La Transformación Social - 1

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


Prefacio

            La existencia de nuevas ideas es el catalizador que fundamenta todo cambio en clave de progreso. Sin ellas, el cambio social (ya evolutivo, ya revolucionario) sería imposible.

            Las ideas innovadoras no son un «lujo social», una joya preciada (vistosa pero inútil), sino una necesidad histórica. Las ideas son para el hombre lo que el olfato para los perros, o la agudeza visual para las rapaces: un recurso para sobrevivir. Pero a diferencia de los seres no autoconscientes, el hombre, por añadidura, gracias a su espíritu innovador, trasciende la inmediatez para construir el futuro. El hombre, al construir ideas, se construye a sí mismo.

            La cultura humana tiene dos esferas: la de la tecnología aplicada y la del desenvolvi­miento social. Generalmente la primera se adelanta a la segunda, es más móvil. Ello es así porque, a partir de un determinado nivel de desarrollo técnico y social, es más fácil manipular la materia que moldear la conciencia: la materia es tangible y consistente, y por tanto aprehensible; pero, ¿de qué materia está hecha la conciencia, cómo se transforma? La vida social no es más que la plasmación de la conciencia en las relaciones interpersonales (es tecnología social).

            El cambio social es fruto del tanteo y de la experimentación, del mismo modo que el cambio técnico. Sin embargo, mientras el cambio técnico se sustenta en el uso del método científico y de los experimentos controlados, el cambio social se basa en métodos mucho más intuitivos (carentes del rigor y de la concreción del método científico), y su experimentación controlada es, por la complejidad de las reacciones humanas, poco menos que imposible. Ello explica, aunque sólo sea en parte, el desfase producido entre las referidas áreas del conocimiento durante los siglos XIX y XX.

            El fin del siglo XX cierra el milenio dejando un legado inmenso en forma de cambio técnico y de progreso científico, y ciertamente un pobre balance por lo que se refiere a cambio social. En ciencias puras y aplicadas se manifiesta un cambio paradigmático (las nuevas tecnologías aplicadas a la innovación empresarial son una buena muestra de ello), no así en Política y en Economía. En ciencias sociales, el aparente progreso, a efectos prácticos, obedece a fenómenos evolutivos y adaptativos: el neoliberalismo es una puesta de largo —con fuerte carga especulativa, y sin modificaciones sustanciales— del liberalismo; lo mismo se puede decir del poskeynesianismo (recordemos que el keynesianismo manó de las mismas fuentes que el liberalismo, y que tenía carácter puramente coyuntural).

            El resultado se hace evidente para quien tenga un mínimo de sensibilidad social: al avance en materia de bienestar, en una porción reducida del planeta (y aun aquel es cuestionable en muchos aspectos), se yuxtapone un descorazonador panorama en materia de desarrollo de los países —y sectores sociales dentro de un mismo país— pobres, de sostenibilidad ecológica, de igualdad de derechos y oportunidades, de equilibrio económico y social; con el agravante de que estos procesos negativos tienen, en ocasiones, carácter irreversible.

            Anclado en apriorismos anacrónicos (plagados de sofismas que confunden y deforman el razonamiento crítico), falto de ideas realmente innovadoras, y aferrado a ciertos axiomas en la práctica dañinos (como es el que ensalza el concepto clásico del «crecimiento ilimitado», como verdad absoluta y universal —reconocida por todos los credos actualmente existentes—), el paradigma económico actualmente en vigor (la confluencia liberal-poskeynesiana predominante tras la caída del llamado «telón de acero») se alza como la principal amenaza para la supervivencia futura. La polución intelectual que genera el sustrato ideológico vigente es hoy día más inquietante que la polución atmosférica; el «anticiclón de las Azores ideológico» está convirtiendo el «pensamiento único», actualmente predominante, en un páramo más yermo que el más desolado de los desiertos.

            No será dando más vueltas de tuerca a los lugares comunes del crecimiento ilimitado y de la dualización geográfica y social como saldremos de este estancamiento ideológico. El sibaritismo intelectual, las sinecuras académicas, perturban a menudo el sano ejercicio de pensar, de imaginar, de construir alternativas. El acomodacionismo ideológico sostiene una corriente (la del determinismo tecnológico, el conformismo social y la destrucción de la Naturaleza) que, al contrario de lo que se piensa, tiene impulso propio, pues se ha independizado de la voluntad humana: el desarrollo tecnológico diseña nuestras vidas; en la ecuación determinística actual, el ser humano es la variable dependiente.

            La situación es tal que, al igual que aquel rey desnudo que se creía engalanado con el más suntuoso de los vestidos, los ideólogos de esta época a menudo ven hermosas vestiduras donde no hay más que desnudez y vergüenza; ven progreso donde nada hay sino miseria; ven avance donde hay retroceso. Por ello nos preguntamos: ¿Qué grado de desajuste entre lo que proclaman y lo que en verdad sucede se precisa para que, dadas las actuales premisas, un político o un economista de hoy en día vea y reconozca un error conceptual, o el fracaso de sus ideas? ¿Qué cantidad de sufrimiento, de extinción de vida, o de nivel de destrucción de la Naturaleza, son necesarios para que su conciencia crítica se sensibilice? ¿Qué estado de cosas sería necesario para que nuestros políticos e ideólogos vieran ante sus ojos lo que la gente común «siente» sin grandes alharacas? El cambio social puede fluir como un río tranquilo o precipitarse como un torrente desbocado. ¿Será necesario construir altos diques o, en cambio, regular su flujo para evitar que se desencadene abruptamente? Parece que nuestros ideólogos han optado por la primera estrategia: verlas venir, construyendo diques de contención, en lugar de represar su flujo en origen, aprovechando al tiempo su fuerza motriz.

            El origen de los principales desequilibrios que ensombrecen el presente y el futuro de la Humanidad reside en el descompasamiento de dos paradigmas distintos (uno en el campo de la técnica, y otro en el de las mentalidades; uno nuevo y otro viejo), provocado por un desfase histórico de sus respectivos ritmos evolutivos: por un lado, la pasmosa creatividad del espíritu humano por lo que se refiere a su capacidad para movilizar recursos e información, para hacer más productivo el trabajo humano; por otro, la inquietante inmovilidad e inmadurez de las estructuras mentales y sociales, que provoca derroche y destrucción del entorno —sin que medidas paliativas de carácter preservacionista pueda hacer gran cosa para evitarlo—, y que no compagina una eficiente movilización de recursos con un más equitativo reparto de oportunidades económicas y sociales (a nivel universal e intergeneracio­nal).

            Del mismo modo que la conciencia de que el cambio técnico siempre se anticipa —y predetermina— el cambio social, y que la correcta comprensión de la interrelación existente entre dichos fenómenos sitúa en su justo lugar al engranaje sociotécnico dentro del ámbito de las estructuras productivas, la conciencia del hecho de que en el triángulo sociedad-política-economía sea el lado económico el que sirve de base y, a la vez, de ensamblaje con el ámbito de la técnica (pues es el sustrato, o infraestructura, que liga el ser humano con lo material, que se expresa en la satisfacción de sus necesidades, sea de productos o de servicios), ha de servir para entender la fenomenología que genera el desfase existente entre el nivel evolutivo de la conciencia y el de la capacidad de creación y movilización de riqueza, es decir, los desajustes entre los paradigmas social y técnico actualmente imperantes.

            Nuestro interés especial por la Economía como eje pivotante de nuestras ideas, sin dejar de lado otros ámbitos de expresión de la esfera de lo social, nace de nuestro desasosiego ante la escasez de ideas innovadoras, o ante la impotencia de estas últimas, tanto de cara a identificar el núcleo de los grandes problemas que afligen a la sociedad, como de crear mecanismos paliativos —de carácter transitorio— capaces de salvar, en la medida de lo posible, la difícil convivencia entre los paradigmas técnico y social; y, cómo no, también nace de nuestro interés por sentar las bases de nuevas estrategias que faciliten un auténtico proceso de transformación social, que armonice y compatibilice ambas esferas.

            Creemos que la conciencia de este desajuste estructural, por un lado, y la voluntad de superarlo, por otro, habría de inspirar una revisión a fondo del bagaje de ideas y de axiomas que fundamenta la doctrina más ampliamente compartida hoy en día en el ámbito de las ciencias sociales (como hemos visto, de inclinación neoliberal-poskeynesiana). El principal propósito que nos ha animado a elaborar una nueva síntesis teórica, con aportaciones que creemos originales, es el de construir el puente que habría de acercar el ámbito de lo social al ámbito de lo técnico, mediante un feed-back enriquecedor y superador que establezca mecanismos naturales de autorregulación en las esferas de la producción, el consumo, la distribución de oportunidades y la gestión de los recursos naturales.

            Toda aportación teórica parte de unos axiomas, unos presupuestos teóricos, unas ideas. Las ideas, según la tradición, tienen dos fuentes: la introspección (la razón) y el conocimiento sensible (la experimentación). Un ejemplo de la primera vía de conocimiento lo tenemos en el mito platónico de la caverna: las personas, en la caverna donde están prisioneras, no ven más que sombras; para contemplar el mundo maravilloso de las ideas puras han de alcanzar el cegador mundo exterior a través de la introspección. La segunda vía la ilustra perfectamen­te un cuento hindú: varios sabios ciegos tratan de alcanzar el conocimiento de forma desagregada; el primero estudia (a través del sentido del tacto) las patas, el segundo la panza, y así sucesivamente; cuando hacen la agregación, aparece un engendro deforme e irreconoci­ble, pues si bien la configuración de cada pedazo se ajusta a la realidad, existe una desproporción en su escala relativa.

            No pretendemos entrar en honduras epistemológicas*, pero, si planteamos el problema de la cimentación de las ideas y de los axiomas que los sustentan, inevitablemente hemos de plantear cuestiones de método (pues por lo general el método predetermina el resultado). Además, se hace necesario entender los rudimentos del método científico si se pretende comprender el razonamiento que expondremos más adelante.

            Existen dos métodos científicos básicos: uno primero (llamado inductivo), hace uso de la experimentación, de la recopilación de información, o de su ordenación lógica (taxonomía*) para, a partir de ahí, llegar a leyes generales; el segundo (deductivo), en la realidad, no es más que una variante del primero, pues se parte de una hipótesis inicial para, mediante el método experimental, confirmar, rechazar o variar la misma a través de inferencias causales.

            Existen tres niveles de comprensión de la realidad: su descripción, su análisis, y la síntesis globalizadora. Ya sea a través de un método de estudio u otro (inductivo o deductivo), la mayor parte de las investigaciones adquieren un carácter descriptivo (o taxonomista), muchas menos hacen uso del método analítico (desagregación de las partes), y aún menos del método sintético (unificación en una síntesis global, por ejemplo, a través del método comparativo).

            Karl Popper establece que sólo de dos maneras se puede verificar o falsear un postulado científico: su aceptación indiscutida por la comunidad científica establecida, o su refutación a la luz de nuevos hallazgos científicos. Su razonamiento hipostiza hasta cierto punto el análisis empírico, al rechazar el acceso a la razón o a la «intuición» en la búsqueda de la certidumbre científica. Creemos, sin embargo, más equilibrado el razonamiento de Alfred Einstein, al tratar de encontrar un punto de equilibrio entre la razón (intuición) y la experimentación:

            «La tarea fundamental del físico consiste en llegar hasta esas leyes elementales y universales que permiten construir el cosmos mediante la pura deducción. No hay un camino lógico hacia esas leyes: sólo la intuición, fundamentada en una comprensión de la experiencia, puede llevarnos a ellas» (1).

            Al igual que un relojero aplica su conocimiento para trabajar con muy distintos tipos de ingenios (relojes de pulsera, de bolsillo, de péndulo, relojes-cuco, de sobremesa, despertadores...) que, sin embargo, funcionan a través de un mismo principio (un muelle espiral que se retuerce y recoge con el empleo de una llavecita), el científico aplica la razón para unificar lo diverso, haciéndolo inteligible. La mera taxonomía, la yuxtaposición de saberes, el puro ejercicio de la erudición, no facilita el conocimiento sino que, bien al contrario, lo esteriliza.

