Sintetizadores, futurólogos y anticipadores

            Hace unos años se puso muy de moda un libro titulado Sapiens, escrito por Yuval Noah Harari. De él se han vendido millones de ejemplares, en todos los idiomas imaginables, y ha dejado una gran huella en el imaginario colectivo de la Humanidad. Personalidades relevantes del mundo han dicho de él: “Interesante y provocador. Este libro nos da cierta perspectiva del poco tiempo que llevamos en la Tierra, de la corta vida de la ciencia y la agricultura, y de por qué no debemos dar nada por sentado” (Barak Obama); “Recomendaría este libro a cualquier persona. Es entretenido y desafiante, no se puede dejar de leer” (Bill Gates); “Un repaso absorbente de la peripecia humana, escrito con rigor e irreverencia ilustrada” (Antonio Muñoz Molina); “Me fascina la forma de pensar de este tipo” (Risto Mejide). 

            Estos panegíricos denotan una idea muy clara. Sapiens es una obra que de alguna forma establece un “relato”, el cual se ajusta a los objetivos y las necesidades de todos aquellos a los que beneficia. En definitiva, estoy convencido de que si tanto la obra como el autor han llegado tan lejos, es porque cubre un “hueco”, una “necesidad”, en el aparato de propaganda que ha diseñado la colosal campaña de marketing que lo ha hecho triunfar a lo largo y a lo ancho del mundo. Por expresarlo llanamente, establece el “signo de los tiempos”, que dieron comienzo con el fin de la gran crisis del 2008 (supuestamente, la que había de ser la “última crisis del capitalismo”). Sapiens marca el relato del “neocapitalismo” (no del “postcapitalismo”, como pretenden algunos), caracterizado por el dominio de los supermillonarios, los cuales controlan los resortes de la tecnología y de la ciencia (hablo del Bill Gates que elogia este libro, pero especialmente de Elon Musk, Jeff Bezos y similares). El mercado “global” está dominado por multinacionales, sí; y también por el poder financiero; pero con un protagonismo especial de los “gurús de la tecnología”, los cuales marcan el ritmo de la evolución futura. Pues bien, éste es el marco en el que apareció Sapiens, tras la ruptura del capitalismo de “casino” (anterior al año 2008), y la consolidación del capitalismo visionario de los “superemprendedores”. 

            Sapiens no es un libro de Historia convencional. Es un libro de “síntesis histórica” que marca un relato. Como todo libro de “síntesis”, pretende ordenar y agrupar una serie de datos, extraídos a través del “análisis”, lo cual –desde mi perspectiva- no es malo; a no ser por un detalle. Su “narrativa” no enriquece el discurso, sino que lo simplifica y empobrece. En parte por sus omisiones (y es bien sabido que “omitir” es una forma de mentir). Como veremos algo más abajo, no es un relato “omnicomprensivo” (u “holístico”), sino “unidimensional”, efectuado desde una determinada perspectiva; lo cual no deja de ser un mero ejercicio de propaganda, al servicio de la “cosmovisión” dominante entre las élites que controlan no sólo la tecnología, y la ciencia, sino también el mercado global. Sapiens es su “evangelio”, aquél que difundirá la “buena nueva” de la modernidad entre las masas despojadas de esperanza, tras la crisis –ya olvidada- del 2008-2013. Estas masas han adoptado a dichos “gurús” tecnológicos como sus “mesías” (los salvadores del mundo), y a Harari como a su profeta. Pero tales “mesías” no están por la labor de salvar el planeta, los ecosistemas, o la economía, sino, como decía Kevin Spacey (interpretando el papel del malvado Lex Lutor) en Superman returns  

¿Conoces el mito de Prometeo? No, claro que no. Prometeo era un dios que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los mortales. Resumiendo, nos dio la tecnología, nos dio el poder… Verás, quien controla la tecnología controla el mundo… Yo sólo quiero lo que quería Prometeo… Y no, no quiero ser un dios. Sólo quiero ser quien entregue el fuego a la gente… Y sacar tajada…  

            Sapiens no es un libro  más. Es la obra de referencia de los nuevos tiempos, su “hoja de ruta”, y por tanto ha tenido y tendrá un impacto en el acontecer del presente y del futuro. Este libro marca un “ideario” que servirá de base a determinadas políticas, que afectarán de una manera u otra a millones de personas. Estas políticas tendrán consecuencias sociales, ecológicas, económicas y humanas. En uno de mis libros (no recuerdo cuál) dije una vez algo así como que el intelectual, si pretende ser independiente del poder, tiene la responsabilidad de evitar, bajo cualquier concepto, un uso interesado y erróneo de sus ideas, por parte de aquellos que pueden emplearlas para impulsar sus fines y políticas particulares, en ocasiones opuestos a los objetivos y a los ideales de dicho intelectual. No sé si es el caso de Harari; es decir, si pretendía “iluminar” o “servir de faro” a las élites que sin duda emplearán su libro para justificar sus acciones; o bien si ha sido inconscientemente rebasado por las consecuencias de la difusión de su obra. En cualquier caso, su responsabilidad es evidente, puesto que lo que escribió servirá de cobertura intelectual a todos aquellos que practicarán determinadas políticas ecológicas, económicas, tecnológicas y sociales basadas –o inspiradas- en su “relato”. 

            En definitiva, Harari es cómplice –voluntario o involuntario- del nuevo marco “neocapitalista” que ha colaborado en fundamentar. A ello me referiré seguidamente. 

Yuval Noah Harari, el “sintetizador” del “neocapitalismo” 

            El mismo Harari establece, como punto esencial de su teoría, la idea de que la “narrativa”, o el “relato” (“el mito”, según sus propias palabras), está detrás de la continuidad y persistencia de las sociedades. Suyas son las siguientes ideas: los humanos cooperan gracias a los mitos compartidos, los cuales se desvanecen –como es lógico- cuando la gente deja de creer en ellos. Así, no es la fuerza, sino la propaganda, la que asegura la supervivencia de los regímenes políticos. Del mismo modo, las jerarquías (las élites, los poderes dominantes) sobreviven a raíz de la continuidad de los mitos; los cuales, en el día de hoy, se dividen –en Occidente- en cuatro categorías: románticos, nacionalistas, capitalistas y humanistas.

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            Harari no es un “observador” independiente, u objetivo. Él es un sustentador del mito “liberal” (o capitalista), que fundamenta en la siguiente aserción: “El crecimiento económico es el bien supremo, o al menos un sustituto del bien supremo, porque tanto la justicia como la libertad, e incluso la felicidad, dependen todas del crecimiento económico” (página 346). Y añade: “Puede que no nos guste el capitalismo, pero no podemos vivir sin él” (página 366). Su postura parte de la base de que en la dicotomía entre libertad e igualdad, el capitalismo apuesta por la libertad, que entra en contradicción con el otro principio universal: el de la igualdad. De este modo ignora que existe un compromiso que puede conciliar ambas posturas: la “igualdad de oportunidades”, la cual nivela a las personas en la base, no en sus desarrollos futuros; éste es el principio fundamental de la “economía del bienestar”, que el nuevo paradigma “neocapitalista” pretende desmantelar.  

            El compromiso del autor con el neocapitalismo es claro, cuando afirma que “el mercado nos protege”, y que “el dinero es el apogeo de la tolerancia humana”. (A ello hace una pequeña apostilla diciendo que, si bien el dinero es uno de los grandes motores de la Historia, que a través del mercado evita la guerra y el conflicto, hay que proteger a la gente y al medio ambiente –no dice de qué modo- de caer en una esclavitud del dinero.) Podemos observar su alineación con las posturas “neocapitalistas” en el siguiente párrafo (página 413):  

La mayoría de las ideologías y programas políticos actuales se basan en ideas bastante triviales acerca del origen real de la felicidad humana. Los nacionalistas creen que la autodeterminación política es esencial para nuestra felicidad. Los comunistas postulan que todos seremos dichosos bajo la dictadura del proletariado. Los capitalistas sostienen que solo el libre mercado puede asegurar la mayor felicidad para el mayor número al crear crecimiento económico y abundancia material y al enseñar a la gente a confiar en sí misma y ser emprendedora. 

