en cantidad, por razones de política económica o de discriminación de rentas, por lo cual los impuestos han perdido, por un lado, potencia recaudadora, y por otro, capacidad redistribuidora, en beneficio de las rentas más altas.

         No es éste el único reproche que se le hace al sistema impositivo progresivo vigente en la actualidad. Desde el punto de vista de la eficiencia, la neutralidad* se ha considerado desde hace mucho tiempo un principio vertebrador de un buen sistema tributario. Es decir, las decisiones relativas a la producción y el consumo privado no deberían, según este princi­pio, resultar afectadas, y la asignación de los recursos habría de permanecer inalterada en el sector privado. Trataría, entonces, de evitar un excesivo dirigismo fiscal, al tiempo que minimizaría las intervenciones en la esfera privada de los individuos.

         Si bien el sistema fiscal progresivo puede tener un efecto estabilizador de la economía por el lado de la demanda (la hipótesis de los estabilizadores automáticos, con carácter anticíclico, de la teoría fiscal), ello tiene su contrapunto: un efecto desestabilizador en el lado de los costes, si los sujetos en juego en el mercado de los factores intentan compensar los impuestos en una dirección u otra de las transacciones. De esta manera, se destruye claramente el principio de neutralidad impositiva.

         Si un sistema impositivo quiere ejercer su función con eficiencia, no sólo con eficacia (es decir, minimizando los costes en la obtención de un objetivo dado), ha de valorar las vías de escape (la evasión impositiva), traslación* (alteración de los precios de los productos o servicios con los que trafi­can), o incidencia (percusión* de un impuesto mediante la asunción de un impuesto ajeno, a través de mecanismos inflaciona­rios, o bien a través de recortes en los salarios de los trabajadores), que repercuten en la correcta asignación de los recursos.

         Un sistema progresivo ha de evitar otra situación perturba­dora de la neutralidad impositiva, y desestimuladora del ahorro, como es la doble imposición* sobre el ahorro. Éste es un obstáculo más desplegado en el camino asintótico tendente a la más correcta (óptima) asignación de los recursos. Dejemos que sea John Stuart Mill quien lo razone:

         «En realidad, si pudiera confiarse en la conciencia de los contribuyentes o asegurarse de la exactitud de sus declaraciones tomando determinadas precauciones, la mejor manera de tasar un impuesto sobre el ingreso sería gravar sólo la parte del ingreso que se dedicara a gastos, eximiendo la que se ahorra. Pues cuanto se ahorra y se invierte (y en términos generales, todos los ahorros se invierten) desde ese momento paga impuesto sobre el interés o la ganancia que produce, a pesar de que ya se gravó en el principal. Por consiguiente, a menos que los derechos estén exentos del impuesto sobre el ingreso, se grava dos veces a los contribuyentes sobre lo que ahorran y una vez sobre lo que gastan» (22).

         (Hemos de observar que esta aseveración se acerca a posteriores análisis que abogan por gravar el gasto, mediante un cálculo simple que consistiría en sustraer lo gastado —convenien­temente respaldado documentalmente— de los ingresos totales, para así evitar gravar lo no gastado, es decir, lo ahorrado; pero independientemente de las dificultades prácticas de esta aparentemente simple operación, dicho sistema sería fuertemente regresivo y, desde luego, en absoluto cumpliría los requisitos de la progresividad formal. Más tarde veremos que se puede respetar el objetivo de evitar la redundancia en el pago de las rentas del capital especificando claramente qué ingresos son calificados como «ingreso personal» y qué otros son calificados como «ingreso societario» que tenga como fruto la inversión: se presupone que todo beneficio no reinvertido es ingreso personal.)

         Si a la doble imposición le añadimos diversas medidas discriminatorias, como deducciones, subvenciones, o bonificacio­nes de diferentes tipos, el principio de neutralidad queda nuevamente menoscabado en unas opciones en beneficio de otras, favorecidas por tal tipo de medidas.

         Finalmente, es necesario delimitar el grado de tolerancia de un sistema fiscal o los límites de la redistribución, antes de que afecte a la capacidad de acumulación y de crecimiento (según el modelo productivo actual) de una economía, y por lo tanto, también al principio de neutralidad. Si está claro, según algunos estudiosos, que los límites de tolerancia teóricos tienden a coincidir con los niveles reales de las épocas en que se formularon (es decir, que tales límites no serían sino —en principio— argucias argumentales, en la dialéctica sobre la política fiscal ejercida en un país), no podemos olvidar tampoco que cualquier cambio en la asignación de recursos tendrá una incidencia impacto que se transmitirá, de una manera u otra, por todo el circuito económico (y, en definitiva, no podemos substraernos del hecho de situarnos en un contexto global, que impone unas ciertas limitaciones en concepto de costes, si es que se pretende ser competitivo en factor precio).

         Si se han de hacer esfuerzos de imaginación para mejorar la asignación de factores sin perjudicar la competitividad de una economía o sus equilibrios básicos, así como sin sobrepasar su «límite de tolerancia difusa», ha de ser sin soslayar los principios expuestos en este punto (23).