            Pasemos al ámbito que nos ocupa: la Economía. La teoría económica no tiene sentido si no tiene un contrapunto aplicado (política económica, economía de la empresa, gestión de recursos...); representa lo que en las ciencias empíricas es la ciencia básica en relación a la tecnología. Pero a diferencia de las ciencias experimentales, la Economía, que hace uso de la Estadística como su principal herramienta de trabajo, difícilmente puede acceder a un proceso popperiano de verificación o falsación irrebatible (2). (Y a duras penas se puede asegurar que haya logrado establecer leyes generales universalmente aceptables por la «comunidad científica», a la manera popperiana.)

            Por todo ello, los autores de esta obra hemos trabajado partiendo de las siguientes premisas: 1) en Economía, como en cualquier otra disciplina con pretensiones de cientificidad, el todo es diferente de la suma de las partes; 2) la teoría, en Economía, en ningún caso se ha de desligar de la práctica; 3) el análisis especializado y parcial, sin un enfoque global, desemboca en un callejón sin salida; y 4) la Economía, cuando se la encierra en la vitrina de los saberes «puros», degenera en escolástica esotérica.

            Los autores de este libro no somos economistas «académicos», ni pretendemos ser «autoridades» en la materia. Somos personas con un profundo respeto por esta disciplina, pero con un enfoque y una metodología personal, propia. No pretendemos sentar cátedra ni desautorizar nada ni a nadie en particular, sino dar a conocer nuestros propios puntos de vista. No reflexionamos sobre «Economía pura», sino sobre una amalgama que convenimos en llamar «Economía social» (acepción alejada del actual concepto que lo liga a alternativas solidarias en el mundo del trabajo), que combina diferentes enfoques: económico, histórico, sociológico, político, geográfico, demográfico, tecnológico, etc. Los autores rechazamos rotundamente la tentación de poner etiquetas a cualquier esfuerzo de orden intelectual, y nos sentimos incómodos ante la —quizás inevitable— formalización y gregarización del conocimiento científico en el área de las ciencias sociales.

            Esta obra es un ensayo (en absoluto canónico), de materias que habitualmente aparecen desagregadas en multitud de tratados, obras de referencia, manuales, informes, panfletos, etc. Los autores nos sentimos perfectamente «legitimados» en nuestro intento de proyectar nuestra particular interpretación de la realidad, a pesar del abierto desdén (cuando no hostilidad) que esta pretensión suele encontrar en determinados sectores políticos y académicos formalizados y «autorizados».

            Los autores partimos de la base de que los economistas «interpretan» lo que los hombres prácticos sencillamente «hacen». Son numerosas las «leyes» tras las que se esconden simples trivialidades (o «truismos»). Es en parte por ello que la teoría raramente logra adelantarse a la práctica: generalmente la implementación de políticas económicas responde —a menudo a ciegas— a fenómenos económicos dados. Ciertamente el genio humano da al economista la posibilidad de «reinventar» la realidad, y de ahí que numerosas innovaciones e instrumentos han permitido comprender y gestionar mejor la realidad. Pero no lo olvidemos: antes de que Keynes definiera lo que entendía por la «preferencia por la liquidez», había gente que prefería mantener su dinero líquido a gastarlo o invertirlo. Keynes interpretó la realidad, pero ésta ya estaba ahí; luego la reinventó, y ello transformó la realidad preexistente.

            Según la tradición imperante, existe una sabiduría oculta en la naturaleza de los actos humanos (que Adam Smith identificó con el interés egoísta de las personas) que hace que estos tengan, en grandes agregados, una coherencia comprensible para el analista. El economista sería el «intérprete» de la realidad, y a partir de aquí podría establecer «recetas» de actuación. Incluso puede reinventar una realidad dada para crear otra diferente (que a su vez servirá de punto de partida de nuevas reinvenciones). Pero en definitiva es el hombre práctico quien toma las decisiones; el economista simplemente las interpreta.

            Acabamos este prefacio con un capítulo de «no agradecimientos». Nos hubiera gustado poder decir que hemos encontrado el estímulo, el aliento, o la inestimable ayuda (como se suele decir) de tal o cual persona o institución, pero no ha sido así. Este trabajo está hecho desde una posición —decidida expresamente— de aislamiento e independencia. No obstante, sabemos que hay mucha gente (no sólo en nuestro entorno más inmediato), de ámbitos diversos (sociales, políticos y académicos), expectante a raíz de nuestro trabajo previo: éste ha sido nuestro (virtual) sostén moral. A todos ellos, y a todos los que aún tienen algo en lo que creer, está dedicado este libro.

Introducción general

            De la misma manera que un viajero sin destino ni medios que le conduzcan a él es un ser errante, un vagabundo, una ciencia económica sin objetivos que alcanzar es una mera «administración —más o menos eficiente— de unos bienes escasos». Asimismo, al albur del azar o de las circunstancias, y sin medios o instrumentos que permitan a la sociedad aspirar a unos determinados objetivos, la Economía pierde su sentido práctico y se convierte en pura especulación intelectual o en mero «diletantismo».

Economía Política y política económica

            Cualquier manual de Economía al uso académico actual comienza incidiendo en una idea clave: la Economía positiva es el conjunto de reglas, instrumentos o análisis que —desde una actitud de absoluta objetividad y desapego— hacen, primero, comprender y, después, gestionar una realidad económica dada. Todo lo que se escape de dicha pretensión dejará de ser Economía positiva para convertirse en Economía normativa: es decir, el conjunto de apreciaciones subjetivas o de valores que se superponen a los instrumentos positivos (medios) que proporciona la ciencia económica, de cara a implementar una serie de políticas con el fin de intervenir sobre una realidad dada y transformarla (no queda claro si la defensa de la visión pretendidamente «rigurosa» o «positiva» no podría equipararse asimismo a una interpretación valorativa, subjetiva y sesgada de la realidad existente).

            Los defensores de la supuesta «cientificidad» de la economía remachan esta interpretación con el siguiente aserto: la política económica no es sino un catálogo de instrumentos aplicados sobre una realidad (con variados enfoques: racionalidad económica y eficiencia; o bien solidaridad y equidad), para obtener una serie de objetivos (intermedios o finales: estabilización o dinamización económica, reducción del paro, aumento de la producción, bienestar social, distribución de la riqueza...) cuantificables y verificables. Son las proposiciones normativas (valores) las que orientan de una manera u otra a los instrumentos de política económica (política fiscal, monetaria, de rentas, comercial, presupuestaria, industrial, etc.) de cara a la asunción de unos objetivos predeterminados. Así pues, los principios/valores son los impulsos que fundamentan la orientación normativa; los instrumentos/medios, en un supuesto análisis positivo (desapasionado), constituyen el catálogo de medidas aplicadas. El objetivo o los objetivos son las metas que inspiran esta combinación de impulso subjetivo y catálogo de respuestas positivas.

            Los objetivos dependen de la voluntad de la sociedad, que se expresa, en un entorno democrático, en las preferencias reveladas en el acto de votar. ¿Forma ello parte del cuerpo de conocimientos que se ha venido a denominar Economía, o de aquel otro que se denomina Política? No lo podemos asegurar. Sólo podemos argüir una reflexión: cuando hablamos de Economía Política nos estamos refiriendo inequívocamente a aquella rama de la ciencia económica inspirada por ciertos objetivos que entran en el campo de las diatribas alimentadas por valores divergentes, que se enfrentan en la arena de la política —en un país democrático y representativo— en las urnas (3).

            Si la Economía ha de aspirar a unos fines, indiscutiblemente hemos de integrar un cuerpo de valores en el área aparentemente aséptica de los medios. De tal manera, volviendo a nuestro viajante, de poco le sirve que disponga de un flamante jet de la última generación si no tiene claro cuál es su destino; y de poco le sirve conocerlo si a duras penas tiene cuarenta duros para pagarse un bocadillo. El debate entre los medios y los fines, como tantos otros debates, es espurio. La Economía positiva y la Economía normativa no pueden —ni deben— oponerse (4). Todos los medios, instrumentos o catálogo de herramientas recopilables son un triste e inútil fardo de chatarra si no hay un objetivo inspirador y unos principios normativos que orienten y encaminen su uso. Y a este respecto, el ámbito de la Economía no puede desligarse del ámbito de la Política; así como éste no puede oponerse al de los valores, ni siquiera al de los intereses de diferentes estamentos sociales (5).

            De la misma manera que no hay un cuerpo doctrinario y una Economía analítica totalmente asépticos (pues no hemos de olvidar que la política económica es un recurso en mano de los políticos), no es posible afirmar que exista una verdad positiva que no sea una verdad subjetiva. A duras penas podemos decir que existe una «verdad» que podamos equiparar a un óptimo (6). La fuerza de los hechos evidencia la coexistencia de múltiples verdades parciales y complementarias (verdades que tal vez se opongan, en función de un juego de intereses determinado) (7). Así pues, no existe un «óptimo», al igual que no existe un «equilibrio», pero existen muchos óptimos parciales y muchos equilibrios parciales que compete al Estado compatibilizar e integrar en un óptimo y equilibrio general, de compromi­so, que difícilmente podrá estar en la equidistancia de todos los intereses en juego. Tal juego de equilibrios y compromisos tiene, eso sí, un marco rígido limitador: en el plano del capital, la frontera de posibilidades de producción*; en el del trabajo, la curva de demanda de trabajo (en función de unas posibilidades tecnológicas dadas); y en el de la Naturaleza, el stock de recursos naturales y el delicado equilibrio que hay que preservar pensando en generaciones futuras (por cuanto ella no nos pertenece).

            Partiendo de dicho marco de posibilidades (no tan amplio como a primera vista aparenta ser), el Estado tiene la delicada misión de establecer un compromiso —en la aplicación de su política económica— entre la asunción de unos objetivos preestablecidos y sancionados por el juego de la política, y el marco de posibilidades reales prefigurado por la combinación de los factores limitadores antes mencionados (Naturaleza, capital y trabajo). Dicho compromiso es la agregación de una serie de equilibrios parciales, en aplicación de unos principios inspiradores (eficiencia y racionalidad, en el ámbito de la producción, versus equidad y solidaridad en el de la distribución). Es el marco de la política el que dictamina si la sociedad ha de priorizar la maximización de los objetivos del bienestar o los de la acumulacion y productividad. Existen muchos ejemplos en relación a dicha dialéctica que serían ilustrativos de lo que estamos diciendo, pero por razones de economía argumental los obviamos de momento de nuestro discurso.

            Resiguiendo el hilo del falso dilema entre los valores normativos y catálogo de remedios e instrumentos, hemos de entrar necesariamente en el área pantanosa de los principios y de los fines. Si partimos de los principios como valores inspiradores de una determinada política económica, hemos de reconocer que esta última significa algo más que la articulación de un catálogo de soluciones (o instrumentos) científicos más o menos rigurosos (y de resultados más o menos ciertos). Por ejemplo, si lo que nos interesa es maximizar el bienestar (el empleo, la distribución de la renta, la calidad de vida), está claro que hemos de aplicar una determinada política económica con signo expansivo y carácter fiscal redistributivo de rentas, que sin duda (en un marco dado de posibilidades, que es aquel que tiene al mercado y al mecanismo de los precios relativos como asignador de unos recursos dados) tendrán como resultado una serie de desequilibrios que a la larga actuarán como freno a tal política inicialmente aplicada (en base al principio de retroalimentación positiva*). En su defecto, la inexistencia de tales medidas expansivas o reequilibradoras llevarían al mercado a una polarización y asignación —tal vez eficiente, pero indudablemente injusta— intolerable para una sociedad civilizada, por lo cual sería necesaria la actuación equilibradora (de retroalimentación negativa*) del Estado, que compensase ese efecto polarizador, a largo plazo socialmente ineficiente (nos atreveríamos a decir que también lo sería económicamente).