            Apuesto a que el lector coincidirá conmigo en que el autor toma partido por el capitalismo, el cual nos pinta con trazos más favorables (en relación a la autodeterminación nacionalista y a la dictadura del proletariado comunista). ¿La prueba?: “El comunismo soviético no era menos religión que el islamismo” (página 254); o bien: “El virus nacionalista se presentaba como beneficioso para los humanos, pero sobre todo ha sido beneficioso para sí” (página 270). Así pues, frente al dechado de virtudes del libre mercado, que asegura la mayor felicidad para el mayor número, el autor califica al comunismo como una “religión” y al nacionalismo como un “virus”. Éste es el nivel de objetividad que cabe esperar de Yuval Noah Harari. 

            Centrándonos en su visión del nacionalismo, del imperialismo y del globalismo, dicho autor nos deja las siguientes perlas: “Los pueblos conquistados no tienen un historial muy bueno a la hora de liberarse de los amos imperiales. La mayoría de ellos han permanecido sometidos durante cientos de años. Normalmente, han sido digeridos poco a poco por el imperio conquistador, hasta que sus culturas distintas han terminado por extinguirse” (página 216). Ello no es indeseable en sí; es más, es inevitable: “Si consideramos el panorama general, la transición desde muchas culturas pequeñas a unas pocas culturas grandes y, finalmente, a una única sociedad global ha sido probablemente un resultado inevitable de la dinámica de la historia humana” (página 264). Lo cual viene acompañado por un –natural- genocidio cultural, expresado en la desaparición de lenguas y culturas: “Hoy en día, la mayoría de nosotros hablamos, pensamos y soñamos en lenguajes imperiales que nuestros antepasados se vieron obligados a aceptar por la fuerza de la espada” (página 218).  

            El autor considera que las nuevas élites globalistas son “pacifistas”, pero ello no obstante, “estamos asistiendo a la formación de un imperio global”, liderado por dichas élites, que dado su pacifismo intrínseco, “al igual que los imperios anteriores, también éste hace cumplir la paz dentro de sus fronteras. Y puesto que sus fronteras cubren todo el planeta, el imperio mundial hace cumplir de manera efectiva la paz mundial” (página 410). Ello es así porque todos los países comparten el mismo sistema geopolítico, económico, legal y científico (páginas 191-192). Por cierto, dicho sistema global es obra de las potencias occidentales: “Las expediciones imperiales europeas transformaron la historia del mundo: de ser una serie de historias de pueblos y culturas aislados, se convirtió en la historia de una única sociedad humana integrada” (página 320). ¿Integrada por quién? Harari nos lo aclara: “Por una élite multiétnica, que intereses comunes y una cultura común mantendría unida” (página 231).  

            Así pues, amigo lector, si tienes la fortuna de vivir en una sociedad no infectada por el virus del nacionalismo, capitalista y occidental, estás de enhorabuena. Yuval Noah Harari marca el camino de tu felicidad, que viene dado por el imperio global de las élites pacifistas, que son las que determinan el rumbo de la Humanidad. En cambio, si hablas una lengua minoritaria (es decir, si eres un “nacionalista”), si no crees que el capitalismo puede resolver los problemas del mundo, y especialmente si no eres occidental, tienes un problema, porque eres un obstáculo al avance inevitable del “neocapitalismo”, el cual nos llevará al paraíso global marcado por las élites, en el cual se hablará una sola lengua, existirá una sola cultura (el “postimperialismo”, es decir, la “globalización”), y se verá como fundamentalismo religioso el anhelo de una mayor igualdad (una igualdad de oportunidades), que perturbe el sacrosanto principio de la “libertad” neocapitalista. Lo cual, por otro lado, se concilia mal con la “necesidad” (casi “teleológica”) del capitalismo a escala global que postula el autor. 

            No puedo dejar de mencionar una omisión que destaca sobremanera en esta obra: Harari hace mención de los eventos más relevantes de la Historia mundial, excepto de dos: la Shoah (el Holocausto judío), uno de los más infaustos episodios de la Humanidad, y el conflicto árabe-israelí (que resume en la frase “… consiga hacer firmar la paz entre israelíes y palestinos…” en una parrafada de la página 425). También se echa a faltar un análisis más detallado de fenómenos como el ecologismo, el feminismo o el derecho a la libre identidad sexual. Cada uno es libre de pensar lo que se le antoje. Por mi parte, me parece sumamente significativo. 

            Sea como sea, el autor extrae una conclusión, que constituye un ejemplo de futurología: dado que la sociedad está siguiendo el camino pacífico marcado por las élites capitalistas, impulsadas por el dinero y por el desarrollo tecnológico, no es previsible que contemplemos una guerra a gran escala en el futuro previsible: “En la actualidad, la humanidad ha roto la ley de la jungla.  Finalmente existe paz real, y no solo ausencia de guerra” (página 408). Si bien al final de la obra se cura en salud: “El futuro es desconocido y sería sorprendente que los pronósticos de estas últimas páginas se realizaran en su totalidad” (página 452).  

            En las próximas páginas  exploraré a qué puede llevar una “síntesis” interesada, como la de Harari, y me encararé con el intento de un renombrado “futurólogo” (Francis Fukuyama) de adivinar el porvenir , que como en el caso anterior, se ha demostrado completamente erróneo. Si bien, todo sea dicho, Fukuyama se ha esforzado en corregir su error, en años recientes, con un análisis más refinado –y desde mi punto de vista certero- de la realidad.  

Spengler y Gurdjieff: la calma antes de la tormenta

             En los años veinte, tras el fin de la guerra que había de acabar con todas las guerras (la Primera Guerra Mundial), dos autores, Oswald Spengler y G.I. Gurdjieff, expusieron en dos obras monumentales sus respectivas síntesis sobre la realidad de su tiempo. Podemos considerar a ambos, pues, como  sendos “sintetizadores”, que de ningún modo pretendían realizar un pronóstico del futuro, sino simplemente dar a conocer su visión del mundo que les tocó vivir. Ambos, por supuesto, aportaron a dicha “síntesis” su propia cosmovisión; es decir, su postura ante la vida.

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            El primero de ellos, Spengler, adopta una actitud nacionalista y expansionista, muy propia de la Alemania de su tiempo. Su concepción de la realidad la podemos resumir con los siguientes epítetos: actitud vitalista y heroica, ideal romántico, alusión al “alma colectiva” y al poder de la “intuición” (sobre la razón), pues aquélla “anima y vivifica”. Su sentido del mundo se fundamenta en el papel de la Providencia, que él llama “sino”, “realización del alma” o “predestinación” (éste es un principio reconocido por Adolf Hitler, según exponen sus contemporáneos). Su vitalismo se concreta en la “audacia de vivir”, que es por definición “joven” y “vigorosa”. Literalmente: “La guerra es la política primordial de todo viviente, hasta el grado de que en lo profundo, lucha y vida son una misma cosa, y el ser se extingue cuando se extingue la voluntad de lucha” (volumen II, página 512).  (Nótese el título de la obra principal de Hitler: “Mi lucha”.) De este modo, la voluntad supera a la razón, y al intelecto. Representa la “fuerza vital”, la “acción”, y es contraria a la “moral”, puesto que ésta es contraria a la “vida”. Todo este fardo de ideas está encarado hacia un fin (volumen I, página 453):  

Hay que distinguir en todo lo moderno, por una parte, el aspecto popular, el dolce far niente [la dulce pereza, o inactividad], el cuidado de la salud, de la felicidad, de la despreocupación, la paz universal, en suma, el aspecto llamado cristiano; y por otra parte, el ethos superior, que solo estima la acción y que para las masas no es ni inteligible ni deseable; la idealización grandiosa del fin y, por tanto, del trabajo. 

            Este ideal heroico es sólo alcanzable a través de la propaganda, puesto que “los lemas son banderas, y son superiores a los sistemas filosóficos”. Nuevamente no es a través de la razón, o de la filosofía, como se pueden conseguir los fines últimos, sino a través del relato, del mito, del ethos particular al que se refiere Spengler. Los ideales impulsan a las masas, que se convierten así en pueblos “en forma”. ¿En qué se basan dichos ideales? En una ideología de la sangre, de la raza y del poderío (volumen II, páginas 587 y 588): 

La historia universal es el tribunal del mundo: ha dado siempre la razón a la vida del más fuerte, más plena, más segura de sí misma; ha conferido siempre a esta vida derecho a la existencia, sin importarle que ello sea justo para la conciencia. Siempre ha sacrificado la verdad y la justicia al poder, a la raza; y siempre ha condenado a muerte a aquellos hombres y pueblos para quienes la verdad era más importante que la acción, y la justicia más esencial que la fuerza. 