2.4. Análisis de las posibilidades redistributivas

         Pasando del área de la política fiscal (reparto de cargas fiscales) al de la política de gasto social (reparto de bienes y derechos sociales) hemos de incidir en la justificación clásica que atiende a la divisibilidad o indivisibilidad de los bienes y servicios públicos para fundamentar la actuación pública en la economía. Sin pretender ahondar en este tema (que será objeto de nuestra atención un poco más adelante) bástenos recordar que la teoría hacendística clásica reservaba al Estado la provisión de bienes y servicios indivisibles (es decir, sin posibilidad de ser atribuidos o apropiados en exclusiva por parte de nadie), y al mercado la producción de bienes y servicios divisibles (no compartidos y apropiables, con aplicación del principio de exclusión*) (24). (Por definición, los primeros tienen precio cero, siendo asumido su coste por el conjunto de la sociedad, y los segundos están regulados —en su precio y en su coste— por la ley de la oferta y de la demanda.)

         Como sabemos, desde el momento en que se introdujeron en la doctrina hacendística otros objetivos que superan a la mera provisión de bienes indivisibles, de cara a igualar las oportuni­dades vitales de los ciudadanos, dentro de las responsabilidades públicas entró la provisión de ciertos bienes y servicios a los que es posible asignarles un precio de mercado (teniendo, por tanto, carácter divisible). Sin embargo, a medida que el Estado Social fue evolucionando, se fue profundizando (a partir de criterios de subsidiariedad) en la diferencia entre los conceptos provisión y prestación de bienes públicos y sociales. El concepto «provisión» se reservó a la aceptación de una obligación reconocida —por parte del Estado— de otorgar un derecho —al ciudadano— con independencia de si este bien o servicio era de producción propia o había sido delegado, concertado o subcontra­tado en el mercado (25).

         Es decir, con el tiempo el papel del Estado en la prestación de bienes y servicios públicos se ha hecho más flexible y cambiante, en respuesta a las transformaciones políticas e ideológicas que conforman la nueva oleada «liberalizadora» y conservadora que nos invade: la priorización (o al menos la igualación) de los objetivos de eficiencia (de crecimiento, en definitiva) sobre los de solidaridad (o de redistribución de la renta) (26).

         No obstante, no se puede obviar que la política redistribu­tiva vigente hasta ahora poco ha hecho para rebajar los desnive­les sociales en la escala de rentas, ni para abrazar a los colectivos marginados y desprotegidos de la sociedad, ni para igualar los horizontes vitales. Más bien la política de rentas, de carácter imperfectamente redistributivo, ha sido un paliativo infructuoso en el objetivo de repartir cargas y derechos de forma más justa y equitativa, y ha agravado los desequilibrios estructurales en las economías de los países más avanzados en relación con las economías emergentes (Nuevos Países Industriali­zados) del Pacífico y del Índico.

         Ello no prueba el carácter contraproducente de las políticas fiscales y sociales, sino la deficiente aplicación del principio autorregulador, que compensa pesos y contrapesos (por lo que se refiere a los principios de eficiencia y equidad) y que corrige las imperfecciones de la base normativa y del mercado. En este punto nos centraremos en determinar los principales elementos que definen un sistema redistributivo en toda su —esperamos que aprehensible— complejidad, para pasar, en los siguientes capítulos, a estudiar punto por punto sus condicionantes y sus precedentes teóricos, y más adelante a definir nuestras propias propuestas reformadoras y transformadoras.

         El cuadro de texto número 4 resume excelentemente las implicaciones que suponen los tres niveles de política fiscal: sistema impositivo, gasto público, así como subvenciones y bonificaciones fiscales. Aunque la fecha de edición de aquellas líneas se sitúa al principio de la década de los ochenta (1981), sus razonamientos siguen siendo válidos: afirma que la política fiscal —aun con sus efectos indeseados—, por su repercusión en el gasto público, es un instrumento insustituible para un mejor reparto de la renta.

         A pesar de las crecientes críticas hacia el llamado Estado asistencial, su necesidad histórica es un hecho aceptado incluso por sus más firmes destractores. Si por un lado aumentan las críticas hacia las «fallas del sector público», cada día hay menos opositores (por lo menos, en la Europa Occidental) al planteamiento básico del Estado del Bienestar: en una situación de partida caracterizada por la desigualdad, la igualdad se consigue tratando desigualmente las rentas. (Ello no supone que no queden teóricos que aboguen insistentemen­te por el recorte del gasto público, e incluso por la desregulación de ciertas materias de orden social.)

         No olvidemos tampoco el momento histórico en el que —supuestamente— nos encontramos, con el paso hacia una nueva era denominada «postin­dustrial» (o informacional, según la terminología de Daniel Bell o Alain Touraine). Ya Adolf Wagner, a finales del siglo XIX, previo que el gasto público crecería de manera constante extensivamente (cada vez más administraciones) e intensivamente (cada vez más actividades). Con tal argumentación se estableció la llamada Ley de Wagner*: a medida que se va incrementando el crecimiento económico y la industrialización, además de un crecimiento del sector público, se produce correlativamente un aumento de la demanda de gasto público destinada a satisfacer necesidades de bienes y servicios sociales. Las políticas sociales germanas —de carácter paternalista—, durante la época de Bismarck, fueron el arranque del modelo de política inequívocamente «intervencionista» por parte del sector público; la doctrina keynesiana y el New Deal de Rooselvet en Norteamérica fueron su aldabonazo.