            Pues bien, la estricta aplicación de este vademecum de soluciones es inimaginable si no hay un objetivo inspirador, que ineludiblemente ha de ser guiado por la luz de los fines, de los valores, y de los principios (8). Estos son la traducción, en forma de voluntad general (expresada en las urnas, o en los programas de los partidos políticos) de unas ansias o aspiraciones de unos, o bien de unas reservas o prevenciones de otros. No consideremos —sesgadamente— a las primeras progresivas y a las segundas regresivas, pues lo que hemos de valorar o calificar (o etiquetar) no son las visiones o las conciencias, sino los resultados concretos (beneficiosos para unos cuantos, para todos, o para nadie, en la misma o distinta medida) en la adopción de tales políticas. Tampoco hemos de considerar la posición de los primeros «subjetiva» por partir de un acto volitivo o de abstracciones, y la de los segundos «positiva» por partir de lo existente y tangible, pues nuevamente se puede interpretar que la defensa de lo establecido es tan subjetivo como la aspiración a algo nuevo, y por tanto tan —o tan poco— legítimo (9)

            Así llegamos al manido argumento de la complejidad del mundo actual. En éste las banderías y los intereses; los gregarismos y los sectarismos; las alianzas, contubernios, ententes, transacciones, conspiraciones y confabulaciones son el pan nuestro de cada día. Las armonías y las concordias son la excepción más que la regla. Así pues, entramos en otro peligroso juego: el de la asunción como un hecho de la existencia de numerosas voluntades particulares, de diferentes verdades parciales, el del relativismo y el subjetivismo como norma general.

            A lo largo de nuestra andadura previa hemos partido de la base de que la verdad normativa no se puede oponer a la verdad objetiva de la misma manera que la voluntad (y la Política) no se puede oponer a la Economía, pues en caso contrario ésta sería un mero vademecum de recetas, un catálogo mecanicista de medidas y formulismos que la acercarían a la gestión (a la teoría contable de los balances y los saldos) de la sociedad, más que a la adopción de estrategias o políticas —conservadoras o transformadoras, tanto da— conscientes en atención a un fin predeterminado.

            Una visión «positiva» pura es igual de abstracta, inviable y espuria que una visión «subjetiva» militante (10). Una Economía mecanicista, sin alma, sin voluntad, sería una Economía muerta, una anti-Economía, la negación del verdadero significado de la Economía Política: en definitiva, pasaríamos de la gestión del mundo social a la gestión de las cosas, definición para la cual el concepto «administración» es suficientemente apropiado.

            La Economía, tal como la entendemos nosotros, ha de orientarse desde la «adminis­tración» a la «asignación» eficiente de unos recursos escasos, incardinándose en un marco formado por seres humanos y valores ecológicos, y no únicamente por cosas. En este sentido, y a la vista de que los hombres se caracterizan por el uso de la razón, que se traduce en voluntad, tales normas han de ir acompañadas por la voluntad y por los principios.

            Pero nuevamente nos asalta un desasosiego: el reconocimiento de la voluntad humana nos induce a pensar en sus motivaciones, y éstas en sus intereses, y estos en su realidad concreta y particular. Por tanto, la voluntad particular de cada interés particular liga a ésta a un cuerpo de valores y creencias determinadas (a una verdad parcial). Este marco parcial, opuesto a todos los demás, da idea de la complejidad de armonizar, de encontrar el consenso, el equilibrio, la concordia general.

            Veamos por qué. Cada cuerpo doctrinario responde a una verdad parcial, a una voluntad parcial, a unos intereses parciales, a una realidad parcial (no descubrimos nada: Marx dijo todo lo que había que decir a este respecto). Asimismo, cada verdad parcial induce a cada individuo a ver la realidad bajo el prisma de su propia subjetividad (a veces realzada, a veces deformada, a veces idealizada). Con ello caemos nuevamente en un inevitable resultado: el relativismo político.

            Los antropólogos aplican fecundamente el relativismo en sus investigaciones. Pero sin embargo su relativismo cultural no es trasladable al caso que nos ocupa, pues se fundamenta en la diferencia de superestructuras mentales, acordes con infraestructuras materiales concomitantes. Pero en un mismo marco cultural y superestructural, como el propio, por ejemplo, de una sociedad occidental avanzada, esa relatividad no es fecunda, sino perturbadora, conflictiva, gregaria. La expresión de la diferencia, como corolario de realidades sociales y materiales divergentes, es positiva siempre que no desemboque en la subjetividad autoconsciente, es decir, en el autoengaño: este último es la traducción de una opinión que desemboca en la expresión militante de unos intereses en relación a un hecho determinado.

            (Pongamos un ejemplo: la misma línea --------, medible, contrastable, es interpretada de distinta manera según el ámbito en que se sitúe. Desde un enfoque perceptivo —óptico, no matemático—, el ámbito A la vería de la siguiente manera: <-------->; evidentemente, esa longitud es considerada restrictivamente, minusvalorada, «relativizada». En el ámbito B se la vería de esta otra forma: >--------<; la longitud es la misma, pero la interpretación es muy diferente, porque a diferencia del ámbito A se la exagera, se la idealiza, se la «relativiza».)

            La visión relativista en Economía es oportuna y necesaria cuando hablamos de cosas sustancialmente diferentes, pero es improcedente cuando nos referimos a una misma cosa, y más cuando ésta es mensurable e incontrovertible. ¿Ello quiere decir que no hay lugar para la discrepancia? De la misma manera que para el consenso. ¿Ello quiere decir que no hay verdades parciales? Sí las hay, pero no olvidemos que cuando hablamos de verdades parciales estamos hablando de cosas diferentes. Así pues, no hay lugar para el relativismo cuando hablamos de una misma cosa. Todas las verdades parciales son integrables en una verdad general, y en una voluntad general, cuando las agregamos en un mismo cuerpo. Distintas caras planas delimitan un sólido: de la misma manera distintas verdades parciales delimitan una verdad general (ello es extensible a las visiones parciales y a las voluntades parciales). Pero no lo olvidemos, cada verdad responde a una realidad. No pueden haber dos verdades diferentes para una misma realidad, pues en este caso estamos reconociendo una subjetividad sectaria, un autoengaño militante.

            En otras palabras, cuando hablamos de una realidad como la renta, hemos de partir de los intereses particulares en juego: fundamentalmente, los que tradicionalmente oponen el ámbito del trabajo y el del capital. Ambos —en el marco del régimen de propiedad y de las relaciones productivas vigente hoy día— parten de situaciones diferentes, aunque ambos pugnan por la misma renta. Esta pugna tiene dos ámbitos: la asignación competitiva de los factores y la reasignación —volitiva— del Estado, realizada en base a fines. Sin embargo, la renta, como materialización de esa pugna, es una. Los intereses en pugna son dos (legitimados por el marco normativo y de relaciones productivas actual). En este caso la visión de las circunstancias particulares de cada agente gregario es relativa, subjetiva, militante. Es el Estado quien actúa de mediador en esta pugna (reasignando una parte de esta renta al margen de los mecanismos del mercado, o bien regulando las relaciones productivas), en función de la agregación de estas voluntades parciales en una voluntad general, supuestamente expresada en un cuerpo doctrinario sancionado por la voluntad mayoritaria manifestada en las urnas.

            ¿Son las interpretaciones de A y de B ilegítimas? No, en absoluto. ¿Son representati­vas? Sí, absolutamente, pues son la expresión de la voluntad particular de un agente gregario. ¿Son verdades generales? No, son verdades parciales. La verdad general no es la fusión de las verdades particulares, sino su agregación. Y su agregación se realiza mediante los órganos representativos, a través de la voluntad mayoritaria expresada en la liturgia electoral. La voluntad general se entiende (formalmente) como la voluntad mayoritaria con el contrapeso de los distintos poderes del Estado (el Ejecutivo frente al Legislativo y el Judicial) y de la «oposición» de la minoría organizada. La concordia, la integración, la armonización deberían consistir en el libre juego y contrastación de intereses en aplicación de unas reglas de conducta democráticas. Éste habría de ser el marco político que daría sentido y legitimidad a la aplicación de una política económica democrática.

            Una vez que hemos reconocido que el papel del Estado es armonizar las distintas voluntades particulares en aplicación de una política consensuada democráticamente (en uso del principio de las mayorías representativas), creando así una voluntad general consciente y viable, nos encontramos con otro dilema. Si bien sabemos que la Economía, y más concretamente la política económica, tiene un «alma» que viene dada por un «cuerpo» doctrinario, o programa, en aplicación de unos principios inspiradores, si esta política ha de ser coherente ¿debe atender a todas y cada una de las distintas visiones o voluntades parciales, o debe subordinarlas a una visión —o política— global? En otras palabras, ¿el Estado ha de velar por todos y cada uno de los intereses legítimos que, agregadamente, conforman el cuerpo social, o subordinar unos —tal vez en beneficio de otros— en atención a un supuesto «interés general»?

            La visión sectorial responde a unos intereses particulares, vistos desde un prisma particular; la visión global responde a unos supuestos «intereses generales», que no son más que la agregación de unos intereses parciales en un orden preestablecido de prioridades, que pueden ser positivas (preferentes) o negativas (prescindibles o relegables). Los «intereses generales» son la expresión política de la voluntad general, es la catalogación de las medidas programáticas sancionadas por el electorado. Los intereses generales no son, por tanto, inmutables. Dependen de la correlación de fuerzas existentes en un país, y de la asunción o no de acuerdos y consenso en determinadas materias (como puede ser una cierta equidad y un reparto redistributivo que corrige la asignación factorial de los recursos). Responden también a una serie de transacciones realizadas con el marco exterior, y a lo que en cada momento se considera o no conveniente para los «intereses mayoritarios» en un determinado país.

            La voluntad general dicta lo que es o no de «interés general». Los intereses generales son trasladables, en Economía Política, a los grandes objetivos macroeconómicos. Los intereses sectoriales son trasladables, por su lado, a las políticas parciales en ramas o estratos sociales concretos. Hasta qué punto puede haber un compromiso intermedio de consenso entre lo que son «objetivos macroeconómicos» y lo que son «objetivos microeconómicos» viene dado por la importancia (cuantitativa o cualitativa) de cada uno de los intereses particulares respecto a lo que se pretende como «interés general».

            Nuevamente cabe decir que cualquier interés sectorial es legítimo en sí mismo, pero que es el establecimiento de un «interés general» lo que dibuja los grandes trazos de la economía. Por ello los intereses sectoriales, o particulares, siempre se acaban subordinando a los intereses generales, de la misma manera que en política la voluntad particular se subordina a la general, que es la mayoritaria en términos electorales. Al Estado le toca nuevamente el papel de intermediario, de creador de consenso, acuerdo o equilibrio. Ello supone un compromiso entre unos intereses y otros, o bien la subordinación de unos respecto a otros, previa indemnización o compensación a cargo (y a costa) de los intereses beneficiados o de todo el cuerpo social.

            (Estos intereses pueden ser verticales, que son los establecidos por las diferencias en la escala social, o de rentas; u horizontales, que son los determinados por la inserción, o no, de un determinado colectivo social en un agregado social u otro, en función de características no económicas: edad, sexo, raza, preferencias y gustos sociales, valores y creencias, etc.)

            Una vez desbrozado el camino de esta maraña conceptual y terminológica, nos ocuparemos, en primer lugar, del papel del economista en el contexto social, a la luz de su influencia en la aplicación de la política económica; en segundo lugar, de nuestra propia escala de ideas y valores, partiendo del marco de conceptos aquí establecido; en tercer lugar, de lo que consideramos que son las principales fallas del sistema actual; y por último haremos un breve repaso ilustrativo de nuestros objetivos y de las secciones que conforman esta obra.

Ni gatito ni fiera

            La predisposición a «cosificar» las relaciones humanas, reduciéndolas a meras transacciones y compromisos para la obtención de un beneficio o una remuneración tangible, lleva a interpretar al ser humano como un «homo economicus» abstracto, que modula su código de conducta en atención a lo que el entorno económico espera de él. Así pues, las relaciones humanas en este esquema de pensamiento tienden a interpretarse como la interacción de una multitud de unidades económicas que responden a la lógica del sistema económico capitalista.

