Enemigos a las puertas... de casa

 

El hogar y sus demonios

 

            “Hogar, dulce hogar”. Eso es lo que decimos cuando pensamos en nuestro refugio, nuestro propio castillo. La casa es el templo de la relajación, la fuente de oxigenación de nuestra alma, nuestra mente y nuestro cuerpo. Tener una buena casa es tener media vida… resuelta.

            Pero no nos engañemos. Hasta en las mejores casas hay fantasmas escondidos en el trastero, ocultos debajo de la alfombra, o agazapados en los armarios… Estos fantasmas no portan sábana, ni grilletes, ni cadenas… Son diminutos, a veces transparentes. No los podemos ver, pero ahí están. No emiten aullidos, pero en ocasiones nos erizan los cabellos. Los olemos, los sentimos, los sufrimos… Y finalmente nos acabamos acostumbrando a ellos.

            La casa es una parte fundamental de nuestra vida: en ella pasamos –aproximadamente- el 70% de nuestro tiempo. Por eso es tan importante que nuestro hogar sea algo más que un “contenedor de personas”. Una vivienda ha de cumplir unas características de higiene mínimas para que pueda garantizar unas saludables condiciones de vida. Se ha calculado que un domicilio insalubre supone un riesgo para la salud equivalente al que conlleva el tabaquismo.

            Según las estadísticas, los barrios pobres españoles tienen una esperanza de vida que no llega a los 70 años (10 años menos que la media nacional), equivalente a la que existía en España durante los años sesenta. Vivir en una casa poco saludable acorta la vida y multiplica las enfermedades. No en vano, la vivienda deficiente ha sido relacionada con el infarto y el ictus (infarto cerebral), el asma y las enfermedades respiratorias, las infecciones, la depresión, el retraso en el desarrollo infantil (físico y mental); así como con el estrés, y con otros problemas de salud física y mental.

            No sólo la propia vivienda, sino también el entorno, pueden ser causa de numerosos males. Un barrio degradado, superpoblado, con escasas zonas verdes y peatonales, rodeado de autopistas y de vías de ferrocarril, minado por el polvo y la contaminación, a duras penas anima a pasear o a ir al parque. Más bien, refuerza varios factores de riesgo que amenazan a la salud: el sedentarismo, la obesidad, el abuso del alcohol y del tabaco, los accidentes, la incomunicación…

            Pero nos engañaríamos si pensáramos que, independientemente de las características de nuestra vivienda, si mantenemos nuestro hogar “limpio como los chorros del oro” resolvemos todos sus problemas de salubridad. En ese caso la situación a duras penas mejora.

            Los muebles modernos (fabricados con tableros de madera, conglomerados y contrachapados) emiten formaldehído (cancerígeno en exposiciones prolongadas); los detergentes convencionales contienen derivados del petróleo y productos de síntesis química altamente irritantes y contaminantes; el agua del grifo puede estar polucionada por elementos tóxicos e infecciosos (como arsénico, plomo, cobre, aluminio, cloro y sus derivados, nitratos, plaguicidas, virus y bacterias, etc.)

            (Está demostrado que el consumo de agua clorada aumenta el riesgo de padecer cáncer de recto o de vejiga.)

            Pero son los artículos de cuidado personal los que nos han de preocupar más. A diferencia de los insecticidas, los detergentes para la limpieza del hogar, las lejías y los amoníacos, los productos de higiene son de uso cotidiano, y lo que es más importante, están en contacto directo con nuestro cabello, nuestra piel, nuestra placa dental o nuestras encías.

            De entre las más de 7.000 sustancias que se utilizan actualmente en los productos cosméticos o de higiene, muchas son sospechosas de tener efectos nocivos para la salud, y algunas son incluso agentes cancerígenos conocidos. Entre estos últimos (potencialmente cancerígenos) encontramos los siguientes:

 

            - Benzol.

            - Formaldehído.