         Como ya hemos avanzado, la renta ha aumentado, en los últimos decenios (en concreto, desde los años setenta), en cifras absolutas, pero su distribución no ha variado significativamente en cifras relativas, por cuanto la dispersión continúa siendo muy grande. Además, no hay una identidad absoluta entre la renta y el bienestar. Veamos por qué: si un director de empresa (de cuello blanco*) tiene una renta diez veces superior (después de impuestos) a la de su subordinado de cuello azul*, ¿ello indicará que su bienestar varía en una proporción equivalente?

         Si partimos de la base de conceptos tales como los indicado­res sociales*, o los niveles de vida, evidentemente que sí: aquel directivo podrá disponer de unos bienes de consumo, una seguri­dad, unos servicios y unas expectativas (es decir, un horizonte vital) que el trabajador de cuello azul acaso no pueda ni soñar. Pero si nuestro interés se dirige a un concepto tan difícil de ponderar como las preferencias reveladas*, ello no tiene por qué ser así. Pues estas últimas son las que, en definitiva, constitu­yen la vía más adecuada de obtener información respecto a la manera según la cual el individuo elige entre consumo, ocio y condiciones de trabajo, entre renta y lugar de residencia. El bienestar*, entonces, se fundamenta en las preferencias reveladas de los individuos, no en su renta; así, no es nada extraña la dificultad de su valoración y medición (27).

         (Sin embargo, el trabajador de cuello azul tendría un concepto diferente de su propio «bienestar» si, por ejemplo, tuviese un nivel educacional similar al del directivo. En este caso, los horizontes vitales de ambos individuos coincidirían, pues recordemos que estos están determinados en igual medida por sus condiciones objetivas —su nivel de formación— y por su conciencia —sus expectativas—; lo que les separaría sería su diferente ciclo vital, determinado en parte por la función de oportunidades de las que han podido disponer. En definitiva, lo que les separa, una vez más, es lo que convinimos en llamar «desigualdad de oportunidades», siempre que no medien otras circunstancias que posteriormente especificare­mos al referirnos al concepto «descuento del tiempo».)

         El desnivel existente entre la renta factorial —antes de los gastos públicos sociales— y el bienestar que, gracias a una política social efectiva, pueden disfrutar los ciudadanos, incluye cuatro tramos. El primero sería salvado mediante una igualación —taxativa— de las rentas factoriales*, a través de la consecución de una distribución más equitativa de los factores. El segundo, más propio de una economía social de mercado, serían medidas que paliasen en cierta medida el salto existente entre la renta factorial y la renta monetaria disponi­ble (renta factorial privada — impuestos directos y cotizaciones sociales + gastos sociales públicos en efectivo). El tercero, en medidas que influyesen en el desnivel entre la renta monetaria disponible y la renta final disponible (suma y sigue: + gastos sociales públicos en especie, como sanidad, educación, servicios sociales, etc.) El último nivel sería aquel que modificase el escalón entre la renta final disponible y el bienestar «subjeti­vo» de los ciudadanos (como son las políticas que mejoran las condiciones de trabajo, que fomentan el ocio creativo y la cultura, que se preocupan por cuestiones ambientales y de calidad de vida, y otros argumentos de la llamada función de preferencia social).

         Hasta ahora la política fiscal ha actuado sobre la renta disponible, pero no ha incidido en la renta factorial. De tal manera que la progresividad formal, que teóricamente pretende redistribuir cargas impositivas en beneficio de los menos favorecidos, en la práctica, a través del impacto de la progresi­vidad real (no formal o nominal), además de no producir este efecto (sino que más bien repercute sobre capas de población de clase media, sin posibilidad de escapatoria fiscal), legitima un status de desigualdad factorial desde la base, y no actúa sobre fenómenos tan regresivos y antisociales como el fraude fiscal, la especulación, el rentismo y la corrupción.

         Más adelante retomaremos este tema, que aquí simplemente apuntamos. En definitiva, lo que fundamentalmente iguala los horizontes vitales de las personas es la igualdad —efectiva— de oportunidades, y ésta no se conseguirá sin partir de una cierta equidad en el nivel factorial: puede ser fomentada (como hemos visto en la sección primera, referente a las estructuras productivas), ensanchando la base de las oportunidades de creación de riqueza (liberando los medios de producción en favor de los que no pueden disponer de ellos —por falta de medios y posibilidades—, gracias a la acción estimuladora del Estado), o bien acercando a los individuos a una equiparación de sus horizontes vitales (por ejemplo, posibilitando el acceso de todos a una educación superior de calidad), o bien amortiguando las diferencias de riqueza mediante una decidida actuación que presione sobre los patrimonios improductivos o suntuarios. En definitiva, creemos que es más urgente actuar de antemano sobre las rentas factoria­les —con todas las reservas y garantías legales— atendiendo a este espíritu de fomentar la igualdad efectiva de oportunidades, y sólo subsidiariamente —a modo paliativo— incidir sobre las causas que generan las disfunciones antedichas (que distinguen la progresividad real de la progresividad formal) en el sistema fiscal.