            La doctrina al uso postula —según se desprende de los cánones tradicionales— que lo que mueve al hombre en su faceta económica es la maximización de su bienestar, ya sea en forma de remuneración de su trabajo (renta), ya sea en la satisfacción subjetiva en su trabajo, ya sea en su consumo. Tal cuadro de circunstancias, si bien atiende a la lógica de la racionalidad económica, y al principio de eficiencia en la asignación de los recursos (tal como explicita la economía clásica, no es el voluntarismo ni los buenos sentimientos lo que mueve a las personas como productores o como consumidores), puede ser ineficiente a escala social (si se parte de una situación de desigualdad, ésta comporta inexorablemente polarización social, que puede ser relativa o absoluta, o medible en bienes o en posesión de información). Al Estado, en base a estos principios, le correspondería compatibilizar la eficiencia económica con la equidad social, mediante la adopción de una reasignación de rentas (tanto de mera seguridad económica y social, como de neto talante redistribuidor) y la difusión de conocimientos y aptitudes.

            Aquí volvemos al dilema de la voluntad. Si el economista se limitara a interpretar la «ciencia económica» como la aplicación de una serie de instrumentos de cara a la administración eficiente de las cosas, aquél otorgaría a la realidad la consideración de «hecho dado», y a los fenómenos económicos y sociales la de «leyes inmutables» (11). Si se parte de la base de reducir la complejidad económica y social a una mera «media ponderada», a una norma más o menos rígida de comportamiento observado, a una ley económica y social, se llega a la conclusión de que la realidad es inmóvil (12). Y ciertamente puede serlo (y demostrar únicamente dinamismo en la acentuación de unos procesos dados, no en la modificación de las condiciones socio-estructurales), si interpretamos la «ciencia económica» en su acepción más restrictiva: como mero fardo de instrumentos de gestión de una realidad dada.

            La única manera de escapar de este reduccionismo empobrecedor es reconocer a la voluntad humana la capacidad de cambio y transformación de la realidad. Desafortunadamente abunda (y predomina) el primer tipo de economista, el que parte de la base de que la realidad es fija y las leyes económicas inmutables. Pero también desafortunadamente prolifera el economista que trata de construirse una interpretación «personal» de la realidad, sin atender a los condicionamientos económicos y sociales.

            El economista integral es el que partiendo de la base económica y social, y de las tendencias y leyes de comportamiento de las unidades económicas, más allá de la simple gestión —eficiente— de unos recursos escasos, y de la intervención reguladora y compensa­dora de rentas y oportunidades, busca vías para transformar la sociedad en un sentido positivo y viable. Este economista no es ni un «tecnócrata» ni un «soñador»: es una combinación de ambas cosas.

            El economista integral huye de la tentación de «fetichizar» las leyes económicas, y reconoce el hecho incontrovertible de que éstas responden a una base económica y social dada, y de que si ésta es transformada aquellas leyes serán obsoletas y habrán de ser cambiadas por otras más acordes con la nueva realidad. La «voluntad», el reconocimiento de la soberanía del ser humano para trascender su realidad y progresar, es la garantía de todo ello.

            Claro está que la economía sigue su propia dinámica, ajustada a la evolución técnica y a las transformaciones en las mentalidades y las pautas de conducta de la sociedad, así como al stock de recursos existente en un momento dado. Pero en muchas ocasiones la institucionalización de la Economía como ciencia y como profesión, más que un lenitivo para paliar las deficiencias e imperfecciones del mercado, es un obstáculo sobreañadido al normal devenir de las cosas (13). Tal como afirma Keynes (14), los economistas han puesto las bases de la evolución de la «ciencia económica», y a la larga también del contexto económico y social. Pero como demuestra Kuhn (15), la institucionalización de cualquier rama científica a veces degenera en academicismo y en conservadurismo (en la aplicación de un formulismo esterilizador), lo que puede tener resultados nefastos en la realidad económica, cuando se traduce en una política económica de un signo u otro (16).

            El economista ha tenido y tiene un «status» sólidamente reconocido como consecuen­cia de la imagen social que le rodea. Ciertamente el prestigio que goza es en parte debido a la alta consideración de los estudios reglados de Economía: esta carrera ejercería el papel de «viaje iniciático» para dotar de infalibilidad al «gurú económico» (17). No entraremos en consideraciones valorativas sobre la oportunidad o inoportunidad de esta apreciación subjetiva. Tampoco haremos una absurda reivindicación del «sentido común» frente a la capacitación reglada de los profesionales de la Economía (a estos se les supone tan bien dotados de ese atributo como a cualquier otro mortal) (18).

            Sólo reprobamos el riesgo de esterilización de la voluntad transformadora en el profesional de la Economía por la asunción acrítica de un recetario y un ideario proclive a considerar la realidad económica y social como fijas, y a las leyes económicas como «inmutables». Demasiadas veces los economistas académicos interpretan a la sociedad como a un paciente, al que se le ha de aplicar una terapia prefijada de antemano ante unos síntomas determinados. Sin menoscabar el hecho de que ante la inabordable complejidad de todo fenómeno económico, no queda más remedio que diseccionarlo y reducirlo a su mínima expresión, aislando sus variables principales, y actuando sobre ellas, la tentación del caeteris paribus* y de la aplicación acrítica de reglas prefijadas de antemano convierte —inapropiada­mente— al economista en cirujano de la realidad, atribuyéndole el derecho a extirpar órganos vitales en aplicación de tal vez añejas —y erróneas— terapias (tal es el caso de las políticas antiinflacionarias y estabilizadoras, con un resultado colateral de depresión y crisis).

            La principal carencia del economista académico es su falta de imaginación, de criterio propio. Pero desgraciadamente la realidad demuestra que la mayor parte de sus oponentes y críticos (y por ende, de descalificadores), adolecen de un defecto no menor: el aventurerismo y el «diletantismo» frustrador de legítimas aspiraciones de buena parte de la sociedad. ¿Hemos de resignarnos a ello? Ni el profesional ha de tener el marchamo indiscutible de autoridad, ni el visionario el de ser su alternativa necesaria.

            Diseccionemos este problema. En estos momentos el profesional académico de la Economía dispone de un acervo de conocimientos que supuestamente le capacita para actuar sobre una serie de fenómenos y problemas económicos. Ello le da un margen amplio de visión sobre el contexto económico. Sin embargo, este campo de visión encuentra un límite, una barrera, un margen más allá del cual no puede intervenir: el que circunda su propio bagaje de conocimientos, valores y voluntades, es decir, su cosmovisión del mundo; el mundo para este economista será tan pequeño o tan grande como él lo quiera ver, y sus posibilidades de intervención tan pequeñas o tan grandes como él quiera o pueda atribuirse. Pero más allá de la cosmovisión del economista, el mundo tiene un tamaño y una fisonomía dados, indiferentemente de la visión que el profesional de la Economía pueda tener de él: el mundo es como es independientemente de cómo el economista crea que es. Los límites del acervo del economista son los límites que él tiene como individuo. Los límites del acervo de la ciencia económica son los límites del acervo de conocimientos en un momento dado (19).

            ¿Qué decir del ciudadano de la calle? El lego tiene ciertamente un desconocimiento total del acervo económico, pero cuenta con una ventaja. Él contempla la realidad sin las anteojeras del conocimiento científico (20). Él ve el mundo como un todo, no como una maraña de leyes, modelos y variables interdependientes. Él no disecciona la realidad, él la vive. Así pues, si el economista construye un mundo simplificado ajustado a la cosmovisión de la realidad que le proporciona su acervo de conocimientos, el ciudadano es ajeno a la caracterización y formulación de los hechos económicos, pero al menos no ve minusvalorado su espíritu crítico por el tamiz de la ciencia. Él no ve la realidad: él constituye la realidad exterior al economista, aquella realidad que está más allá del margen de conocimientos del profesional.

            Podríamos ilustrar esta reflexión de la siguiente manera: pongamos que el mundo económico está dentro de una carpa de circo; el lego sería el público, el economista un brioso domador y la economía (como contexto, no como ciencia), adoptaría la forma de un león. El domador, dentro de la jaula, que aisla al león del público, vería a aquel como a un gatito amaestrado. El público, en la seguridad de sus butacas, vería al león como a una fiera peligrosa. Pero la fiera no es ni tan inofensiva como se la imagina el domador, pues puede saltar y devorarle cuando éste le da un latigazo inapropiado, ni tan peligrosa como se la imagina el público, pues ha sido domada desde pequeña y está convenientemente alimentada.

            ¿Qué sería el león en realidad? No es ni gatito ni fiera, es simplemente un animal imprevisible. ¿Están el público y el domador equivocados? Ciertamente, pues quien marca el ritmo del espectáculo no es el domador, sino la fiera: ésta es la variable independiente. El público tiene una visión incompleta y deformada de lo que ocurre dentro de la jaula. El domador lo sabe y potencia este clima, para dar cuerpo al espectáculo, pero también está engañado, pues no domina al animal tanto como quisiera, y bien le valdría compartir parte del ánimo del público, para evitar incurrir en riesgos innecesarios. El león es en último término el factor desencadenador del devenir de los acontecimientos.

            Como es evidente, el león sería una abstracción, al igual que lo es el bagaje técnico del domador. El león no tiene voluntad, y es imprevisible. Son únicamente el público y el domador quienes tienen poder, en cierta medida, cada uno en su ámbito, de intervenir conscientemente en esta representación. La visión correcta de las cosas sería, simultáneamen­te, la combinación de la visión del domador y la del público. Esta visión es la que nos acerca más a la verdad. El baño de realidad es lo que previene la innecesaria esterilización acrítica de la voluntad del economista, de la misma manera que el baño de prudencia es el que previene al domador de cometer errores, más allá del control «técnico» de la situación: en ese caso su seguro de vida sería compartir parte del miedo del profano a la vista de una fiera poderosa e imprevisible.

            Si bien hemos de partir de la base de que esta caracterización es puramente una metáfora, el principio es inobjetable. Un buen economista no es el que maneja bien los instrumentos económicos, sino el que, sabiéndolo hacer, no se abstrae de la realidad tal como es, con sus complejidades y sus singularidades, completando el bagaje de conocimientos científicos del momento con la sabiduría del hombre práctico, y con las vivencias del hombre de la calle. Aislarse en una torre de marfil académica es como explicar el tiempo atmosférico actual con ayuda de barómetros y fotos del Meteosat, pero con las persianas bajadas. Sus explicaciones, y más allá de ellas, sus pronósticos, pueden ser acertados, pero este comportamiento sería ciertamente irracional e innecesario.

Ideas y valores

            En contra de las convenciones al uso, estamos dispuestos a anticipar algunos materiales que, por su naturaleza abstracta y especulativa, quizá encajarían mejor en la sección de las conclusiones. Hemos creído necesario dotar al lector con un arsenal de herramientas que le permitirán ponderar correctamente los contenidos de esta obra, previniendo interpretaciones precipitadas o confusas. Ello permitirá al lector aprehender lo esencial de nuestro pensamiento más allá de cuestiones de detalle. Sírvanos esta advertencia para expresar al lector una reflexión que creemos oportuna: la metodología en uso antepone lo concreto a lo abstracto, lo analítico a lo sintético. Ello, que tiene fructíferos resultados en su aplicación práctica (científica), puede perturbar más que ayudar por lo que se refiere a la asimilación de los conocimientos, pues relegar las premisas no ayuda a asimilar correctamente los contenidos (21).

            A lo largo de esta sección hemos ido desgranando una serie de reflexiones que incidían en la necesidad de insuflar ideas y valores en el frío y acerado cuerpo de la doctrina económica «positiva», que sirvan de referente intelectual y normativo en atención a determinados objetivos económicos y sociales. En este punto nos detenemos, más específicamente, en los principales puntos focales de nuestro análisis:

            a) Libertad versus responsabilidad: no pretendemos descubrir nada nuevo, sino realzar los principales valores nacidos con la evolución de las ideas en el marco de las sociedades avanzadas. Consideramos que los principios de libertad y responsabilidad individual no son incompatibles, sino complementarios: el ser humano tiene derecho a ejercer sus elecciones vitales y a desplegarlas con el respeto expreso de los derechos y elecciones vitales de los demás, pero también tiene el deber de asumir sus propios errores, y la sociedad la obligación de salvaguardar el disfrute de sus éxitos. ¿Qué es lo que garantiza a la sociedad este despliegue de derechos y deberes que hace a los seres humanos al mismo tiempo libres y responsables ante sus actos? La democracia, a un nivel agregado, a través de la fórmula racional de dirimir las diferencias mediante la voluntad mayoritaria, y en aplicación de un marco constitucional y un Estado social y democrático de derecho*, garantiza el disfrute de estas libertades y el respeto de los derechos de los demás (especialmente de las minorías) sin menoscabo de las responsabilidades individuales.

            b) Solidaridad versus responsabilidad: esta aspiración de democracia formal sería insuficiente en un marco social distinto, inspirado en una igualdad de oportunidades que rebase la simple igualdad de derechos. Espoleadas por este enfoque, las sociedades avanzadas —sin corregir los defectos estructurales generadores de desequilibrios factoriales—, partiendo de un marco conceptual equívoco, han creado una red de prestaciones y servicios (en metálico y en especie) con la que pretenden conseguir que las capas sociales más desfavorecidas accedan a las vías que les permitan promocionarse y mejorar sus condiciones económicas y sociales (Estado Providencia). Sin embargo, la realidad evidencia que esta pretendida igualación de oportunidades vitales entra en ocasiones en conflicto —innecesariamente— con los estímulos al trabajo y al ahorro de cada individuo. El principio de solidaridad antes esbozado no debería oponerse al principio de responsabilidad, que es el que encara a cada individuo ante la elección de una función de oportunidades u otra, ante un descuento del tiempo* u otro (favorable al consumo o al ahorro, al trabajo o al ocio, al perfeccionamiento personal o al placer inmediato).

