La Transformación Social - 13

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Yasimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


1. Introducción

         El modelo de Estado de Bienestar —con sus variados matices—, aplicado en los llamados países desarrollados durante la segunda mitad del siglo XX, ha permitido que amplios sectores sociales experimentasen un aceptable nivel de satisfacción por lo que se refiere a seguridad y protección frente a las contingencias inevitables e imponderables de la vida (enfermedad, vejez, accidentes, desempleo...) (1).

         Pero también es notorio que este modelo de bienestar social, en la perspectiva del tiempo, se ha tornado extremadamente frágil y no contempla con garantías el mantenimiento de los niveles de protección alcanzados en los últimos decenios, especialmente de cara a la preservación de los derechos sociales de las generacio­nes venideras; lo que, por supuesto, redunda en inquietud e incertidumbre para los contribuyentes, en particular, y para la sociedad, en general. (Y qué duda cabe que si integramos el llamado «bienestar social» dentro del contexto global, por cuanto se refiere a las perspectivas sobre la preservación del medio ambiente y la calidad de vida, esta inquietud aumenta si cabe más.)

         También es evidente que la seguridad «colectiva» se ha alcanzado a costa de la cesión de importantes cuotas de libertad, de capacidad de decisión y de protagonismo del ciudadano, cada vez más subordinado (por activa o por pasiva) a una irremediable dependencia del Estado Social. La sociedad urbana, tecnológica­mente avanzada y socialmente desvertebrada, ante la eventualidad de una quiebra del actual modelo de sociedad, puede convertirse en una trampa mortal para millones de individuos que han visto disminuida su capacidad de reacción —individual— ante las azarosas contingencias de la vida (en definitiva, el Estado Social, incrementando la capacidad de actuación del colectivo social, disminuye los mecanismos de reacción del individuo ante la adversidad).

         (Con esta aseveración no pretendemos rechazar sin más el sistema de protección social, sino evidenciar una de sus inobjetables contradicciones, tal como lo han explicitado numerosos críticos del sistema social vigente.)

         Las dos consideraciones anteriores advierten sobre la imperfección del sistema en cuestión, que ha de ser ponderada por sus indudables ventajas (a la vista de las ineficiencias achacables al sistema de economía de mercado por lo que se refiere a los mecanismos de distribución de la renta). Las complejidades inherentes a este tema obligan tanto a su estudio global como a la profundización del cuerpo teórico que lo fundamenta (tal estudio, cómo no, requiere de perspectivas universales e intergeneracionales).

         A la luz de la metodología empleada en las secciones anteriores (referidas a las estructuras productivas y al reparto de la renta), con la vista puesta en la explicitación de nuestras propias propuestas y alternativas, a lo largo de la presente sección reemprendemos dicha labor con un previo análisis detallado de los condicionantes demográficos, políticos y económicos, así como de las justificaciones teóricas y morales, que afectan a la materia.

         Comenzaremos con la exposición de unos antecedentes básicos que contextualizan nuestro objeto de estudio (su concepto, su significación, su metodología y taxonomía, su institucionaliza­ción, sus ámbitos de actuación y su historia). Más adelante nos ocuparemos de los principales factores condicionantes que se alzan ante su desarrollo futuro. Seguiremos con un análisis comparativo de modelos alternativos de protección social, y con un estudio pormenorizado del sistema español (con un interés especial en la evolución normativa y asistencial de los subsiste­mas sanitario y de pensiones). Continuaremos con la explicitación de los pros y contras de los estudiosos en relación al modelo vigente de protección social. Y acabaremos con nuestra propia reflexión sobre el particular, que se traduce en un catálogo de propuestas razonadas.

         Volvemos a apelar al buen sentido del lector, para que se adentre en el contenido de esta sección con un ánimo abierto y libre de prejuicios, pues esta disposición es la única aconseja­ble cuando se trata de aprehender unas ideas y unos conceptos que, por su trascendencia y significación, inducen a menudo a polémicas estériles y bizantinas (que lejos de acercar posturas, las enquistan y fosilizan).