         (Fiscalmente hablando, y situándonos en su función redistri­butiva, ver la sociedad como un ente homogéneo de individuos iguales, en plenitud de derechos y oportunidades, beneficiarios de las bondades del sistema social o víctimas del infortunio de las imperfeccio­nes del mercado, no se corresponde con la realidad social y expresa un nivel de subdesarrollo social, de principios y normativo, que virtualiza la desigualdad y la injusticia en nombre de falsos y viciados principios de solidaridad. El punto de arranque del nuevo enfoque que proponemos estaría en la toma de conciencia de la división «espontánea» de la sociedad existente en dos sectores bien definidos: la población pasiva por naturaleza y derecho, y la población activa por naturaleza y derecho, como punto de partida que habría de adquirir rango constitucional y servir de base —como iremos viendo— de nuevos presupuestos de política fiscal en su vertiente redistributiva.)

         Por lo tanto, la actuación sobre el primer nivel (el de la renta factorial) es lo que distingue una política fiscal y de rentas progresiva (que garantiza la igualdad de oportunida­des) de una política subsidiadora frente a la pobreza y la desigualdad (de mera seguridad económica*). Tal actuación es la que reduce los diferenciales entre los extremos de renta, y distribuye las ganancias de riqueza y renta nacional entre todas las categorías sociales de modo progresivo, no simplemente lineal. En definiti­va, esta actuación sobre las rentas factoriales no es equiparable al simple paliativo (lo que podríamos llamar «cataplasma social») de una política de corte socialdemócrata, como la que ha sido integrada en los cuerpos doctrinarios de la mayor parte de los partidos democráticos de los países socialmente avanzados.

         (En un mundo urbanizado y complejo como es el que constituye las modernas economías avanzadas, se hace doblemente necesaria la existencia de canales de discriminación positiva que igualen las oportunidades vitales de los individuos o que remedien sus momentos de zozobra: reflexionemos sobre la imposibilidad, en las modernas sociedades industriales —en las que todo tiene un precio y un propietario—, de que un individuo pueda escapar de la pobreza acudiendo a los recursos que nos otorga la Naturaleza —agua pura y gratuita, alimentos, abrigo, etc.—, como en los tiempos de la supuesta Edad de Oro de la que hablaba Hesíodo. Por ello el Estado moderno ha de acudir en su socorro, si es que la sociedad no es suficientemente madura o civilizada para impedir que sus miembros caigan en la inanición y en la desespe­ración. Nosotros, como hemos visto, nos inclinamos por difundir los medios de creación de la riqueza y, subsidiariamente, por repartir subsidios —a precario— y servicios como remedio a tales eventualidades. Esta actuación no tiene por qué constituir una política de «Bienestar» al uso —es decir, de inyección de poder adquisitivo— sino que pretende intervenir en calidad de promotor de la equiparación de condiciones de vida y de la igualdad de derechos y de oportunidades.)

                En el cuadro 5 hemos plasmado la actuación pública por lo que se refiere a los niveles segundo y tercero de la intervención redistributiva antes esbozada. Por otro lado, en la tabla 1 podemos observar la repercusión que puede tener la actuación pública por lo que se refiere a la redistribución de la renta, según una hipótesis efectuada por Julio Alcaide con datos de la Encuesta de Presupuestos Familiares de 1980. Estos datos, a pesar de su desfase, indican bien a las claras el efecto de la acción pública en los presupuestos familiares (no individuales), desde su renta inicial hasta la renta final disponible. Pero, en la mayor parte de los países con economía social de mercado, el papel del sector público se reduce a esta estricta función: una actuación sobre la renta inicial (pues hemos de descontar los impuestos directos y las contribuciones sociales) que se traduce en una renta final que incorpora gastos sociales de carácter redistributivo en efectivo y en especie. Como hemos visto, no se preocupan demasiado ni de una distribución más equitativa de la propiedad de los medios de producción ni de un avance efectivo a nivel individual de la igualdad de oportunidades en las condiciones de vida y de trabajo.

         Por otro lado, con una situación de renta factorial dada, la actuación de los poderes públicos puede generar un efecto indeseable, puesto que, si partimos de unas diferencias de riqueza, éstas pueden ser estrictamente el reflejo de las preferencias de los individuos por lo que se refiere al itinera­rio temporal del consumo, y de las preferencias por el consumo en relación a la tenencia de riquezas. Es decir, dos personas con una misma renta vital* (28) pueden estar en posesión de riquezas diferentes en cada momento del tiempo a causa simplemente de esta diferencia de preferencias, y por lo tanto de su propio descuento del tiempo*. Así, la diferencia en el nivel de riqueza depende en ocasiones de la preferencia dada al ahorro en el horizonte temporal del sujeto, y no a circunstancias ajenas al propio individuo (29).