Los fundamentos de su doctrina son bien conocidos: su teoría cíclica de apogeo y decadencia de las naciones inspiró –según Francis Fukuyama- a uno de los más relevantes estrategas de los tiempos modernos: Henry Kissinger (El fin de la Historia, página 111). Siendo uno de los ideólogos de la ideología conservadora alemana que fue adoptada por el partido Nacional Socialista (si bien sin su carga de antisemitismo: Spengler no era antisemita), estaba en contra de todo globalismo o cosmopolitismo, que consideraba como “antinatural” (en el sentido de “antiguerrero”, sin raza u hostil a la “vida”). Según él, la historia es agresión, no conciencia. La guerra es inevitable, puesto que es “creadora de todas las cosas grandes”. El derecho del más fuerte es el derecho de todos. La nobleza, la aristocracia, y el patriarcado, son las bases de la sociedad.  

Estos son los fundamentos de su doctrina, que como es de imaginar dieron un impulso enorme al futuro partido nazi, dado que fueron calando, poco a poco en el argumentario y en el ideario de los “voceros” más reaccionarios de la Alemania de su tiempo; los cuales, con el apoyo de las fuerzas vivas de su país, acabaron imponiéndose en las urnas diez años después de que Spengler acabara su libro. El objetivo último de éste es “continuar la guerra” por otros medios; en su caso, por medio de la propaganda: “… El imperialismo, aspiración íntima de hoy, harto manifiesta en la guerra mundial, que no está terminada, ni mucho menos” (volumen I, página 425). 

Spengler era un militante de los fundamentos expansionistas y nacionalistas de su país (Alemania). De ahí que escribiera La decadencia de Occidente como palanca para impulsar la implementación de su ideología irracionalista, conservadora, belicista y salvajemente aristocrática. (Todo sea dicho, Spengler era un firme admirador del sistema parlamentario inglés, por el motivo contrario al que cabe imaginar: “Este origen antidemocrático [del sistema inglés] es el secreto de sus éxitos”. Volumen II, página 470.) Suya es la frase “saber es poder”, que justifica la razón de ser de su obra: el conocimiento global de la realidad de su tiempo, en los aspectos políticos, culturales, sociales, económicos, artísticos y humanos, ayuda a cumplir una gran misión: la victoria de su patria sobre sus rivales; y la de los poderosos (la élite aristocrática) sobre el ideal de democracia, justicia, virtud y equidad. Éste es el gran futuro soñado por Spengler, que los alemanes, en los años treinta, acabaron comprando, y rubricando con su voto. Tal es el poder de la propaganda. Tal es el poder de la ideología. Tal es la responsabilidad de los intelectuales y de los pensadores. 

Por lo que se refiere a Gurdjieff, un gran pensador “esotérico” del período de entreguerras, escribió su obra Cartas de Belzebuh a su nieto como un intento de reflejar sus propias ideas, de una forma amena y ciertamente original (éstas son expuestas por un “extraterrestre” con residencia en Marte, que explica sus experiencias con los terrícolas en sus visitas al planeta Tierra, desde la más extrema antigüedad hasta el mundo de sus días).

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Su ideario es característico del esoterismo más convencional (aunque alejado de la francmasonería): el mundo es una ilusión; el inconsciente es la verdadera conciencia (una alusión a las ideas de Freud tan en boga en sus días); las ideas divinas se alojan en el inconsciente… Su concepción del conocimiento es muy particular. Considera que la educación constituye la propagación de la falsedad, a través del sistema educativo, y que el verdadero conocimiento está en manos de los auténticos iniciados. Éste es transmitido de generación en generación a otros iniciados, desde tiempos inmemoriales (de hecho, desde el período de la fabulosa Atlántida). Sólo los iniciados conocen las claves del conocimiento oculto (que él denomina como “legominismos”), escondidas en ciertos símbolos ocultos (o bien en objetos y tradiciones), legibles sólo por los iniciados. Pero como las masas incultas no admiten la excelencia, se han encargado de perseguir y exterminar a los iniciados, por lo cual buena parte del conocimiento oculto se ha perdido (o extinguido). Puesto que la “ciencia verdadera está en manos de una pequeña minoría” (volumen II, página 628). Su elitismo, pues, no lo es del dinero, ni de la sangre, sino del conocimiento (esotérico). Que por otro lado, no es escrito, sino oral. Un representante de dicha cadena de iniciados es Leonardo da Vinci, de quien dice: “Un autre être du continent d’Europe ayant fait les mêmes remarques, et s’y intéressant de jour en jour davantage, parvint par son labeur et sa persévérance, à déchiffrer parfaitement les oeuvres de presque toutes les branches de l’art. Ce sage être terrestre tri-cerebral se nommait Léonard de Vinci” (volumen I, página 500).  

            Por lo que se refiere a su visión del mundo, Gurdjieff considera que “el mayor objetivo es ayudar al bien común”, si bien se hace difícil descifrar cómo es ello posible, teniendo en cuenta que, según él, los dos grandes males de la sociedad son el abuso del “onanismo” (o masturbación, para lo cual promueve –entre los varones- la propagación de la circuncición, siguiendo el ejemplo de los judíos y otros pueblos orientales) y la persistencia de las consecuencias de lo que él llama “órgano kundabuffer” (ésta es su denominación de lo que los esoteristas llaman “kundalini”), que –según él- se resumen en un único concepto: la vanidad humana, el orgullo y el egoísmo (volumen I, página 379). El autor considera que para vencer el orgullo, y para acceder al conocimiento, es preciso ser iniciado, lo que asimismo supone “morir a lo que constituye la vida cotidiana” (volumen II, página 674). Esta iniciación es superior a la moral, y por supuesto también a la educación profana. Sólo así es posible superar los problemas humanos, producto del egoísmo, del orgullo y de la vanidad. Los tres azotes del “órgano kundabuffer”, aún activo en nuestro ser, son los siguientes: 1) el bienestar de unos se fundamenta en la pobreza de los otros; 2) el mundo se divide en señores y esclavos; y 3) la felicidad está en lucha continua contra el dolor. Sólo la libertad (la liberación del mundo, es decir, la muerte “iniciática”) puede conducir a la felicidad. 

            Ésta es la ideología “esotérica” de un “iniciado” de los años veinte, que contrasta sobremanera con la de Spengler. A pesar de sus aspectos particularmente extraños, por no decir excéntricos, hay un punto ciertamente innovador en las ideas de Gurdjieff: su concepción del “órgano kundabuffer”, cuya traducción al lenguaje terrícola (desde el lenguaje alienígena que emplea en su libro) equivale a los principios motivadores de la persona humana: el orgullo, la vanidad, el ego, y en una lectura más positiva, el “reconocimiento”. Desde mi punto de vista, Francis Fukuyama, a pesar de sus errores, dio la relevancia que se merece a este factor (el “reconocimiento”) en su reflexión sobre el papel del ser humano en el mundo, de tal modo que consigue superar –y corregir- las grandes carencias de las “síntesis” de Harari y de Spengler. 

Francis Fukuyama: el futurólogo desmentido por los hechos 

            Ya hemos visto (más arriba) que Spengler marca el camino de los sintetizadores que pretenden influir sobre el mundo a través de la propaganda. Su “trabajo de síntesis” (su libro La decadencia de Occidente) ayudaría a crear  el caldo del cultivo de lo que posteriormente sería conocido como “ideología nazi”. Tal es la responsabilidad de los “ideólogos” en la conformación de la realidad de su tiempo. Por otro lado, Gurdjieff es un precedente inesperado de quizás la mayor aportación de Fukuyama en los análisis históricos y sociológicos modernos: el concepto, adoptado de Platón, de la “tercera parte del alma”, el thymós (el ánimo, el coraje, la ira, la vanidad, el orgullo, y el deseo de reconocimiento), que se añade a las otras dos partes del alma, tal como Platón, en boca de Sócrates (en diálogo con Adimanto), expone en La República: la razón y el deseo (Fukuyama, Identidad, páginas 33 y 34).

