La Transformación Social - 6

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


6. La actuación pública

         En un capítulo anterior hemos hecho notar que existen tres dimensiones básicas en el perenne debate sobre la competencia del sector público por lo que se refiere a la economía productiva: la primera es de orden jurídico (o teórico), la segunda de orden ideológico, y la tercera de tipo práctico. En este capítulo intentaremos refundir las tres perspectivas en una visión global, que contemple postulados básicos como por ejemplo el paradigma socialdemó­crata (que se fundamenta en la dialéctica eficiencia/­solidaridad), la crítica neoliberal (que apela al principio desregulador y flexibilizador), y la racionalidad económica (que se inspira en la correcta asignación de los factores económicos).

         Pero este debate supuestamente maniqueo ha de ser integrado en un contexto de principios y fines, si es que queremos desenredar la madeja de despropósitos y sofismas intelectuales que lo sustentan. Hemos de partir, como anticipamos en la introducción, del principio de subsidiariedad como inspirador —más allá de los tan manoseados principios de eficiencia y de solidaridad— de la actuación pública en materia económica. Y ello es así porque si bien el Estado tiene un protagonismo indiscuti­ble en las prestaciones sociales (económicas o no) que son garantía de un mayor bienestar social (e igualdad de oportunida­des), este papel intervencionista es más dudoso en la esfera de lo económico, a no mediar determinados imperativos estratégicos que lo justifiquen.

         En otras palabras, el Estado, en aplicación del principio de subsidiariedad, no habría de intervenir en la producción, y sí en cambio centrar sus esfuerzos en construir —según el principio inspirador de la solidaridad— una red de protección social suficiente que salvaguarde a los individuos de los sinsabores de la necesidad o de la precariedad; y asimismo en fomentar la iniciativa —autónoma y autosostenida— de los particulares industriosos y con proyectos de futuro. El papel intervencionista del Estado, a partir del principio de subsidia­riedad, se debe limitar a cubrir sectores estratégicos, fomentar o canalizar energías productivas autosostenidas, ayudar en procesos de reconversión productiva (política industrial) o crear masas críticas a través del fomento de las sinergias dentro del sector privado, siempre en aplicación del principio superior de «autorregulación», que es aquel que ajusta automática­mente los hechos económicos de forma natural y espontánea (este principio no se debe confundir con la aplicación de la ley de la oferta y la demanda, tal como la entendían los economistas clásicos: a este respecto, consúltese su definición en el epígrafe «Ideas y valores» de la Introducción de este libro).

         A partir de las constantes ya conocidas, el Estado ha de circunscribir su actuación a los sectores y ramas de actividad que, en aplicación del principio de eficiencia, no estén convenientemente atendidos por el sector privado, ya sea en la prestación de bienes económicos como de bienes sociales. Y ello sin olvidar los condicionantes que imponen la racionalidad económica, la legitimidad democrática y jurídica, y los determi­nantes del principio de riesgo y quiebra que es, en último extremo, la garantía de una igualdad efectiva entre los actores económicos, puesto que las leyes del mercado, en los sectores no específicos de protección pública, han de ser de aplicación igual para todos, sin privilegios ni cortapisas especiales. (Ello también afecta a toda la gama de apoyos, beneficios y subsidios que recibe el mundo empresarial a cambio de nada, pues estos son automáticamente capitalizados por las entidades sin efectos positivos aparentes.)

         La intervención del Estado en la economía, punto que abordaremos en este capítulo, puede adoptar tres vertientes: económica, política y técnica; puede ejercer un papel activo, limitarse a la coordinación y la planificación, o puede estable­cer las bases para la implantación de medidas autosostenidas de desarrollo y progreso. Puede también tener un papel limitante, a través de los imperativos de la regulación y el control de las externalidades económicas y ecológicas, en la aplicación de requisitos de calidad y seguridad, o en la implantación de contingentes o facilidades en el comercio exterior. El papel económico del Estado, y su intervención en los sectores producti­vos, tiene una dinámica diferente a la de su actuación en la prestación de servicios y beneficios sociales. Pero, sea como sea, debemos comenzar por perfilar y dibujar los trazos esencia­les del falso debate entre «eficiencia» y «solidaridad», para pasar posteriormente a zambullirnos en sus posibilidades prácticas de intervención en la economía.

6.1. El avance del paradigma liberalizador

         Ya hemos expuesto, en el primer párrafo de este capítulo, los principales puntos de divergencia entre dos posturas enfrentadas (intevencionista y desreguladora), con naturaleza ideológica y teórica contrapuestas. En este punto nos centrare­mos, principalmente, en una perspectiva de orden práctico, a través del ejemplo que nos aporta el conocimiento de las medidas de carácter liberalizador que se han llevado a cabo en diversos países europeos (especialmente Alemania y Reino Unido), teniendo como punto de referencia la dialéctica entre el principio de solidaridad y el de eficiencia. Las experiencias de reforma del sector público, especialmente en los servicios públicos, han inspirado una conjunto de medidas ya constrastadas con la realidad (por su aplicación y experimentación en el cuerpo social), que pasamos a exponer.

         Estas medidas se han aplicado durante la década de los años ochenta, cuando el «papel reducido del Estado» era el hilo conductor del pensamiento económico neoliberal. La privatización, la desregulación y la desburocratización eran sus ejes fundamen­tales:

         «La privatización de los activos públicos industriales, la desregulación de los mercados controlados por el Estado y la desburocratización en el triple sentido de reducción de las externalidades de las burocracias públicas, disminución del sistema de derecho público e incremento de los contratos cara a cara entre la Administración Pública y el ciudadano individual, pasan a ser temas esenciales en el debate. En la medida que la mayor parte de los gobiernos acentuaron el principio de subsidia­riedad como principio rector tanto de la descentralización administrativa como del reparto de la carga pública-privada, la promoción de la auyoayuda, las organizaciones de voluntariado privado, las iniciativas vecinales, las asociaciones benéficas y las iglesias —a menudo denominados genéricamente «el tercer sector»— pasaron a ser un aspecto clave de las políticas tendentes a fomentar alternativas a la acción gubernamental» (167).

         Estos nuevos principios inspiradores conducen a dos efectos prácticos: el primero de ellos, la privatización de las empresas y servicios públicos, ya sea mediante la venta de activos públicos, ya sea mediante la contratación exterior (o subcontra­tación) de la gestión de los servicios públicos a través de su adjudicación a agentes privados; el segundo, la desregulación, que constituye un fenómeno mucho más universal, puesto que implica un repliegue hacia los mercados o segmentos de mercado que necesitan específicamente regulación estatal, obviando los sectores donde, a partir de las condiciones de la competencia, se haga ineficaz la regulación actual (por ejemplo, la energía, las telecomunicaciones, el transporte, el sector financiero, los seguros...; hay quien incluye entre ellos también el mercado de trabajo, con el fin de facilitar acuerdos contractuales flexi­bles).

         (Partimos de la base de que la desburocratización es un principio de estricta aplicación en el ámbito de las Administra­ciones Públicas, por lo cual, sin desmerecer su importancia, no lo contemplaremos en este análisis.)

         La idea básica que inspira la orientación privatizadora y desreguladora es la pertinencia del mercado en el objetivo de asignar correctamente los recursos disponibles, así como la existencia de una sociedad civil madura y preparada para asumir su propia responsabilidad, sustrayendo ciertos ámbitos de «protección social» de la férula del Estado. De hecho, las iniciativas del «tercer sector» (un buen ejemplo de las cuales puede ser las actividades desarrolladas por las Organizaciones No Gubernamentales dentro y fuera de los países desarrollados) han ido ganando importancia desde comienzos de los años ochenta. Siguiendo esta lógica, los gobiernos no habrían de prestar determinados servicios cuando las organizaciones sociales independientes fuesen capaces de hacerlo de manera más satisfac­toria.

         Aquí entramos de lleno en la clave del debate: si el Estado ha de cumplir una función de «solidaridad» que corrija los efectos adversos de la «eficiencia» económica que supuestamente conlleva la aplicación del mercado desregulado (dejado a su libre juego). La visión oficial neoliberal argumenta que a medida que progrese la industrialización y que la economía adquiera un carácter «maduro» (es decir, que aumente la productividad, y se creen nuevos puestos de trabajo generadores de rentas reales) se irán reduciendo las desigualdades. Así pues, la «eficiencia» que alimenta el crecimiento económico, en base al libre juego del mercado, tendría a largo plazo efectos distribuidores positivos, opuestamente a la noción que sostiene que las políticas de «solidaridad» (es decir, de redistribución) son las encargadas de rellenar la «brecha social».

         Esta visión —en cierta manera maniquea— opondría a los valores negativos del Estado (burocratización, rigidez, irrespon­sabilidad, conservadurismo) las supuestas virtudes del mercado (creatividad, motivación, responsabilidad y eficacia). El menor peso posible del Estado sería, pues, la garantía de una correcta gestión de los recursos escasos:

         «Creo que la prosperidad material y la armonía social que sean capaces de conseguir los países occidentales en las dos próximas décadas guardarán una relación directa con la capacidad que demuestren para redefinir el papel del Estado y para circunscribirlo a aquellas áreas donde es verdaderamente insustituible (...) No bastaría con esta observación general (...) para poner en marcha un proceso de reducción del Estado indispensable para retornar a la economía española parte de la flexibilidad perdida, estimular a los agentes económicos a un mejor uso de los recursos y aumentar su capacidad productiva» (168).

         La experiencia británica es aleccionadora por lo que se refiere a las políticas de «minimización del Estado». Durante el período de gobierno de Mrs. Thatcher se llevó a cabo una firme actividad liberalizadora y privatizadora, a través de la estrategia de dividir la provisión pública de servicios en entidades separadas que competirían —las unas con las otras— por el cliente, y así ofrecer a los consumidores una oportunidad de elegir donde no existiera un único oferente. (La privatización de la producción de bienes de capital público se efectuó mediante el reparto accionarial de «empresas insignia» entre las clases populares: capitalismo popular*.) Ello supone un cambio cultural en el sector público, que se expresa en la idea de que con el simple cambio de estructuras y procedimientos no basta para alterar los hábitos supuestamente viciados de la Administración Pública.

         La descentralización y la subcontratación de la gestión de los servicios públicos, con el fin de ampliar al máximo la competitividad, incluso en los servicios considerados básicos (educación y salud), supuso la ruptura del monopolio público en la gestión del «bienestar social», y la alteración del concepto «solidaridad» tal como había sido entendido hasta el momento. (También, en su ámbito interno, las Administraciones Públicas dividieron sus funciones en organizaciones clientes, para establecer el programa, y organizaciones contratistas, para distribuir y ejecutar programas según las especificaciones del cliente.) La nueva gestión thatcheriana surgió más del mundo de la política y de la práctica que de las teorías y de la ideolo­gía.