        


 

2. Antecedentes

         En nuestras anteriores reflexiones sobre la renta (sección segunda), al referirnos a la filosofía social de las concepciones doctrinales hegemónicas en el mercado de las ideas, hemos aludido reiteradamente a la dialéctica entre dos posturas políticas supuestamente opuestas: la que apela a la esfera de lo privado, de la voluntariedad y de la libertad, y la que se aferra a lo público, a la compulsión y a la obligatoriedad de ciertas medidas de protección social. En su confrontación, estos dos enfoques (que convencionalmente podríamos denominar privatista y sociali­zante), lejos de clarificar posturas (ahondando en los contenidos de sus respectivas ideas y propuestas), tradicionalmente se han caracterizado por enfatizar actitudes dogmáticas y a menudo histéricas, excluyentes e ideologizantes, situando el debate muy lejos de la objetividad y de la serenidad que una materia tan sensible como ésta requiere (2).

         Sin soslayar dicho debate, pero siguiendo una línea constructiva, nos posicionaremos al margen de estas concepciones, tanto por las insuficiencias y defectos de sus respectivos planteamientos, como por las dificultades que en el plano teórico se plantean cuando, en torno al debate sobre las posibilidades presentes y futuras de la protección social, no se aplica la preceptiva independencia de criterio. Tal como expresamos en el capítulo quinto de la segunda sección, a poco que hurguemos en la médula de las concepciones liberales e igualitaristas extremas (en sus versiones más puristas), comprobaremos cómo ambas comparten rasgos esenciales de un único paradigma, homogeneizador y restrictivo, que reduce los gustos, necesidades y apetencias humanos a una única escala de preferencias, empobre­ciendo el amplio abanico de necesidades y circunstancias particulares a fuer de crear un abstracto «ciudadano-robot» subordinado al código de valores sociales imperantes. (A este respecto, recordemos que tanto las interpretaciones liberales como igualitaristas asumen la existencia de una curva de utilidad horizontal, que se expresa, en el paradigma liberal, en impuestos proporcionales —a un tipo único— o ad valorem* —impuestos sobre el consumo— y en prestaciones sociales en metálico —con un alto efecto-sustitución*—; y, en el paradigma igualitarista, en cargas y percepciones proporcionales al valor-trabajo* aportado por cada trabajador.)

         Si bien reconocemos que ambas categorías —en sus manifesta­ciones más extremas— expresan idearios residuales en el contexto global, a falta de alternativas y de un punto de consenso en las coordenadas esenciales de la problemática social, adquieren un protagonismo indeseable, el cual explicaría el carácter gregari­zador y pendular de dicho debate. En el momento de redactar este texto (1997), por ejemplo, como expresión de una más de las idas y venidas de esta dinámica pendular, se constata que la artille­ría liberal está a la ofensiva, lanzando proyectiles intelectua­les de grueso calibre (intentando arrebatar terreno a la opción socializante). Pero, aun partiendo de esta fluctuación de posiciones contrapuestas, desde que en 1935 (en Estados Unidos) se acuñara la llamada Seguridad Social, se ha producido —en los ámbitos donde ésta se ha desarrollado— una tácita convergencia, entre los distintas corrientes de pensamiento, en cuanto a los principios inspiradores de la moderna doctrina de protección social.

         En definitiva, pocos son los ideólogos de uno y otro bando que no acepten hoy día la conveniencia de que la colectividad (el Estado) vele por subvenir aquellos riesgos imprevisibles que acechan a cualquier persona, independientemente de su capacidad económica (pues es evidente que no todo el mundo puede, a través del descuento del tiempo*, ahorrar lo suficiente, durante su vida activa, para cubrir —en la medida de lo posible— contingencias tan imprevisibles o aleatorias como la enfermedad, los accidentes laborales o la vejez).

         A este respecto, y avanzando en los entresijos de nuestro análisis, nuestro posiciona­miento llevaría al obligado uso de dos de los tres principios estrella de la ciencia actuarial: 1) la selección adversa* (o promediación del riesgo) y 2) el azar moral* (o promediación de la responsabilidad). (El tercer principio, es decir, la diversificación del riesgo, no sería aplicable al ámbito que nos ocupa en este momento.)

