Lustrosa, mi ciudad

En el artículo anterior de este blog, titulado Es bueno ser malo, hice alusión al “malismo”, sensibilizado como estoy en relación a este tema por dos circunstancias: una general, la proliferación de su estética y de su (falta de) ética, como es observable en numerosos anuncios publicitarios, especialmente de perfumes y colonias; y una particular, causada por el acoso de una pandilla de vándalos, sin causa aparente.

Estos hechos (el acoso continuo de una banda de gamberros, que me agreden sin motivo aparente) son, desde luego, los que menos han de interesar al lector. Es, desgraciadamente, un problema particular. Ello no obstante, dedicaré unas líneas a comentar el suceso.

Desde hace un mes, un grupo de seis o siete chavales, de 14 a 16 años, presumiblemente de una escuela privada cercana, viene a mi establecimiento a molestar. Al principio me vacilaban, entraban en tromba a la tienda de forma intimidante, y golpeaban el escaparate de vidrio con fuerza. Un día pasaron a mayores, y después de chulearme rompieron el escaparate con un objeto contundente, haciéndolo añicos. Marcharon riéndose y exaltados por su “hazaña”. Al principio pensé que se trataba de una cuestión de puro vandalismo, y que me habían elegido a mí como un “reto”, por ser un “pobre diablo” (un “pringao”) con quien divertirse. Pero dada su estética (pues visten de negro de la cabeza a los pies, con o sin capucha), y lo gratuito de su agresión, he llegado a la conclusión de que todo ello se fundamenta en una cuestión de odio. Creo que me atacan porque son en realidad fascistas, o hijos de fascistas, y me ven a mí como un “rojo” al que pueden atacar impunemente, dada su edad. No sé en qué se basan, porque nunca hablo de política con desconocidos, y mi librería expone libros de diferentes corrientes ideológicas. De todos modos es notorio que sus amigos nazis ya lo hicieron, lo de romper cristales, hace 90 años, como forma de expresar su odio.

Sea como sea, un amigo me dijo que puesto que habían realizado su “hazaña”, dejarían de molestarme. Pero no es así. Siguen viniendo, se plantan delante del escaparate, y me hacen sonrisas desafiantes y malévolas. Ayer me tiraron un huevo. Ni siquiera les preocupa que haya instalado cámaras de vigilancia, tan impunes e intocables se sienten.

Dicho esto, continúo con mi disertación. Quien tiene un establecimiento comercial se ve expuesto a numerosas contingencias. Yo me he enfrentado a varias, algunas graves, que han provocado en mí un gran desasosiego. Por ejemplo, me tuve que encarar a un presunto maleante para que dejara de realizar sus trapicheos delante de mi librería (éste me amenazó de muerte, pero finalmente acabó marchando); conseguí frustrar la ocupación de una casa deshabitada, y ayudé en dos ocasiones a un heladero, situado enfrente de mi establecimiento, que estaba siendo acosado por un grupo de borrachos y drogadictos, los cuales le habían tomado manía (en una de ellas me puse a su lado para protegerle). ¿Puedo decir lo mismo de los otros comerciantes de esta calle? En absoluto. A pesar de que es bien sabido el calvario que estoy pasando, y de que algunos de ellos han visto a los chicos, nadie se ha ofrecido para ayudarme (ni siquiera los testigos visuales de los hechos). Al menos de momento. Por otro lado, estos chicos son vecinos del barrio, pues por lo que parece su colegio está a menos de 200 metros de la librería. Y actúan a cara descubierta. ¿Acaso nadie los conoce? Es evidente que sí: alguien los conocerá, pero cada uno va a lo suyo. Nadie se compromete. Nadie se arriesga.

Y así sucede que el establecimiento de enfrente tiene cámaras de vigilancia, así como el bar de al lado y yo mismo. Tres cámaras en unos escasos 100 metros cuadrados. Eso quiere decir algo. Hoy he hablado con el frutero, que me ha preguntado cómo iba todo. Yo le he respondido que como ya sabe, no muy bien. Él empezó a culpar a los chicos y a la policía. Yo le contesté: la culpa no la tienen los chicos, ni la policía, sino, por este orden: 1) Los padres de los chicos; 2) los vecinos del barrio que no actúan ante el problema (algunos de los cuales son padres de esos chicos); y 3) los comerciantes que ni se apoyan ni se organizan para evitar estos u otros hechos similares. Él me contestó que llevaba más de cincuenta años viviendo en esta calle, y nunca le había pasado nada; ergo, “el problema no existe”. Ésta es la visión que convierte a algunos (aunque sean buenas personas y buenos comerciantes) en virtuales cómplices de la situación. Cuando niegan el problema, lo agravan. La típica actitud de los cobardes: “mientras le suceda a otro, no me implico”.