         El último paso en este proceso de repliegue de la gestión pública en los servicios básicos (así como en la provisión de servicios administrativos) fue la creación, bajo el mandato de John Major, de la llamada Carta del Ciudadano. Ésta se centra en aquellos ámbitos donde no operan (por imperativo de la gestión de la «solidaridad», por ejemplo en el ejercicio de servicios de educación y salud) en su integridad los principios de mercado, y consiste en un conjunto de normas expresas de calidad para cada servicio concreto: en caso de incumplimiento de estas exigencias, los usuarios están legitimados para exigir una compensación que el Estado les ha de satisfacer (en atención a que los ciudadanos financian los servicios públicos con impuestos, y que por ello tienen derecho a exigir responsabilidades para que aquellos sean convenientemente empleados.) En definitiva, la moda de los ochenta consistió en la fragmentación del patrimonio y los servicios públicos (la autonomía de las diferentes agencias y órganos) para imponer la eficiencia a un cierto modelo (socialde­mócrata) de solidaridad social.

         No obstante, como acostumbra a suceder, los objetivos y las previsiones raramente se ajustan a los resultados. Si el objetivo de la descentralización, de la desregulación y de la privatiza­ción ha de ser el de ofrecer un mejor servicio al ciudadano (que ya no es considerado en calidad de «beneficiario», sino de «consumidor», con derechos reconocidos), y asimismo el de maximizar la eficiencia económica, sus efectos pueden degenerar en una eliminación del sentido de interés común (que una gestión centralizada se supone que podría garantizar mejor: efectivamen­te, por sí mismo, la contractualización y la subcontratación de los servicios no son la panacea para realizar políticas sociales integrales y coordinadas), así como en la pérdida de sinergias positivas del procedimiento administrativo, en una cultura de la desconfianza y, en su máximo extremo, en la corrupción y la impunidad (compraventa de contratos, presiones indebidas sobre los «clientes» subcontratadores —es decir, sobre el Estado—, sobornos, etc.)

         La implementación de esta serie de medidas fácilmente incurre en vicios similares a los mercadeos del juego político, o de los intereses creados en el seno del sector público: favores, servidumbres, tutelas, avales, recomendaciones, cooptaciones, influencias, testaferros, etc. La debilidad de la ética del servicio público por el avance de la comercialización de la gestión pública puede inducir a prácticas corruptas o a desvirtuar el mismo significado del concepto «servicio público». Asimismo abre una brecha entre la planificación y la programación y ejecución, legitimando la impunidad y la dejadez de responsabi­lidades, ante los posibles desmanes de las agencias subcontrata­das.

         En términos más generales, la responsabilidad y la calidad del servicio puede resentirse porque el público puede sentirse confuso ante la fragmentación de una organización en una telaraña de complejas relaciones contractuales, o perjudicado con la primacía del objetivo de la rentabilidad en lugar del de «servicio público». Por otro lado, esta clase de políticas suponen en la práctica la pérdida del concepto de globalidad, de ciudadanía, en beneficio del de «usuario» de un bien o servicio determinado. Nuevamente se observa una minusvaloración del concepto «solidaridad» a favor del de «privacidad». De esta manera, los políticos se desentienden de la ejecución del servicio, los ciudadanos se han de fiar de una serie de «dere­chos» abstractos, y la dimensión que se impone es la del lucro privado, en un ámbito que, tradicionalmente, había sido un reducto de las políticas socialdemócratas de bienestar y solidaridad social.

         Así pues, a la vista de la plasmación de los resultados de estas nuevas políticas de gestión de los bienes y servicios prestados o producidos por el sector público, hemos de extraer las consecuencias pertinentes, teniendo en cuenta los aspectos positivos y negativos que resultan de la aplicación de unas medidas que ciertamente revolucionan la concepción tradicional de lo que se había considerado como público o privado en las sociedades avanzadas:

         «El sector público no es como el sector privado y la administración pública no es como la gestión de negocios. La administración pública sirve a los requerimientos del gobierno, y el gobierno es dirigido por las propuestas políticas expresadas por los representantes electos del pueblo. La cultura gubernamen­tal, los valores y las motivaciones, provienen del proceso político, y se relacionan con las ideas sobre la comunidad, la democracia y la ciudadanía más que con los mercados, la competi­ción y los clientes.

         (...) En la actualidad y durante algunos años más, el nuevo "managerialismo" tratará la gestión del sector público con poca diferencia de la gestión de la empresa privada, y continuará su mantenimiento como el paradigma dominante de la concepción gubernamental. Pero a largo plazo, se verá amenazado y finalmente desplazado. Si no constituye una panacea universal entonces ha de ser sustituido, necesitando un cuidadoso análisis la cuestión de dónde el sector público resulta más apropiado y dónde no. Se requiere más discriminación, no la adopción, indiscriminada, de la moda actual» (169).

6.2. Lo público y lo privado

         Antes de afrontar ambiciosas medidas liberalizadoras del sector público se ha de tener muy claro qué se entiende por «ámbito privado» y «ámbito público». Partiendo de la base de que todo hecho económico es de naturaleza social podemos reducir lo público a aquellos sectores que se escapan de la gestión eficiente por parte del sector privado, ya sea por su inoperan­cia, ya sea por su carácter desequilibrador e insolidario. En definitiva, la naturaleza de un acto económico es necesariamente social; es su apropiabilidad lo que lo hace de carácter público (es decir, lo hace un bien social, genérico) o privado (de apropiación individual, privada).

         El Estado, en el modelo socialdemócrata, dispone indistinta­mente de competencia en la producción de servicios públicos y de bienes privados. Si bien hemos comprobado que su faceta de productor de servicios públicos también puede ajustarse a medidas liberalizadoras que, sin merma de su objetivo redistributivo o solidario, contribuya a una mejor gestión del patrimonio público (o a una mejor eficiencia en la asignación de los recursos), es en su dimensión de productor de bienes privados donde le resulta más difícil justificar la oportunidad de su protagonismo.

         Según la doctrina económica oficial, la actuación pública en la actividad empresarial privada es necesariamente derrochado­ra, ineficiente y redundante: por tanto, supone un uso ineficaz y negligente de recursos escasos. Ello sería cierto si se diese el caso de que el sector privado fuese tan competitivo y eficiente que hiciera innecesaria la actividad pública. Pero, como hemos visto, el sector público —en muchos casos— no ha hecho otra cosa que rellenar el hueco dejado por una actividad económica insatisfecha, o introducirse en sectores donde no existe —en el sector privado— la economía de escala o la masa crítica necesaria para desarrollar productos innovadores de alto contenido tecnológico.

         En definitiva, partiendo de las premisas que hemos apuntado en el inicio de este punto (que apelan a la eficiencia, la liberalización y la desburocratización; incluso a la «reregula­ción», en lugar de la «desregulación» tal como la interpretan los más fervientes partidarios del neoliberalismo) cierto protagonis­mo público en la actividad privada, más allá de su misión social tácitamente reconocida (la de atender a los servicios sociales básicos) puede parecer perfectamente compatible con aquellos principios, suponiendo que el sector privado no tenga suficiente entidad como para corregir ciertas carencias clamorosas en el tejido productivo.

         Si partimos de la base de que lo que fundamenta la competi­tividad de los mercados es precisamente el respeto por las reglas del mercado (es decir, de la libre concurrencia), la existencia de un sector de la producción de titularidad pública es algo anecdótico. Si observamos la figura 25 comprobaremos, por otro lado, que hay muchos modelos alternativos de intervención del Estado en los sectores productivos claves. (España se sitúa en una posición intermedia entre el modelo más intervencionista, Austria, y el menos intervencionista, los Estados Unidos.)

         Si integramos los diferentes elementos que hemos desarrolla­do a lo largo de este trabajo, comprenderemos por qué el debate «empresa pública/empresa privada» es espurio y tergiversador. En primer lugar, porque toda actividad económica (y también el capital) es de naturaleza social; en segundo lugar, porque todo bien económico comercializable es de apropiación privada, una vez que se consume (es decir, que se adquiere por parte del consumi­dor); en tercer lugar, porque lo que hace competitivos a los mercados es el respeto a las reglas de la libre competencia; en cuarto lugar, porque lo importante es satisfacer una necesidad, independientemente de quién sea el agente satisfactor, a ser posible, conservando para el país de origen el mayor margen de valor añadido; en quinto lugar, porque lo que define al principio de economicidad es la gestión correcta de recursos escasos, no la imposición de etiquetas.

         Es la gestión eficiente de los recursos y el respeto de las reglas del mercado, en el ámbito de los bienes y servicios de carácter competitivo, lo que «legitima» o no la competencia de una determinada empresa, independientemente del origen de su capital. (Apelamos al lector a que relea el punto referido a la empresa pública, en el capítulo segundo de esta sección.) Así pues, el respeto a los principios ineludibles de riesgo y quiebra, a los reajustes estructurales necesarios (también en el ámbito laboral, independientemente de determinados «derechos adquiridos» de difícil homologación social, más allá de las conquistas sociales históricamente dadas) como en cualquier otra empresa, y el estricto cumplimiento de las normativas del derecho mercantil privado, han de ser los referentes para juzgar la compatibilidad de la gestión del capital público con los principios antes mencionados.

         Por otro lado, si bien la empresa de capital totalmente o parcialmente público puede rellenar los huecos o las brechas dejados por el capital privado (ante su incapacidad para asumir determinadas tecnologías, economías de escala o iniciativas exportadoras), por parte del sector público son posibles otro tipo de políticas que, al margen de su protagonismo directo e inmediato, opten por el estímulo y el apoyo a las empresas privadas, de cara a su desarrollo endógeno y autosostenido. (Asimismo, la decisión de adoptar una u otra política industrial, estatalizadora o estimuladora del sector privado, depende del modelo social por el cual se opte, así como de la consideración, en función de la situación concreta en cada país, de lo que es o no es un «sector estratégico», que habría de ser controlado o dominado por el Estado, lo cual no significa que el modelo de relaciones productivas que se aplique haya de ser necesariamente el actual.)

6.3. Intervención del Estado en la activi­dad económica

         En torno al tema de las políticas industriales se han levantado agrias polémicas: unos suponen que implican interferen­cias sobre la competencia; otros las consideran vitales para dotar de una «masa crítica» a diversos condicionantes de competitividad (economías de escala, I+D, exportaciones, etc.) o para sanear ciertos sectores. Así pues, el espectro de opiniones, desde quien dice que «no hay mejor política industrial que la que no existe» hasta los que afirman que los mercados han de estar ampliamente regulados y tutelados por los poderes públicos, es muy amplio. Un ejemplo del primer criterio es éste:

         «Por todo ello, para la reindustrialización y para la garantía de puestos de trabajo alternativos ha de ser más significativa una política-marco de carácter general que reduzca los costes de emplear trabajo, flexibilice las condiciones de contratación, reduzca el nivel de inflación y rebaje los tipos de interés que una actuación directa del sector público a través de los instrumentos tradicionales de la política económica» (170).