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            Este concepto (el thymós) es básico, según Fukuyama, pues, según sus propias palabras (página 18): “El deseo de reconocimiento y las correspondientes emociones de ira, vergüenza y orgullo constituyen partes de la personalidad humana críticas para la vida política. Según Hegel, son ellas las que motivan todo el proceso histórico”. De acuerdo con dicho autor, el thymós puede entenderse desde una posición de igualdad por parte del individuo (isothymia, o voluntad de tener al menos los mismos derechos, y el mismo reconocimiento, que el resto de ciudadanos), o de superioridad (megalothymia, o voluntad de imponer la propia voluntad a los ciudadanos, o de ser reconocido como “superior”). Es precisamente su alusión al riesgo del desbordamiento de megalothymia en los tiempos modernos, en las sociedades capitalistas avanzadas, la que de algún modo ha salvado del naufragio total la tesis expuesta en su libro El fin de la Historia y el último hombre (de 1992) como reconoce en su obra Identidad (del 2018). 

No en vano, en El fin de la Historia (página 435) señala la emergencia de personajes “carismáticos” y extremadamente atípicos (“políticamente incorrectos”), como Donald Trump, como uno de los principales riesgos de la democracia americana: “La ausencia de ocasiones constructivas y habituales para manifestar la megalothymia puede conducir simplemente a su resurgimiento en una forma extrema y patológica … Es razonable preguntarse si todos creerán que la clase de luchas y los sacrificios posibles en una democracia liberal satisfecha de sí misma y próspera basta para sacar a la superficie lo que hay de más elevado en el hombre. ¿Acaso no existen reservas de idealismo que no pueden agotarse –que ni siquiera se tocan- si uno se convierte en un financiero como Donald Trump…?”. Esta alusión sutil a la megalothymia de Donald Trump de algún modo atenúa el absoluto fracaso de la tesis de Fukuyama, en El fin de la Historia, por lo que se refiere a la falta de éxito de sus pronósticos en relación a la evolución de la Historia en los últimos treinta años. 

Nótese que cuando hablamos de megalothymia nos acercamos a un escenario planteado por Spengler (véase más arriba). Las aristocracias, los poderosos, las élites, los adeptos a la guerra y al conflicto, a la vanidad, al orgullo, y al reconocimiento, son los megalotímicos por excelencia. Y son ellos los que provocan las guerras, las invasiones, los imperialismos, y asimismo el arte, la ciencia y la cultura. Son también megalotímicos, pero de otra especie, los financieros como Trump (este último se decidió a dar el salto a la política, y se convirtió en un líder carismático de la extrema derecha americana), y asimismo los tecnólogos como Elon Musk, a quienes incluso el mundo les parece pequeño, y se han propuesto llegar aún más allá: a Marte. 

La teoría de la Historia de Fukuyama se complementa con la asunción del sentido de la Historia según Hegel, quien, según Fukuyama (página 105), la definía como “el progreso del hombre hacia más elevados niveles de racionalidad y libertad”. Este proceso tenía un punto terminal lógico al alcanzar “una absoluta conciencia de sí mismo”, la cual es sólo posible cuando se conjugan los principios de libertad e igualdad (ya hemos visto que la dicotomía entre ambas no es un tema baladí). El mismo autor asume el postulado histórico de Hegel al considerar que la Historia sigue un esquema lineal y direccional (frente al esquema cíclico de Spengler; véase más arriba), y que “la democracia liberal de las naciones industrialmente avanzadas estaba en la meta de la historia” (página 113). (Nótese que el esquema marxista es idéntico al de Hegel, si bien en su caso la meta no es el estado liberal, sino el fin de las contradicciones económicas y sociales con la destrucción de la sociedad de clases.) 

En definitiva, podemos resumir la tesis esencial de Fukuyama en El fin de la Historia con la siguiente aserción: “Existe un desarrollo coherente de la Historia, desde la sociedad tribal hasta la democracia y el capitalismo” (página 12). Según él, la victoria del sistema liberal tras el colapso del bloque comunista (entre los años 1989 y 1991) “constituye una prueba de que hay un proceso fundamental que dicta una tendencia común a la evolución de todas las sociedades humanas, es decir, algo así como una historia universal de la humanidad en marcha hacia la democracia liberal” (página 88). Y visto desde otra perspectiva, concluye que el subdesarrollo no es producto de los fallos del capitalismo, sino de la “ausencia de capitalismo”: “El subdesarrollo no se debía a iniquidades inherentes al capitalismo, sino más bien al grado insuficiente de capitalismo que se había practicado en el pasado en sus países” (página 78).  

La doctrina de Fukuyama, por lo que se refiere al capitalismo y a la economía liberal (cuya agregación conforma lo que él llama la “economía libre de mercado”), se resume en el aserto de que “la ciencia conduce al capitalismo y a la economía liberal”. Así pues, como Harari, Fukuyama cree que el capitalismo y el liberalismo occidentales se ven impelidos por la fuerza de la racionalidad histórica, por medio de una “mano invisible” que, como en el mercado capitalista, pone cada cosa en su sitio, a su debido tiempo. La Historia es, nuevamente, un fenómeno teleológico que, en base a la razón (de ahí que el hombre sea considerado como un “homo economicus”, que adopta decisiones basadas en la razón), se despliega de forma ciega, autónoma e inexorable, para llegar al paraíso liberal soñado tanto por Harari como por Fukuyama. ¡Qué equivocados estaban los dos! Si bien, la teoría del thymós, por parte de este último, le salva de quedar atrapado bajo los escombros de su teoría. De ello hablaré más abajo. 

¿Cuáles son los puntos esenciales de El fin de la Historia? Los resumiré brevemente. Téngase en cuenta que esta obra fue escrita en 1992, como una ampliación a un artículo con el mismo título del año 1989. Es decir, apareció a rebufo de los acontecimientos sucedidos entre ambos años, como consecuencia de la caída del bloque soviético, que incluía tanto a la Unión Soviética como a sus Estados satélites del Pacto de Varsovia. De ahí que la tesis esencial del libro es que “el liberalismo ha vencido al comunismo” (página 78), lo cual ratifica –como hemos visto más arriba- que la democracia liberal es el punto final de la Historia (página 11). Y como tal, es un modelo perfecto, ideal: “De los diferentes regímenes que han aparecido en el curso de la historia, de las monarquías y aristocracias a las teocracias religiosas y a las dictaduras fascistas y comunistas de nuestro siglo, la única forma de gobierno que ha sobrevivido intacta hasta el final del siglo XX ha sido la democracia liberal” (página 82).  

Según Fukuyama, si hemos llegado al fin de la Historia, es porque la vida, en el ámbito capitalista y liberal, es satisfactoria para sus ciudadanos y está libre de contradicciones (página 203). Hasta tal punto que “cuesta imaginar un mundo que sea radicalmente mejor que el nuestro, o un futuro que no sea esencialmente democrático y capitalista” (página 83). Asimismo, aludiendo a Kojève, “la América de posguerra es en realidad la ‘sociedad sin clases’ de Marx, en el sentido que si no se ha eliminado toda desigualdad social, todas las barreras que existen son en cierto modo ‘necesarias y no erradicables’” (página 391). Y ello, nuevamente, teniendo en cuenta que es difícil obtener un grado óptimo de libertad e igualdad (para lo cual existen diversos modelos, desde el norteamericano al escandinavo).  

Sea como sea, el capitalismo es liberal porque “el totalitarismo teme la libertad”, y el capitalismo avanzado (europeo y anglosajón) es por definición democrático. Asimismo el capitalismo es tolerante, porque la tolerancia es la principal virtud de la democracia. Esta constatación –a su modo de ver- explica que otorgue el epíteto “totalitario” a las dictaduras comunistas, y “autoritario” a las dictaduras capitalistas, puesto que “los despotismos tradicionales, como los de Franco en España, y de las distintas dictaduras latinoamericanas, nunca intentaron aplastar la ‘sociedad civil’ –es decir, la esfera en la sociedad de los intereses privados-, sino tan sólo controlarla” (página 55). (Yo nací en el año 1965, diez años antes de la muerte del dictador Franco, y aún recuerdo el pavor de mi padre porque alguna vez se me escapara en público que en casa escuchábamos cada noche Radio Pirenaica, la radio de la oposición antifranquista; si una indiscreción acerca de este hecho hubiese llegado a algún confidente, habría supuesto a mi padre algo más que un “control”; más bien habría acabado con sus huesos en la cárcel, o algo peor, como le sucedió al sindicalista Cipriano Martos, muerto a manos de la policía franquista, tras haber sido obligado a ingerir ácido sulfúrico, en el año 1973.) 