         Otro tema sería el de considerar sobre quién recae la carga: ¿sobre el beneficiario de la protección?, ¿sobre la colectividad? La elección que se haga entre un sistema u otro (contributivo o universal) inspirará una u otra elección de protección social (de mera seguridad económica o de solidaridad). Y una vez que hayamos decidido cómo se reparte la carga (entre los empleados, los empleadores, los ciudadanos en general o el Gobierno) deberemos optar por el grado de ajuste entre lo contribuido (lo cotizado) y lo percibido en concepto de prestaciones (¿reparto?, ¿capitali­zación?, ¿o una mezcla de ambos sistemas?).

         En la práctica, es a la hora de abordar estas preferencias sociales donde cabe distinguir entre las concepciones privatistas y socializantes, tal como las hemos categorizado con anteriori­dad. Descontaminadas de posturas extremas, podríamos —haciendo un esfuerzo simplificador que ciertamente no nos agrada— extraer sus rasgos diferenciales para, posteriormente, tener una visión panorámica del caleidoscopio de posibilidades y enfoques que se esconde tras la noción de protección social.

         Un primer enfoque (privatista) se inclina por la noción de seguro privado, al que es aplicable la ciencia básica actuarial (capitalización), por supuesto con gestión privada. Pero puesto a admitir la responsabilidad pública en materia de protección social, este enfoque se inclina por la provisión pública (asunción pública de obligaciones) y prestación privada (gestión privada mediante conciertos con el sector privado). La visión privatista es reacia a la compulsión u obligatoriedad en la previsión social, prefiriendo la percepción en metálico (a través de un impuesto negativo sobre la renta*) de fondos en beneficio de los que no pueden costearse un seguro privado. Y puesto a aceptar la obligatoriedad de la protección social, aboga por la expansión de los niveles complementarios, con niveles básicos testimoniales, por medio de toda una batería de bonificaciones fiscales y estímulos al ahorro (para financiar planes de pensiones o seguros privados, por ejemplo). (No cabe duda de que un sistema tal otorga un protagonismo esencial a la beneficencia para rellenar los huecos que dejaría la privatización del sistema de protección social.)

         Las repercusiones financieras de este sistema están claras: se prima la eficiencia sobre la equidad, la proporcionalidad económica (equivalencia entre lo cotizado y lo percibido) sobre la redistribución niveladora de oportunidades, la visión a largo plazo (sostenibilidad y viabilidad del sistema) a la visión a corto plazo, así como el uso lucrativo de recursos (rentabilidad económica de los fondos) a la seguridad (sensibilidad al riesgo*). Por lo tanto, este enfoque trata de incorporar la seguridad y la protección del individuo en el circuito económico, como una posibilidad de negocio más, sin atender a otros principios, como pueden ser el de la igualación de oportunidades y el de la equidad. La responsabilidad individual (en base al patrimonio y al horizonte vital* de cada individuo) prima sobre la solidaridad dentro de la sociedad.

         La postura socializante, en puridad, se podría definir negativamente como lo opuesto a lo que expresa la postura privatista: opone el concepto «seguridad» (social) al «seguro» (privado), por lo que la protección social se institucionaliza orgánicamente fuera del ámbito de lo privado: la prestación (gestión) y la provisión son, pues, públicas. El principio inspirador es la equidad, por lo que el sistema (predominantemen­te en su nivel básico) es de reparto* y obligatorio. No existe una estricta proporcionalidad entre lo cotizado y lo percibido, por lo que es aplicable el principio redistributivo, si bien, como la gestión es mediante reparto entre generaciones en un año natural, no se provee suficientemente para las generaciones futuras (lo que en cambio sí permite el sistema por capitaliza­ción*, si los recursos son bien gestionados). Por supuesto, se prima la seguridad e intangibilidad de los recursos recaudados a la rentabilidad, por lo que la gestión de los recursos es no lucrativa o, si lo es (en niveles complementarios, o en cajas de capitalización bajo gestión pública), es priorizando la seguridad al riesgo. Por último, se antepone la solidaridad a la responsa­bilidad individual.