         En cambio, una postura alternativa es la que apela a la necesidad de aplicar medidas de política industrial para corregir las deficiencias del tejido industrial o para estimular positiva­mente ciertos factores de competitividad:

         «Creo que hay tres tipos de razones en favor de algunas políticas industriales sectoriales. La primera, la asignación óptima de recursos públicos en áreas donde la consecución de una masa crítica es imprescindible para que la acción tenga efecto. El caso paradigmático es la política de I+D, donde una estrategia de pura horizontalidad puede ser muy costosa e ineficaz, ya que no tener en cuenta prioridades conduce a dedicar fuertes ayudas a actividades maduras donde el up grading es imposible y puede impedir obtener masa crítica mínima en otros con futuro. La segunda razón es la existencia de actividades donde la regulación es imprescindible por la estructura de los mercados, la tecnolo­gía o la configuración de los riesgos. El ejemplo típico es la generación y distribución de energía eléctrica, donde la ausencia de intervención [regulación de precios] conduciría a estructuras de precios perversas y no optimizaría el sistema eléctrico en su conjunto, con cuantiosas pérdidas para la economía. Por último, la crisis de 1973 conllevó las políticas de reconversión (reducción de capacidades y mejora tecnológica) que, siempre que vuelvan a resultar afectados por la situación internacional sectores con fuerte peso en las economías desarrolladas, volverán a instrumentarse» (171).

         No hemos de confundir el plano horizontal de la política industrial, que comparte con otros sectores productivos (servi­cios, agricultura, construcción) e incluye desde políticas de flexibilidad laboral, políticas financieras, tratamiento fiscal de los beneficios no distribuidos, hasta otro tipo de políticas de competitividad más genéricas, como la política tecnológica, la formación de capital humano, el estímulo a la concentración y a la internacionalización (que, por su propia naturaleza, pretenden incidir sobre las condiciones del entorno de la actividad industrial y son, en general, poco controvertidas), con aquellas que se dirigen a actividades sectoriales concretas con objeto de fomentarlas directamente (mediante una política selectiva de compras públicas, o a través de ayudas a la inversión, o de subvenciones a la explotación o, en el sector público, de reconversión productiva), que son en general contempladas con desconfianza, pues se duda que la Administración sea competente para discriminar los sectors con futuro, y para repartir adecuadamente los fondos destinados a estos fines.

         Según hemos comprobado, los sectores escépticos ante las políticas industriales «puras» son proclives a las medidas horizontales antes mencionadas (formación, flexibilidad, fiscalidad...); los sectores «intervencionistas» se inclinan por fomentar y potenciar sectores productivos con futuro, y sanear aquellos que no son competitivos. Los partidarios del interven­cionismo, entonces, consideran que una política industrial digna de tal nombre sería la impulsada por las Administraciones Públicas con el objeto de contribuir al desarrollo de sectores industriales competitivos.

         Aquí es necesario realizar tres puntualizaciones: la primera es la de que no es en absoluto indiferente «cómo» se realizará esta intervención (si ha de existir o no cierta «mortalidad» inevitable como parte intrínseca del proceso de desarrollo; si se ha de potenciar la «concentración» empresarial —con sus consecuencias inherentes por lo que se refiere al marco de competencia perfecta—, o en cambio se ha de estimular la atomización de las empresas); la segunda es la de que la política industrial ha de configurarse de acuerdo con la industria que se tiene efectivamente, y no sólo con la que se cree que se habría de poseer (por ello, no sirve de nada imponerse objetivos ambiciosos si no se parte, como hemos visto en un capítulo anterior, del hecho de que las estructuras productivas de un país se asientan sobre un desarrollo industrial determinado: es el caso de España, donde predominan sectores de demanda débil y media); la tercera es la de «a quién» beneficia este proceso intervencio­nista (no es admisible que las reconversiones se realicen a costa de poner el patrimonio industrial de un país en manos de inversores foráneos, lo que hace a su industria vulnerable ante períodos de crisis o ante políticas estratégicas particulares de las multinacionales).

                En España la política industrial se ha interpretado de forma muy restrictiva: entre 1981 y 1985 se implementó una política salvaje de «redimensionamiento» (en la práctica, de reducción) de la capacidad industrial en siderurgia, construcción naval y bienes intermedios; a partir de 1986 la política industrial (o su inexistencia) fue todavía más contraproducente: de forma simple y llana, la liquidación por parte de las empresas —en diversos ramos industriales— de sus activos, adquiridos por empresas extranjeras, bien casi en su totalidad (alimentación, bienes de equipo eléctricos o automoción), bien parcialmente (farmacia, química básica o hidrocarburos).

                (La política industrial, durante estos años, se limitó a realizar imprecisos programas sectoriales, como los Planes Electrónicos e Informáticos —que no evitaron la descapitaliza­ción de la precaria industria informática—, los planes de reordenación del sector energético, así como la continuación de ciertos planes de reconversión —en la línea blanca de electrodomésticos, en construcción naval, en el textil—, y la política de privatización de empresas públicas.)

                No obstante, no se tuvieron en cuenta los altos costes en pérdida de valor añadido que supuso la liquidación de empresas con la pretensión de redimensionar ciertos mercados, y sus secuelas sobre el mercado de trabajo: el paro estructural y la dualización económica y social.

         La experiencia demuestra que la política industrial ha de configurarse siempre orientándose al largo plazo, más allá de la coyuntura y la orientación general de la industria: la consecuen­cia de la priorización de la inmediatez o el corto plazo es la pérdida de soberanía empresarial y tecnológica de las estructuras productivas (172). Por ello la política industrial debería orientarse hacia el fomento de las iniciativas de concentración —o integración— empresarial (entre otras medidas, mediante el estímulo a la empresa reticular, o de los acuerdos de cooperación en materia exportadora o tecnológica), de innovación, de diferenciación y, asimismo, de saneamiento y reestructuración de sectores determinados, atendiendo a la realidad concreta de la industria y a los objetivos básicos que se marque la política económica del país.

                (Posteriormente comprobaremos cómo, en la España de los noventa, al margen de políticas sectoriales y horizontales de estímulo a las estructuras productivas, que presuponen que el mercado por sí mismo es incapaz de resolver los déficits estructurales y los vicios de la cultura empresarial y del tejido productivo propios, sería necesario realizar una nueva política de desarrollo autosostenido que, simultáneamente a las medidas de fomento, estimulara los procesos endógenos de desarrollo de sus potencialidades, a través de la utilización de un nuevo concepto de capital como bien social.)

         Por lo que se refiere a las medidas de estímulo de carácter horizontal (ajustadas a la realidad española, aunque generaliza­bles a otros contextos) sería preciso señalar cinco prioridades: 1) la promoción de la investigación y la innovación tecnológica; 2) la promoción de la diferenciación, la calidad y la seguridad industrial; 3) la promoción de la internacionali­zación; 4) el fomento de la formación de capital humano*; y 5) la adaptación estructural de las empresas al entorno competitivo, especialmente el europeo.

         (Respecto a la primera de estas medidas, la innovación tecnológica, volvemos a insistir en que una condición sine qua non sería atacar los problemas de incertidumbre, apropiabilidad e indivisibilidad de los gastos en I+D, que generalmente aportan resultados a largo plazo, y tienen un alto riesgo; la incentiva­ción, la financiación y la creación de una masa crítica —por ejemplo, a través de acuerdos interempresariales, o entre empresa y universidad— son tareas básicas de la Administración.)

         Las políticas sectoriales, por su lado, han de tener un carácter excepcional y transitorio. Se ha de partir de la base de que la empresa privada ha de justificar su posición en el mercado por unos determinados resultados económicos y sociales: si estos no existieran pasaría a representar una carga social; en tal caso sería más práctico, si se considera democráticamente que la parcela que ocupa esta industria privada es básica o estratégica para la economía del país, que el sector público ocupara su lugar, aplicando las mismas reglas competitivas que el resto de las empresas de titularidad privada.

         Ello no justifica, como fue común en España durante los años ochenta, la absorción y el «saneamiento» de empresas ruinosas en sectores de demanda débil, por razones políticas, de imagen pública o de «alarma social». Contrariamente, el sector público ha de centrar su atención en los sectores de demanda fuerte o de carácter estratégico que sean básicos para preservar la soberanía económica o tecnológica, para conservar la mayor parte del valor añadido (es decir, para que éste no se escape a otros países extranjeros), o para equilibrar la balanza comercial.

         Las políticas de fomento (reconversiones, subvenciones, bonificaciones y medidas de desarrollo regional) han de tener un carácter puntual, con la finalidad de evitar su consolidación y capitalización, es decir, para mantener su eficacia. (Pero este tipo de medidas —siempre discriminatorias, y viciadas por un cierto intervencionismo— conviene que sean aplicadas en casos muy contados y excepcionales, para no consolidarlas como soluciones de carácter normativo —destinadas a reflotar o salvar empresas o sectores condenados o inviables—, y respetar los principios de igualdad, libertad y responsabilidad, también en el marco productivo.) A este respecto, el apoyo a las PYME es clave, especialmente a través de su acceso a las fuentes de financiación competitivas, la ordenación de su actividad, y no tanto de la concesión indiscriminada de ayudas (para inversión o reinversión, para la contratación de trabajadores, para compensación de pérdidas, etc.) Es más importante que el marco competitivo donde nos movemos esté saneado y que su acceso a los sectores básicos (financiación, energía, servicios, materias primas y capital humano cualificado) sea razonable y fluido, que la adopción de medidas arbitrarias y discrecionales de carácter político.

         (Otro aspecto diferente es la adopción de medidas de adaptación empresarial a los objetivos de interés social de carácter estratégico: por ejemplo, políticas de medio ambiente, o de seguridad e higiene en el trabajo, o de cualificación profesional, o de fomento de la ocupación estable. Por su carácter social y solidario requiriría apoyos todavía más explícitos y generalizados.)

         Si nos referimos a la empresa pública, no creemos necesario insistir en su intervención en aquellos sectores de tecnología avanzada, o bien de carácter estratégico. El ejemplo de la separación del sector público empresarial español (los grupos TENEO e INI) en función de su mayor o menor rentabilidad es indiferente al razonamiento que hemos efectuado: toda empresa pública, independientemente de su categorización, ha de ajustarse a las normas, objetivos y restricciones de cualquier empresa competitiva.

         Por lo cual, como primera y principal medida, es necesario establecer una equiparación de las condiciones laborales de los trabajadores del sector público a las condiciones medias de la economía, sin privilegios ni agravios comparativos. La visión «napoleónica» o «weberiana», de carácter burocratizador y funcionarial (y por tanto rígida y procedimental) del empleado público, que de hecho lo diferencia del resto de los trabajadores del ámbito privado, ha de ser desterrada. Ha de primar el valor de eficiencia respecto al actual estandard de «derecho adquirido» por lo que se refiere al cuerpo de relaciones laborales de la empresa pública, en igualdad de condiciones respecto a la empresa privada media. Lo que no sea esto supondría consolidar una élite de privilegiados.