Eso es lo que sucede en mi ciudad: a fuerza de negar un problema, éste se enquista y se agrava día a día. Cuando fui a denunciar a la policía el ataque en mi establecimiento, el día 3 de enero, quien me atendió me dijo que a esa hora (las 12 de la mañana) era el quinto caso de vandalismo que había sido denunciado. Me puso un ejemplo: a cinco coches aparcados cerca de mi librería les habían roto los retrovisores. A la vista de este ejemplo de violencia asimismo gratuita, nihilista, hemos de pensar que los perpetradores podrían ser los mismos que me acosan a mí. Sólo que en mi caso –tal vez- por motivaciones políticas. Y como he dicho, se sienten impunes, sin importarles siquiera ser identificados. Pero como dice el frutero, “a mí nunca me ha pasado nada”.

Como he dicho más arriba, yo he sido testigo directo de trapicheos, ocupación de casas vacías (modestas, en absoluto ricas), agresiones (una loca intentó golpearme con su muleta), peleas callejeras y hasta incendios. Pero  sin embargo, según el frutero, esta calle es maravillosa “y nunca pasa nada”. Total seguridad; ¡qué afortunado! Insisto, negar el mal es perpetuarlo, e incluso agravarlo.

Pero el mal no se reduce sólo al vandalismo y a la delincuencia, a veces de bandas juveniles (tipo pandilla). El mal es también la muerte civil y social de una ciudad, como está pasando en estos momentos en Lustrosa (así llamaré a mi ciudad, para no crear más ampollas; del mismo modo que Alas Clarín llamó Vetusta a su Oviedo natal).

La llamo Lustrosa porque esta ciudad se autodenomina “Ciudad del Conocimiento”. Nada más lejos de la realidad. ¿De qué conocimiento podemos hablar en una localidad cuyo “vecino más ilustre” (o figura más mediática) es un ex futbolista de un equipo que ahora está en segunda división? Como he denunciado en varias cartas al director publicadas en prensa, Lustrosa se está convirtiendo en un espectro, en un “erial”, especialmente por lo que se refiere a la cultura, y muy significativamente también al “conocimiento”. Los hechos hablan por sí mismos. Esta ciudad, con sesenta mil habitantes, no tiene ni un triste cine, y a duras penas queda un quiosco de prensa (tal vez dos, no estoy seguro). No tiene un centro cultural reconocido ni reconocible, ni un ateneo, ni un lugar donde se reúnen los artistas o creadores; ni siquiera tiene un local con “solera”, centro de tertulia para “petar la xerrada” (como se dice aquí), como sí tienen muchos pueblos y ciudades mucho más pequeños (los típicos casinos, o ateneos populares). El Ateneo oficial es, como todo centro oficial, un lugar donde se reúnen las madres para aparcar a sus hijos, haciendo actividades no excesivamente educativas. La Biblioteca parece tener menos libros que mi propia librería. Los museos son fósiles que subsisten anquilosados, sin renovarse. Y por lo que se refiere al Cineclub, está bien sólo para aquellos que disfrutan con las películas de “arte y ensayo”: en algunos casos auténticos bodrios, aburridos, aburguesados, cursis y adocenados, supuestamente para “concienciar” o para sensibilizar a los pequeño-burgueses de edad avanzada, generalmente los que acuden a ver, en Lustrosa, este género cinematográfico. Ésta es la oferta cultural que ofrece mi ciudad. Por ello llamo a Lustrosa un “erial cultural”.

(Por cierto, ayer -a día del 27 de enero del 2024- se presentó a mi librería uno de los promotores del citado "cineclub" para ofrecerme sus servicios aseguradores, y no se le ocurrió otra cosa que preguntarme si "compraba libros", a lo que yo contesté, "estoy aquí para vender libros, no para comprarlos". Teniendo en cuenta que este personaje, como la mayor parte de los de su estilo -que yo equiparo al Señor Esteve de la sátira de Rusiñol- no ha comprado un triste libro en mi establecimiento, que se ofrezca en cambio para venderme los suyos es un ejemplo más de "pequeño-burguesismo", definitorio de las "élites culturales" de esta localidad.)