         Somos conscientes del esquematismo simplificador que supone esta división entre los principios supuestamente privatistas y los supuestamente socializantes. En la práctica, como sucede a menudo, es raro encontrar especímenes «puros» de ambas visiones, sino que más bien son observables simbiosis integradoras. Una visión desapasionada (si es posible serlo en este tema) de la protección social se resiste a decantarse por uno u otro extremo. Es esta visión «sincrética» la que en nuestra línea de análisis nos interesa sobremanera. Veamos en qué podría consistir.

         Podría optar por una visión institucionalizada más próxima a la tradición actuarial, que combinase elementos del sistema de reparto (actual régimen básico en la mayor parte de los modelos de Seguridad Social) y del sistema de capitalización (seguro privado). Asimismo, podría combinar, en ciertos casos, una provisión pública con una gestión de derecho privado (por medio del concierto), y podría compatibilizar un nivel básico obligato­rio (de reparto) con un nivel complementario (de capitalización), también obligatorio (o no), para combinar el principio de selección adversa y el de proporcionalidad simultáneamente.

         La seguridad económica que permite el sistema de reparto (a corto plazo), y la viabilidad del sistema de capitalización (a largo plazo), permitirían compaginar el régimen actuarial (privatista) y el régimen tradicional de Seguridad Social (redistributivo). La eficiencia y la equidad estarían garantiza­dos, respectivamente, por una correcta gestión financiera (con aversión al riesgo) y por el mantenimiento de una componente solidaria y redistributiva. La responsabilidad individual sería reforzada si al componente básico (de reparto) obligatorio se le añade un componente complementario (con proporcionalidad entre lo recaudado y lo repartido, más intereses financieros). Tal como hemos ido desarrollando en las anteriores secciones, también aquí se hace necesario introducir y progresivamente acentuar la significación de los conceptos de universalidad e intergeneracio­nalidad.

         ¿Es que acaso no es posible un diseño cimentado en estas ideas? El estudio de diferentes sistemas de protección social nos permitirá comprobar que sí. Ahora daremos paso al cuerpo de nuestro razonamiento.

2.1. La Seguridad Social en su contexto

         La Seguridad Social es un sistema instrumental de componen­tes normativos, de prestaciones y de servicios para la protección social de los individuos, cuya dimensión y abasto dependen de las interpretaciones que se hagan de la realidad, del marco de contingencias que se pretenda englobar o del alcance de las implicaciones que se le imputen. Si partimos de una visión generosa de la idea, como la que se ha extendido en el modelo de Sociedad del Bienestar, parece que la Seguridad Social haya de cubrir ad infinitum un gran abanico de casos particulares, tal vez tantos como seres humanos se encuentran bajo su cobertura. Pero, en su materialización, las cosas no son tan simples. Veamos por qué.

2.1.1. Sobre la definición del término

         A priori, la «Seguridad Social» es un concepto abstracto. En términos puristas se entiende como una «idea» que pretende englobar una serie de prestaciones, de carácter público o no (más adelante razonaremos por qué en Europa se acostumbra a concebir desde una perspectiva pública), de naturaleza contributiva o no, pero que en todo caso han de cubrir unas contingencias, o riesgos, que el devenir de la vida humana depara, ya sea indefectible­mente (como es el caso de la vejez), ya sea eventual­mente (el riesgo de quedar parado, o de contraer una enfermedad, o de padecer una minusvalía) (3).

         Dejemos que sea un teórico reputado —y precursor— en la materia quien exprese en pocas palabras la interpretación más generalizada de su significación:

         «[Seguridad Social es un] conjunto de medidas adoptadas por el Estado para proteger a sus ciudadanos ante aquellos riesgos de concreción individual que nunca dejan de presentarse, por óptima que sea la situación del conjunto de la sociedad en la que viven» (4).