         La abolición de rigideces artificiales de entrada, salida y funcionamiento del sector público empresarial, por lo que se refiere a sus relaciones laborales, no ha de equivaler a una precarización del empleo, sino a su homologación respecto al conjunto de la economía. Por lo cual se ha de favorecer la estabilidad y la calidad del empleo en toda la economía, no sólo en ciertos sectores privilegiados. Esta «flexibilización» (acabando con la noción de «función pública», explícita o de facto) no tiene por qué degenerar en riesgos de corrupción o de discrecionalidad políticas cuando se establecen mecanismos de control y salvaguardia democráticos en el acceso y salida del cuerpo laboral de la empresa pública (o en la Administración Pública).

         (Más bien es el concepto de seguridad vitalicia el que induce a un cierto mercadeo en el acceso a la función pública, sin atender a las necesidades o a la eficiencia económica, con menoscabo del principio de igualdad de oportunidades; asimismo, el concepto de «interinidad» es una burla a los sistemas de acceso reglado, mediante concurso público, al cuerpo administra­tivo. Al riesgo de la discrecionalidad le hemos de oponer, entonces, la realidad de la corporativización insolidaria, irresponsable y gregaria.)

         Para acabar este capítulo, la acción pública puede —y debe— ir más allá de las funciones que la doctrina clásica le ha asignado (servicios básicos, seguridad, infraestructuras y poca cosa más), para acceder a la regulación —o en su caso interven­ción— de los mercados, siempre que estos no satisfagan las necesidades y expectativas en materia de innovación, ocupación, medio ambiente, formación, capacidad exportadora, integración, diferenciación, equilibrio territorial y protección de sectores básicos. En cuyo caso la actuación pública ha de atenerse a las mismas reglas y limitaciones que el resto de los agentes económicos (en caso de una actuación directa de la empresa pública), o bien ha de atender necesidades puntuales y transito­rias (sin consolidar ayudas o privilegios) con objetivos a largo plazo (no coyunturales), claros, explícitos y socialmente establecidos (en caso de medidas de estímulo al sector privado).


 

7. Empresa y conflicto

         La lección de la Segunda Guerra Mundial fue muy dura. El auge de los totalitarismos había demostrado a la burguesía más refractaria que no podía continuar por el mismo camino de explotación de las clases trabajadoras, que por su parte se habían colocado en una posición frontal respecto al poder hegemónico. Previamente a la gran conflagración, los doctrinaris­mos totalitarios de izquierdas y de derechas —en ciertos países europeos— fueron la plasmación de la polarización social subsiguiente; la guerra su colofón.

         A su fin, en los llamados países occidentales, se estable­cieron los fundamentos de un nuevo tipo de corporativismo socialdemócrata-liberal, muy diferente del corporativismo fascista de tan funestas consecuencias. Ya no se trataba de «encuadrar» a las organizaciones sindicales existentes, sino de «integrarlas» en un clima de negociación. Así pues, se creó un marco centralizado de negociación, a escala macroeconómica, entre organizaciones empresariales, sindicatos y el gobierno. La reglamentación conjunta —a tres bandas— de la ocupación, de la normativa laboral y de otras cuestiones relativas a la protección social, se sostenía gracias al crecimiento económico, a la regulación normativa y al consenso. La esfera microeconó­mica del bienestar —que viene dada por el salario— se extendió a escala macroeconómica (la protección social y el Welfare Compromise).

         Por su parte, la función social del consenso, legitimadora del orden económico, y el papel del Estado como propiciador de las condiciones que hicieron posible la acumulación del capital, establecieron las bases de un crecimiento sostenido (que no sostenible) basado en la teoría keynesiana de la gestión de la demanda agregada*. El corporativismo socialdemócra­ta-liberal pretendía vincular los intereses sociales con los intereses económicos globales: por ello, el Welfare State* relacionó la dinámica del «proyecto de bienestar» con un statu quo de las relaciones laborales y productivas, es decir, con la integración, el consenso y la institucionalización del conflicto.

         Este último se encauzó a través de un marco de reglas del juego que canalizaban, a más pequeña escala, el tradicional enfrentamiento de clases. Efectivamente, lo que comenzó siendo una pugna dialéctica enconada, en la cual se disputaban los anhelos de progreso económico y social de unos y las prevenciones conservadoras y elitistas de otros, y que a menudo (como se vió) degeneraba en violencia, se articuló de tal manera que se construyó todo un entramado reglamentario e institucional que traducía en forma de pantomima o de amago (representación simbólica, a través del ejercicio del derecho de huelga, sin las connotaciones revolucionarias de antaño) lo que no pasaba de ser una pugna por el reparto de la renta (que, cómo no, tenía sus repercusiones sociales y económicas para los agentes participan­tes), sin las consecuencias trágicas que tal pugna tuvo antes de la regulación postbélica.

         Esta proyección simbólica, controlada, del conflicto, sin desactivar la carga dialéctica (base del conflicto), actuó de recurso taumatúrgico para minimizar los efectos sociales de las contradicciones económicas heredadas del pasado. Este cambio de reglas del juego, sin variar lo más mínimo las relaciones productivas que sustentan el conflicto, aliviaron, o al menos mitigaron sus efectos perturbadores (dando un rostro más humano a la barbarie), lo que facilitó la creación de un marco de semiestabilidad (y paz social) favorable para los negocios y para la mejora de las condiciones de vida del ciudadano medio. A la larga, la acomodación de las partes en tal representación simbólica desactivó los anhelos irredentistas de unos, y contuvo las tendencias refractarias de otros, estimulando un marco de convivencia y tolerancia necesario para la consolidación de un nuevo modelo de relaciones sociales y laborales pactista, institucionalizado (es decir, reconocido y protegido por el marco legal) y gregario. Estos son los fundamentos del nuevo corporativismo socialdemócra­ta y liberal surgido tras posguerra europea.

         Este modelo funcionó mientras el pastel a repartir —sin reparar en las condiciones de su adquisición— daba para todos. Pero cuando estalló la crisis latente de los setenta las cosas cambiaron. Nosotros mantenemos la hipótesis de que el fin del consenso fue producto de la ruptura del statu quo por parte empresarial. Para hacer frente a la crisis, al apostar por la técnica como factor de ahorro de trabajo (o de su precarización), a lo que hay que añadir las nuevas pautas de organización del trabajo y el robustecimiento de un tercer y cuarto sector económico (servicios e información), se minaron las bases sobre las que se sustentaba el poder sindical (u obrero), debilitándolo; se agudizó el conflicto por el reparto de la renta (y del trabajo); y se dinamitó el «pacto de caballeros» (no exento de contradic­ciones) que sostenía el llamado «pacto social».

         El auge de los neoliberalismos enrocó a la parte sindical en una postura de defensa de supuestos «legítimos mínimos históricos», que en parte fueron identificados —incorrecta­mente— con ciertos «derechos adquiridos», de carácter gregario, por parte de una casta laboral privilegiada respecto a la subsiguiente estructura­ción dual de la sociedad (política de taller cerrado*). Escenario éste, en el que es la parte subsidiaria, marginal, periférica, de la sociedad dual, la que está pagando los platos rotos. Los actores principales de este juego dialéctico, los llamados «agentes sociales» (entre los cuales cabría situar al Gobierno), por lo general han abandonado a la marginalidad a esta parte periférica de la sociedad, ignorando, expresamente, sus intereses más elementales.

         Es decir, a menudo se ha errado el tiro en la defensa de los «mínimos históricos», identificando los intereses de la parte más débil (la fuerza de trabajo sin recursos económicos propios, así como la población pasiva por naturaleza y derecho) con los del agente gregario que supuestamente las representa. Sólo tras el colapso de las ambiciones irredentistas (la panacea obrerista del «hombre nuevo socialista») la parte sindical ha comenzado a modificar el rumbo, para comenzar a interesarse por las aspira­ciones de la parte marginada del pastel económico, y ajena al debate sobre el reparto de la renta (entre los que disponen de ella). Es decir, en las postrimerías del siglo XX, la dialéctica social y económica entre los llamados «agentes sociales» —ignorando algunos problemas de fondo— parece que se orienta, con pasos vacilantes, hacia otros objetivos más allá del reparto de la renta económica, como veremos en este capítulo.

         Unas reflexiones complementarias: la concepción y la secuencia de ideas de este capítulo se ajusta a un esquema ceñido al marco de las condiciones estructurales del paradigma actual, que necesa­riamente variarán en el momento en el que las ideas y las reflexiones se proyecten hacia un nuevo marco social en el que el modelo de propiedad actual sea sustituido por uno nuevo que participe del carácter social del capital, tal como ya lo hemos descrito (y lo volvere­mos a hacer posteriormente). Este nuevo modelo de propiedad alternativo, junto con la implantación de una red de protección social universal, y con un paradigma de economía sostenible, puede hacer mucho para replantear lo que subyace a la teoría del conflicto, poniendo en tela de juicio el modelo de relaciones sociales construido a partir del concepto de dialéctica social configurado como base institucionalizada del reparto de poderes, privilegios, atribuciones y responsabilidades existentes en el marco gregario actual.

         La base «conflictivista» de las relaciones sociales (parafernalia guerrera en la pantomima simbólica de dialéctica social), institucionalizada y rubricada por el aparato normativo, entrará en crisis cuando el concepto «consenso» deje de estar tergiversadamente ligado al de «corporativismo», desgraciada secuela de las bases intelectuales de los distintos modelos totalita­rios. El consenso, en un paradigma universal e intergeneracional, puede fundamentarse en un nuevo modelo de propiedad (de capital como bien social) y de protección social integrador, progresivo y austero (en armonía con la Naturaleza), si se desactiva la carga belicosa del paradigma conflictivista actualmente vigente.

         Una segunda reflexión. Como es lógico, este discurso se enmarca en un contexto social y económico ajustado a las características de las sociedades occidentales avanzadas (en parte, también a la realidad española, que será nuestro marco de referencia a lo largo de todo el capítulo), no a otras situacio­nes lógicamente diferentes, como es el caso de las nuevas democracias aparecidas tras el colapso del antiguo modelo de socialismo autoritario de Estado en buena parte del Este de Europa y de Asia, a un lado y otro de los Urales (y mucho menos a los llamados «Nuevos Países Industrializados»). Comencemos, pues, estudiando la significación actual de los agentes de poder gregarios.