            - Nitrosaminas.

            - Compuestos organohalógenos.

            - Almizcles sintéticos.

            - Ftalatos.

 

Fuente: “Una higiene más segura” (revista Cuerpomente).

 

            Ahora propondré un experimento que puede herir la sensibilidad de más de un lector. Siempre se ha dicho que los niños son el futuro. Todos los cuidados son pocos para evitar situaciones de riesgo que les pueda perjudicar en su salud. Siempre pretendemos ofrecerles lo mejor: ellos lo valen, y el esfuerzo merece la pena.

            Entonces, ¿cómo es posible que los productos que supuestamente han de cuidar sus pieles puedan llegar a acumular tal cantidad de sustancias tóxicas? Me he tomado la molestia de analizar los ingredientes de un jabón líquido para niños, de una conocida marca de artículos de higiene. No es una “marca blanca” (de cadena de supermercados), ni lo he adquirido en un “Todo a 100”. Se trata de un producto anunciado en televisión.

            En la etiqueta aparece el siguiente mensaje: “Con extractos lácticos, reequilibra de forma natural (!) el pH de la piel del niño con el máximo cuidado y protección. Fórmula más suave y cremosa”. La divisa de la casa parece ser algo así como “Instinto maternal”. Ahora nótese cuáles son algunos de sus ingredientes:

 

            - Formaldehyde.

            - Methylchloroisothiazolinone.

            - Methylisothiazolinone.

            - Parfum.

            - Peg-6.

            - Sodium Lauryl Sulfate.

 

            Todos son dañinos para la salud y el ambiente, y alguno (como el formaldehído) es potencialmente cancerígeno, sobre todo en exposiciones prolongadas. ¿Es esa la manera de cuidar “de forma natural” la piel de nuestros hijos?

 

Los campos electromagnéticos

 

            ¿Qué sería de nuestra vida sin los aparatos eléctricos? En estos tiempos que corren somos incapaces de imaginar qué haríamos sin lavadora, sin televisión, sin frigorífico, sin ordenador, sin horno microondas, sin consola de videojuegos, sin luz doméstica… Una vida así podía ser igual de plena e interesante que la que “disfrutamos” hoy día (a la luz de los candiles es más fácil ver las estrellas), pero de acuerdo a nuestra mentalidad actual sería también más fatigosa, monótona y aburrida. Nos ahorraríamos el “zapping”, pero muy pronto se nos acabarían los temas de conversación.

            Sin embargo, vivir rodeado de todos estos aparatos tiene un precio, en forma de campos electromagnéticos (CEM, para abreviar). Cada vez aparecen con más frecuencia voces que alertan sobre la peligrosidad de las ondas electromagnéticas. Recientes casos de coincidencia de muertes de niños, a causa de la leucemia, en áreas cercanas a antenas repetidoras de telefonía móvil; la respuesta cada día mayor del vecindario frente a las líneas o transformadores de alta tensión; o bien la preocupación generada por las emisiones de radio de alta potencia, han hecho disparar la alarma sobre los riesgos que suponen los campos electromagnéticos para nuestras vidas.

            Tal como afirma Enric Aulí (pág. 21):

 

            “Si dispusiéramos de unas hipotéticas gafas que nos permitiesen ver estos campos electromagnéticos, posiblemente nos asustaríamos, ya que nos veríamos totalmente rodeados de ondas electromagnéticas de tamaños diferentes, desplazándose en todas direcciones; alcanzándonos, envolviéndonos, abrazándonos. Para definir esta nueva forma de contaminación se está popularizando el uso de la palabra ‘electrosmog’, aunque semánticamente no sea muy correcta”.