         Este hecho, en la mayor parte de ocasiones, como sabemos por experiencia, no es decisivo, pues independientemente de otra serie de aspectos diferenciales (como los horizontes vitales objetivos y subjetivos de cada individuo), siempre hay que contar con el hecho incontestable de que, en la práctica, un salario medio suele dar poco margen para el ahorro, y menos aún para el atesoramiento (la fábula de la hormiguita y la cigarra, en la práctica, en muchos de los casos, suele no ser ser más que eso, una fábula) (30).

         Por ello hemos de reemprender nuestra argumentación referente a la igualdad —efectiva— de oportunidades. Todo individuo debería tener garantizado un nivel mínimo de oportunidades que le permitiera afrontar con garantías su propio ciclo vital*. Siempre que este individuo anteponga el ahorro o su perfeccionamiento personal (en definitiva, su horizonte vital) al consumo, con el sacrificio consiguiente, ha de ser discriminado positivamente (en función de su propio orden de necesidades marginales, que varía inversamente en relación a la renta, con las reservas y cauciones debidas), pues la situación contraria sería manifiesta­mente injusta.

         No olvidemos que todo sujeto suele atravesar durante su vida diferentes etapas, con diferentes niveles de ingresos y situacio­nes personales. Cuando el individuo opta por el ahorro, la inversión productiva o su mejoramiento personal (su capacitación profesional, por ejemplo), este acto en absoluto ha de ser penalizado, como ocurre —de facto— actualmente. A otro nivel, el individuo puede optar por priorizar su consumo futuro (cuando esté jubilado, por ejemplo), al consumo actual. Premiar la sobriedad (según terminología clásica) y penalizar el consumo, es decir, la aplicación efectiva de la imposición progresiva sobre el gasto —y sobre el atesoramiento improductivo— no es contradictorio con el hecho de que se puedan establecer mínimos exentos, que vendrían dados por los límites mínimos de supervi­vencia, siempre que así se considerase oportuno (sin menoscabo, como veremos, de la obligación de todos los individuos de participar, aunque sea simbólicamente, en la financiación del gasto social redistributivo).

         (Sin embargo, ya hemos comprobado que la dificultad de su cálculo, la evasión mediante las transmisiones patrimoniales, y la regresividad de la mayor propensión al ahorro de las rentas altas, es un obstáculo insalvable en este sentido. Pero sí puede servir de punto de referencia en atención al principio inspirador que nos guía: la equiparación de las oportunidades sin discriminar —negativamente— la iniciativa y el sacrificio personal que diferencia unos ciclos vitales de otros, tal vez con unos horizontes vitales diferentes.)

         De la misma manera, habría de ser posible, al menos en cierta medida, inferir las preferencias reveladas a partir de observaciones de las elecciones de los individuos entre el ocio y los diferentes tipos e intensidades de trabajo, pues así se podría discriminar el grado de igualdad —o desigualdad— deseable para una sociedad sana y activa, puesto que nuevamente la igualdad artificial de rentas monetarias comportaría, de hecho, la desigualdad del bienestar.

         (Es decir, dadas dos personas con similares capacidades y recursos iniciales —con igualdad de oportunidades—, una desigual­dad de horizontes vitales, y a corto plazo, de sus preferencias reveladas —por ejemplo, una persona puede tener una mayor inclinación por el ahorro, o por su mejoramiento personal, mientras que otra la puede tener por el consumo—, se ha de ver traducida en una desigualdad de rendimientos monetarios para conseguir una igualdad de trato. Si ambos recibiesen el mismo ingreso monetario, sus rentas serían diferentes —tal como afirma Milton Friedman— en un sentido más fundamental, que sería el de su bienestar: el sacrificio del primero sería tratado discrimina­toriamente respecto al comportamiento hedonista del segundo.)

         El mercado no lo es todo, evidentemente, y la acción de los poderes públicos —siempre que esté bien encaminada— es insusti­tuible para crear las bases de la igualdad de oportunidades que planteamos, que en último término es la que permite al individuo encarar con posibilidades su ciclo vital. Pero la responsabilidad de la acción pública no es nada fácil. ¿Cómo hacer estas discriminaciones, cómo saber qué acciones son más progresivas, y cuáles más equitativas? A continuación nos ocuparemos de intentar desvelar tal incógnita.

                En los análisis de los problemas distributivos se suele realizar una distinción muy conocida entre distribución horizontal y vertical. La distribución vertical del bienestar consiste en la concesión de beneficios entre los diversos niveles de renta, en función de sus características de renta. La distribución horizontal es, por su parte, el suministro de prestaciones —ya económicas, ya en especie— entre los diversos grupos socioeconómicos independientemente de su lugar en la distribución vertical del bienestar. En el segundo caso —de distribución horizontal— hemos de seleccionar los grupos socioeconómicos —pensionis­tas, agricultores, familias con niños, minusválidos, parados, enfermos, etc.—, y considerar su bienestar ya sea en términos absolutos —horizontal— o en relación con otros niveles de renta intergrupales —vertical—, lo cual dependería de si nos interesáramos por el nivel absoluto de bienestar de un grupo —horizontal— o de su posición relativa —vertical— en la sociedad donde se insertan.