         Esta definición introduce tres reflexiones interesantes. En primer lugar, se tiende a entender el concepto «Seguridad Social» desde un punto de vista que se sitúa en la esfera de lo público (es decir, considerándola de «naturaleza pública»), por su carácter esencialmente social, redistributivo, compensatorio de rentas o solidario (es decir, no lucrativo). En segundo lugar, se insiste en el carácter «básico» de estas prestaciones, o dicho de otra forma, en su carácter inexcusable, de mínimo vital. En tercer lugar, subraya la faceta individual de las necesidades humanas, pues si este sistema pretende seguir unos estándares humanos ha de partir de la base de que cada persona tiene una problemática diferenciada, es decir, que —según esta definición— si no se parte de la diferencia, el sistema de la Seguridad Social se convierte en inoperante (5).

2.1.2. Seguridad Social y sector público

         Una vez vistas las claves principales de la interpretación más extendida de un sistema de Seguridad Social, averiguaremos por qué motivo éste se suele entender —en Europa— como de naturaleza eminentemente pública. Si comparamos lo que tienen en común los programas que integran los heterogéneos sistemas de Seguridad Social de la Europa Comunitaria, comprobaremos que hay un nexo unificador, un mínimo común denominador: parten de la característica esencial de ser mecanismos de intervención del poder público en el circuito económico*, que aspiran a completar, mediante organizaciones complejas, el funcionamiento imperfecto de ciertos mecanismos (de carácter distributivo, es decir, de asignación de rentas a nivel factorial*) de las economías basadas en la propiedad privada y en la asignación descentralizada de recursos a través del mercado.

         No creemos necesario abundar en la consideración que arranca de la evidencia —avalada por el análisis histórico y por el contraste de hechos reales en el tiempo y en el espacio— que el sistema laboral, aún en un país altamente desarrollado, sin un necesario «contrapeso» como garantía para los más débiles, deja en el camino a todos aquellos individuos que no han podido —por un motivo u otro— salvaguardarse de los riesgos —y servidumbres— inherentes a la azarosa vida en sociedad (vejez, enfermedad, paro, viudedad, madres solteras, incapacidad, etc.), o simplemen­te no han podido integrarse en el sistema productivo, con lo cual se anulan las bases que, en esta sociedad secularizada, donde los vínculos de parentesco están en descomposición, permiten que un individuo pueda —por su cuenta y riesgo— satisfacer sus necesida­des básicas actuales, y precaverse de las contingen­cias del futuro.

         El sector público se caracterizaría, según esta doctrina, por su función reasignadora de recursos sociales —en dinero y en especie—, al margen de criterios de mercado, entre los cuales priman los de «rentabilidad monetaria» (ello no le exime, evidentemente, de ciertas responsabilidades por lo que se refiere al control del gasto, al uso eficiente de unos recursos escasos, y al servicio y atención a los beneficiarios de las prestaciones públicas). Así, en los países de economía social de mercado, los gobiernos emprenden actividades económicas y sociales desatendi­das por la iniciativa privada, como por ejemplo la provisión de bienes y servicios públicos, y realizan transferencias de renta entre los ciudadanos. La atención de las necesidades de protec­ción social, y más concretamente, las que engloba la Seguridad Social, constituyen necesariamente un capítulo básico de toda política de carácter asistencial homologable.

         Cuatro son los problemas fundamentales que genera el sistema liberal instaurado durante el siglo XIX en los países de capitalismo avanzado: el primero, el relativo a la distribución —inequitativa y desigual— de la riqueza y de la renta; el segundo, el que se refiere a la ineficiencia propia de ciertos mecanismos del mercado desregulado (rendimientos marginales crecientes ligados a prácticas monopolistas u oligopolísticas, deseconomías urbanísticas y ecológicas, etc.); el tercero, derivado del carácter cíclico y espasmódico del crecimiento económico cuantitativo (crisis y estanflación*); por último, aquel que acentúa los fenómenos de polarización social y planetaria, en perjuicio de los más débiles (sobre todo, de los sectores dependientes dentro de los países desarrollados, y fuera de ellos, es decir, en los países en desarrollo). Todos estos problemas evidencian las limitaciones de un sistema basado en la apropiación privada del beneficio —sin mecanismos reguladores y compensado­res— de cara a resolver las necesidades, deseconomías e ineficiencias de carácter social, y que, en el caso que nos ocupa, se resumen en la aparición de fuertes desigualdades en la distribución de la renta y de la riqueza de colectivos humanos que, por ello, pueden verse sometidos a condiciones de indigen­cia.