 

            Imagínese el lector que se encuentra en mitad del fragor de una batalla librada por Luke Skywalker, la princesa Lia y Han Solo, por un lado, y las huestes del pérfido Dart Vader, por otro (¿quién no recuerda estas célebres escenas de la primera entrega de La Guerra de las Galaxias?). A nuestro alrededor silban relampagueantes rayos láser de colores diversos (todos extrañamente fluorescentes). El resplandor nos ciega, las chispas de los impactos en las paredes revolotean hasta perderse en la nada…

            Algo parecido veríamos con estas supuestas gafas que nos permiten observar las ondas electromagnéticas que nos envuelven por doquier. Aunque a diferencia de los rayos láser que salen de las pistolas de Han Solo o la princesa Lia, las ondas electromagnéticas son algo menos letales. Si nos matan, lo hacen muy lentamente.

            Éste es el gran problema de los campos electromagnéticos: como en el caso de la radioactividad, son invisibles, inodoros e incoloros. Sus efectos no son tan evidentes como los de la polución por partículas o gases, pero están ahí. Y lo más preocupante es que sus repercusiones van a más: sólo tras una serie de años se verá si la introducción de la telefonía móvil o de nuevas líneas de alta tensión –para satisfacer la creciente demanda de energía eléctrica- puede tener un coste humano ciertamente insoportable.

 

Efectos de los CEM en el cuerpo humano

 

            Existen tres tipos de campos electromagnéticos. Unos son generados por el ser humano por su utilidad en las comunicaciones: es el caso de los teléfonos móviles, de las radios, de los radares, de los mandos a distancia, de las conexiones inalámbricas, etc. Otros son un subproducto de instalaciones eléctricas: las torres de alta tensión, los transformadores eléctricos, las instalaciones domésticas, los electrodomésticos, etc. Y también existen campos electromagnéticos de origen natural: el campo eléctrico de la Tierra, el campo magnético terrestre y la radioactividad procedente del Sol y del espacio exterior.

            El cuerpo humano vive en equilibrio con su medio ambiente exterior, lo que incluye al campo magnético terrestre. De hecho, el organismo humano emplea electricidad y genera emisiones electromagnéticas, como consecuencia de la actividad de su cerebro y de su sistema nervioso. La alteración del equilibrio eléctrico y magnético de la Tierra provoca en el ser humano diversas disfunciones, tales como irritabilidad, depresión, agresividad, insomnio, y desequilibrios metabólicos en general (Enric Aulí, pág. 92).

            El grado de riesgo para nuestra salud depende de nuestra “exposición” a los campos electromagnéticos. Por principio: “a mayor intensidad del campo mayor efecto producido”. Pero no sólo influye la intensidad del campo, sino también el tiempo de exposición, y el número de veces que estamos expuestos a un campo electromagnético, y luego lo dejamos de estar.

Además, los diferentes CEM pueden tener efectos aditivos entre sí: es decir, se refuerzan entre ellos (es el caso de un domicilio que se encuentre, a la vez, en las proximidades de una línea de alta tensión y de una falla tectónica, que ya de por sí genera importantes campos electromagnéticos de origen natural). Los individuos más sensibles a sus efectos negativos son los niños y las personas con deficiencias en su sistema inmunitario.

No todos los efectos de los campos electromagnéticos son negativos. Nótese por ejemplo el uso de pulseras de imanes: los campos magnéticos estáticos nos pueden permitir recuperar el equilibrio eléctrico o magnético perdido por nuestro cuerpo. Por eso este tipo de abalorios han sido empleados desde hace siglos con finalidades terapéuticas. Otra aplicación positiva del electromagnetismo natural la encontramos en ciertas terapias chinas: la acupuntura, por ejemplo (los acupuntores hablan de “meridianos” sensibles a los campos magnéticos terrestres). Los zahoríes serían depositarios de cantidades anormalmente altas de magnetita, lo que les permite hallar sin dificultad fuentes naturales de agua.