                A nivel fiscal, ello se traduce en términos de equidad. Los principios de equidad horizontal y vertical son los que justifican la existencia de impuestos cuyas cuotas crecen más que proporcionalmente —es decir, progresiva­mente— cuando lo hace la renta. La equidad horizontal significa que aquellos que tienen igual renta han de ser tratados por el impuesto de forma igual, mientras que la equidad vertical conduce a defender que, según aumenta la renta, considerada en calidad de índice de capacidad económica, los impuestos a pagar han de aumentar más que proporcionalmente. Como hemos visto anteriormente, la equidad horizontal se justifica por un principio de justicia o igualdad, mientras que la equidad vertical lo hace por la búsqueda de un sacrificio mínimo e igual.

         En términos de políticas de gasto, entendemos como redistri­bución pública el cambio que la intervención pública provoca en las rentas relativas de los individuos (es decir, el paso desde la renta inicial hasta la renta final —descontados impuestos y contribuciones sociales—, mediante políticas de gasto público en efectivo y en especie). Pero el gasto público que se haga no será neutral, sino que variará en función de la progresi­vidad de cada capítulo de gasto.

         Está admitido comúnmente que las políticas de gasto en efectivo son más favorables a los estratos medios y altos de renta que los gastos en especie, porque incrementan en mayor medida el bienestar de esta categoría de receptores; en cambio, las políticas de gasto en especie son más progresivas: si el individuo que se beneficia de un determinado servicio pagaba anteriormente por su prestación privada (en forma de primas) más de lo que paga actualmente (en forma de impuestos) por la prestación pública en especie (si suponemos que la prestación en especie cubre los mismos riesgos que tal individuo ha de asegurar mediante el contrato de un seguro privado), el impacto sobre su renta será positivo para él, pues ahorrará unos recursos (efecto renta) que podrá emplear en otros usos alternativos (efecto sustitución); y, si pagaba menos, sucederá lo contrario (el efecto renta será negativo, por lo que habrá de reajustar su anterior presupuesto).

         A una igualdad de riesgos a cubrir (y por lo tanto, de pago) el individuo de alto poder adquisitivo se encontraría en una mejor situación económica con una transferencia en efectivo del Estado que cubriera en su totalidad un servicio de prestación privada, que con unas prestaciones públicas en especie, pues el presupues­to liberado para otros gastos (efecto sustitución), neto de impuestos, podría satisfacer otras necesidades menos básicas, en aplicación de la escala de necesidades mengeriana (véase más arriba).

         Pero planteemos la hipótesis de que el individuo, dadas sus peculiaridades intrínsecas, cubriese menos riesgos con un seguro privado que con un seguro público obligatorio (pues es joven, tiene un ritmo de vida más saludable, dispone de mayores recursos económicos y vitales, etc.). En ese caso, el individuo posible­mente abonaría al Estado más renta, en forma de impuestos obligatorios, que a un seguro privado, dado que cubriría un riesgo medio superior a su riesgo privado personal, en aplicación del principio de selección adversa* (véase la sección tercera).

         Con una renta y un consumo de servicios dados, recibir una prestación en especie —deducidos los impuestos que la financian— supone un efecto económico (positivo o negativo) en la renta del consumidor equivalente al diferencial entre las primas pagadas en metálico a una compañía privada para cubrir todos los riesgos contratados, y los impuestos y contribuciones abonados al Estado para cubrir el riesgo medio de un seguro de prestación pública. Si un individuo pagaba a una compañía privada en forma de primas más de lo que paga al Estado en forma de impuestos, este individuo ha ganado una renta, y por lo tanto se ha producido un efecto renta* como consecuencia de la acción del Estado. Sin embargo, si pagaba menos (por ejemplo, para cubrir un riesgo individual inferior al riesgo medio cubierto por un seguro público obligatorio) de lo que paga ahora al Estado, dicho individuo habrá perdido una renta.

         Si dicho individuo, tras el pago de impuestos, recibiese del Estado unos ingresos en metálico para abonar las primas de —por ejemplo— una prestación sanitaria privada, lo que haya dejado de pagar a la agencia privada de seguro para cubrir su riesgo privado, además de suponer un efecto renta, produce un efecto sustitución*, por el hecho de que le permite destinar dichos recursos a otros capítulos de gasto (o bien cubrir más riesgos de dicho capítulo de gasto). En cambio, si suponemos que el individuo no pudiese sustraerse del pago obligatorio al Estado, en forma de impuestos, de las prestaciones en especie, los beneficios —en forma de servicios que no ha de abonar— de tales prestaciones en especie supondrán única y exclusivamente un ahorro en su renta (o patrimonio), pero no podrán ser desviados a otros capítulos de gasto (quizá de carácter menos básico).