¿Cómo me afecta todo ello? He de decir que llevo quince años viviendo aquí, y aún no he hecho ningún amigo. Bueno, tengo tres (a los cuales he conocido en la librería). Dos de ellos no cuentan: uno nació en Granada y otro en Jaén. El tercero es catalán, pero es tan buena persona que no creo que sea de este mundo (y aún menos de Lustrosa). A pesar de que aquí hay una Asociación de Escritores, y un Rotary Club en activo, nadie me ha propuesto incorporarme a dichas entidades. Si hay una persona que se puede decir aislada a nivel social ese soy yo. Hablo de ello en el artículo Mi soledad. Una vecina, que compra a veces novelas románticas, me dijo que posiblemente los chicos que vienen a vandalizarme y a acosarme no soportan que la cultura y el saber se cuelen en su entorno inmediato. Es bien cierto que aquí no cuento con buena prensa. Al menos tres personas, en los últimos meses, me han recordado que en mi librería no entra ni Dios… Tienen razón, mi establecimiento no puede competir con una librería cercana que llamaré La Tarántula, a la que le va muy bien, y tiene centenares de “likes” en las redes sociales, la cual se ocupa de satisfacer el gusto por la “literatura popular”… Por cierto, un día que una amiga preguntó allí por una obra de Émile Zola la dependienta le preguntó: “¿Y quién es ese?”. Supongo que no lo conocía, porque no forma parte de los gustos “populares” (y que quede claro que no tengo nada en contra de la “literatura popular”, que yo mismo consumo en mis ratos libres).

Por lo que se refiere a la visión que se tiene de mí en el barrio, determinadas personas de cierta edad, cuando se disgustan por algún motivo, siempre acaban con la cantinela de “no me extraña que aquí no entre ni Dios” (dicho con otras palabras, por supuesto). Sus motivos para decirlo: alguien que me quiere vender su maravillosa biblioteca (que por supuesto no me interesa comprar), alguien a quien no quiero seguir en sus conversaciones de cuñado, o bien alguien a quien mis precios le parecen desorbitados (a ello añade que en tal o cual lugar puede encontrar los mismos libros por 3 euros, o incluso menos). Por eso muchas personas de una cierta edad, o categoría social, no vienen a mi librería; no obstante, me felicito de tener unas cuantas decenas de clientes habituales; que posiblemente dejaré de tener si leen el presente artículo. Mis clientes son, en su inmensa mayor parte, jóvenes y estudiantes: generosos, educados, curiosos. Gente maravillosa. Es por eso que mi disgusto por los vándalos adolescentes no se extiende a una juventud que considero en general prometedora (son en buena parte estudiantes no autóctonos, que estudian en una Universidad cercana). Ellos suponen el 80 por ciento de mi clientela. Cuando vienen a mi librería me alegran el día. Suelo hacerles generosos descuentos, pero a veces insisten en pagar el precio de catálogo. Nada más lejano a lo que suelo ver entre la gente de una cierta edad: arisca, desconfiada, tacaña, a pesar de que no tienen problemas de dinero y tienen la vida resuelta.

(Quisiera dejar constancia de dos casos claros de cuñadismo. En mi bloque de pisos se ha rechazado ¡por mayoría!, en dos ocasiones diferentes, la realización de reformas para mejorar la eficiencia energética. En la primera ocasión, se denegó la instalación de placas solares, para ahorrar energía y hasta dinero -la instalación era gratuita, pues era financiada con fondos europeos-. Se adujo como excusa que "podían causar goteras". En otra ocasión, la comunidad rechazó instalar puntos de carga para coches eléctricos, puesto que -en razón de sus argumentos de cuñado- eran un lujo y un gasto innecesario, cuando nuevamente el gasto por domicilio se reducía a unos cien euros, gracias a los fondos europeos. Y no estamos hablando de una comunidad especialmente pobre y necesitada, máxime cuando los gastos y molestias por vecino eran ridículos.)

Podría hablar de muchos casos en los que dicha gente me critica, a mí o a mi establecimiento, por no seguir sus propios estándares. Son comunes aquellos que vienen a explicarme la vida, sin pretender comprar nada. ¡Santa paciencia! O aquellos que vienen para restregarme que se han gastado ciento cincuenta euros en una librería de Madrid, o de Barcelona, y que por eso no me van a comprar nada. Entonces, ¿para qué vienen? ¡Santa paciencia! O aquellos que me marean una hora (buscando una o varias obras), para comprar finalmente un libro de 3 euros, o no comprar nada, o decirme que los libros están viejos o usados (¿acaso no es una librería de segunda mano?), o que ya se lo pensarán. ¡Santa paciencia! Pero los peores son aquellos que vienen aquí para asegurarme que en su biblioteca de miles de títulos tienen mejores libros que los que tengo yo  (por supuesto, no esperes que te compren nada). ¡Santa paciencia! Un día un señor me dijo que me faltaba una enciclopedia, la mejor que se había editado nunca: El Onomasticon Cataloniae de Joan Coromines (publicada hace más de 30 años). Yo le contesté que la había consultado muchas veces, y dados sus numerosos errores, u obsolescencias, había optado por la Wikipedia, que por lo menos está contrastada y se actualiza. ¡Menudo disgusto le entró! Me dijo que no era nadie ni sabía nada. No lo he vuelto a ver, ni a ninguno de sus amigos, ¡escandalizados ante tamaña blasfemia! Sí, realmente, ahora no entra ni Dios en mi librería. Al menos aquellos que hacen buena la imagen de “librería de viejo” que se tiene de las librerías de segunda mano. Sólo entran los que están interesados por los libros, jóvenes o no tan jóvenes, y los que valoran mi esfuerzo por llevar la cultura a la gente. Es decir, los que consideran que mi trabajo vale algo más que tres euros la pieza.