Fukuyama, en El fin de la Historia, ve al “nacionalismo” como un ejemplo típico de megalothymia. Ciertamente, las ideas de Spengler (su nacionalismo excluyente, basado en sangre y en la raza) podrían hacerlo pensar. Es por ello que escribe: “La religión, el nacionalismo y el complejo de hábitos éticos y costumbres de un pueblo, o dicho de modo más amplio, la ‘cultura’, se han interpretado tradicionalmente como obstáculos al establecimiento de instituciones políticas democráticas eficaces y de economías de mercado libre” (página 20). Como Harari, Fukuyama considera que las “idiosincrasias” nacionales son un obstáculo a la democracia y a la economía. Asimismo, afirma –esta vez con razón- que el nacionalismo es una de las mayores fuentes de conflicto. Puesto que la democracia no puede solucionar –por definición- los problemas nacionales, ya que el nacionalismo es consecuencia de la parte irracional –thymótica- del alma humana. De ahí que el rol del Estado en las democracias liberales es homogeneizar las culturas tradicionales, a fin de hacerlas más manejables e integradas en el mercado global (nacional o transnacional).  

Ello no obstante, el autor es más sensible que Harari con las ansias nacionales, siempre que no se confundan con la raza o la etnicidad (como sucede en el caso de Spengler), y que no se traslade la lucha entre los grupos nacionales, a escala internacional, a un “combate de prestigio de los señores aristocráticos”, que tiene como resultado que una “nación señora” domine por la fuerza de las armas una “nación esclava” (página 279). Sea como sea, el nacionalismo en Occidente está en regresión (porque también lo está el thymós, o deseo de reconocimiento aristocrático), y en último término “la reclamación de reconocimiento nacional en Europa occidental ha sido domesticada y se ha hecho compatible con el reconocimiento universal, al modo que ocurrió con la religión hace tres o cuatro siglos” (página 22). Ello supone asimismo que los estados nacionales capitalistas avanzados no entran en guerra los unos con los otros (aunque sí con otros estados que no comparten sus valores fundamentales). 

Por lo que se refiere a la “huella ecológica” del capitalismo, prácticamente no le presta atención en El fin de la Historia. De una manera que se podría considerar “insensible”, por no decir “insensata” (teniendo en cuenta que la primera Cumbre de la Tierra tuvo lugar en Río de Janeiro en 1992, el mismo año en que fue publicado este libro), considera que la tecnología permite una “acumulación ilimitada de riqueza” (página 15), y hasta se atreve a asegurar que “el daño al medio ambiente no provocará el colapso del sistema”: “[Los daños al medio ambiente y la frivolidad del consumismo] no son, evidentemente, insolubles a base de los principios liberales, ni son tan graves que hayan de conducir necesariamente al colapso de la sociedad en su conjunto” (página 22). Aquí saca a la luz uno de los argumentos estrella del capitalismo: la “tecnología” puede resolver los grandes retos al medio ambiente, y dada las leyes del mercado (oferta y demanda), cuando se produzcan los primeros síntomas del colapso el mercado se encargará, a través de la tecnología, de encarrilar las cosas. Como veremos más adelante, Alvin Toffler, y especialmente el Club de Roma, se oponen a dicho razonamiento, pues consideran que cuando el mercado dé la primera señal de alarma, será demasiado tarde para enderezar la situación, como consecuencia del mecanismo conocido como “retroalimentación” de los fenómenos climáticos y ecológicos. 

Es precisamente el argumento “tecnológico” el que esgrime contra el movimiento ecologista (página 132):  

Por el momento, la oposición más coherente y bien expresada a la civilización tecnológica procede del movimiento ecologista. El ecologismo contemporáneo comprende diferentes grupos y escuelas de pensamiento, pero las más radicales han atacado la tendencia moderna a dominar la naturaleza por medio de la ciencia, y han sugerido que el hombre sería más feliz si no se manipulara la naturaleza y se volviera a algo más próximo al estado preindustrial. 

Ésta es una “reductio ad absurdum” de manual: lo que pretenden los ecologistas es transformar el mundo en un lugar ajeno a la ciencia y al progreso, volver a la época preindustrial. Es más, se atreve a afirmar que en Europa y Norteamérica los ecosistemas están más sanos que nunca, puesto que “están más cubiertos de bosques que hace cien, e incluso doscientos años”. Y añade que los problemas ecológicos de los países en desarrollo son producto, nuevamente, no de su capitalismo, sino de su “falta de capitalismo”, ya que consideran que su pobreza no les permite ninguna opción sino la de expolotar sus recursos naturales, o que carecen de la disciplina social necesaria para respetar las leyes de protección del medio ambiente (página 136). 

En definitiva, según Fukuyama en El fin de la Historia, el desarrollo histórico, favorable a las sociedades capitalistas democráticas y avanzadas, habría de haber generado los siguientes beneficios: 

  • El fin de las luchas nacionales,  del imperialismo, y aun de las guerras, puesto que el capitalismo avanzado es intrínsecamente pacífico.

  • El fortalecimiento de la democracia y del liberalismo, y el fin del totalitarismo.

  • La ausencia de riesgo político en las democaracias avanzadas, dada la superación de la megalothymia.

  • La resolución de los problemas ecológicos, gracias al papel de la ciencia y del progreso, así como de los mecanismos automáticos del mercado.

            ¿Hasta qué punto tenía razón? Tras la caída de las torres gemelas, la invasión de Irak y Afganistán (y la consolidación de los talibanes en este país), el conflicto árabe-israelí (que lejos de resolverse se agrava), el avance de la extrema derecha y de los liderazgos carismáticos, tanto en Occidente como en Turquía o Rusia, los sangrientos conflictos en los Balcanes, en Transcaucasia, entre Rusia y Ucrania, en África, etc., la regresión de la democracia en Asia (Hong Kong, China, Birmania, etc.), la acentuación del cambio climático, la renovada carrera armamentística… En definitiva, todo en conjunto hace pensar que Fukuyama estaba completamente equivocado en su previsión de futuro. Lo que más le duele es constatar que incluso en las sociedades avanzadas (en su caso, en Estados Unidos), la democracia ha estado y está en riesgo, con la emergencia de un potencial dictador que se mantiene en el candelero a través de la gestión de la propaganda y la desinformación, en un país –el suyo- cada día más polarizado.  

            Pero como dije más arriba, es bien cierto que en cierto modo esta posibilidad entraba dentro de las posibilidades de su teoría. La explicación de ello nos la da nuevamente el concepto de thymós. Así, escribe: “¿Quién puede garantizar que no nos sorprenderá una nueva irrupción que venga de una fuente hasta ahora no identificada? … La respuesta es, desde luego, que no tenemos ninguna garantía, y no podemos asegurar a las generaciones futuras que no habrá otros Hitler o Pol Pot” (página 189). Aunque afirma que una democracia madura como Estados unidos está en cierto modo protegida del thymós (página 444), considera que las formas irracionales de este último puede poner en riesgo el statu quo. Y ciertamente tenía razón, pero no en la dirección que sospechaba (religión, nacionalismo, etc., es decir, los “sospechosos habituales”), sino en un apartado que daba por “normalizado”: el del “reconocimiento” de las clases medias y bajas, en una sociedad –la norteamericana- que, según hemos visto más arriba, daba como estabilizada pues, según él, se habían superado las diferencias y las clases sociales, y si existen barreras entre ellas, son las mínimas necesarias para que el sistema funcione.  

            Fukuyama lo expresa con las siguientes palabras: “En la medida en que la democracia liberal consigue purgar la vida de la megalothymia y sustituirla por el consumo racional, nos convertiremos en menos humanos. Pero los seres humanos se rebelarán ante esta idea. Es decir, se rebelarán ante la perspectiva de convertirse en miembros indiferenciados del Estado universal y homogéneo” (página 419). Tal vez ahí está la clave del triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, en el año 2016, y de su hegemonía en el entorno de la derecha de su país, aún hoy día. 