         Ha de quedar claro a qué nos referimos cuando hablamos de gastos en efectivo y en especie. Consideramos gastos en efectivo a las transferencias del sector público, consideradas específicas porque el beneficio de estas prestaciones se atribuye inequívocamente a beneficiarios directos y perfectamente determinados. Por su lado, el gasto en prestaciones en especie puede dividirse en dos categorías: gastos de bienes y servicios sociales, que son los que pretenden realizar una actuación igualadora o redistributiva, y gastos en bienes y servicios económicos, que no tienen como finalidad en sí la de contribuir a la redistribución, aunque siempre benefician a individuos o sectores determinados.

         La identificación entre bienes y servicios en efectivo/bie­nes divisibles, y bienes en especie/bienes indivisibles, no es sin embargo correcta. Y ello es así porque buena parte de los bienes provistos públicamente considerados como divisibles (como, por ejemplo, sanidad, educación o vivienda) poseen externalidades positivas de consumo que benefician a la sociedad en su conjunto (rasgo característico de los bienes indivisibles), y por otro lado forman parte de los bienes considerados «en especie». Lo mismo cabe decir respecto a los bienes indivisibles, pero en sentido inverso: el gasto público en casi todos los bienes indivisibles satisface unas necesidades colectivas de la sociedad, pero su atribución puede contabilizarse entre las diferentes categorías de la población en orden a su nivel de renta (por ejemplo, la seguridad ciudadana, las autopistas o los parques públicos —en función de su localización—, pueden beneficiar más a unos sectores sociales, y perjudicar a otros, según el nivel de renta, por lo cual su uso se reduce a determinadas personas o estratos de renta).

         Así pues, la división entre bienes divisibles e indivisibles no nos parece adecuada, pues es arbitraria y poco clarificadora. Por ello haremos servir, a la hora de hacer una ponderación* de los efectos redistributivos de cada capítulo de gasto, el concepto tradicional de división de gastos en efectivo y en especie. Entran en la primera categoría las pensiones, la protección por desempleo, otras prestaciones en efectivo y la asistencia social en efectivo; en la segunda categoría están incluidos los capítulos de educación, sanidad, otras prestaciones en especie, servicios sociales y vivienda.

         Anteriormente comprobamos que los gastos en efectivo son socialmente preferibles para las clases más adineradas, pues su incidencia impacto es favorable por lo que se refiere al efecto sustitución de la renta (con una renta dada, permite diversos usos: recuérdese que la utilidad marginal de la última unidad de renta de esos estratos de renta es menor que la de los estratos más humildes de la población). Si valoramos ahora su impacto desde las prestaciones por hogar —ya que no disponemos de estudios que realicen esta ponderación desde una perspectiva individual— podremos establecer una ponderación de la contribu­ción a la progresividad de cada capítulo de gasto social en función de su índice de progresividad y de su peso absoluto en el gasto social. También nos permitirá ponderar su efecto redistributivo en función de su influencia sobre la equidad vertical y horizontal.

         En la tabla 2 presentamos un estudio realizado por Eduardo Bandrés Moliné sobre los diferentes capítulos de gasto social, según los datos de la Encuesta de Presupuestos Familiares de 1980, que a efectos ilustrativos nos puede servir como marco de referencia de lo que estamos diciendo. En dicha tabla podemos reconocer cómo, independientemente del porcentaje de gasto total que representa cada capítulo de prestaciones sociales, los gastos más progresivos son la asistencia social en efectivo, vivienda y servicios sociales; en segundo lugar se sitúan los de sanidad y protección del desempleo; las pensiones están en torno a la media, y claramente por debajo las otras prestaciones y el capítulo de educa­ción.

         Contrariamente, el efecto redistributivo de un determinado gasto no se mide por su progresividad. Entendemos como progresi­vidad del gasto la relación entre la cantidad percibida por el individuo o la unidad familiar y su renta disponible; el efecto redistributivo tiene un carácter agregado, y pasaría a ser la diferencia, en términos porcentuales, entre el índice de desigualdad antes del gasto social y el índice de desigualdad después de dicho gasto. (Nótese que su cálculo a nivel vertical —de estratos de renta— se ha de relacionar con su cálculo a nivel horizontal —de categorías sociales— a fin de obtener el efecto redistributivo neto.) Así, el impacto redistributivo resulta minusvalorado si no se tienen en consideración los reajustes en el ranking de la distribución de la renta por capítulos de gasto y percentiles* típicos, antes y después del gasto (el efecto redistributivo, como vemos, toma en considera­ción la ponderación de cada capítulo de gasto en el gasto social total).

         Como podemos observar en la tabla 2, las pensiones, si bien contribuyen como ningún otro capítulo a disminuir la desigualdad entre el antes y el después del gasto público por percentiles típicos de renta (equidad vertical), asimismo colaboran como ningún otro capítulo de gasto a aumentar la desigualdad horizontal; ello es así porque los hogares no acceden a beneficiarse de las pensiones en función de su nivel de privación, sino de la presencia de pensionistas y de lo que estos han cotizado con anterioridad: por ello sus efectos negativos sobre la equidad horizontal disminuyen en gran medida sus efectos positivos sobre la equidad vertical, por lo que se refiere a su efecto redistributivo neto.