            (No debemos identificar el principio antes mencionado de «solidaridad» con el de «liberalidad» —o derroche— en el gasto. Hemos de entender que el nivel de asignación* de los recursos factoriales —manifiestamente injusto— es sólo corregido, muy imperfectamente, por el nivel de reasignación* de los recursos fiscales y presupuestarios —con carácter volitivo— del Estado, para paliar —no eliminar— la desigualdad de oportunidades vitales de partida. Si de verdad se pretendiera luchar por nivelar las oportunidades vitales desde la base se habría de trabajar en un mejor reparto de las oportunidades en el nivel factorial de los recursos.)

            c) Ciclo vital y asunción de responsabilidades individuales: si bien un sistema económico racional ha de garantizar el principio de solidaridad proporcionando un trato desigual a los individuos para equiparar su acceso a una igualdad de oportunidades efectiva, ello no debe contradecirse con el respeto al principio orientador que garantice a cada individuo un ciclo vital acorde con los méritos o deméritos de su elección de oportunidades vitales, pues nivelar artificialmente las rentas o equiparar indebidamente el trato a individuos diferentes comportaría una desigualdad profunda de oportunidades vitales, que perjudicaría a los más ahorradores, trabajadores y estudiosos en beneficio de los más derrochadores, ociosos y amantes del placer hedonista.

            d) Concepto de «igualdad de oportunidades» desde la base: el respeto al principio antes establecido no debe hacernos olvidar la desigualdad de oportunidades desde la base (el principio de solidaridad aludido se descompone, pues, en dos: el de igualación de oportunidades, a través de la justicia redistributiva, y el de equidad vertical y horizontal).

             Tradicionalmente se ha decantado el peso, en el objetivo básico de la igualdad de oportunidades, en la esfera de la distribución y redistribución de la renta (mediante la actuación asignadora y reasignadora del Estado). Pero se ha soslayado el protagonismo que habría de tener la igualación de oportunidades en el nivel factorial de creación de riqueza: es decir, en las estructuras productivas. Únicamente mediante una democratización (e igualación) en el acceso al capital productivo se puede garantizar una igualdad efectiva de oportunidades en la esfera de la producción; tal política añadiría una dimensión de democracia económica a la democracia política liberal ahora vigente.

            e) Protagonismo de la «sociedad civil»: este enfoque parte de la base de considerar a la sociedad civil, hasta el momento subordinada (especialmente la que no dispone de medios propios de producción, sino únicamente de su fuerza de trabajo) y a menudo desocupada, como una población madura y responsable de sus actos. El enfoque de la voluntad igualadora pasaría de la esfera de la distribución (con carácter subsidiador, o de puro sostenimiento de rentas) a la esfera de la producción (con carácter estimulador de las potencialidades creativas de la población industriosa desocupada). Asimismo, contemplaría el mundo de la empresa con ese mismo espíritu, y atribuiría al trabajador una responsabilidad y una motivación que lo haga autoconsciente, alejándolo de la dimensión taylorista, que lo subyuga en funciones repetitivas y alienantes.

            La sociedad civil adoptaría un protagonismo hasta ahora monopolizado por estructuras gregarias que, en demasiadas ocasiones, actúan por encima —o al margen— de la sociedad que les da sentido. Se establecería un nuevo juego de relaciones sociales, más flexibles y libres, que salvaguardando la libertad de actuación de los individuos, les dotaría de una garantía de autonomía y previsibilidad de su futuro (en aplicación de una red de protección social eficaz establecida al efecto). El punto de equilibrio entre la esfera de la libertad, de la responsabilidad, y de la solidaridad, es el concepto «autorregulación».

            f) Concepto de «autorregulación»: la combinación de la esfera que liga la libertad con la responsabilidad, con la que hace lo propio con la solidaridad y la democracia, es el principio superador de la autorregulación. La autorregulación, tal como es entendida entre los clásicos, es aquel mecanismo que, a través de la «mano invisible» smithiana, asigna eficientemente los factores productivos mediante el mecanismo de mercado y la utilización de los precios como «marcadores» económicos.

            Pero en una democracia no sólo formal, sino también social, la sociedad no se contenta contemplando cómo se asignan espontáneamente los recursos entre quienes ya disponen de ellos, justificando las desigualdades y las ineficiencias apelando a las leyes eternas del mercado. La democracia económica da a todos los individuos una oportunidad para poder acceder en igualdad de condiciones a las oportunidades vitales de las que provee una economía de mercado. Y proteje a los individuos que por naturaleza y derecho deberían disponer pero no disponen de recursos, proporcionándoles unas rentas que les garantice una dignidad y decoro personal y una integración efectiva en el circuito económico.

            Más allá de esta actividad reasignadora, todo individuo que sea incapaz de encontrar su lugar en este sistema habrá de atenerse a sus deméritos propios, en aplicación del principio de responsabilidad (en su caso disfrutando del colchón amortiguador de la protección social establecida al efecto). La autorregulación pone a cada uno en su sitio, una vez que se parte de una igualdad de oportunidades efectiva. Los principios de solidaridad y de responsabilidad no se oponen, sino que se ajustan el uno al otro, tanto como el principio de libertad al de democracia. Es la combinación efectiva de todos ellos lo que garantiza una igualdad de derechos y oportunidades, y la que permite una autorregulación eficiente en lo económico y en lo social.

            Como en el ámbito de la física, todo peso ha de tener un contrapeso para repartir las cargas y encontrar un equilibrio. La autorregulación es el equilibrio resultante tras la aplicación de políticas racionales de reparto de cargas, de derechos y de oportunidades (22).

            La autorregulación es el punto de confluencia de todas las medidas transformadoras que pretenden un cambio perdurable de la situación actual, en clave progresiva, sin estrangulamientos o voluntarismos innecesarios. La autorregulación, con la debida tutela y el soporte económico del Estado (mediante políticas de regulación de la propiedad y uso del capital, de protección social y compensación de rentas), permite una transformación paulatina pero firme de las condiciones económicas y sociales actuales hacia otras más sostenibles y justas, pero de forma «natural» y espontánea, es decir, sin acudir a políticas contraproducentes del tipo «un paso adelante y dos pasos atrás».

            g) Principios de aplicación: consideramos que un futuro viable es aquel que combina el respeto a los límites naturales, la satisfacción de las necesidades humanas, que iguala los horizontes vitales de todas las personas, que asegura el correcto funcionamiento de los mecanismos del mercado (garantizando el justo reparto de méritos y deméritos), que protege las reservas de capital y que posibilita una cobertura social básica para la población pasiva por naturaleza y derecho, y para los ciudadanos más desfavorecidos o menos afortunados en tal reparto de responsabilidades económicas y sociales. Es decir, la autorregulación, sin la cobertura del Estado, no es más que el reconocimiento del funcionamiento polarizador e inequitativo del mercado; pero con la salvaguarda del Estado, hace espurio el eterno debate entre la eficiencia y la equidad, o entre la solidaridad y la responsabilidad.

            Este enfoque sintético es el que nosotros abrazamos en este libro: el que concilia la democracia económica con la democracia política, la libertad efectiva con la democracia formal, la responsabilidad con la solidaridad, y la eficiencia con la equidad, con la autorregulación como confluencia de todas estas esferas.

            No se puede repartir alegremente derechos y oportunidades sin atender a las características y a la idiosincrasia de los pueblos, así como a las limitaciones de los recursos disponibles. El reparto de derechos y oportunidades entre las diferentes unidades económicas y sociales ha de partir de una escala de valores con los siguientes eslabones:

            1) Ha de ser individual, porque cada beneficiario es responsable individualmente de sus propios actos y de sus propias elecciones vitales.

            2) Ha de ser universal, porque quien contribuye y paga (es decir, quien parte de una situación favorable en la situación factorial de reparto de oportunidades vitales) es tan merecedor de los recursos públicos como quien es beneficiario neto de tales recursos (sin menoscabo de otras acciones —transitorias— niveladoras de rentas y oportunidades para los actuales estratos más pobres, en la perspectiva de conseguir una sociedad más justa y equitativa a nivel factorial).

            3) Ha de atender al principio de subsidiariedad, que asigna las responsabilidades y los actos económicos a los agentes y unidades más adecuados en ejercicio de los objetivos de racionalidad económica, eficiencia y solidaridad social; por lo tanto, todo organismo económico o social, en aplicación de tales condicionantes, ha de maximizar la eficiencia económica (o social, en su caso), en función de las preferencias sociales, los intereses generales, y una serie de condicionantes objetivos. Ello sería especialmente aplicable a los ámbitos de toma de decisión del Estado.

            4) Ha de atender al principio de sostenibilidad, que garantice a los recursos económicos, ya sean de capital (en metálico o en equipo), o bien naturales, un uso adecuado en atención a los límites de tolerancia de nuestro entorno económico y natural.

            5) Por ello, nuestro enfoque ha de ser intergeneracional, es decir, a largo plazo, con el fin de sopesar nuestros actos y ajustarlos a nuestras posibilidades reales presentes y futuras (preservando los recursos para las generaciones venideras).

            Todos estos valores lógicamente son operativos en aplicación de una voluntad transformadora inspirada por el principio de solidaridad. Sin éste, no serían más que unas estrategias tendentes a conferir viabilidad ecológica y económica a la actual dinámica depredadora del mercado, sin presupuestos de igualación de las oportunidades vitales.

            h) Pero existen otros obstáculos para la transformación económica, social e ideológica que nosotros propugnamos. Nosotros los hemos llamado los «pilares ocultos» del capitalismo.

            Uno de ellos es el espíritu patriarcal que supura por todas y cada uno de las costuras de la superestructura ideológica y normativa que legitima el paradigma económico actual. Este espíritu patriarcal es el que determina la situación de desamparo de las llamadas clases pasivas (o que, siendo activas, están en paro o discriminadas respecto al núcleo duro patriarcal: el clásico «cabeza de familia»). El segundo pilar que sostiene el paradigma económico actual es el espíritu gregario que inspira a los foros productivos e intelectuales del presente estilo de vida. Éste es el que da carta de naturaleza a unos mal entendidos «derechos adquiridos» que no hacen más que sancionar privilegios elitistas y marginar los intereses de los estamentos sociales más desfavorecidos, en el contexto actual de sociedad dual*.

            i) Función del Estado y del mercado en un hipotético escenario autorregulador: la combinación de los cinco principios básicos reseñados en el epígrafe (g) es lo único que puede garantizar que la aplicación del principio de igualdad de derechos y oportunidades no se reduzca a una mera declaración de intenciones, y aspire a ser viable. Y no sólo ello. Consideramos que la implantación de este modelo solidario y democrático comportaría un escenario económico más sano y fluido, y que en aplicación de un nuevo espíritu en el ámbito de la conciencia, podríamos construir un entorno más solidario, autosuficiente y sostenible. Para ello el Estado ha de ejercer un papel regulador que ponga en marcha el engranaje que facilita al circuito económico un funcionamiento adecuado de la autorregulación, entendida en el sentido positivo que nosotros le hemos impreso. Este papel no sería incompatible con la pervivencia del mercado como «marcador» del juego de la oferta y la demanda, ni con la liberalización del dinamismo económico respecto de trabas innecesarias, ni con el análisis de costes y beneficios que dirime qué parcelas de los hechos económicos son competencia «natural» de lo público, y qué otras lo son de lo privado (en aplicación del principio de subsidiariedad antes mencionado).

