Mi Soledad

Antes que nada, quisiera responder tres preguntas de forma taxativa: ¿Se puede estar solo y al mismo tiempo acompañado? Sí. ¿Se puede estar solo y ser feliz? Sí. ¿Se puede estar solo sin estar loco, o perturbado? Sí. 

Una vez hecha esta aclaración, quisiera entrar en materia. 

Las personas no somos iguales. No estamos cortados con un mismo patrón. No cabe establecer un retrato-robot. Las hay brillantes, chispeantes, imaginativas, impetuosas, desbordantes de vida, de reacción rápida, de verbo fácil, con memoria fotográfica; y las hay romas, embotadas, sombrías, de reacción lenta, con escasa retentiva y de lenguaje sincopado o poco fluido. Por lo general, la primera categoría tiene un mejor acomodo en una sociedad en la que priman las interacciones sociales. En cambio, la segunda es relegada, al considerar que sus aptitudes -aparentes- son incompletas, o imperfectas. Sin tener en cuenta que este segundo tipo de personalidad puede tener una integración social torpe o insatisfactoria precisamente porque tiene altas capacidades mentales, que no brillan en el día a día cotidiano, sino que fructifican en la reflexión y en la potenciación de la actividad cerebral. Yo no soy psicólogo, ni neurólogo, pero sé -por experiencia propia- que siendo el segundo mi caso (y el de otras personas de mi entorno inmediato) lo que me falta de empatía -y simpatía en el entorno social- me sobra de capacidad en el uso de los recursos que la Providencia me ha otorgado, por lo que se refiere al empleo de la mente. 

No quiero echarme flores, ni justificarme. Pero tengo la absoluta seguridad de que puedo obtener de mi mente un rendimiento, en forma de trabajo intelectual, muy por encima de lo que es habitual. En cierto modo, ello explica -al menos en parte- mi falta de aptitudes sociales, además de mi aparente “soledad”. (Eso no quiere decir que tenga una IQ muy por encima de la media, ni mucho menos. Sencillamente uso el cerebro de forma diferente.) 

Para que el lector comprenda dónde quiero ir a parar, intentaré explicar cómo funciona mi cerebro. Éste está siempre activo; de día y de noche (durante el estado de vigilia), hasta el momento en que decido “desconectar”. (Para ello basta con ver una película que literalmente lo cepille y resetee, durante el día, o con escuchar música antes de irme a dormir, durante la noche.) 

Sólo hay que leer el Ulysses de Joyce para entender que no hay mente humana que no esté siempre en ebullición. Soy consciente de ello. Pero en mi caso, los pensamientos son muy particulares. Éstos consisten -generalmente- en temas de reflexión que ocupan mi atención en un determinado momento. De este modo, mi discurrir sólo en contadas ocasiones está centrado en cuestiones del día a día; ordinarias, o crematísticas, por llamarlas de algún modo. Y cuando me ocupo de ellas, suelen ser muy específicas, y por decirlo de algún modo, banales: qué voy a comprar, qué voy a cocinar, cuándo voy a hacer la declaración de la renta o del IVA, etc. El resto del tiempo, sólo cuestiones que atañen a mis intereses intelectuales ocupan mi atención; nada más. 

Al contrario de lo que cierta gente pueda pensar, soy muy metódico en mi trabajo. Mis pesquisas en temas diversos por lo general duran años, y no las abandono hasta que no consigo sacarles todo el partido. Pero eso no quiere decir que me centre en una cuestión cada vez. Normalmente voy encabalgando diversos proyectos, en distintas fases de maduración. En términos generales, la investigación (el acopio de información) me ocupa la inmensa mayor parte del tiempo, y ésta incluye el proceso de maduración (y profunda meditación) de cada uno de los temas o proyectos en marcha. La culminación del trabajo (la escritura) sólo supone una pequeña fracción del desarrollo de un tema en particular. 

Pero como decía, encabalgar varios proyectos activos, a distintos niveles de maduración, supone un uso muy considerable de la mente; lo es tanto, que a duras penas “desconecto” (si es que no tengo voluntad de hacerlo) para pensar en cosas más “prácticas” e inmediatas. Es por eso que normalmente no encuentro ocasión para plantearme objetivos de mejora económica, o de prosperidad futura. No tengo tiempo para eso. La energía que la mayor parte de la gente emplea para “promocionarse” no entra dentro de mi rango de prioridades. Sencillamente no lo tengo en cuenta. Me basta con “sobrevivir”, con “ir tirando”. 