7.1. Los llamados «agentes sociales»

         Como apuntábamos hace un momento, mediante la negociación y el compromiso se llegó, tras la Segunda Guerra Mundial, a mantener un cierto grado de orden y de normaliza­ción de las relaciones sociales, y a establecer un acuerdo entre el Estado y la fuerza de trabajo en temas relacio­nados con la dimensión social global: es el llamado «nivel de mínimo histórico» por lo que se refiere a los estándares razonables de bienestar social. Este compromiso, de carácter democrático y consensuado, se vio cuestionado, no obstante, a partir de las nuevas circunstancias de crisis económica larvada, de reestructuración, de paro estructural y de dualización social subsiguientes.

         Es a partir de la consideración efectuada en el capítulo anterior, en la cual abordábamos el papel subsidiario del Estado —respecto al mercado— por lo que se refiere a su actuación económica y social (principio que se ha de añadir a los ya tradicionales de eficiencia y solidaridad), y en la cual reflexionábamos sobre los grados de oportunidad de la autoatribu­ción por parte del Estado de ciertas actividades económicas y sociales, donde cabe enmarcar el concepto de «mínimo histórico». Éste se ve sujeto a una redefinición en el marco de los proyectos de las grandes fuentes de poder económico, orientada, por así decirlo, a trastocar el esquema de ideas que configuran la concepción institucionalizada de lo que es lo social, anteponiendo el principio de eficacia al de solidaridad, incluso a costa de una descentraliza­ción e individualización de las prestaciones sociales.

         En el marco europeo, a finales del siglo XX, el punto de vista socialdemócrata en lo social se manifiesta acosado desde múltiples lados: en el ámbito externo, el modelo de sociedad y de producción entra en contradicción con la aparición de los Nuevos Países Industrializados; en el ámbito interno, la carga fiscal y financiera (tipos de interés, tipos de cambio, exaccio­nes fiscales), establecida en ocasiones artificialmente para soportar los altos niveles de endeudamiento o intervencionismo en lo social y productivo, pesa especialmente sobre las economías productivas y domésticas; por último, en el ámbito ecológico conduce al agotamiento y destrucción de la Naturaleza, dirigién­donos al caos (es decir, en términos de sostenibilidad las ventajas de hoy serán hipotecas y escasez para las generaciones futuras). Las relaciones institucionales entre los agentes sociales (incluidos los respectivos gobiernos) y la fabricación flexible parecen constituir la norma de finales del siglo XX.

         Efectivamente, si en un determinado período la negociación colectiva repercute positivamente en las empresas productivas (los aumentos salariales contribuyen a incrementar la demanda; buena parte del gasto público las beneficia directamente —en forma de bonificaciones fiscales, subvenciones y contratos gubernamentales—; los gastos sociales —en forma de servicios e infraestructuras— también las favorece indirectamente), y la regulación del conflicto y del consenso facilita la puesta en marcha y el éxito de ciertas políticas económicas, a partir del momento en que las nuevas circunstancias internacionales y una nueva fase del ciclo económico imponen un nuevo marco económico, más restrictivo en lo social y más descentralizado y flexible en lo productivo, aquel diseño institucional entra en crisis.

         En este escenario el corporativismo socialdemócrata y tardo-liberal pasa a ser, para los economistas neoliberales, más un corsé restrictivo que un marco favorable a la negociación colectiva. Así, paulatinamente, se va imponiendo la tesis paternalista de «todos estamos en el mismo barco», que no «integra» sino «sumerge» a la fuerza de trabajo en un nuevo esquema de corporativismo autoritario. Cierto tipo de sindicalis­mo, ante esta actitud restrictiva por parte de la patronal, reacciona de forma furibunda y apasionada. (Véase el cuadro de texto número 10. Éste, en el marco español, expone una actitud de pugna frontal, de conflicto y de antagonismo, ciertamente poco en sintonía con la actitud tradicional del sindicalismo pactista de la democracia, desde los pactos de la Moncloa al Acuerdo Económico y Social.)

         Esta postura de confrontación radical y apasionada entra en contradicción con otras ciertamente más positivas, como por ejemplo la del sindicalismo alemán, que en lugar de plantear la nueva situación como la expresión de un poder —el sindical— que se enfrenta conflictivamente con otro poder opuesto —el empresa­rial— para disputarse el reparto de la renta generada por la empresa (sería por ello un conflicto de carácter principalmente salarial, sin atender a otras cuestiones: las condiciones laborales, los niveles de empleo, etc.), entra en una nueva dinámica negociadora que comprende otras variables: por ejemplo, la coparticipa­ción en la empresa, el enriquecimiento del trabajo, el reparto del trabajo, el compromiso por la creación de nuevo empleo con ciertos sacrificios salariales, etc.

         La actitud de confrontación cerrada da poco margen para la reflexión serena de las nuevas posibilidades de negociación. Impide ver que, más allá del intento por parte de la empresa de aprovechar la «legitimación sociotécnica» (a la vista de las nuevas circunstancias sociales, globales y técnicas) para sus propios fines, se ha de replantear el marco de negociación en beneficio de nuevos objetivos sociales y humanos: el reparto del trabajo y la mejora de las condiciones de trabajo, el aumento de la motivación y la integración en el puesto de trabajo, el reto ecológico, el compromiso por la calidad y la productividad, la cualificación profesional y tecnológica, etc. Reducir el ámbito de negociación a cuestiones de carácter salarial y al objetivo del «contrato para toda la vida» son errores fatales, pues indican dos cosas: la primera, la ignorancia de la realidad vigente; la segunda, la insolidaridad con las víctimas de la sociedad dual, que no pueden aspirar a disponer de puestos de trabajo vitalicios o a disfrutar de salarios decentes.

         No hemos de olvidar que el sindicalismo padece de una grave contradicción: si por un lado tiene su raíz en el antagonismo entre capital y trabajo, al mismo tiempo ha contribuido a contener y canalizar este antagonismo dentro de los límites del propio orden económico y social capitalista. Este proceso es fruto de la asimilación de la negociación colectiva (en el ámbito industrial) al sistema democrático (en el ámbito político), partiendo del supuesto de que ambas partes, capital y trabajo, están en condiciones de igualdad a la hora de negociar, pues están sometidas a unas mismas reglas del juego (el «consenso» se sostendría, en último término, en la consciencia de la existencia de un «interés general» de supervivencia mutua).

         Por ello el mantenimiento de altos niveles de conflictividad laboral, en una sociedad avanzada, no es necesariamente indicador de un fuerte movimiento obrero; más bien al contrario, puede indicar la incapacidad de los trabajadores para plantear sus demandas —y plasmarlas— a nivel político y económico. Contraria­mente, una situación de moderada conflictividad laboral suele indicar una mayor fortaleza de los trabajadores y de sus organizaciones ante el capital. Éste parece ser el cuadro general en España: la pérdida progresiva de cuotas de poder y representa­tividad de los sindicatos, desde la apertura política hasta aproximadamente mediados de los noventa, los lanzó —con etapas esporádicas de moderación— a una dinámica suicida —para sus propios intereses— de confrontación sistemática, a una «huida hacia delante» que no les benefició en nada, y consiguientemente tampoco a los sectores por ellos representados.

         Su propia combatividad fue signo de sus contradicciones, de su vulnerabilidad, de su debilidad. Da la sensación de que los sindicatos optaron por una actitud firme «de cara a la galería», pero virtualmente de repliegue en el ámbito de la negociación a escala empresarial. Su crisis de representación los hizo conscientes, al final, de que en demasiadas ocasiones su lucha, en la práctica, los aleja de los planteamientos y las necesidades de su propia base sindical. Aquí podría estar la clave del cambio de rumbo de la estrategia sindical a mediados de los noventa.

         En este capítulo planteamos la necesidad de establecer un nuevo escenario: nadie duda de que, en el actual marco social, los sindicatos tiene una importante misión que desempeñar, que es la de atender a los intereses de los trabajadores en la dialéctica con los empleadores, la de ser sus representantes naturales. Pero la pervivencia de imágenes mentales decimonóni­cas (de carácter conservador), fundamentalmente conflictivistas y salariales, son un obstáculo insalvable que cierra el acceso a la elaboración de un nuevo marco de negociación.

         La imagen de la histórica clase obrera tradicional está desdibujándose definitivamente, sin que se aprecien todavía con claridad los contornos de lo que pueda ser en el futuro. Pero pueden comenzar a intuirse ciertos cambios en el marco de negociación que se dibuja en el horizonte. La tendencia va en la línea de ampliar los contenidos de la negociación colectiva, incorporando importantes áreas de decisión tradicionalmente excluidas de ella. Por otro lado, la introducción de un nuevo concepto de elemento capital puede relativizar la función social del sindicato si se parte de que el capital es un bien comparti­do, usufructuado, sin propietario —individual— legal. La desmitificación del actual modelo de relaciones laborales por fusión (o de su teórica alternativa solidaria, el cooperativis­mo), y su sustitución por nuevas relaciones laborales por asociación (fundamentadas en un capital como bien social en condiciones de usufructo), culminaría un ciclo histórico de desdramatización del conflicto social.

         En el próximo punto de este capítulo comprobaremos que es necesario compatibilizar la dimensión social del rol tradicional de relaciones laborales con un nuevo marco de redifinición, motivación y participación del trabajador en la empresa. Ello sería posible si a la noción tradicional que se fundamenta en la parte fija y estable del salario —incluso la que corresponde a la antigüedad— pierde importancia relativa frente otros componen­tes variables que dependen de los resultados económico-financie­ros de la empresa, de la productividad y la calidad del trabajo individual, de las actitudes y del comportamiento de cada trabajador:

         «A partir de las duras reglas de la competencia internacio­nal y nacional y de las exigencias de los consumidores en materia de variedad de productos, de calidad y de tiempos de entrega, parece más evidente que el nuevo régimen de acumulación y las nuevas formas institucionales que se están gestando no podrán instaurarse y consolidarse para ofrecer beneficios a amplios sectores de la sociedad, sin contar ahora con la activa y creativa participación de los trabajadores y sus organizaciones. Es en este difícil contexto donde podrían surgir las bases para establecer un nuevo "pacto o acuerdo social", entre capital y trabajo, con ventajas y concesiones mutuas, pero cuyo contenido no está todavía escrito» (173).

         Pero parece que los actores sociales, y entre ellos el sindicalismo, ignoran o no han percibido todavía la naturaleza de la crisis que están afrontando, ni todo el poder transforma­dor que las innovaciones técnicas y organizativas implicarán, primeramen­te sobre el trabajo humano, y a medio y largo plazo, sobre los objetivos, las estructuras, las estrategias y la acción sindical. Este cambio se refleja ya, en primer lugar, en la creciente conciencia de sentimiento anticorporativo, que se traduce, entre otras cosas, en un debilitamiento de las estructuras sindicales. De aquí que éstas hayan de contrarrestar las parcelas de poder perdidas con una nueva actitud, más positiva, tendente a una mayor presencia y responsabilidad en el nivel de gestión de las empresas y las organizaciones. El viejo concepto de «lucha de clases» agoniza.