Francis Fukuyama: el futurólogo reconvertido

            En su libro Identidad, publicado en 2018, Francis Fukuyama reconoce sus graves errores, expuestos en El fin de la Historia (de 1992): “Utilicé la palabra historia en el sentido hegeliano-marxista, es decir, la historia evolutiva a largo plazo de las instituciones humanas que, alternativamente, podría denominarse desarrollo o modernización. La palabra fin no tenía un sentido de ‘terminación’, sino de ‘meta’ u ‘objetivo’ … Me limitaba a sugerir que la versión de Hegel, donde el desarrollo desembocaba en un Estado liberal vinculado a una economía de mercado, me resultaba más plausible … esto no quiere decir que mis puntos de vista no hayan cambiado con los años …” (página 14). La principal evidencia de su pronóstico erróneo es el caso de Trump, del que dice: “Trump representaba una tendencia general de la política internacional hacia lo que se ha dado en llamar nacionalpopulismo. Los líderes populistas tratan de utilizar la legitimidad conferida por las elecciones democráticas para consolidad su poder. Afirman defender una conexión carismática con la gente, que a veces se define en términos étnicos que excluyen a gran parte de la población. No les gustan las instituciones y buscar socavar los controles y contrapesos que limitan el poder personal del líder en una democracia liberal moderna” (página 12).

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            Un fenómeno similar sucedió en Alemania durante los años treinta: una sociedad culturalmente avanzada que se vio arrastrada asimismo por un “nacionalpopulismo” marcado por el ethos de la raza. A este respecto, en mi libro El sueño de Hitler escribo lo siguiente (página 90):  

El nazismo, como hemos anticipado, es una doctrina de pequeños burgueses, fundamentalmente, aunque su base social se fue ampliando con el tiempo. La ideología nazi, y la fascista en general, se adapta a la mentalidad de los pequeños propietarios y de los profesionales (profesores, empleados civiles, artesanos, profesionales liberales, etc.), amenazados por la evolución política, social y económica del momento. La propaganda anticapitalista del nazismo ganó asimismo para su causa el apoyo de la llamada aristocracia obrera; es decir, esos trabajadores a sueldo que se consideraban clase media, y que pretendían distinguirse de los obreros poco cualificados. Constituía también un sólido bastión del movimiento nazi la categoría social conocida como lumpenproletariat (que solían comportarse como rompehuelgas), y no eran escasos los desempleados dentro de sus filas.

 

Todos estos colectivos sociales pretendían encontrar en el régimen nazi una seguridad colectiva y personal, una autoafirmación, así como la canalización de su agresividad y sus deseos de venganza, que el sistema político parlamentario no les permitía expresar. El nazismo era un imán que atraía a frustrados, decepcionados y descontentos. Consignas como las de “pueblo alemán” o “raza nórdica” eran el banderín de enganche de todos aquellos que necesitaban agarrarse a algo para sentirse protagonistas de la historia. Aunque ese protagonismo sea meramente pasivo, en un sistema basado en el caudillaje (la obediencia ciega al líder), el autoritarismo y la jerarquía. 

            Un fenómeno similar sucedió en Alemania durante los años treinta: una sociedad avanzada para su época, que se vio envuelta en una serie de luchas sociales, instrumentalizadas por el conservadurismo para imponer el dominio del movimiento Junker y Volkish en la economía y en la política (si bien posteriormente fue desbordada por el movimiento nazi). Según Fukuyama, en su obra Identidad, la presencia de “nacionalpopulistas” como Trump en Estados Unidos es atribuible a la crisis del 2008, que ha hecho  crecer los populismos de derechas (página 93). En definitiva, las clases trabajadoras se inclinan hacia la extrema derecha, no hacia la izquierda. ¿Cuál es el motivo? Para comprenderlo, hemos de aludir nuevamente al thymós, su “deseo de reconocimiento”: “La amenaza percibida para el estatus  de clase media puede entonces explicar el auge del nacionalpopulismo en muchas partes del mundo durante la segunda década del siglo XXI” (página 101). Más en concreto, las clases medias votan a Trump, como hacían las clases medias alemanas en los años 30 (dando su voto a Hitler), porque se sentían “ninguneadas”: “De repente, ven a otras personas en fila delante de ellos (afroamericanos, mujeres, inmigrantes) a las que ayudan las mismas élites que los ignoran a ellos” (página 103). 

            (Es curioso el hecho de que los sectores sociales que ensalzan a Trump y a sus huestes lo votan como reacción al “poder de las élites”, siendo aquél un claro representante de las élites, pero extrínseco a ellas por su comportamiento “políticamente incorrecto”. Ello es ostensible en los sectores “conspiranoicos” y en los partidarios de lo paranormal, como apunto en mi artículo Los “youtubers” del misterio.) 

            En definitiva, las clases obreras se derechizan (se convierten en reaccionarias) porque consideran que las “élites” favorecen a los pobres en contra de sus propios intereses. De este modo circula una batería de información falsa (fake news) que alude a los supuestos “agravios” provocados por sectores pobres favorecidos –supuestamente- por las élites, los cuales –según esta información sesgada y tergiversada- perjudicarían a las clases medias, a los profesionales, a los funcionarios, y a la llamada “aristocracia obrera”. (Por ejemplo, se les acusa de acaparar la vivienda social, las guarderías, determinados subsidios, el uso de los servicios públicos, etc.). Ello sucede tanto en Norteamérica (cuyos obreros y profesionales liberales se pasan en masa a las filas republicanas) como en Europa (los partidos comunistas y socialistas se desangran, en Francia, en beneficio del Frente Nacional; en España muchos obreros y desempleados votan a Vox; aunque aquí cabe añadir un factor emocional nacionalista –más en concreto, anticatalanista- en su apoyo a la extrema derecha).  

            Según Fukuyama, el voto reaccionario es en buena parte reactivo, provocado por el thymós, expresado en la noción de “identidad”: “Los individuos no perciben la angustia económica en forma de privación de recursos, sino de pérdida de identidad. El trabajo arduo debe conferir dignidad a un individuo, pero esa dignidad no se reconoce, e incluso se critica, mientras otras personas que no están dispuestas a cumplir las reglas reciben ventajas indebidas” (página 103). Éste es el pensamiento de la “nueva derecha” de extracción obrera respecto a las supuestas ventajas de los “intrusos”: inmigrantes, refugiados, parados, mujeres que pretenden trabajar, desfavorecidos, sin techo, etc. Paradójicamente, según Fukuyama, ha sido el propio capitalismo el que propició este fenómeno, al establecer políticas ultraliberales que perjudicaban directamente a dichos colectivos sociales: “En Estados Unidos, el fuerte crecimiento económico de los años ochenta y noventa no se distribuyó de manera uniforme, sino que se dirigió de manera abrumadora a aquellos más formados. La vieja clase obrera estadounidense, que se consideraba el núcleo de la clase media, perdía terreno constantemente” (página 91). Es paradójico el hecho de que dicha clase obrera, lejos de castigar a las derechas que la perjudicaron, y de favorecer a las izquierdas que supuestamente protegen sus intereses, dan su voto a la extrema derecha para proteger su posición frente a los que son aún más pobres que ellos. 

            Se supone que éste es uno de los puntos que el autor ha reconsiderado, tras la constatación de los errores de su libro El fin de la Historia. Existe otro punto relevante: el de las élites, de las que dice: “Este orden mundial liberal no benefició a todos. En muchos países de todo el mundo, y particularmente en las democracias desarrolladas, la desigualdad aumentó drásticamente, de modo que muchos de los beneficios del crecimiento beneficiaron sobre todo a una élite definida principalmente por la educación” (página 20). Estamos hablando de un nuevo sector social, elitista y minoritario, caracterizado por el acceso al saber, a la ciencia, a la tecnología, y por tanto al poder (“saber es poder”, decía Spengler). Me refiero en concreto a la generación de la nueva megaestrella del capitalismo: Elon Musk.  

            Fukuyama alude a la creencia, en los años noventa, que Internet podría ayudar a promover los valores democráticos, por ejemplo facilitando a la movilización social a través de las redes sociales (página 194). Pero también es consciente de que la “viralización” de determinados contenidos (especialmente de las fake news, como hemos visto más arriba) contribuye a polarizar las masas, y favorece a las derechas: “Es muy exagerada la percepción que tienen los conservadores sobre los supuestos beneficios que se otorgan injustamente a las minorías, las mujeres o los refugiados, al igual que la sensación de que la corrección política está desbocada. Los medios sociales contribuyen en gran medida a esta falsa percepción, ya que un solo comentario o incidente puede viralizarse en internet y convertirse en emblema de todo un grupo de personas” (página 137). Ante ello, propugna una medida más que razonable: la actuación de los “verificadores” ante el abuso de los difamadores y de los que hacen circular información falsa a través de las redes sociales. 