El lector se preguntará: ¿con qué propósito desperdicias oportunidades de promoción, que sin duda mejorarán tus expectativas, no sólo económicas sino también de “proyección personal” en el duro mercado laboral (o editorial)? Mi respuesta es la siguiente: desde que he sido pequeño, he sabido que mi prioridad es desarrollar un objetivo vital (en cierto modo, “cumplir una misión”), independientemente del esfuerzo y del sacrificio que ello pueda suponer. En un mundo en el que prima el mercado, lo inmediato, el reconocimiento social, esta “estrategia vital” no es una ventaja, sino una desventaja, desde el punto de vista de la integración social. Sin embargo, tiene como parte positiva que me permite desarrollar mi “proyecto personal” de forma plena, sin distraerme. 

En pocas palabras, como persona y como escritor soy poco más que un “obseso” de temas que, independientemente de su interés particular, no son más que “nimiedades” desde el punto de vista del interés social. Los individuos "normales" y "racionales", como es lógico, priorizan su bienestar económico, su previsibilidad económica, y su integración en el grupo: su “socialización”. 

Desde este punto de vista, soy un “inadaptado social” (o peor aún, un sociópata) que antepone centrarse en temas abstrusos, carentes de interés (o con un interés relativo) para la mayoría, obsesionado por resolver problemas intelectuales muy alejados de la vida cotidiana, así como del gozo o bienestar pasajero. Y ciertamente, no encuentro a faltar esto último (no me gusta nadar, ni bailar, ni ir en bicicleta, y si salgo de excursión es por la necesidad de hacer algo de ejercicio). Así pues, no es de extrañar que, ciertamente rodeado de gente (en mi librería y en mi casa), me sienta solo; que sumido en la vorágine de un uso inmoderado de las capacidades cerebrales para resolver problemas abstrusos, y para ordenar y relacionar miríadas de ítems de información, no me crea infeliz; y que alejado del mundo “real”, de la normalidad, no me considere especialmente perturbado o desequilibrado. 

Sobre esto último quisiera añadir algo. Una de las cosas que me alejan del mundo “real” es que estoy convencido que la “realidad” es cualquier cosa menos real. Si me dejo arrastrar por “la obligación” que constituye el objeto de mi vida, es porque considero que: 1) el desarrollo de mis investigaciones está siguiendo el camino correcto, y 2) porque alguien, en un determinado momento, debe tomar la responsabilidad de buscar la Verdad en un erial de mentiras o medias verdades. Y creo que ese alguien soy yo. ¿Visionario? Tal vez. ¿Presuntuoso y arrogante? Sin duda lo soy (sin pretender caer en el narcisismo). ¿Loco? En absoluto. Como escribo en el poema introductorio de la sección sexta del vídeo La Atlántida, lo que la ciencia oculta (disponible en Internet): “El camino de la verdad no es tortuoso ni secreto; lo hallaréis en todo lugar, en cualquier momento: en el trino del pájaro, o en la mirada -dulce y candorosa- de la madre a su pequeño”. 

La Verdad no puede estar alejada, NUNCA, de la Humanidad ni de la Justicia. La Verdad no se contradice con la Compasión, ni con la Piedad. El fin NUNCA justifica los medios. Ésta es la luz que ilumina mi camino. Pero, aun así, ¿es posible buscar la Verdad sin convertirse en un obseso, en un argonauta en busca del Vellocino de Oro? El concepto conocido como la Y pitagórica presupone que siempre hay dos caminos: el camino largo, y el camino corto. El primero es placentero, pero azaroso; el segundo es duro, pero con más posibilidades de éxito (y más peligroso). Yo he escogido el camino corto: tiene sus peligros, pero es más proclive al éxito (intelectual, no material ni social). Si eso supone sacrificar el bienestar, la felicidad, la previsibilidad, o la certidumbre, creo que vale la pena intentarlo. 

Eso explica que estando muy bien acompañado, me sienta solo; que estando a gusto en la austeridad (en una vida sencilla, si no espartana) me considere razonablemente feliz; que estando cuerdo (¡Dios lo quiera!) sea considerado como una persona de “reputación dudosa”. Dudo que alguien, en mi entorno o fuera de él, pretenda “sintonizar” con mi forma de entender la vida y la realidad (que, desde mi punto de vista, es cualquier cosa menos “real”). Desde luego, por mi parte, no tengo ningún interés en "integrarme" en el mundo "convencional". Creo que es mejor para todos que continúe en mi burbuja de irrealidad, para así hacer posible -a mi manera- lo que en apariencia es a todas luces imposible. 

Y cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Como dice el refrán.

Nota: Dedico este artículo a todos aquellos que me han llamado, y que me siguen llamando, "fracasado". A todos aquellos que confunden el éxito con la fama (con la proyección mediática) o con la potencia económica. Y a todos aquellos que no entienden que la Vida es mucho más que una acumulación de vivencias.

 

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