         Si bien éste parece ser un parto difícil, la actual situación de crisis y de transformacio­nes sindicales en el sistema social no tiene por qué ser más dramática que en períodos anteriores. Todo depende de la actitud que el sindicalismo adopte ante el compromiso de garantizar a los trabajadores (en el actual esquema social) una igualdad de derechos y oportunidades respecto al resto de actores sociales, mediante la aplicación de una estrategia que incorpore a los colectivos sociales marginados en el proceso de dualización y descentralización económica (los parados, las amas de casa, los inmigrantes, los pensionistas, los estudiantes, los sin-casa, etc.) y que contemple los retos del nuevo paradigma tecnológico y ecológico: las condiciones generales de vida y salud, el medio ambiente (sostenibilidad), el trabajo, los sentimientos de identidad y participación, la satisfacción en el trabajo, la paz social, la productividad y la calidad en la producción.

         Se necesita perentoriamente un nuevo modelo sindical que instaure otras formas de entender el conflicto social, y que se preocupe por los nuevos retos del futuro, entre ellos la introducción racional y programada de las inversiones tecnológi­cas y organizacionales que permitan un marco social y laboral más democrático y participativo, y que contemple la realidad a escala de ramo y de empresa, sin prejuicios doctrinarios:

         «Estos cambios no pueden ser introducidos desde fuera. Es necesario que sus dirigentes perciban los signos de los tiempos e interpreten las necesidades, expectativas y demandas de sus afiliados y de la sociedad para adaptar las estructuras, los programas, las actividades y reivindicaciones, anticipándose así al futuro.» (174).

7.2. El marco de negociación en España

         Si utilizamos como criterio de negociación colectiva el establecido en el Estatuto de los Trabajadores, durante los primeros años de la década de los noventa, cabe destacar los siguientes rasgos básicos: 1) una tasa de cobertura de la negociación colectiva en torno al 73% de la población trabajadora asalariada; 2) una periodicidad elevada, en general anual o bianual; 3) la continuidad del marco negociador de la época franquista, que se fundamentaba en la pervivencia de las antiguas Ordenanzas Laborales y en una excesiva atomización (generalmente, por provincias y sectores), próxima al caos; 4) por la carencia de articulación de los diferentes niveles de negociación; y 5) por la ausencia de la negociación interprofesio­nal en materias concretas.

         Entre todos los agentes sociales significativos en España —organizaciones patronales y sindicatos mayoritarios— se da la consciencia compartida de que es necesario integrar los niveles de negociación (evitando una excesiva atomización) y derogar las viejas reglamenta­ciones de trabajo (para ser sustituidas por convenios colectivos). Pero a partir de esta coincidencia genérica surgen otras discusiones: ¿es necesario «integrar» mediante la adopción de «convenios-marco» y a partir de aquí negociar en cascada en ámbitos inferiores —especialmente el de empresa—, tomando como base de discusión los mínimos establecidos a nivel estatal? ¿O es preferible «integrar» estableciendo un reparto de papeles entre el convenio marco estatal y los convenios de empresa —en función de la situación concreta de cada empresa—, más que una negociación de mínimos mejorables? (Una posterior normativa del Estatuto de los Trabajadores parece inclinarse por esta segunda opción.)

         En la práctica parece que las posturas próximas a las organizaciones empresariales no se inclinan por ninguna de estas dos opciones, sino por todo lo contrario:

         «Creo que ya es el momento de reflexionar sobre si la cifra de convenios es o no elevada, pareciendo que moverse sobre más de cuatro mil así lo sugiere, surgiendo en primer lugar una impresión en principio positiva al denotar aparentemente unas características de diálogo entre los interlocutores sociales. Cuestión diferente es si este volumen amplio, expresivo de diálogo pero también de gran dedicación a las deliberaciones entre representantes de los trabajadores y de los empresarios, muchas veces en detrimento de la actividad productiva, es el adecuado para conseguir los objetivos propios de la negociación colectiva —una efectiva regulación de las condiciones de trabajo que permita la competitividad empresarial—, tema en el cual no es ajeno el contenido de los convenios» (175).

         Este texto indica algo que avanzamos en el punto anterior: un paulatino desentendi­miento de la parte empresarial respecto al marco negociador, basado en el prototipo pactista y contrac­tual socialdemócrata, y un mayor interés por —como máximo— el establecimiento de directrices (en la práctica, vacías de contenido vinculante) en el plano estatal, y la negociación de aspectos básicos en el ámbito de la empresa, a la luz de las circunstancias de cada sector, ramo y empresa. Ello es significa­tivo de un cambio de cultura negociadora que, nuevamente, se inclina por fragmentar y particularizar (en oposición al objetivo globalizador socialdemócrata), si bien con la máscara de una supuesta «integración» estatal de aspectos menores, y de carácter no vinculante.

         Si bien esta tendencia puede indicar una ofensiva para arrancar protagonismo a la parte sindical, y explotar sus debilidades (ocultas por un marco político e institucional que le es favorable en cierta manera), no deja de tener cierta parte de lógica. Pues es bien cierto que ha llegado el momento en que no se pueden obviar otros ámbitos de negociación hasta ahora marginados: así, al aspecto salarial le hemos de añadir otros, como el cambio técnico (y la productividad), la formación, el impacto ambiental, las condiciones laborales, el empleo, la participación y el enriquecimiento del trabajo (varios de los cuales entran dentro del marco interno empresarial).

         Como hemos visto en capítulos anteriores, una de las herencias del sistema productivo taylorista-fordista ha sido la identificación de la motivación con el estímulo estrictamente monetario, en oposición a otros como pueden ser la satisfacción y la significación del propio trabajo, la autonomía, el reconoci­miento de los méritos propios, la iniciativa, etc. De aquí que, a partir de él, se propagaran una serie de sistemas de retribución con incentivo que, de una forma u otra, se perpetuaron hasta hoy día (en función del rendimiento y la productividad del trabajador): estos son las primas, la participación en los beneficios y otros complementos, en especie o metálico, como seguros, planes de pensiones, ticket restaurante, economatos, préstamos, etc. (Es necesario destacar, sin embargo, que esta serie de estímulos salariales benefician más a los niveles salariales más altos y al personal más cualificado, si bien, de una u otra manera, comprende a buena parte de los asalariados.)

         La negociación colectiva ha sido, al menos hasta mediados de los noventa, más un instrumento redistribuidor de rentas que un marco serio de asunción de acuerdos en el establecimiento de pautas y objetivos sociales dentro de la empresa. Si bien ha sido interpretado como un «instrumento de paz social y de generación de consenso» —más allá de constituir un factor de inestabilidad estructural— lo ha sido de una manera restrictiva y empobrecedora de las relaciones sociales, económicas y técnicas dentro de la empresa. La negociación colectiva tendría que haber sido mucho más que un mero «tira y afloja» en materia de reparto de la renta generada por la empresa. Tal vez se haya primado este aspecto (cláusulas de garantía salarial, mejora del poder adquisitivo, maximización de los beneficios...) antes que la elaboración de políticas efectivas de empleo o de estabilidad laboral.

         (Fórmulas parciales, como las del reparto del trabajo, o la creación de empleo estable a cambio de recortes salariales significativos —siquiera temporales—, no han dado suficiente juego como para valorar hasta qué punto son soluciones convenien­tes o nuevas formas de precarización y dualización del trabajo.)

         Ya es un tópico escuchar que los sindicatos, al menos hasta mediados de los noventa, han priorizado la protección a los trabajadores ocupados, preferentemente estables, ante los individuos sin trabajo o con trabajos precarios. No pretendemos pontificar en este aspecto, pero cuanto menos debemos reflexionar sobre las dificultades que han aparecido repetidamen­te de cara a establecer acuerdos sociales solidarios que aseguren el empleo —en tiempos de crisis— a cambio de congelaciones o reducciones negociadas del poder adquisitivo; también se han echado a faltar planteamientos más ambiciosos que deriven hacia fórmulas alternativas de integración en el mercado laboral —generalizadas en los países más avanzados— de sectores hasta el momento marginados de él (las amas de casa, los estudiantes, los que buscan primer empleo, etc.), como pueden ser los contratos a tiempo parcial.

         Tal vez entre los representantes de los trabajadores ha existido una malsana obsesión por garantizar quiméricos «trabajos vitalicios» a tiempo completo, escenario que está muy lejos de la realidad actual. La tozudez de unos pocos por preservar unos mal llamados «derechos adquiridos» únicamente repercute en perjudicar el empleo de muchos más. ¿Decir ello es legitimar la ofensiva neoliberal? Consideramos que quienes lo hacen, con su actitud inconsciente, son los que no están dispuestos a abrir nuevas vías de negociación y acuerdo en temas claves como empleo, niveles de renta, cambio técnico o productividad. Ello desemboca en la dispersión y la descohesión de su propia base social, en el debilitamiento de sus posiciones, y en su aislamiento de la realidad, sin que, a pesar de todo, los cambios dejen de producirse igualmente.

         Los aspectos hasta este momento considerados «periféricos» han de adoptar un mayor protagonismo. La negociación centralizada ha de marcar las pautas de ciertas cuestiones no salariales, mientras que —en función de la situación específica de casa empresa— es la unidad productiva el marco idóneo para dilucidar las cuestio­nes salariales y para el compromiso por el mantenimiento del empleo. (Con garantías para los trabajadores de la PYME que no disponen de interlocutores de los trabajadores con poder negociador, por lo cual la negociación colectiva a escala sectorial y de ramo podría englobar también ciertos mínimos que se dirijan a marcar las pautas de la negociación salarial en la PYME. Considerando que hablamos de conceptos vigentes hoy día, por lo cual los consideramos provisionales y ajustados a un proceso necesario de transición hacia un nuevo modelo productivo, donde toda esta parafernalia normativa fuese innecesaria, una vez que se hubiesen establecido nuevas bases de reparto del capital, de convivencia, de igualdad y distribución de oportunidades y responsabilidades, y de cobertura social.)

         Los incentivos se han de respetar, para acercar las retribuciones a la situación cíclica de la empresa; no obstante, a cambio, a partir de compromisos-marco estatales, se han de implementar en el ámbito de la empresa medidas compensadoras de protección del empleo, de equiparación de condiciones de trabajo (independientemente de su naturaleza, fija o eventual, o del sexo de quien lo ejecute), de garantías ante el abuso de la normativa de contratación, de participación de los trabajadores en ámbitos significativos de la gestión de la empresa, etc.

         (Es necesario destacar que las cuestiones referentes a normativas de contratación están fuera de nuestro ámbito de estudio. Por ello remitimos al lector a que elabore sus propias conclusiones. De todas maneras sí que nos pronunciamos por un compromiso entre el objetivo básico de la estabilidad en el empleo y la necesaria flexibilidad que impone el actual paradigma productivo.)