         Según este razonamiento, es en los casos donde el mercado libre, no intervenido, pierde su eficacia, en los que ha de intervenir el Estado, pues éste sería el único organismo que podría actuar —de forma coordinada— de cara a resolver eficazmen­te —lo que de otra parte no presupone eficiencia si no se parte de una racionalización en el empleo de los recursos— estos problemas y satisfacer las correspondientes necesidades. Al margen de sus intervenciones económicas en el ámbito de la producción y de los servicios básicos (de cara a la provisión de bienes y servicios indivisibles o que se consideren de interés público o estratégico), y de su actuación reguladora de las condiciones del mercado (diseño y aplicación de la política económica, oferta de infraestructuras necesarias para el crecimiento económico, legislación o mediación en materia de normativas reguladoras de la actividad económica: monopolio, libre competencia, contaminación, seguridad e higiene, cali­dad...), el Estado ejerce unas funciones redistribuidoras y asistenciales en atención a ciertos colectivos periféricos de la actividad productiva, a las generaciones futuras, y a sectores por definición y naturaleza de condición —temporal o definitiva— no activa (ancianos, enfermos, discapacitados, menores, etc.) o activa, pero no ocupada (parados, amas de casa, incapacidad laboral temporal, etc.). Dichas funciones se articulan, genérica­mente, mediante tres políticas básicas:

         1) Sistemas fiscales progresivos, que habrían de gravar con tipos impositivos crecientes las rentas más altas y que, en suma, habrían de transferir rentas desde los estratos más favorecidos a los más pobres dentro de cada generación.

         2) Sistemas asistenciales, que tratan de garantizar la cobertura de las necesidades mínimas de los ciudadanos sometidos a situaciones adversas.

         3) Sistemas de pensiones públicas, que aun siendo financia­das en parte por los beneficiarios, en situaciones de crisis son subvencionadas por el sector público, generando de esta manera transferencias intergeneracionales de renta.

         En esta sección, puesto que de la primera política nos ocupamos en la sección anterior, estudiaremos fundamentalmente las dos últimas. Y para comenzar, en el siguiente punto nos concentraremos en las diferentes vertientes de este concepto tan amplio y complejo, a partir de la metodología de uso común en Europa, y de la propia caracterización del sistema de Seguridad Social en España.

         (Como hemos ido viendo a lo largo de esta obra, más allá de la atribución pública o privada de los servicios de Seguridad Social y de la protección social, existen unos límites que vienen dados por la escasez de los recursos dados, a preservar para generaciones venideras; y por unas fallas que se expresan en el carácter paternalista y gregario de la estructura social vigente. Estas circunstancias actúan como factores condicionantes que no habremos de perder de vista.)

2.2. Sobre el alcance del término

         «Seguridad Social», «gasto de protección social», «gasto público»: estos tres conceptos no son equivalentes, pero están íntimamente entrelazados. Si a la protección social le damos el significado de la ejecución de unas actuaciones de carácter social (en base a fines) implementadas habitualmente por el sector público (y, en menor medida, por entidades privadas de interés social sin ánimo de lucro), hemos de entender la Seguridad Social como un subconjunto de este tipo de prestacio­nes, referido exclusivamente a las que tienen carácter más básico (pensiones de vejez, de invalidez, servicios sociales elementa­les, sanidad, etc.). A este subconjunto (integrado, como vemos, en el gran paquete que hemos venido a llamar «protección social» genérica) le hemos de añadir otras partidas suplementarias, que constituyen, junto con el sistema de la Seguridad Social, la estructura del sistema de protección social público: prestaciones de desempleo, apoyo a la ocupación, políticas de bienestar comunitario, políticas de vivienda social, así como otros servicios comunitarios y sociales. Finalmente, hemos de sumar otras partidas (educación, equipamientos sociales, cultura, servicios y subvenciones de transporte público, así como otros bienes y servicios de interés general) para abarcar el tercer nivel, que completa el gasto público de interés social.