Alvin Toffler, el gran anticipador 

            Alvin Toffler, con su libro La tercera ola, publicado en 1979, habría de servir para dar una auténtica lección de humildad y de profesionalismo a los “futurólogos” y “sintetizadores” del pasado y del presente. Con su formación originalmente marxista, y con su experiencia en el trabajo fabril como “trabajador de cuello azul” (es decir, como obrero), estaba preparado para ver el mundo desde una perspectiva más cercana a la realidad, alejada de los atriles o de las tarimas académicas, y por supuesto, también de los despachos de las grandes corporaciones. Su visión es, pues, fresca y cercana a la gente, y especialmente a los avances tecnológicos (¡estamos hablando de hace casi 45 años!), los cuales, como veremos más adelante, anticipó de una manera casi profética.

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            Alvin Toffler es, quizás, el mayor futurólogo de la Historia, muy a pesar de que en La tercera ola, su obra fundamental, se expresó en contra de esta corriente del pensamiento social. Así, se pronuncia en contra de los “agoreros” y las “Casandras” con el argumento de que “La tercera ola [el futuro] … no ha hecho más que empezar” (página 17). Remacha esta aserción al afirmar: “Las predicciones sociales nunca son científicas ni se hallan exentas de subjetivismo, por muchos datos computerizados que utilicen. La tercera ola no es una predicción objetiva y no pretende estar científicamente demostrada” (página 20). El autor, a diferencia de Harari o Fukuyama, comienza su obra constatando un hecho incuestionable: el futuro es mudable, y por tanto su síntesis no tiene por qué ser acertada. Y muy a pesar de esta indudable humildad (o quizás por ello) sus conclusiones son las que más se aproximan a la realidad histórica. Desde mi punto de vista, han sido refrendadas por los hechos hasta un punto que casi podríamos calificar de “mágico” o “milagroso” (véase más abajo). 

            Considero que su método de estudio es en buena parte responsable del éxito de sus anticipaciones. Y aquél se resume en la siguiente frase: “La tercera ola es un libro de síntesis a gran escala” (página 18). El fundamento de su método es el siguiente: aproximación a la realidad a través del análisis de sistemas y la interdisciplinariedad. En definitiva, su visión es “holística”, basada en la síntesis, no “unidimensional”, basada en el análisis. De ahí que realice diversas críticas al “método científico estándar” aplicado en ciencias sociales: simplificación de los problemas (página 123); búsqueda de causas únicas o dominantes (página 125); empleo de “anteojeras” dogmáticas o ideológicas que impide llegar al fondo de los problemas (página 257); y el amplio uso de la censura, por parte de los conservadores, a los que llama “asesinos de ideas” (página 425).  

            En un aspecto coincide con Yuval Noah Harari: toda sociedad tiene su superideología (llamada “mito” por aquél), que como en el esquema marxista de pensamiento, se ajusta a sus “formas productivas” (o “infraestructura”; véase más adelante). Pero a diferencia de Harari, o de Fukuyama, no está de acuerdo con que la ideología dominante en Occidente (el ideal del “progreso”) nos haya de traer buenas nuevas. Así, escribe: “La tercera creencia fundamental de la industrialidad … era el principio del progreso, la idea de que la Historia se mueve irreversiblemente hacia una vida mejor para la Humanidad” (página 112). Como hemos visto más arriba, nada está más lejos de la realidad, como muestra la crisis climática en vigor, el incremento de las tensiones internacionales, o el desarrollo de un nuevo “nacionalpopulismo” (en palabras de Fukuyama) que pone en riesgo las bases del liberalismo democrático. Alvin Toffler es, nuevamente, un gran anticipador, al afirmar: “Hoy muchos padres de la clase media se enfrentan con la angustiosa desilusión de ver que sus hijos –en un mundo mucho más difícil- descienden, en lugar de ascender, por la escala socioeconómica” (página 370). ¡Y estamos hablando del año 1979! 

            Toffler es increíblemente moderno en sus análisis (cuya integración constituye una síntesis genial). Así, separa la noción de “identidad” de las minorías nacionales (en los estados plurinacionales, como es el caso de España, o de Canadá) de la de “nacionalismo” en el sentido estándar actual: “Lo que llamamos la nación moderna es un fenómeno de la segunda ola [del industrialismo]: una única e integrada autoridad política sobreimpuesta a una única economía integrada o fundida con ella” (página 93). En el mundo de la tercera ola (del que hablaré más abajo): “En un contexto de alta tecnología, el nacionalismo se convierte en regionalismo. Las presiones del crisol son substituidas por la nueva etnicidad” (página 231). En definitiva, según Toffler, la emergencia del “nacionalismo regional” (que él confunde con el “regionalismo”) es una consecuencia de la descentralización que viene dada por la Tercera Ola, la cual, lejos de integrar el mundo en una sociedad global, lo autonomiza y lo separa en diferentes identidades y sensibilidades: “Los medios de comunicación, en vez de crear una cultura de masas, la desmasifican. Y todas estas evoluciones corren parejas con la emergente diversidad de formas energéticas y el avance más allá de la producción en serie” (página 231).  

            Su análisis del “nacionalismo imperialista”, propio de los estados-nación con tendencias expansionistas, es profundo y conmovedor, hasta el punto de desmenuzar los efectos del imperialismo sobre los pueblos colonizados, el impacto que dejó sobre la psicología de sus habitantes, o el “darwinismo social” imperante en las sociedades industriales. Y pone como ejemplo de esta “superideología” imperialista la propia actitud de Darwin: “El propio Darwin escribió, sin conmoverse, sobre la matanza de los aborígenes de Tasmania, y en un arranque de entusiasmo genocida, profetizó que: ‘En algún período futuro … las razas civilizadas del hombre exterminarán, casi con toda seguridad, y reemplazarán a las razas salvajes a todo lo largo del mundo’” (página 112).  

            Toffler no es optimista sobre el paso a una Tercera Ola, que según él tendrá consecuencias dramáticas. De hecho, fue el primero en emplear el concepto “choque de civilizaciones”: “En un clima de instituciones y valores que se van desintegrando [entre ellos, el “estado-nación”, como hemos visto], surgirán demagogos y movimientos autoritarios para buscar, y posiblemente conseguir, el poder. Ninguna persona inteligente puede llamarse a engaño sobre el resultado. El choque de dos civilizaciones presenta peligros titánicos” (página 340).  

            Aquí, nuevamente, el autor acierta de pleno. Como Fukuyama, en su libro Identidad, anticipa (¡en 1979!) que los cambios técnicos comportarán un desmembramiento de las bases sociales, económicas, culturales y nacionales del mundo desarrollado, lo que sin duda tendrá costes sociales diversos, los cuales serán aprovechados por los populistas y demagogos de extrema derecha para llegar al poder con el voto de la “mayoría insatisfecha”, de la que forman parte –también- las clases medias y obreras perjudicadas por el cambio. De ahí la importancia que Toffler da a “proteger las minorías” y de “acomodar la diversidad”, en un nuevo ejemplo de genio anticipador: “La solución a estos problemas no es sofocar la discrepancia o acusar de egoísmo a las minorías (como si no lo fuesen también las élites y sus expertos). La solución radica en imaginativas y nuevas medidas para acomodar y legitimar la diversidad, nuevas instituciones que sean sensibles a las rápidamente mudables necesidades de minorías cambiantes y cada vez más numerosas” (página 406).  