Pero, por supuesto, en los tiempos que corren estas influencias positivas del electromagnetismo natural son ampliamente desbordadas por las perniciosas repercusiones de los campos electromagnéticos artificiales sobre nuestro metabolismo.  Además de las radiaciones ionizantes de alta frecuencia de origen natural (procedentes por lo general del espacio exterior, o de gases radioactivos como el radón), las principales amenazas para la salud derivan de dos tipos de campos electromagnéticos:

 

            - Los CEM térmicos no ionizantes.

            - Los CEM que pueden provocar desequilibrios celulares.

 

            Los primeros (CEM térmicos), con una frecuencia comprendida entre los 1017 y los 109 hercios, generan un aumento de temperatura en los cuerpos, pero no tienen energía suficiente para provocar ionización. Los desprenden, por ejemplo, los hornos microondas y los teléfonos móviles.

            Los segundos (CEM que pueden producir desequilibrios celulares) están por debajo de los 109 hercios. Pueden provocar los siguientes efectos: inducción de corrientes eléctricas en el interior de las células, vibración de determinados iones en el interior de las células (que provocan alteraciones en la permeabilidad en la membrana de la célula), interferencias con las frecuencias de diversos procesos biológicos, y alteraciones de nuestro equilibrio corporal eléctrico o magnético. Las consecuencias de todas estas alteraciones pueden suponer trastornos fisiológicos como dolores de cabeza, irritabilidad o insomnio, debilidad de nuestro sistema inmunológico (lo que a su vez nos hace más propensos a contraer cáncer o leucemia), etc.

            En definitiva, en palabras de Raúl de la Rosa (en su artículo “Malas ondas”, publicado por la revista Integral): “Los campos electromagnéticos naturales sincronizan los ritmos biológicos, mientras que los campos electromagnéticos artificiales, especialmente si son pulsantes [es el caso de la corriente eléctrica de nuestra vivienda], rompen este enlace creado a través de la evolución, llevan a la desincronización y de ahí a la enfermedad”.

            Según el mismo autor, los campos electromagnéticos electropulsantes afectan a las funciones biológicas de tres formas: 1) modifican los niveles hormonales normales; 2) alteran la unión de los iones a la membrana celular (véase más arriba); y 3) modifican algunos procesos bioquímicos en el interior de la célula.

            Según parece, la glándula pineal (también llamada epífisis) detecta las fluctuaciones del campo magnético terrestre. Dicha glándula desempeñaría la función de reloj biológico, utilizando la luz ambiental como principal sincronizador externo: por la noche, segrega la cantidad de melatonina (hormona anticancerígena responsable del control de los ritmos biológicos, con un papel fundamental en la fortaleza de nuestro sistema inmunológico) necesaria para mantener el equilibrio del organismo.

            El problema es que los campos magnéticos actúan de la misma manera que la luz, pues inhiben la producción de las hormonas melatonina y serotonina, dificultando el proceso regenerador nocturno. De este modo encontraríamos la explicación de la debilidad del sistema inmunitario (que está detrás de tantos cánceres), así como de tantos dolores de cabeza, insomnios o cambios de comportamiento. Estos trastornos están ligados, en muchas ocasiones, a la exposición a campos electromagnéticos generados por aparatos eléctricos domésticos, a líneas eléctricas o a transformadores cercanos.

            Son ya numerosos los estudios que ligan los campos electromagnéticos a diversas dolencias, como el cáncer y la leucemia. El primer trabajo de este tipo se realizó en Denver (USA) en 1979. Desde entonces su número no ha dejado de crecer. Entre las decenas de investigaciones que relacionan a la leucemia con el cáncer, destaremos la de Ahlbom et al. (publicada el año 2000), en la que se revisan 3.023 casos de leucemia infantil, y se los compara con 10.338 niños de control (es decir, no afectados por esta enfermedad).

            Este estudio detectó un incremento del riesgo de padecer leucemia infantil de hasta un 100% cuando los niños se encuentran expuestos a niveles de CEM superior a los 0,4 microteslas. Otro estudio (IARC, junio del 2001) añade al nivel de intensidad, como factor de riesgo, la proximidad a la fuente de emisión (en este caso, líneas de alta tensión).