         Así pues, a diferencia de lo que ha sido común hasta esta fecha (anteponer los niveles salariales al mantenimiento del empleo), el planteamiento habría de ser el contrario. El gradiente de posibilidades es amplio: se puede proteger el nivel adquisiti­vo a cambio de concesiones en el reparto del tiempo de trabajo (en función de las necesidades de la producción), sin aumentar los ritmos de trabajo o el número de horas trabajadas; asimismo se pueden reducir los salarios a cambio de reducir el tiempo de trabajo, con el fin de repartir el empleo; o bien se pueden aumentar los ritmos de trabajo —y la productividad— manteniendo el tiempo de trabajo y aumentando los salarios, etc.

         La actitud numantina de estabilidad en el empleo, aumento salarial y mantenimiento o reducción del tiempo de trabajo es insoluble. De cualquier manera es necesario negociar, y segura­mente sacrificar alguno de los tres aspectos. No puede mantenerse que se anteponga el segundo al primero, a costa de una tasa de paro escandalosa. Alguna responsabilidad ha de tener, en todo ello, la tozudería de las partes. No hay ninguna duda de que la actitud empresarial (y la alta proporción de la economía sumergida) de primar los beneficios al mantenimiento del empleo, y la propia de los sindicatos (favoreciendo los salarios), no ayuda a resolver este dilema: de nada sirve lanzarse la pelota de un lado a otro, es necesario hacer algo.

         Partimos de la base de que, en el paradigma actual, la obsesión por el trabajo vitalicio —además de limitadora y empobrecedora para el trabajador— es inviable en la actual situación de crisis permanente. Por ello, con la anuencia de todos es necesario establecer un marco negociado, controlable y transparente —con talante desgregarizado— de ajuste del mercado de trabajo a la realidad de la oferta de factores productivos y del ciclo económico. La polivalencia de funciones, la movilidad geográfica y funcional, la adaptación y necesaria flexibilidad de los nuevos procesos de producción ligera (o integrados), la formación, la seguridad e higiene, la flexibilidad de entrada y salida en el marco de la empresa, etc., han de ser aspectos no laterales, sino centrales en este nuevo marco negociador. (Los conceptos de «derecho adquirido» y de «categoria profesional» están condenados a transformarse.)

         Asimismo, es necesario renegociar las parcelas o cuotas de responsabilidad de los trabajadores en la empresa y en su propio cometido laboral. De aquí que las propuestas de la Escuela Sociotécnica y la de las Relaciones Humanas son de necesaria aplicación, si verdaderamente se pretende mitigar los trascenden­tales efectos de los cambios que se están produciendo en el paradigma productivo (la llamada «Producción Ligera» de la que hemos hablado). Sería una gran falta de responsabilidad no integrar los aspectos de satisfacción, motivación, autocontrol, autonomía, responsabilidad y enriquecimiento del trabajo en el nuevo marco de negociación colectiva.

         Está claro que las repercusiones del cambio tecnológico y organizativo serán profundas y determinantes de cara al actual esquema de relaciones de trabajo. Si los llamados «agentes sociales de la empresa» no integran estos aspectos en el proceso de negociación, y no los consensúan, las consecuencias, dejadas a su libre juego, pueden ser nefastas para la parte más débil, es decir, para los trabajadores: su desarrollo lógico, sin contrapesos, se encaminaría hacia el paternalismo empresarial, hacia el control y la sumisión, hacia la integración despersona­lizadora, hacia la desconflictivización desmovilizadora y hacia el aumento de los ritmos de trabajo, más bien que hacia la liberación efectiva de las potencialidades de los trabajadores.

         Sería una grave irresponsabilidad, por parte de los agentes sociales, no tomar nota de los cambios que se están imponiendo en el marco de las estructuras productivas, que a la larga afectarán a las relaciones de producción. Si no son capaces de cambiar de rumbo, de adoptar actitudes más constructivas y clarividentes, se habrá de encontrar la manera de enviarlos al rincón de los trastos viejos y ocupar su lugar mediante la autoorganización. (Ojalá algún día no fuese necesario gestionar el conflicto porque las bases que lo perpetúan, la atribución privada del capital, hubiesen dejado de existir.)

         El gregarismo y la corporativización de las relaciones productivas, hoy día, hace imposible pensar en la ausencia de conflicto. Pero ante este hecho hay dos posibles posturas a tomar: instalarse en el paradigma del conflicto (como en buena parte de los países avanzados, donde no únicamente se legitima y reconoce en el propio texto constitucional, sino donde incluso se acepta de facto el chantaje de los sectores corporativistas más poderosos en perjuicio de los intereses de la mayoría, haciendo un mal uso de un derecho constitucional legalmente reconocido), o bien aplicar transformaciones estructurales que modifiquen el papel del Estado y el actual marco de regulación de las libertades, los derechos y las oportunidades (aun en un marco de naturaleza gregaria), hacia un nuevo paradigma de naturaleza universal e intergeneracional.

         Nosotros pensamos que estamos entrando en un período de transición donde tendrán que convivir las viejas con las nuevas estructuras, donde será más fácil avanzar si las personas y los colectivos que hoy disponen de cuotas de poder saben anteponer los valores de la consciencia y el contenido humanista a la perpetuación artificial de la parafernalia, ya anacrónica, de las viejas y conflictivizadas estructuras que hemos heredado del pasado (que en su momento fueron creadas para jugar un papel instrumental, no como un fin en sí mismas).


 

8. Nuevas y viejas realidades del paradigma actual

         En este capítulo hemos considerado necesario efectuar un balance sobre los aspectos colaterales a las transformaciones que hemos ido explicitando. Estos son tanto causas como efectos, y por ello son nuevas y viejas realidades, añadidas al marco estructural de las sociedades industriales avanzadas. En el cuadro de texto número 11 las vemos resumidas en cuatro subítems que iremos desglosando en el curso del capítulo: el marco internacional establecido por la existencia de los Nuevos Países Industrializados; la creciente dualización social, con las consecuencias que comporta para el marco laboral; el cambio cultural e ideológico; y las repercusiones de todo ello sobre las economías desarrolladas.

         El primero de estos aspectos, el creciente auge de los Nuevos Países Industrializados (NPI), es reflejo de la ruptura de la multipolaridad —existente hasta ahora— en el marco planetario, pues a las tres áreas desarrolladas hegemónicas a finales de los noventa (Norteamérica, Europa Occidental y Japón) se le añade un grupo de países y espacios económicos (especial­mente del Pacífico y del Índico) que, en base a una fuerte apuesta por el desarrollo tecnológico endógeno, la visión exportadora, la existencia de un esfuerzo intensivo por la formación, y el impulso de un Estado «desarrollista», están ocupando cada vez mayores cuotas de mercado, incluso en el coto cerrado de las potencias desarrolladas.

         Como vimos en su momento, el prejuicio (que tiene su origen en la rancia noción de las ventajas comparativas, que parte de la escuela clásica de pensamiento económico) de considerar que la existencia de los NPI implica una alteración de la división internacional del trabajo, y que sus principales representantes (Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong, Singapur, Brasil y la India) persisten en especializarse en productos intensivos en el uso de mano de obra, se está viendo desmentido por su impulso tecnológi­co original y propio, y por el desarrollo endógeno y autososteni­do de su capital y sus economías de escala, especialmente en campos de tecnologías medias y avanzadas (176).

         Por ello países que, como España, compiten principalmente en áreas de tecnologías medias y bajas ven peligrar no sólo estos sectores, sino también otros donde pretendían adquirir un protagonismo incipiente, que no son precisamente los más laboral-intensivos. Ello indica un nuevo marco donde ya no es fácil abrir mercados en los espacios exteriores al recinto europeo. Y asimismo implica que hay países que, con un peso económico y tecnológico similar, compiten además con una serie de ventajas comparativas que, partiendo de los costes laborales, se extienden asimismo a otros ámbitos, como la calidad, la tecnología, y, cada vez más, cierta imagen de eficiencia.

         Es necesario resaltar que el punto de partida de las políticas de competitividad de los NPI ha sido el uso de lo que se llama en términos económicos dumping social, es decir, la contracción de los costes laborales hasta límites de estricta subsistencia del personal, en contextos sociales donde el nivel de vida está muy por debajo del europeo. Si bien este desfase (que indudablemente parte de la lógica de cualquier proceso de acumulación primitiva del capital, según la terminología marxista) aparentemente se está corrigiendo hasta cierto punto en los países más avanzados de los NPI (Corea sería un ejemplo, en este momento), no cabe duda de que todavía tiene un peso indudable que favorece a los NPI en su estrategia exportadora y de apertura de mercados (177).

         Así pues, el primer gran condicionante para la empresa, a fines del siglo XX y, a nivel macroeconómico, para la competiti­vidad de países medios como España, es la existencia de este nuevo marco global, que indirectamente afecta a los países europeos desarrollados por lo que se refiere a la traslación de políticas de dumping social encubierto por parte de ciertas clases empresariales. El ejemplo de la fábrica Hoover (el traslado de una factoría desde Francia a Escocia para beneficiar­se de los menores costes laborales de este segundo país, a cuenta de la inoperancia y la ambigüedad del marco social de la Unión Europea), o del traslado de otras factorías a países del Este europeo, o a otros Estados del llamado Tercer Mundo, o la indisimulada presión por «ajustar» los niveles salariales de los trabajadores de ciertas grandes empresas, o sencillamente el desmantelamiento y la desregulación de las garantías laborales en beneficio de una implacable precarización y rotación del empleo, son una buena muestra de ello (178).

         De esta manera, se va consolidando una realidad caracteriza­da por una progresiva precarización y dualización de los mercados de trabajo y, consiguientemente, por la consolidación de un espantoso paro estructural. Ya sea como consecuencia de la presencia de nuevos competidores en un mercado saturado, que ha crecido poco y que padece de situaciones de sobreproducción, ya sea por efecto del cambio tecnológico, ya sea a causa de una crisis de subconsumo o de demanda (los economistas no se ponen de acuerdo sobre cuál es la causa última que explica la onda larga del mecanismo cíclico que explica el paro estructural y la estanflación), ya sea por todo este conjunto de factores, el hecho es que en este contexto, dadas las características intrínsecas del sistema económico y social capitalista, no existen puestos de trabajo disponibles para todos, y se advierte una progresiva dualización laboral y social.

         De esta situación se desprende un proceso acelerado de disgregación y segmentación, donde se agudizan los mecanismos de reproducción de la pobreza, donde el mercado de trabajo se escinde entre un sector central y otro periférico (primario y secundario, respectivamente). El primero tiene salarios más altos, mejores condiciones de trabajo, alta estabilidad laboral, más posibilidades de promoción personal y social, y otras garantías suplementarias (alta y media cualificación, mayor reglamentación, alta sindicalización, status laboral alto...) El segundo, sin embargo, padece de condiciones laborales precarias e inestables.