Por todo esto, y por mucho más que podría decir, y no lo haré por no aburrir al lector, considero que Lustrosa es la peor ciudad en la que he vivido. Y he vivido en muchas, en mi país y en el extranjero. En todas ellas he hecho amigos, o he encontrado puntos de referencia en los que sentirme a gusto. ¡Al menos un lugar donde tomar algo, relajarte, y charlar! No aquí: ni amigos ni lugares de referencia. Así es Lustrosa, ¡el mayor desierto cultural y social que he conocido en mi vida!

¿Por qué pienso esto, se preguntará el lector? Muy sencillo. Los habitantes de Lustrosa están orgullosos de vivir en una ciudad con bajas tasas de paro y de pobreza, al menos en términos relativos. Los habitantes de Lustrosa son en su mayor parte “pequeños burgueses”. Y ya se sabe, un pequeño burgués tiene todos los defectos de la burguesía (su orgullo y afectación, por ejemplo) y ninguna de sus virtudes (la afición por la cultura, principalmente). Claro está, también hay excepciones. Hay mucha gente “con cultura” en esta ciudad. Pero no tengo la fortuna de conocerla, porque no se dejan conocer. Viven apartados, en sus reductos y conciliábulos, a los que yo no tengo acceso.

Otra consecuencia de la mentalidad pequeño-burguesa es la dejadez en la crianza de los hijos. Eso conlleva actitudes de vandalismo y nihilismo juvenil, como he mencionado más arriba, y especialmente de “bullying” hacia jóvenes que no siguen los patrones habituales. 

Podría hablar de un chico que me toca muy de cerca. Éste estuvo soportando un auténtico acoso y encarnizamiento por parte de sus supuestos “amigos” y compañeros, simplemente porque era diferente (en realidad, porque era más inteligente). Lo confesó a sus padres cuando llegó a adulto, y había de someterse a terapia para combatir la rabia que había experimentado como consecuencia del calvario que le hicieron pasar. Se enteraron de que en una ocasión el chico se había prestado a visitar la casa de sus acosadores, a petición de sus padres, para satisfacerlos (éstos desconocían su situación), pues “querían lo mejor para él” (querían que tuviera amigos). Este chico no les informó de que estos “falsos amigos” le habían clavado un tenedor, o le habían obligado a tragar barro (entre otras agresiones). Una noche que se quedó en casa de uno de ellos, llamado Joan, no pudo dormir, porque éste y sus compinches no dejaron de molestarle y maltratarle. Los padres de estos abusadores juveniles son policías, médicos o profesionales liberales; gente “bien” que estaban criando, sin saberlo (o sabiéndolo), auténticos monstruos. Esta misma gente “bien” son aquellos que llevan a sus hijos acosadores a una escuela concertada. Sólo que ahora realizan el “bullying” a un adulto, a mí, no a un preadolescente. Tengo la piel curtida y sé que la culpa no la tienen estos críos (la vida los pondrá en su lugar, a su debido tiempo), sino los padres que los malcriaron; y en general aquella parte de Lustrosa que cierra los ojos ante tales hechos; o que pura y simplemente niega el problema.

Y así Lustrosa languidece y muere. Ya ha muerto la cultura. Y la vida social. ¿Está a punto de morir también la convivencia?

Para acabar, quisiera realizar una reflexión final. Considero que el problema de Lustrosa, como el de todas las ciudades de su tipo, es que no acepta ni integra la diferencia. Puedo hablar en primera persona. Aquel chico -que me toca muy de cerca- fue rechazado y maltratado por diferente; yo soy rechazado y hasta maltratado (hasta el punto de romper los vidrios de mi librería, como hicieron los nazis en otros tiempos) por diferente. Si no quieres ser repudiado por Lustrosa, no destaques, no te dejes ver, ¡sé invisible! Sólo así estarás fuera del alcance de su intolerancia y de su inquina contra todo lo que salga de los esquemas preestablecidos, ya sea entre los ambientes barriobajeros o entre los elitistas.

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