            El Instituto Karolinska de Suecia realizó otro estudio, entre personas que vivían en un radio de 300 metros en torno a líneas de alta tensión, llegando a la conclusión de que, en enfermedades como la leucemia infantil, el riesgo relativo de la población expuesta se multiplica por 2,7 en comparación a la población no expuesta para unos valores de contaminación de 200 nanoteslas en adelante. Y este riesgo se elevaba al 380% con exposiciones de 300 nanoteslas. Por supuesto, el riesgo más elevado de cáncer se da en las viviendas situadas a menos de 50 metros de una línea de alta tensión.

            En definitiva, antes de adquirir una vivienda, es recomendable que su balcón no tenga unas bonitas vistas a una subestación eléctrica, o a una torre de alta tensión. Tales vistas pueden llegar a ser “electrizantes”, ciertamente, pero no son nada relajantes… Sobre todo si en casa hay niños pequeños que, además, se pasan las horas enganchados al televisor o a la consola de videojuegos.

 

CEM aquí, allá, en todos lados

 

            Una persona normal que habite en una sociedad industrial suele recibir diariamente, de promedio, 20.000 nanoteslas desde campos electromagnéticos, así como un número parecido de nonavatios por centímetro cuadrado del teléfono móvil y de las antenas repetidoras. Como estos niveles están muy por encima de los que los estudios epidemiológicos consideran como “dosis de riesgo”, no hay duda de que se están incrementando de forma considerable las posibilidades de contraer algunas enfermedades graves, como leucemia y cáncer. Asimismo, afectan de forma clara –y muy negativa- en nuestra calidad de vida, provocando trastornos –considerados “menores” sin serlo en realidad- como insomnio, fatiga, depresión e irritabilidad.

            Más arriba hemos visto el importante papel que, en la contaminación electromagnética, desempeñan las líneas de alta tensión. Los transformadores eléctricos, los alternadores, las líneas y las torres de alta tensión (ya sean aéreas o subterráneas), como grandes generadores de CEM de baja frecuencia, son importantes factores de riesgo en nuestra salud, sobre todo si vivimos en sus proximidades. Desgraciadamente, cuando se han producido polémicas con carácter social entre vecinos y empresas distribuidoras de energía, suelen ser éstas las que se acaban imponiendo.

            (Como caso sintomático, en el norte de la provincia de Barcelona se ha dado el caso de un centro escolar que hubo de trasladarse desde su emplazamiento inicial, a sólo siete metros de una línea de alta tensión. ¿No hubiera sido más lógico, y más barato, que se hubiera desplazado la línea de alta tensión, y no el colegio? ¡Ah claro! Ahí nos encontramos con unos “legítimos” intereses privados. Cuando quien paga es el Estado todo es más fácil.)

            Quien quiera comprobar los poderosos efectos de una línea de alta tensión en las proximidades de una vivienda, no tiene más que observar cómo un viejo tubo fluorescente puede llegar a encenderse a pesar de que estaba apagado, por efecto de los campos electromagnéticos.

            (Los CEM de las torres de alta tensión ionizan el vapor de mercurio de su interior. Los átomos de vapor de mercurio emiten radiación ultravioleta, que se transforma en luz visible al impactar sobre el revestimiento del tubo fluorescente.)

            A veces las batallas vecinales se aquietan cuando las líneas de alta tensión se soterran. Aunque la disminución del impacto visual es innegable, a la hora de la verdad la disminución de los CEM suele ser mínima. Y además la distancia entre el cable soterrado y las personas acostumbra a ser menor que en el caso de una línea aérea (con el agravante de que ya no se sabe por dónde circula, por lo que se toman menos precauciones). Es decir: en lugar de resolverse el problema éste se agrava. Y eso sin tener en cuenta el riesgo de accidente o avería que supone hacer circular una línea de alta tensión en las proximidades de cañerías de agua, líneas de teléfono, otras líneas de media o baja tensión, etc.