            La necesaria reorientación del hecho económico hacia un escenario más sostenible ha de posibilitar un protagonismo claro del Estado en la regulación de los recursos naturales escasos, y en la dinamización de los recursos humanos desocupados o subocupados, en el primer caso para hacer realidad las pretensiones de sostenibilidad ecológica, y en el segundo para cortar de raíz el círculo vicioso que una y otra vez desencadena procesos cíclicos y perturbaciones económicas. En el siguiente punto haremos un somero repaso de las principales premisas que iremos desarrollando a lo largo de las diferentes secciones de este libro, a partir de las fallas básicas del sistema y de sus respectivas justificaciones doctrinarias.

Fundamentos actuales y principios de actuación

            Tal como señalábamos en el punto anterior, el principio superior de la autorregulación liga las diferentes esferas que deberían presidir el juego de la dinámica social, política y económica. La autorregulación debería ser el punto de equilibrio entre los principios de libertad y democracia, solidaridad y responsabilidad, así como de eficiencia y equidad. Pero, como cualquier noción abstracta, es necesario ir más allá del mero acto de enarbolar esta bandera para remover los obstáculos que se encuentran a su paso.

            a) Fundamentos doctrinarios: los obstáculos doctrinales son la barrera que separa la realidad de las buenas intenciones. De tal manera, podemos caracterizar a los fundamentos de la doctrina social y económica imperante hoy día como fardos o losas intelectuales. Al igual que la Naturaleza —de una u otra manera— tiende a la creación de equilibrios, más o menos estables, a través de la interrelación de energías y organismos vivos, la Sociedad (entendida en su acepción más amplia) se organiza en función de determinados fundamentos (o doctrinas) con el propósito más o menos expreso de alcanzar determinados equilibrios.

            Debemos entender el equilibrio como un estado estable a largo plazo, siempre que no exista una fuerza que desestabilice el sistema (y que lo impulse a un nuevo estado de estabilidad, con otro nivel de organización o complejidad del sistema). Sin embargo, como ilustra a la perfección la ciencia física, un equilibrio se puede conseguir —en una balanza con tendencia al decantamiento— en función de dónde se coloque el pivote. Un equilibrio social inestable puede, pues, ser sustentado y legitimado a partir de unos fundamentos (pivotes intelectuales) justificadores, soportados por una infraestructura de medios materiales de acoso y coerción, y/o por la creación de una «falsa conciencia», que desactiven cualquier mecanismo de respuesta.

            (Huelga señalar que la respuesta correcta, y más inteligente, consistiría en equilibrar los pesos, no mover el pivote para sostener artificialmente una situación de desequilibrio factorial.)

            b) Fallas del paradigma actual: en el sistema económico y social de los países avanzados, a pesar de los indudables progresos experimentados en los niveles de convivencia, calidad de vida, y previsibilidad del futuro de las personas, se yerguen no obstante inquietantes amenazas que desautorizan cualquier visión triunfalista del porvenir. La primera, y más importante, atañe a las pesimistas perspectivas en relación al stock de recursos naturales, así como a la pervivencia del equilibrio ecológico —y con ella, la del ser humano— de nuestro planeta; la segunda se focaliza en las intolerables condiciones de miseria, desequilibrios sociales y territoriales, y desigualdad, que predominan en la mayor parte del mundo actual, al igual que en los sectores sociales más desfavorecidos de nuestra sociedad, autodenominada «opulenta»; la tercera viene dada por el crónico escenario de deficiente e inadecuada utilización de recursos (capital y trabajo), que una y otra vez desencadena procesos de crisis y de explosiones especulativas. Así pues, desafío ecológico, desigualdad factorial e ineficiente empleo de los recursos económicos se alzan como las tres grandes fallas del sistema político, económico y social actual. Como ya nos hemos referido a su dimensión política, en este punto nos centraremos preferentemente en los condicionantes económicos y sociales que se oponen a cualquier política manifiestamente tranformadora.

            La primera falla antes reseñada, el crecimiento insostenible actual, ha sido, de forma consciente o inconsciente, desmentida por la doctrina oficial aludiendo a los mecanismos pretendidamente automáticos de réplica del ingenio humano: la ciencia y la tecnología como panacea, sin atender a los retardos en su aplicación, y menos a la generación de nueva entropía* que cada avance tecnológico provoca (23). La Economía oficial se orienta hacia los siguientes fundamentos: crecimiento ilimitado, política a corto plazo, mano invisible capitalista, espíritu de iniciativa, interés egoísta, y desigualdad como estímulo a la movilidad social y al «progreso».

            c) Consecuencias del paradigma actual: pero la consecuencia práctica de tal doctrina no es sino el rápido agotamiento de los recursos, la creación de necesidades ficticias, el establecimiento de un nuevo darwinismo social* (legitimado con el concepto de competitivi­dad, que sirve de base doctrinaria de la actual sociedad dual), la pérdida del imperativo solidario y humanista (marco del llamado pacto social keynesiano) y la mística suicida de la legitimación técnica y de los imperativos sacrosantos de la globalización (y, por ende, de la competitividad).

            Por otro lado, la mano invisible del mercado, el uso improductivo del capital, y la búsqueda del máximo beneficio a corto plazo (con las externalidades negativas a ella asociada), generan subproductos colaterales: por una parte, una evolución espasmódica (cíclica) de la economía, con la consecuencia previsible de los graves desequilibrios que ello conlleva; por otra, una desigualdad factorial en el uso de los recursos, que genera desigualdad de oportunidades en el horizonte vital de las personas; y, por último, una concentración de recursos y posibilidades en determinadas áreas y estratos sociales a través del mecanismo retroalimentador —y polarizador— de las economías de gran escala* (como pueden ser ciertos monopolios y oligopolios) y de localización*.

            Así pues, la aplicación de un escenario de libertad política y social «formal» no garantiza, ni mucho menos, una eficiencia ni una equidad económica reales. Para que ello sea posible, y para que sea viable un correcto empleo de los recursos productivos, se hace necesario intervenir en el nivel factorial de asignación de recursos, tanto tangibles (capital) como intangibles (formación y cualificación). Asimismo, es necesario trascender del escenario «a corto» para aspirar a horizontes de intergeneracionalidad, lo que conlleva establecer previsiones y objetivos a largo plazo, tanto de sostenibilidad como de gestión eficiente de los recursos escasos (mediante la implantación de organismos de control y regulación del uso de los recursos, con alcance internacional y con soberanía propia).

            d) Intervención pública: pero, como la experiencia histórica ha demostrado —al menos en los últimos decenios—, si una democratización del acceso a los recursos productivos (democracia económica) no va acompañada por un colchón amortiguador de las contingencias de la vida, aquella no sería más que un paño caliente ante la realidad ineludible de la desigualdad humana (genética, generacional, social, cultural, económica...). La creación de una sólida red de protección social —transitoria, en tanto en cuanto atendería a mitigar desigualdes que han de tender a ser eliminadas— para los sectores más desprotegidos y desfavorecidos, siempre que vaya acompañada por mecanismos de control y —en determinados casos— por contraprestaciones por parte del beneficiario, constituye el último eslabón en el esfuerzo consciente por romper los bucles amplificadores de la pobreza y la riqueza (que, sin atender a un principio de igualdad de oportunidades, polarizan y conflictivizan las relaciones sociales).

            e) Fallas de la intervención pública: el pacto social keynesiano (el mal llamado Estado del Bienestar*) ha sido la respuesta clásica de las sociedades avanzadas ante las situaciones de desigualdad heredadas del pasado. Pero con el paso de los años ha provocado numerosas rigideces e ineficiencias que afectan fatalmente a las estructuras productivas y a la motivación por el trabajo y el ahorro de la población: conflictividad laboral institucionaliza­da; priorización de los niveles de renta (de los trabajadores estables y de los beneficios del capital) en perjuicio del empleo; desequilibrios financieros y presupuestarios, que recaen sobre las empresas y los consumidores vía restricciones monetarias, etc.

            Por otro lado el Estado, el agente encargado de administrar el patrimonio público (y los impuestos), como consecuencia de la concepción weberiana de función pública (cuerpo reglado, jerarquizado y procedimental de profesionales de la Administración Pública), se ha autoexcluido de las leyes del mercado y se ha otorgado unas pautas y privilegios (estabilidad laboral, responsabilidad colectiva y, en demasiadas ocasiones, falta de responsabilidad ante actuaciones negligentes o el derroche, etc.) que a la larga ha repercutido sobre la eficiencia de su actuación. La actuación pública, tanto en la prestación de bienes indivisibles* (servicios públicos universales y gratuitos), como de bienes comercializables, no se ha caracterizado por su transparencia ni por su sentido de la responsabilidad. El abuso del desequilibrio presupuestario, la deuda, y el subsidio ineficiente e indiscriminado de actitudes parasitarias en particulares y empresas, ha desacreditado su legítimo papel social, que de ningún modo habría de estar en contradicción con el respeto a los principios de eficiencia y racionalidad económica. Y asimismo ha perjudicado discrecionalmente a unos, en beneficio de otros (rompiendo el principio de neutralidad*), en función de preferencias sociales arbitrarias, cuando no clientelistas.

            (Además, como tendremos ocasión de comprobar, al menos tal como se ha llevado a cabo en numerosos países del entorno de la OCDE, la intervención pública con carácter redistribuidor a duras penas ha permitido «congelar» las desigualdades sociales, sin alcanzar a recortarlas, a lo que hemos de añadir el velo estadístico del fraude y la ocultación fiscal generalizados, especialmente de los más ricos, que sesga aún más dichos datos.)

            f) Los llamados «agentes sociales»: el caciquismo, el corporativismo y el clientelismo generalizado, es otro de los grandes males que aquejan a las estructuras productivas y a las células vivas de la sociedad. El gregarismo, más allá de la rancia noción de «poder fáctico», ha sido institucionalizado y sancionado legalmente al establecer solemnemente que hay entidades y organismos que supuestamente «representan» las distintas sensibilidades e intereses económicos y sociales (entiéndase que no nos referimos a la representatividad política) del país, a veces en abierta contradicción, independientemente de las circunstancias o características objetivas de cada unidad económica y social que cabe encontrar en el marco de la economía y la sociedad real. Los llamados «agentes sociales», sin negar su papel en la sociedad actual, habrían de ceder una mayor cuota de protagonismo en beneficio de la sociedad civil*, organizada o no (es decir, agrupada o en calidad de individuos con intereses comunes consensuados). El proceso de transición que nos trasladaría del marco actual a una sociedad más libre e igualitaria (y por tanto, más flexible y participativa), es evidente que podría adoptar numerosas fisonomías.

            (Dos ejemplos: nótese cómo el movimiento vecinal español perdió su dinamismo e identidad cuando fue encuadrado en el entramado gregario nacido tras la apertura política de finales de los setenta; y cómo la negociación colectiva ha encorsetado las relaciones laborales en estructuras lejanas a la situación específica de cada empresa, rama o sector.)

            Un escenario de libertad individual presupone que el individuo (y las organizaciones sociales o económicas que lo representan) asume el margen de riesgo que comporta el devenir vital, en función de las preferencias vitales, el descuento del tiempo, o de los resultados de sus propias acciones. Éste es un poderoso regulador, que con el contrapeso de los mecanismos de seguridad económica y auxilio social prestados por el Estado (u otras organizaciones no lucrativas), pone a cada cual en su sitio, en atención a los méritos y deméritos propios.

            La libertad de mercado —con esta orientación «solidaria» repetidamente proclamada por nosotros— garantiza el mecanismo más «neutral» y eficiente de reparto de penalizaciones y recompensas en función de los méritos o deméritos (relativos y absolutos) de los agentes económicos. Ejerce una función de asignación de información (mecanismo de los precios) y de flujos de renta (en compensación de determinadas actividades económicas y sociales), que libres de ineficiencias o desigualdades que vician un equitativo reparto de igualdad de oportunidades, se ajustan a las condiciones reales del entorno.