            Pero no es suficiente con acomodar a las minorías. Es necesario un trabajo coordinado, a través de organismos transnacionales, para hacer frente a las corporaciones multinacionales, el instrumento más poderoso del industrialismo (la economía de la segunda ola) para oponerse al cambio: “No podemos esperar enfrentarnos con el amplísimo poder de la corporación transnacional –un rival de la nación-estado- por medio de una legislación estrictamente nacional. Necesitamos medidas transnacionales para establecer, y si es necesario imponer, códigos de conducta de las corporaciones a nivel mundial” (página 415). Esta cuestión no es baladí, sobre todo si tenemos en cuenta que la segunda ola (el industrialismo) ha estresado el ecosistema hasta tal punto que ahora somos más conscientes que nunca de los límites ecológicos; en definitiva, de los límites del crecimiento: “En primer lugar, hemos llegado a un punto de inflexión en la ‘guerra contra la Naturaleza’. La biosfera simplemente no tolerará por más tiempo el ataque industrial. En segundo lugar, no podemos seguir confiando indefinidamente en energía no renovable, principal subvención hasta ahora del desarrollo industrial” (página 130). Es ostensible aquí un “cambio de tono” del análisis de Toffler, en relación a los temas ecológicos, frente a la tesis de Harari o Fukuyama. Puesto que aquél, como hemos visto, emplea un método “holístico”, y tiene una visión superadora del capitalismo industrial que sirvió de base a los análisis de Harari y de Fukyama en sus libros arriba reseñados. 

            Para acabar este punto, expresaré las señas fundamentales de la segunda y la tercera olas, según la interpretación de Toffler. La segunda ola se caracteriza por la producción en serie, por medios de comunicación de masas, por la educación de estilo fabril, por un gobierno parlamentario liberal, y por la nación-estado (página 326). Por lo que se refiere a la tercera ola, se caracteriza por cambios relevantes: producción descentralizada, escala apropiada (ni pequeña ni grande), desurbanización, trabajo en el hogar, elevados niveles de prosumo (producción producida y consumida por el propio productor), etc. (página 327). Así escribe: “La tercera ola, que empieza a asaltar estas estructuras industriales, abre fantásticas oportunidades de renovación social y política. En los próximos años, instituciones sorprendentemente nuevas sustituirán a nuestras impracticables, opresivas y obsoletas estructuras integracionales” (página 79). Aquí está el reto; aquí está la oportunidad. 

La era de las innovaciones 

            Alvin Toffler es un superanticipador. Desde mi punto de vista, el mayor que haya existido jamás. En este apartado expongo una amplia muestra de sus anticipaciones. El propio concepto de “tercera ola” ya es en sí genial. Pero ésta no viene sola, como “fruta madura”, sino que está acompañada por una serie de innovaciones que constituyen un preludio a su advenimiento: “La creación de nuevas estructuras políticas para una civilización de la tercera  ola no se producirá en una sola y climática convulsión, sino como consecuencia de mil innovaciones y colisiones a muchos niveles, en muchos lugares y durante un período de décadas” (página 423). Dichas innovaciones –que clasifica en tres “esferas”, o clases- dibujarán una sociedad futura para su tiempo (hoy día actual) en la que, según él, la realidad superará a la ficción (página 148). Las tres “esferas” de la innovación a las que se refiere Toffler son las siguientes. Nótese que todas sus anticipaciones se han visto confirmadas –hoy día- por los avances tecnológicos. 

Infoesfera: 

- Sociedad de la información (página 172). 

- Inteligencia artificial (página 137). 

- Internet (página 147). 

- Correo electrónico (páginas 175 y 192). 

- Premonición de Facebook (página 170). 

- Blogs (página 175). 

- Anticipación de la Inteligencia Artificial tipo Chat GPT (páginas 181 y 342). 

- Fuentes de información descentralizadas (Youtube, Internet) (páginas 207 y 341). 

Tecnosfera:  

- Fibra óptica (página 148). 

- Microprocesadores (página 174). 

- Impresoras domésticas en 3D (página 270). 

- Ordenadores domésticos miniaturizados (página 174). 

- Los ordenadores pueden “hablar” y comprender el lenguaje (página 177). 

- Diccionario electrónico y dictado por voz a la máquina (páginas 192-193). 

- Redes y entornos inteligentes (página 175). 

- Teletrabajo, conferencias por ordenador y reuniones virtuales (páginas 204, 248 y 413). 

- Banca electrónica (página 246). 

- Revolución de las energías limpias (página 328). 

- Amplia variedad de fuentes de energía renovables (página 341). 

- Energía solar y coches eléctricos (página 143). 

- Energías renovables descentralizadas en los hogares (página 206). 

- Cultura del reciclaje (página 341). 

Socioesfera:  

- Disminución del trabajo industrial (página 342). 

- Fin de la prensa en papel (página 164). 

- Globalización de la información (página 310). 

- Familias homosexuales con hijos (página 216). 

            A todo ello cabe añadir una serie de fenómenos, que son resultados de dichos avances e innovaciones, que Toffller resume en los siguientes: individualización (en relación a la burocratización y el centralismo de la segunda ola), diferenciación y aislamiento social (frente a la “sociedad de masas” e indiferenciada), descentralización y retícula (versus la centralización y la sociedad radial), telecomunidad e interactividad. A nivel político, dicho autor aboga por la muerte de la nación-estado, y por el fraccionamiento en regiones, así como su integración en agrupaciones transnacionales: “Una serie de fuerzas tratan de transferir el poder político hacia abajo, desde la nación-estado a regiones y grupos subnacionales. Las otras tratan de desplazar el poder hacia arriba, desde la nación a agencias y organizaciones internacionales. Juntas, están conduciendo hacia un fraccionamiento de las naciones de alta tecnología en unidades más pequeñas y menos poderosas” (página 303). La sensibilidad del autor hacia las “identidades” la expresa en la siguiente frase: “Los gobiernos nacionales … se olvidan o ignoran las necesidades locales e individuales, haciendo que las llamas del resentimiento alcancen la temperatura del rojo blanco” (página 308). De ahí –según él- el auge de los separatismos, en un proceso en que las naciones-estado van perdiendo parte de su soberanía, en beneficio de agrupaciones transnacionales: “Las naciones son cada vez menos capaces de emprender una acción independiente, están perdiendo gran parte de su soberanía” (página 314). 

            El siguiente paso hacia la implantación universal de la “tercera ola” es el “globalismo”, del que dice: “El globalismo se presenta como algo más que una ideología servidora de los intereses de un grupo limitado. Exactamente del mismo modo que el nacionalismo pretendía hablar en nombre de la nación entera, el globalismo pretende hablar en nombre del mundo entero. Y se considera su aparición como necesidad evolutiva, un paso más hacia una ‘conciencia cósmica’ que abarcaría también los cielos” (página 315). Ello, sin embargo, no se debe confundir con un hipotético “gobierno mundial”, ligado a determinadas élites: “La otra fantasía, estrechamente relacionada con ésta, presenta un planeta dirigido por un único y centralizado Gobierno Mundial” (página 316).  

            El futuro hipotético que imagina Toffler (y que realmente ya está en marcha, al menos en parte) lo resume de la siguiente manera: “Las fuerzas de la tercera ola se muestran favorables a una democracia de poder compartido por las minorías; están dispuestas a experimentar con una democracia más directa; propugnan el transnacionalismo y una delegación fundamental del poder. Exigen un desmantelamiento de las grandes burocracias. Demandan un sistema energético renovable y menos centralizado. Quieren opciones legítimas a la familia nuclear. Luchan por menos uniformización y más individualización en las escuelas. Conceden alta prioridad a los problemas ambientales. Reconocen la necesidad de reestructurar la economía mundial sobre una base más justa y equilibrada” (página 420). 

            Pero como afirma este autor, este cambio, esta transformación, no sucederá sin oposición de las fuerzas del pasado. De ahí que advierta de una serie de peligros que sin duda ya nos acucian: los que vienen dados por las interferencias de la inteligencia artificial en nuestras vidas, por el gran hermano tecnológico que nos vigila, por las fake news y el fascismo electrónico, por la creciente demanda de “líderes fuertes y carismáticos”, por los peligros de la bioingeniería (y las nuevas enfermedades derivadas de ella), o por el terrorismo nuclear, por citar algunos. 

            Desde mi punto de vista, Alvin Toffler es el erudito e investigador contemporáneo que más se ha acercado a la realidad, el que más ha acertado, a pesar de ser el más lejano en el tiempo. ¿A qué es debido? No cabe duda de que en su tiempo (en la segunda mitad de los años setenta) algunas de las innovaciones a las que he hecho mención ya se perfilaban, o se empleaban de forma rudimentaria y/o restringida. Pero el nivel de ajuste entre lo que predijo y ha acabado sucediendo es realmente asombroso, lo que da idea de su integración en la economía y sociedad real, alejada de los despachos y las cátedras universitarias.  

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