            Pero no piense el lector que se puede sentir seguro porque tiene la fortuna de vivir en un domicilio alejado de una torre de alta tensión, o de un transformador eléctrico. Cuando duerme al lado de un radiorreloj; cuando se seca el pelo con un secador, o se afeita con una maquinilla; cuando calienta la leche en el microondas; cuando enciende el fluorescente; cuando trabaja con el ordenador; cuando se relaja ante el televisor; o cuando conecta la estufa eléctrica, está recibiendo unas buenas dosis de ondas electromagnéticas.

            Y ahora piense en una instalación eléctrica típica casera. ¿Acaso no duerme en una preciosa cama, con sendos interruptores a ambos lados del cabecero? Tal como señala Enric Aulí (pág. 75): “Si la instalación eléctrica es defectuosa, el cable que conecta dichos interruptores estará generando un campo electromagnético de 50 hercios a escasos centímetros de la cabeza de la persona durmiente”. Y piénsese que la dosis de CEM que recibimos no se la debemos únicamente a nuestra instalación eléctrica, sino también a la de nuestros vecinos de arriba, de abajo, y de los lados (porque algunos campos electromagnéticos, como los fantasmas, “traspasan” las paredes).

 

Teléfonos móviles y salud

 

            Entre diciembre del año 2000 y diciembre del 2001 se detectaron en el colegio García Quintana de Valladolid cuatro casos de leucemia y cáncer (se produjeron dos casos más en colegios cercanos). Por lo visto, en sus proximidades se alzaba un edificio poblado con un auténtico bosque de antenas de telefonía móvil  (treinta y siete en total). Los padres achacaron esta repentina “epidemia” de cáncer, infrecuente por su virulencia, a las emisiones de telefonía móvil y fija (sistema LMDS) de entre 900 y 3500 megahercios provenientes de la citada instalación repetidora.

            Como consecuencia de las denuncias realizadas, un juez decidió clausurar las antenas, y el colegio fue cerrado temporalmente hasta que se ultimaron los pertinentes estudios. En mayo del 2002 estuvieron listas las conclusiones del comité de expertos que investigó el caso. Éste dictaminó que “no existe una relación causal entre las antenas y las citadas enfermedades [cáncer y leucemia infantil]”, y además “no se ha encontrado nada anómalo ni en el aire ni en el agua que explique los cuatro casos de cáncer [del colegio García Quintana]”.

            El citado comité no sugirió ninguna hipótesis explicativa del cluster de tumores infantiles, pero, eso sí, recomienda que no se reinstalen las antenas, a la espera de lo que en el futuro puedan aportar nuevos estudios sobre la materia. En definitiva, tenemos una auténtica sentencia salomónica: “No se puede asociar la aparición de casos de cáncer entre los niños del colegio al funcionamiento de las instalaciones de telecomunicaciones, pero tampoco se puede descartar dicha posibilidad”.

            No obstante este informe, convenientemente exculpatorio para Administración y las compañías de telefonía móvil, la polémica no se ha apagado. Recientemente (en abril del 2003) ha muerto la primera víctima del caso del colegio García Quintana, por una complicación de su leucemia. Los padres de esta escuela afirman que, desde que se han eliminado las antenas, no se ha producido ningún nuevo caso de cáncer infantil ni en este colegio ni en sus alrededores. Una doctora rural del pueblo palentino de Villoldo ha expresado su alarma por el hecho de que desde se instaló una antena en la citada localidad, ha diagnosticado cinco casos de ictus y dos de tumores cerebrales, cuando en los veinte años anteriores no se había producido ninguno. En Inglaterra murieron recientemente de idéntico tipo de hemorragia cerebral dos mujeres que vivían junto a una estación base de telefonía móvil.