            Por ello la libertad de mercado ha de ser celosamente preservada ante cualquier tentación «demiúrgica», totalizadora o centralista del Estado. El principio ya mencionado de la subsidiariedad es el que asigna eficientemente el reparto de las cargas y las responsabilida­des económicas y sociales entre el Estado y la sociedad civil organizada autónomamente. Huelga recordar que el Estado ejercería una función «completadora» y compensadora en aquellos ámbitos donde la sociedad civil o bien no llega o bien actúa ineficientemente (o inequitativamente).

            g) El patriarcalismo: siguiendo el hilo de nuestro discurso, llegamos a otro punto crucial en nuestro esquema: mal se entiende una «individualización» de las energías sociales y económicas si no abolimos los privilegios que vienen dados por la atribución «en exclusiva» de la renta por parte de un segmento de la población, en perjuicio de aquel otro que no puede disponer por naturaleza y derecho de rentas propias. La institución básica de la estructura social, la familia, ha rubricado el papel social del patriarca como detentador de los derechos de tutela y como depositario obligado de la renta (una teórica pero realmente inexistente renta familiar) dentro de la familia. Ello genera fenómenos de dominio a veces despótico y, por ende, en combinación con la desigualdad de derechos y oportunidades (sociales, educaciona­les, culturales...), bucles de retroalimentación de la riqueza y la pobreza, lo que es reflejo y consecuencia de la desigual distribución de los patrimonios (productivos, domésticos, o bienes muebles*), rubricada por una estructura social patriarcalista —y patrimonilista— en la cual la familia nuclear —con independencia del número de sus miembros perceptores de ingresos— es el núcleo aglutinante de la renta y de los derechos y obligaciones sociales.

            La individualización de las rentas y las cargas sociales y económicas haría mucho para liberar a los hombres y las mujeres de sus ataduras económicas, sociales y mentales. La universalización de las rentas y las cargas sociales daría a todos los ciudadanos conciencia de su propio protagonismo y, por tanto, de su propia autoestima. Partimos de la base de que la alienación es fruto tanto de la enajenación del ser humano respecto a su trabajo (y a las responsabilidades que impone la vida en sociedad), como también del supuestamente inocuo concepto de «clases pasivas», es decir, dependientes, subsidiadas, mantenidas. El patriarcalis­mo es un atentado contra la dignidad moral de millones de personas (aproximadamente dos tercios de la población en los países desarrollados).

            h) Corolario: la autorregulación libera al hombre de sus ataduras, pero lo enfrenta ante la responsabilidad de sus propios actos; subraya el protagonismo solidario de la sociedad, pero descentraliza e individualiza la actuación social; garantiza los principios inalienables de la democracia política y social, pero los completa con la democracia económica; libera las energías emprendedoras del hombre, pero lo hace consciente de los límites naturales (y de la necesidad de preservar nuestro entorno en beneficio de las generaciones futuras); y atiende a las necesidades materiales de los ciudadanos, pero priorizando las de carácter cualitativo, más que las meramente depredadoras. Autorregulación, universalidad, intergeneracionalidad y calidad de vida dibujan un nuevo concepto de bienestar muy alejado del paradigma actual.

Objetivos

           

            La elaboración de este libro ha sido el resultado de la compilación temática de un proyecto embrionario, de contenidos monográficos, que posteriormente se ha ido completando a medida que los autores hemos ido integrando nuevos ítems al esfuerzo inicial, que originariamente se plasmó en el libro La transformación social, de Òscar Colom (24). El amplio contenido y la complejidad de cada uno de los temas a tratar nos hizo vacilar entre la posibilidad de centrarnos en la profundización de temas monográficos en publicaciones independientes, o bien concentrarlos todos ellos en una publicación única que hubiera superado con creces la que finalmente hemos llevado a cabo. Definitivamente, optamos por una solución intermedia, suficiente para pergeñar las bases teóricas de nuestro pensamiento.

            Forzosamente hemos debido sacrificar una quizá más deseable exhaustividad (que garantizaría que todos los temas estuviesen debidamente ponderados y matizados) a la inevitable economía argumental. Partimos de la base de que en un trabajo como éste, en parte inductivo, pero con ideas clave y premisas previas, dejarse arrastrar por la tentación de la exhaustividad es peligroso, porque significaría enmarañar el contenido y hacerlo inabordable para el lector y para quien lo elabora.

            Vale más establecer el grado preciso de concreción en cada tema, quizá a costa del riesgo de simplificación y de pérdida de rigor. Por ello hemos preferido un «impresionismo dialéctico» antes que un exagerado «hiperrealismo». Ello supone un cierto grado de abstracción, y una pérdida de información. También es más proclive a la introducción de apreciaciones subjetivas. Pero partimos de la base de que es completamente imposible, partiendo de nuestros recursos escasos, plantearse objetivos más ambiciosos.

            Una de las limitaciones con la que nos hemos encontrado es la escasez de tiempo para elaborar exhaustivamente la enorme acumulación de datos que hemos recopilado. Por ello nos hemos limitado a un trabajo fundamentalmente recopilatorio. De todos modos consideramos que dada la claridad de los datos, la mera lectura de las tablas que ofrecemos al lector es suficientemente indicativa de las tendencias y claves principales. La interpretación intuitiva, en muchos casos, es suficiente para el lector introducido en la materia, y suple perfectamente una elaboración estadística más completa.

            Por otro lado, cuando hemos aportado propuestas de inducción de gasto nos hemos abstenido de profundizar en el impacto de la demanda agregada que ello comportaría: nos hemos limitado a esbozar mediante una sencilla fórmula (multiplicador de una economía abierta con presión fiscal) cuáles podrían ser —a modo ilustrativo— sus consecuencias inmediatas previsibles. Sabemos que una pretensión de «rigorismo» que pretendiese introducir cadenas causales extensas en nuestro análisis sería puramente testimonial y voluntarista, dada la complejidad del sistema económico y la subjetividad y discrecionalidad en la elección y ponderación de las variables, los baremos, los flujos y los coeficientes (de consumo, de ahorro, de inflación, de balanza comercial, de magnitudes financieras, etc.), y más si integramos el circuito de bienes en el contexto financiero y monetario actual, caracterizado por sus convulsiones y su variabilidad. En palabras de Paul A. Samuelson, refiriéndose a la comparación de las estimaciones de ocho modelos macroeconómicos en relación al impacto sobre la economía de un nivel de gasto público dado:

            «Un interesante rasgo de estas estimaciones es que los diferentes modelos (...) muestran la existencia de grandes discrepancias sobre la magnitud de los multiplicadores. ¿Por qué son diferentes las estimaciones? En primer lugar, el carácter de las relaciones es inherentemente incierto. Naturalmente, la incertidumbre es la esencia de la empresa científica, tanto de las ciencias naturales como de las ciencias sociales. La investigación en temas económicos resulta especialmente difícil porque los economistas no pueden realizar experimentos controlados en un laboratorio. La cuestión se complica porque la propia economía evoluciona con el paso del tiempo, por lo que el modelo "correcto" para 1960 es diferente del modelo "correcto" para 1990.

            Además, los economistas tienen grandes discrepancias en lo que se refiere a la naturaleza subyacente del sistema macroeconómico. Unos creen que el enfoque clásico es el que mejor expresa la conducta macroeconómica, mientras que otros están convencidos de que el enfoque keynesiano del multiplicador es el mejor punto de partida. Dadas todas estas dificultades, no es sorprendente que no exista un claro consenso sobre los multiplicadores reales en el caso de la economía de los Estados Unidos» (25).

            A la vista de las dificultades para discriminar algo tan básico en macroeconomía como son los «multiplicadores» de gasto, nos conformamos con señalar las tendencias previsibles, sin detallar su magnitud. El resto, como sucede en la práctica, viene dado por correcciones sobre la marcha y el tanteo. (En una economía abierta los multiplicadores de gasto se han de ponderar con las exportaciones netas y con los precios reales, no nominales, y por descontado, con la ronda de gasto* que salpica a todo el sistema económico, y que posteriormente se anula en el establecimiento de nuevos equilibrios, cuando los mecanismos monetarios, financieros, productivos y comerciales neutralizan el impacto inicial del gasto inducido por el Estado.)

            Recordemos que la Economía no es una ciencia exacta, pues en el cuerpo social hay elevados márgenes de imprevisibilidad y caos determinista*. Un proceso inicial, aunque fuese nimio, puede amplificarse y desbocarse, hasta que entre en funcionamiento el mecanismo de réplica, que nosotros hemos convenido en llamar «regulador» (26). Éste puede venir, en unos casos, dado por el mecanismo de los precios relativos, y en otros, por la actuación consciente del Estado. Pero sea como sea, en ausencia de una ajustada regulación factorial de la economía —y aun así en muy escasa medida—, nadie puede saber la magnitud de los fenómenos, aunque tal vez sí sus tendencias previsibles. (Sin embargo, no olvidemos que las propensiones marginales* al consumo o al ahorro son históricamente muy rígidas. También lo son las elasticidades* en precio y renta de distintos tipos de producto, y el consumo relativo en función de los niveles de renta: ley de Engel*.)

            Este libro no pretende suplir ni complementar el enorme repertorio de literatura especializada en economía básica o aplicada. En su lugar aspira a presentar propuestas positivas y viables, contrastables con las experiencias aportadas por diversos países, en torno a objetivos de igualación de rentas y oportunidades. Cuando tocamos materias teóricas lo hacemos pensando también en el profano que no tiene una base metodológica o teórica y que sería incapaz de aprehender buena parte de los contenidos de este libro a falta de un esfuerzo sintetizador teórico de carácter básico. Así pues, la introducción de materiales que en algunos casos pueden parecer elementales aspira a ser un complemento teórico para el no entendido (somos conscientes de que, en algunos casos, pueden ser asimismo una mera colección de trivialidades para el entendido).

            Con el fin de no complicar la lectura al entendido, y de ofrecer este complemento básico al no entendido, hemos desglosado el temario en tres secciones (estructuras productivas, distribución de la renta y protección social), divididas en diferentes subapartados. En términos generales, la pauta de cada una de estas secciones es la siguiente:

            1) En un primer apartado, hacemos una presentación general del tema, planteando las cuestiones básicas y los principales condicionantes. Podríamos considerarlo una introducción.

            2) Posteriormente abordamos distintas cuestiones metodológicas.

            3) A continuación, efectuamos un estudio comparativo del tema en relación a distintos países del entorno económico español.

            4) Más adelante, estudiamos detenidamente la situación española.

            5) Una vez conocidas las principales claves del tema, pasamos a plantear las principales propuestas que circulan en el mercado de las ideas.

            6) Por último, presentamos minuciosamente nuestras propias alternativas.

            Al final del libro efectuamos una refundición de nuestras propuestas y las explicitamos de forma gráfica y sintética. Por otro lado, hemos elegido un cuerpo de letra menor para el material que no sea fundamental en la línea directriz de nuestro discurso, sino que simplemente aporte materiales complementarios. El lector que quiera prescindir de su lectura puede continuar con los fragmentos en cuerpo mayor sin pérdida de información básica.

            Varias personas nos han planteado la siguiente reflexión: el hecho de que este libro sea al tiempo un catálogo de propuestas y una exposición teórica —a un nivel básico— de ciertos temas, puede provocar una cierta ambigüedad e indefinición en relación al perfil de nuestros lectores; ciertamente puede que el lector experto en Economía como disciplina considere pobres e insuficientes buena parte de nuestras explicaciones, y que el lector lego las caracterice ciertamente como «difíciles». El hecho es que, previamente a la elaboración de estos materiales, nos propusimos acceder a ambos lectores, al lego y al experto, porque lo que nos interesa expresar no es tanto el bagaje técnico de conocimientos sobre determina­dos problemas económicos como nuestras propias propuestas en relación a ellos. Y para ello hemos tenido que incardinarlas en su contexto teórico, posibilitando al no ducho su acceso a este último. De aquí que este libro no sea ni A (puramente teórico) ni B (puramente programático), sino una combinación de A + B.