         En general, si atendemos a la equidad vertical —desigual tratamiento a personas de diferente renta—, los gastos más redistributivos serían las pensiones (con la matización antes apuntada), seguidas de las prestaciones sanitarias, las presta­ciones por desocupación, la educación y la vivienda (una vez más comprobamos que, en relación con su equidad vertical, la equidad horizontal de las prestaciones por desempleo contrarresta en gran parte su efecto redistributivo, por las razones antes aducidas al hablar de las pensiones: la existencia o no de perceptores y la cantidad cotizada). La suma de la equidad horizontal y la equidad vertical proporciona el efecto redistributivo neto: pensiones (12,42%), sanidad (6,92%), protección a la desocupación (3,15%), vivienda (1,3%) y asistencia social en efectivo (1,1%) eran, por este orden, los gastos que en mayor medida reducían las desigualdades de renta en España (durante los años ochenta).

         Pero no olvidemos que este cálculo es agregado, para la globalidad de la población, y no tiene en cuenta la peculiar situación de cada uno de los hogares. La contribución a la progresividad, atendiendo al índice de progresividad de cada capítulo de gasto, en relación a su importancia en el gasto total, nos ayuda a estimar la progresividad de dichos capítulos de gasto (ciñéndonos a los datos de la tabla, sería producto de multiplicar ambas variables). Recordemos que la progresividad del gasto es la relación entre la cantidad recibida (en metálico y en especie) y la renta familiar disponible. Considerando la utilidad marginal de la última unidad de gasto de la renta particular de cada unidad familiar o individuo, la tabla 2 nos indica que son precisamente los capítulos de gasto en especie (sanidad, servicios sociales, vivienda) los que más contribuyen relativamente a la progresividad del sistema de protección social, en atención a los beneficiarios más pobres (que son los que encuentran una utilidad marginal mayor en la última unidad de gasto social que reciben del sistema de protección social).

         (Recordemos lo adelantado anteriormente, en concreto, al referirnos al mayor impacto solidario de los gastos en especie, al compaginarse con el principio de selección adversa, puesto que generan un efecto renta favorable a los niveles más bajos de renta, y un efecto sustitución desfavorable para los niveles altos de renta, con menores factores de riesgo que hayan de ser cubiertos por el gasto social en especie.)

         Si nos fijamos únicamente en el índice de progresividad de cada capítulo de gasto (sin relacionarlo con su peso en la protección social global), podemos afinar todavía más al considerar que los capítulos de gasto social más progresivos son los de asistencia social en efectivo, los servicios sociales y la vivienda, seguido de la sanidad (es decir, los que atienden a necesidades más perentorias de los niveles más bajos de renta). Contrariamente, las denominadas «otras prestaciones en efectivo y en especie» y los gastos en educación —sobre todo en educación superior—, al atender a necesidades menos perentorias, de niveles de renta superiores por lo general, aumentan el volumen de la desigualdad. Las pensiones y el subsidio por desocupación se concentran de manera muy similar a como lo hace la renta final, dado su mero carácter de reparto de rentas.

         Así pues, hemos comprobado que una política que pretenda reducir las desigualdades sociales habría de concentrar sus esfuerzos en prestaciones discriminatorias de rentas, y por tanto, orientarlos específicamente a los colectivos más necesita­dos (comenzando por los sectores sociales individualmente exentos de rentas propias). Partiendo de los principios de selección adversa y de priorización del efecto-renta sobre el efecto-sustitución, así como del principio de maximización de la utilidad marginal de la última unidad de renta de los estratos sociales más pobres, queda claro que los servicios sociales en especie, o sin serlo, particularizados en beneficio de los niveles más bajos de renta (como son los de la asistencia social en efectivo), la vivienda y la sanidad, son los más solidarios y progresivos, sin ser los más redistribuidores (pues, al concentrarse en estratos de renta baja, su efecto redistributivo agregado es pequeño). El resto de programas del Estado del Bienestar se fundamentan principalmente en razones de seguridad económica y sólo tangencialmente —aunque sus efectos sean más redistributivos— persiguen objetivos de lucha contra la pobreza y la desigualdad.

         Ello no desmiente la realidad irrefutable de que el reparto de la renta final —gracias al gasto público, tanto en efectivo como en especie— es más igualitario que el de la renta inicial. No hay ninguna duda de que sin las prestaciones públicas la sociedad sería todavía más desigual. Su impacto redistributivo es, pues, indudable. Pero de lo que se trata es de repartir mejor los beneficios del gasto público y orientarlos hacia los colectivos más desfavorecidos, dando, por ejemplo, una mayor importancia a aquellos capítulos, en política de rentas y de fiscalidad, que se han demostrado más progresivos (aunque, por su escaso relieve, su efecto redistribu­tivo sea muy reducido) (31).

 

VOLVER