            A pesar de la elocuencia de estos datos, los estudios epidemiológicos oficiales continúan negando la evidencia: que las antenas repetidoras de telefonía móvil –y los mismos teléfonos- matan. Por ejemplo, el Comité Científico de toxicología, ecotoxicología y medio ambiente de la Unión Europea informó, el 25 de enero del 2002 (es decir, en pleno apogeo del caso del colegio García Quintana de Valladolid), de que los estudios epidemiológicos llevados a cabo para la telefonía móvil no han detectado efectos cancerígenos (Marc Aulí, pág. 44).

            La doctora palentina Florentina Vela señala cómo la Administración ha privado de financiación a dos científicos que investigaban la nocividad de las antenas (los profesores Bardasano, de Alcalá de Henares, y Claudio Gómez, de Valladolid). Miquel Muntané, un barcelonés que trata de aportar un poco de luz sobre el asunto, destaca que los estudios efectuados por el doctor H. Lai (de la universidad de Washington), por el doctor George Carlo (también de Estados Unidos), así como otros realizados en la universidad de Lund (Suecia), demostrarían que los microondas de los teléfonos móviles serían nocivos para la salud. Significativamente, el doctor Lai fue apartado de la investigación, y las conclusiones del doctor Carlo (presentadas ante 26 fabricantes de móviles) fueron archivadas.

            Miquel Muntané añade (La Vanguardia, 18 de Octubre del 2000):

 

            “Hay demasiados derechos adquiridos industriales y políticos en el crecimiento y en los beneficios de la industria global de telecomunicaciones que no tienen en cuenta el impacto y las enfermedades, como las neurológicas y el cáncer”.

 

            Florentina Vela (véase más arriba), a la vista de los esfuerzos por parte por las autoridades administrativas y académicas por minimizar o negar los aspectos más escabrosos de este asunto, afirma: “Estamos en una dictadura democráticamente establecida”. ¿Está sucediendo como en el caso del síndrome de la colza, en el que la Administración y las grandes corporaciones tratarían de desviar la atención sobre inquietantes problemas de salud para no poner en dificultades el orden –económico y social- establecido?

            Éste es un tema complejo. Pregúntese el lector a sí mismo: ¿está dispuesto a prescindir del uso del teléfono móvil para eliminar un factor de riesgo que pone en peligro la salud de mucha gente, especialmente niños? No seamos ingenuos. Está claro que aunque el 90% de la población estuviese dispuesta a adoptar este paso, los fuertes intereses económicos establecidos lo impedirían en la práctica.

Lo que quiero decir, simplemente, es que todos somos corresponsables de la situación: los que usamos el teléfono, las operadoras telefónicas que instalan las antenas o que diseñan los aparatos, los vecinos que autorizan (a cambio de un dinero que sólo les beneficia a ellos) la colocación de las antenas en sus azoteas, y la Administración que regula y protege este mercado.

La solución, según Marc Aulí, es paradójica: si partimos de la base de que es inviable -social y económicamente hablando- prescindir del uso de los teléfonos móviles, para mantener las frecuencias lo más baja posibles (de tal modo que no nos perjudiquen en la salud), es necesario colocar más antenas de menor intensidad (en lugar de pocas antenas de gran intensidad), bien orientadas y correctamente reguladas:

 

“El sistema que provoca un menor impacto de exposición a los CEM en la población es la instalación de muchas antenas de poca potencia, por lo que la oposición por motivos de salud a la instalación de telefonía móviles puede resultar incluso contraproducente” (pág. 52).

 

En definitiva, si bien son numerosísimos los estudios que niegan la existencia de un incremento significativo de casos de muerte por el uso del teléfono móvil (según parece, esta correlación existe únicamente en el incremento de accidentes de tráfico por el uso del móvil mientras se conduce), Enric Aulí aboga por la aplicación del “principio de precaución” en una materia que ha de ser sometida a posteriores análisis, estudios y controles.