            Por supuesto que este esfuerzo ha de ser inevitablemente imperfecto. Sólo el tiempo dirá si hemos alcanzado nuestros objetivos, que se pueden cifrar en una compenetración con el lector y en un impacto positivo sobre nuestro entorno económico y social. Sólo el tiempo nos indicará las posibles mejoras de adaptación y actualización que este libro necesitará. Si bien hemos pretendido evitar que esta obra nazca vieja, intentando recoger las principales tendencias de cambio y progreso (o regresión) observables en la actualidad, el tiempo siempre tiene la última palabra. Apelamos a nuestro buen juicio y al criterio del lector para conseguir que esta obra se robustezca y vigorice, y si es posible, que tenga un impacto tangible que mejore la calidad de vida de las personas (nacidas y por nacer).

            Quisiéramos hacer una advertencia: no espere el lector encontrar una bibliografía exhaustiva de las distintas materias. En parte por limitaciones teóricas y humanas, y en parte porque esta obra, como hemos dicho, no pretende suplir ni complementar las obras teóricas elementales, únicamente hemos acudido a las fuentes —directas o indirectas— básicas, y no nos ha interesado tanto los protagonistas de las ideas como éstas en sí. Quien quiera profundizar en las raíces teóricas y metodológicas de las ideas habría de acudir a otras fuentes de consulta. Asimismo, quien pretenda bucear en las claves de la Economía Política indudablemente habría de acudir a los clásicos, que sería prolijo enumerar. Y quien aspire a conocer los fundamentos del mundo económico actual debe acudir a los informes del Club de Roma, a los diferentes anuarios sobre materiales referidos a la paz, la ecología, la economía, la demografía y los recursos del planeta, a los anuarios de las principales organizaciones nacionales e internacionales (INE, Banco Bilbao-Vizcaya, Banco de España, F.M.I., Banco Mundial, O.C.D.E., EUROSTAT, etc.), a las revistas sectoriales especializadas, a las monografías, y a los manifiestos que regularmente surgen a la luz (ecosocialista, Carta de Lisboa, etc.) Quien quiera evitarse el esfuerzo de sintetizar por sí mismo tal cúmulo de información, puede servirse de la legión de «vaticinadores» de las tendencias económicas y sociales (L. Thurow; P. F. Drucker; A. Minc; etc.) Nosotros nos hemos descargado expresamente de la ardua labor de orientar al lector en una posterior profundización de contenidos, pues no es éste el objetivo que nos habíamos propuesto, sino el de dar a conocer nuestras propias propuestas en los temas que tratamos.

            Se nos ha reprochado el no acudir más a la literatura foránea para fundamentar nuestras argumentaciones. La réplica a este reproche es la siguiente: nuestra elección del método simplificador de servirnos de ideas antes que de fuentes es también apropiado a la hora de contextualizar nuestra materia de estudio, que a la vista de su desarrollo y elaboración, se fundamentaría en la realidad española (sin olvidar el contexto europeo y global). ¿Para qué acudir a otras fuentes cuando, siempre que se pueda disponer de ellos, disponemos de materiales —provenientes de buenas publicaciones especializadas— que hacen referencia a la situación específica de España? Esta argumentación es equiparable a la que aplicamos al referirnos al principio de «economía argumental», y ciertamente responde también a nuestras —inevitables— limitaciones técnicas, de tiempo, teóricas y humanas.

Temario

            Con anterioridad ya nos hemos referido al principio inspirador de todo este libro, que podríamos caracterizar como sigue: impulsar la igualdad efectiva de derechos y oportunida­des. Este enunciado, por sí solo, justifica el despliegue de esfuerzo que la elaboración de esta obra implica, pues consideramos que no hay objetivo más noble que la lucha racional, pero decidida, por la igualdad y la equidad social. Este principio inspira cada una de las líneas de este libro, y no se limita a nuestro entorno actual, sino que aboga por la preservación de los derechos sociales y económicos (así como de los recursos) de nuestros descendientes y del ecosistema.

            La igualdad de derechos y oportunidades representa mucho más que una igualdad factorial. Esta última se entiende como una mera nivelación de rentas, sin atender a las características particulares de cada individuo. Sin embargo, nosotros nos inclinamos por una igualdad de horizontes vitales que haga a cada individuo libre en la adopción de decisiones y responsable ante sus actos. La solidaridad así entendida no tiene por qué resultar lesiva a una correcta asignación de factores productivos y a la neutralidad fiscal, productiva y de rentas.

            A fin de señalar estas diferencias entre el nivel factorial (de asignación de factores) y el nivel de renta disponible (después de la reasignación del Estado), o dicho en otras palabras, entre el nivel de distribución factorial y el de redistribución de los recursos, hemos dividido este libro en dos partes más una. Nos explicamos: en una primera parte nos ocupamos de las estructuras productivas y de la asignación de los recursos productivos (sección primera); en una segunda parte de la reasignación de la renta a través de la actuación del Estado, así como de los niveles de protección social (secciones segunda y tercera). Al final detallamos nuestras propias propuestas, en una síntesis y refundición de los materiales anteriores (conclusiones).

            En la primera sección, que se ocupa de las estructuras productivas, comenzamos con la presentación de los factores de producción y su combinación y despliegue en la moderna economía de escala y descentralizada (en su momento veremos que ambos términos no son opuestos, sino complementarios). Posteriormente desentrañamos las diversas claves del universo empresa (como sujeto y objeto económico) y desgranamos los aspectos sociales y técnicos de su configuración moderna, para llegar a una síntesis sociotécnica más proclive a una interpretación humanista, participativa y enriquecedora del factor trabajo, que con correcciones podría venir dada por las innovaciones de la producción ligera* y el desarrollo de tecnologías intermedias en el mundo de la producción (estas innovaciones harían a la empresa más flexible, atenta a las variaciones coyunturales en los gustos y en la demanda, y ajustada a los principios de la economía factorial sostenible).

            Intentaremos demostrar que, tal como expresa el ejemplo oriental —sin entrar en disquisiciones sobre su modelo de relaciones laborales—, altos grados de productividad y de implicación del trabajador en los resultados de la empresa pueden ser conseguidos a través de una estructuración más racional de la empresa (estructuras organizativas*) y de la puesta al alcance del trabajador de tecnologías que pueda comprender, dominar y manipular. La introducción y potenciación de tecnologías intermedias* es compatible con la producción laboral-intensiva o por lotes (o unidades), ofrece una consciencia de protagonismo al trabajador, y pone al alcance del sistema productivo la solución de sus disfunciones productivas sobre la marcha, sin costosas inversiones en Know-How* y servicios intermedios (reparación, asesoramiento, consulting*, etc.). Por lo tanto nos posicionamos a favor de la implantación de un desarrollo tecnológico sostenido, más acorde con los recursos y posibilidades propias (tecnológicas, ecológicas, culturales, etc.) y con el desarrollo de las potencialidades intelectuales del ciudadano medio.

            Después de hacer un repaso de los cambios acaecidos en el mercado de trabajo, así como de los diferentes factores que determinan el grado de competitividad externa e interna de una empresa (con especial énfasis en la situación relativa de los distintos factores de producción, y de los niveles agregados de competitividad en relación al entorno exterior), nos ocupamos del sector público en la economía, para desembocar en el tema clave del conflicto entre los agentes gregarios que interactúan en la empresa. Finalmente, diseccionamos las nuevas y viejas realidades que se superponen al mundo productivo y planteamos nuestras principales propuestas de reforma.

            Hemos de partir de la base de que el Estado, en función de su papel subsidiario como regulador del circuito económico, tiene poco que hacer en el ámbito de la producción, si no es a través de su protagonismo como creador de legislación, canalizador de rentas, proveedor de bienes y servicios básicos e indivisibles (o bien divisibles pero de carácter estratégico), así como de impulsor y estimulador de la promoción del empleo, la actividad productiva y la salvaguarda del medio ambiente y los recursos naturales. A este respecto incidimos especialmente sobre su protagonismo como catalizador de una economía social que responda a las inquietudes e iniciativas de los individuos emprendedores sin recursos, y a las necesidades —sociales y económicas— insatisfechas entre la población. También nos ocuparemos con cierto detalle del protagonismo de las PYME en el contexto actual.

            La segunda sección se centra en un análisis sobre la renta, en el que incidimos en la doctrina básica en torno al sistema fiscal y redistributivo. Tras un estudio comparativo a nivel europeo, efectuamos un diagnóstico básico sobre el uso de la renta en España y un repaso de las principales propuestas en circulación. Ya al final aportamos nuestras propias propuestas, con especial incidencia en los siguientes temas: 1) la simplificación y neutralidad fiscal; 2) el estímulo al ahorro y la inversión productiva; 3) la neutralización del acaparamiento improductivo y los recursos ociosos, en atención a un concepto de «propiedad» más acorde con su papel constitucionalmente refrendado de «bien con atribución privada» (en su caso) pero de significación social; 4) la equidad horizontal y vertical; 5) la redistribución —transitoria— de rentas hacia los más desfavorecidos (en la perspectiva de eliminar la desigualdad factorial), y la —estable— redistribución de rentas hacia los sectores sociales que —por naturaleza y derecho— carecen y son acreedores de ellas; 6) el diseño de una política redistributiva universal e intergeneracional viable y sostenible; 7) la redefinición del papel del Estado y del concepto de función pública*; y 8) el estímulo a las estructuras productivas y las políticas de oferta, especialmente para la pequeña y mediana empresa.

            Esta política redistributiva habría de complementar una política distributiva que estimule el reparto de rentas desde la base, y que no se limite a ser una mera transacción de rentas que a la larga se demuestra impotente para disminuir los niveles de desigualdad de rentas y de oportunidades vitales. Esta política de reparto de rentas desde la base vendría dada por un estímulo y fomento de las actividades productivas para las personas industriosas sin recursos, así como por una penalización del acaparamiento improductivo de rentas y riqueza, y su reparto —previo a impuestos— a los sectores más necesitados y a los que no perciben rentas factoriales, es decir, a los sectores dependientes del actual modelo patriarcal.

            Más adelante (en la tercera sección) nos ocupamos de los niveles de protección social deseables, de su problemática actual (en la que influyen factores demográficos y económicos), realizamos un estudio comparativo del entorno europeo, y una pormenorización de la realidad española; para, finalmente, desgranar nuestras propuestas, que se inclinan por conservar lo positivo del sistema de reparto* actual de pensiones, complementándolo con un sistema obligatorio por capitalización* (a partir de un nivel dado de rentas), la simplificación del sistema, su mayor equidad horizontal, la progresividad y otras cuestiones similares. En definitiva se pretende racionalizar el sistema actual, atendiendo a los principios clásicos actuariales de azar moral* y selección adversa*.

            En las conclusiones refundimos todo este material y lo complementamos con diversos gráficos explicativos que facilitan su comprensión.

            Esperamos que el lector, pausadamente, con espíritu abierto y sin juicios previos, asimile esta información y estas propuestas sin complicaciones. Si se encontrase con alguna dificultad terminológica puede acudir al glosario final. Animamos al lector a que se aleje de cualquier tentación de encasillar el contenido de esta obra en una u otra etiqueta política. Este libro es un producto de laboratorio cuyos principales ingredientes son: sentido común, talante sincrético, tolerancia, espíritu transformador y pragmatismo. Por ello a algunos lectores les pueden parecer chocantes ciertas aseveraciones, en comparación —o combinación— con otras: partiendo del actual cuadro de doctrinas políticas y económicas, tal vez —en un principio— no les casen nuestras apreciaciones sobre mercado y Estado, con otras referentes a igualdad de derechos y oportunidades, solidaridad y equidad. Pero estamos convencidos de que el análisis global del contenido de la obra les servirá para superar sus posibles dudas o contradicciones al respecto.

            El lector ha de introducirse en esta obra con espíritu abierto, y debe evitar cualquier conclusión precipitada antes de su lectura íntegra (o al menos de sus conclusiones), pues nuevamente reiteramos que el material aquí expuesto es difícilmente clasificable en ninguna de las síntesis teóricas y las doctrinas que circulan en el mercado actual de las ideas. Así pues, deseamos que este libro colme sus aspiraciones, y que las propuestas aquí presentadas calen profundamente en su entendimiento.

 

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