         Esta segmentación sería el reflejo de las diferencias del proceso de trabajo típicas de las «empresas centrales», por un lado, y de la «economía periférica», por el otro. Esta realidad social (que representa una profundización de unas tendencias que se heredan del pasado) consolida un tejido social roto, insolida­rio e inestable, donde surgen otros tipos de contradicciones sociales: el paro y la precariedad laboral marcan el terreno que separa a los «privilegiados» de los «parias» de la sociedad (179).

         El esquema keynesiano y socialdemócrata que inspiró la llamada «Sociedad del Bienestar» se tambalea. El pacto y la institucionalización del conflicto, que eran la garantía de la paz social y el consenso, que servían de base al crecimiento sostenido, pasan a ser conceptos rancios en base a la realidad incuestionable del fin de la situación de pleno empleo, de crisis de las garantías sociales y laborales (ocupación estable, regulación y protección estatal de las condiciones de trabajo...) Los conceptos de solidaridad, homogeneización social, pacto e imperativo moral se relajan y desaparecen; la configuración individuo-sociedad pasa a ser la de individuo-consumidor.

         El paro estructural* (que supera el antiguo concepto de paro friccional*, necesario para ajustar los mecanismos de oferta y demanda en el mercado laboral) se alza como la principal obsesión de las sociedades avanzadas. En estos momentos está claro que no todos los individuos pueden trabajar, lo cual no quiere decir que no exista trabajo para todos (otra cosa es que no exitan «puestos de trabajo» para todos), porque el volumen de necesidades insatisfechas varía en función de la evolución demográfica, y porque éstas no cubren necesidades «básicas» de una buena parte de la sociedad opulenta (dado el marco dualizador en el que éstas se encuentran); asimismo, porque existe un stock considerable de capital ocioso que no atiende a dichas necesidades insatisfechas, y que ha optado por refugiarse en activos especulativos o volátiles (economía financiera). El principal desajuste de este esquema social es que es incapaz de resolver el contrasentido de un mayor requerimiento de necesidades (a más bienestar más necesidades) con un mayor grado de capital productivo ocioso (es decir, con un importante desaprovechamiento de las capacidades productivas), un derroche de fuerza de trabajo y una situación cíclica de crisis de demanda (180).

         Circulan teorías que se inclinan por una de estas dos soluciones: un reparto del trabajo, mediante una disminución de la jornada laboral, o la gestión de una «sociedad del ocio», donde buena parte de la población activa ejercería funciones de tipo social, remuneradas por el Estado. Nosotros pensamos que, nuevamente, la situación actual de infrautilización de la fuerza de trabajo —y de paro estructural— no es indicativa de que el trabajo sea escaso, sino de que el capital no está bien utilizado ni repartido.

         Las cosas serían muy diferentes si se utilizase un nuevo concepto de capital que atendiese a cubrir las necesidades sociales insatisfechas —muchas de ellas, producto de la consoli­dación de una sociedad senil y opulenta— o a gestionar correcta­mente el recurso «Naturaleza»: bien empleado directamente —a precario— por el Estado, bien capitalizado por las empresas (como veremos más adelante) con recursos de origen estatal, a modo de usufructo. Está claro que no existe escasez de necesidades, ni de fuerza de trabajo, sino un mal uso del elemento capital. Si hubiese otra interpretación de la «economía productiva» que se ajustase más a su significado genuino (creación de riqueza, en oposición a la tendencia actual a especular con capitales ociosos) el cuadro del paro estructural sería un mal sueño pretérito.

         La situación generalizada de precariedad y rotación laboral, con graves repercusiones por lo que se refiere a las expectativas y a los horizontes vitales de los sectores sociales más vulnera­bles y desprotegidos, en parte es trasunto de cambios reales en el modelo productivo, como consecuencia del esquema de producción ligera que se está imponiendo; en parte es producto de una desregulación social y laboral nefasta para la vertebración social de los países avanzados; y en parte es debido al proceso de descentralización y atomización productiva —cuando no al auge de la economía sumergida— que, como ya vimos en su momento, no entra en contradicción con la progresiva concentración del capital productivo.

         El Estado ha de establecer un marco de garantías que, sin descartar inevitables procesos de flexibilización de ciertas variables básicas —de las que ya hemos hablado—, regule el objetivo básico de la estabilidad y el mantenimiento del empleo, y dé pie a la existencia de un horizonte viable y previsible para las nuevas generaciones de trabajadores. Si tales garantías no existen, es previsible que se produzca un auténtico shock económico y social difícilmente soportable por la sociedad, pues, entre otras cosas, será difícil consolidar una demanda agregada que pueda absober lo que el mercado produce, especialmente por lo que se refiere a los bienes durables. Y lo que es peor, creará un cuadro social especialmente frágil y vulnerable, con repercu­siones muy graves en las actitudes de los sectores sociales marginales.

         El cambio cultural, ideológico y de comportamientos es la tercera consecuencia de las transformaciones económicas que se están desarrollando a escala microeconómica y macroeconómica. Una de sus peores repercusiones es de orden ideológico y moral: la traslación de la alienación de dentro a fuera de la fábrica. Si entendemos el concepto «alienación», partiendo de la interpreta­ción marxista, como la «cosificación» de las relaciones humanas en un contexto mercantilista (es decir, cada individuo trata a los demás no a partir de relaciones humanas sino como instrumen­tos de cara a conseguir determinados fines), y trasladamos esta consideración a nuestros días, observamos que este fenómeno no se produce únicamente en el trato directo —mercantil o social— entre las personas, sino también entre las personas y los sectores dirigentes (a través de diversos medios: el consumo consuntivo, los mass-media, el ocio programado...)

         Alain Touraine, en su libro La sociedad postindustrial (181), afirma lo siguiente: «El hombre alienado es aquel que carece de otra relación con las orientaciones sociales y culturales de su sociedad que la que le reconoce la clase dirigente como compatible con el mantenimiento de su dominación. La alienación es, pues, la reducción del conflicto social mediante una participación dependiente». Así pues, el prototipo de individuo contemporáneo actuaría bajo directrices y control ajeno en el marco de la empresa donde trabaja y fuera de ella. En el primer caso, en una relación directa (y estrecha), en el segundo, en una relación indirecta (o mediática).

         Los conceptos «participación dependiente» y «sector dirigente» son ricos y complejos. El primero es múltiple y diverso, pues engloba tanto los medios de comunicación (un canal de expresión unilineal, pues no se produce feed-back entre receptor y emisor), como las pautas de ocio programado, el consumo (ostentación, derroche ostensible, emulación), etc. (182). El segundo refleja el nuevo poder tecnoestructural, tanto en la empresa como en la Administración (183). El antiguo proletario y el resto de clases sociales subalternas han perdido toda consciencia de identidad, se han integrado acríticamente en el sistema (si hay contestación es de orden gregario), ha pasado a ser una nueva categoría social: la «sociedad programada», en oposición a la «sociedad ilustrada», poseedora de conocimientos-clave y de información, que es el nuevo poder dominante.

         La tecnocracia dominante dispone de numerosos y efectivos medios para programar a la población, para despersonalizarla y para que adopte actitudes conformistas y acríticas (en contraste con la situación de crisis y dualización social generalizadas) (184). Nuevas estrategias de «pan y circo», nuevas campañas de «caridad pública» y de mantenimiento del orden, son la garantía del mantenimiento del statu quo. Hasta el punto de que incluso los mass-media se han dualizado entre aquellos que atienden los gustos y las necesidades de los sectores ilustrados (generalmente de pago), y aquellos programados para satisfacer los instintos más primarios de las grandes masas (la televisión como elemento de integración y cohesión social ha desaparecido).

         (Resulta significativo que incluso los sistemas interacti­vos, multimedia, virtuales y cibernéticos de información se han dualizado entre aquellos que sirven para los fines de maximiza­ción de conocimientos y resultados económicos de los sectores ilustrados, y aquellos que sirven para el simple y llano «esparcimiento» y sentido de la emulación de las masas semianal­fabetas.)

         Los múltiples canales de subordinación y control social y mental, a través de estrategias comerciales bien diseñadas (moda, campañas publicitarias, mensajes subliminales, bombardeo desinformador de un signo u otro, rebajas comerciales...), inciden en el fomento del consumo y la emulación irracionales, con carácter compulsivo. El lema predominante es «tanto tienes, tanto vales», no el de «conócete a ti mismo». La pérdida de valores humanos, y su sustitución por la cosificación de las aspiraciones y los anhelos (que se traduce en el remolino y la obsesión compulsiva por el consumo, la emulación y la imitación de modelos vigentes en cada momento), produce una devaluación o frivolización de las relaciones humanas y de otros elementos extraeconómicos: la belleza, el arte, la solidaridad, la Naturaleza, el amor (185).

         La creación de necesidades ficticias, la consolidación de un estado de éxtasis colectivo, la alienación, la despersonaliza­ción, la programación y el control mental, la homogeneización, dibuja un cuadro ciertamente descorazonador, que en parte es consecuencia del marco económico naciente, y en parte dibuja una acentuación de los aspectos más siniestros de este marco. La creciente consciencia de la falta de «horizontes» y la materiali­zación de una sociedad fragmentada y segmentada (incluso dentro de los sectores dependientes), alimenta respuestas cada vez más irracionales, anómicas y violentas. La pérdida de valores humanos y de la consciencia de la esencia íntima del ser humano cristali­za en comportamientos sociales incompatibles con la viabilidad y el mantenimiento de los recursos humanos en un horizonte universal e intergeneracional.

         El paradigma del crecimiento que se fundamenta en los valores y patrones de consumo antes especificados no puede mantenerse durante excesivo tiempo, pues como vimos en la introducción de esta sección, choca con un marco natural limitado y frágil, que es necesario preservar. Por lo cual, uno de los principales referentes de reforma que es necesario contemplar ha de venir dado por el cambio urgente de los actuales esquemas de consumo que se fundamentan en los intereses de los grandes poderes económicos y políticos. Con los medios existentes se puede impulsar un nuevo concepto de consumo y de bienestar alejado de la dinámica frenética actual, más de acuerdo con las limitaciones de los recursos y con la genuina calidad de vida, y más «humano» (en el sentido que atiende a lo que nos diferencia del simio, que es nuestra superior capacidad de razonar).

         Este nuevo paradigma de bienestar puede explotar el fabuloso valor añadido de la cultura, el ocio creativo, la atención social a los más desfavorecidos, la economía solidaria, la gestión de los recursos naturales, etc., sin desatender las necesidades básicas que vienen dadas históricamente por el nivel de desarro­llo de la sociedad. Este cambio ha de ir acompañado, indudable­mente, por una transformación en las estructuras productivas, en parte iniciada (con el desarrollo del sector servicios), pero que ha degenerado, bien en la consolidación de los procesos de consumo compulsivo propios de los bienes de consumo industria­les, bien en una confirmación de la dualización social (entre un sector ilustrado y otro dependiente). De éste y de otros temas hablaremos en el siguiente capítulo.

 

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