Éste se hace necesario especialmente por dos motivos: tal vez no haya pasado suficiente tiempo para comprobar con certeza los efectos epidemiológicos del uso del móvil –y de la incidencia del electromagnetismo emitido por las antenas- en la población; y en segundo lugar porque han de estudiarse con mayor detalle los efectos aditivos del electromagnetismo producido por aparatos eléctricos y líneas de alta tensión, sumados a los de los CEM generados por móviles y antenas.

Pero, contrariamente a lo que pueda pensarse, dicho “principio de precaución” no se concreta, como en el caso de los transgénicos, en una “moratoria” en el uso del teléfono móvil (o en el desarrollo de nuevas aplicaciones), sino en la instalación masiva de más y más antenas de telefonía móvil. Sólo así, según este autor, se puede garantizar unos niveles de CEM con origen en la telefonía móvil escasamente peligrosos para la salud humana. O como se suele decir: “¿No quieres sopa? ¡Pues aquí tienes dos tazones!”

 

Una responsabilidad compartida

 

            El abuso de sustancias cancerígenas empleadas en los productos de limpieza o de higiene; los peligros que suponen para la salud las emisiones de ondas electromagnéticas provenientes de instalaciones eléctricas de alta y mediana potencia, de antenas de telefonía móvil, de repetidores de radio y televisión, etc. Todos estos factores son amenazas a nuestra salud que se añaden al amplio elenco de toxinas, venenos y agentes patógenos que absorbemos con alegría en nuestra rutina diaria: cuando comemos, cuando respiramos, cuando nos medicamos, cuando nos realizamos una prueba médica, cuando salimos a pasear…

Todos somos responsables de estos riesgos o procesos. Tal vez la industria de limpieza o de higiene podría prescindir de ciertas sustancias potencialmente dañinas para nuestra salud; tal vez la Administración podría endurecer la normativa (por ejemplo, restringiendo el catálogo de sustancias empleadas en la elaboración de los artículos de droguería o perfumería); tal vez nosotros mismos, como consumidores y ciudadanos, no nos comportamos con la suficiente responsabilidad, al no preocuparnos por recabar información sobre la composición de los productos que consumimos.

Pero como se suele decir, “lo uno por lo otro, la casa sin barrer”. El hecho es que vivimos en un mundo cada día más polucionado, fuera y dentro de casa. Hemos adquirido un estilo, unos hábitos de vida, que nos ponen en contacto con multitud de agentes químicos, físicos y biológicos, así como con campos electromagnéticos, potencialmente dañinos para nuestro cuerpo. Lo menos que podemos esperar es que no se nos arrebate la información necesaria para valorar en su justa medida la dimensión –mayor o menor; el tiempo lo dirá- de los riesgos a los que estamos expuestos.

Por ello, toda tentación para ocultar o manipular los estudios científicos en beneficio de unos intereses económicos y políticos egoístas y a corto plazo ha de ser rechazada con la máxima energía. Pero sin caer en el extremo opuesto: una demagogia fácil contaminada por un nihilismo antisistema que, además de inviable, es contraproducente para los mismos intereses que asegura defender.

(Por ejemplo, en el caso de las antenas hemos visto que la solución a las altas emisiones de ondas electromagnéticas no es la eliminación de ciertas antenas en unos puntos determinados –en ese caso el problema se traslada a otro lugar- sino la generalización de las antenas, para que éstas emitan a menor potencia y el riesgo disminuya de forma global, no puntual.)

Si pretendemos preservar un modo de vida que nos gusta, aunque nos mate, hemos de asumir no sólo sus beneficios, sino también sus riesgos. Eso sí: éstos se han de distribuir equitativamente. Y para ello el control y la regulación del Estado es esencial. Nuestra salud y nuestra seguridad son aspectos suficientemente importantes como para no dejarlos al albur de los intereses de las grandes compañías.

 

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