2.2.1. Las distintas facetas de las prestaciones sociales

         Por su utilidad, a los efectos de nuestro desarrollo explicativo posterior, en este punto intentaremos examinar las múltiples vertientes que engloba el complejo entramado de actuaciones que han de atender las infinitas necesidades de una sociedad plural y desarrollada, como la del entorno europeo occidental.

         Para ello nos serviremos de las diferentes normativas existentes en materia de protección social en el núcleo de países que en 1992 configuraban la Europa Comunitaria. Como es lógico, cada uno de ellos elabora sus estadísticas de acuerdo con su peculiar esquema de desarrollo del sistema de Seguridad Social. Asimismo, en cada país los datos apuntan a finalidades divergen­tes. En pro de un correcto análisis, vista la necesidad de homogeneizar estas cifras, distribuidas administrativamente en muy variadas partidas (estadísticas de Seguridad Social, cifras presupuestarias y contables, cifras de Contabilidad Nacional, etc.) por parte de los organismos técnicos responsables de esta tarea, ha sido necesario arbitrar un instrumento de agregación estadística (al cual nosotros nos hemos acogido), que, después de diversos avatares, recibió el nombre e incorporó la metodolo­gía conocidos por el acrónimo SEEPROS (Sistema Europeo de Estadísticas de Protección Social). Como veremos posteriormente, este nuevo campo de observación (el referido a la Protección Social) es más amplio —de hecho lo engloba— que aquel estricta­mente referido a la Seguridad Social. Este sistema permite realizar un análisis y emitir juicios acerca de la calidad y el nivel de protección social en cada uno de los países cubiertos por esta metodología; es decir, equivale a una representación de las realidades nacionales comparadas.

         El cuadro 1 permite contemplar de qué manera las unidades de observación, o dicho con otras palabras, las vertientes que abarca la protección social, son diversas. A un nivel superior de agregación hemos destacado las tres categorías, de las ocho que incluye la metodología SEEPROS, que más nos interesan:

                1. Nomenclatura de los regímenes de protección social: en el cuadro 1.B destacamos, a un elevado nivel de agregación, tres subcategorías:

                - Regímenes de base: son aquellos que, en aplicación de determinadas prescripciones o reglamentaciones conceden, de cara a uno o varios riesgos, una protección elemental para garantizar el mantenimiento de un «mínimo vital» social, aunque no el nivel de vida individual óptimo en cada caso. Estos regímenes se dividen en obligatorios y voluntarios. Los primeros pueden tener diverso alcance: nacional (si engloba toda la población residente), general (un conjunto importante, como por ejemplo los asalariados que cotizan a unos tipos estandarizados como regulares, o normales), o especial (es el caso de los mineros, agricultores, trabajadoras del hogar, pescadores o autónomos). Los segundos, como el nombre indica, son aquellos regímenes de base en los cuales la afiliación y la baja quedan a la libre decisión de las personas protegidas.

                - Regímenes complementarios: son aquellos para los cuales se requiere, para el otorgamiento de una prestación, la concesión previa de la prestación de base (o prestación elemental). Por otro lado, el volumen de la prestación complementaria está en relación directa con la prestación de base, que resulta, de esta manera, complementada (6). Su alcance puede ser, como en el régimen de base, nacional, general, especial o voluntario.

                - Otras acciones de protección social: en muchos países estos regímenes reciben el nombre de «asistencia social», y se definen como la actividad de carácter público, eventualmente completada por la colaboración privada, que se ocupa de la eliminación de los estados de necesidad que pueden afectar al individuo en su persona física, en sus medios de subsistencia y en su desarrollo moral, intelectual o productivo, especialmente cuando no intervienen, o lo hacen de manera insuficiente, los sistemas de seguros o de Seguridad Social, o cualquier sistema de cobertura colectiva de los riesgos considerados.

                2. Nomenclatura de los ingresos destinados a la financiación del gasto de protección social: en el cuadro 1.A reflejamos las siguientes subcatego­rías, dentro de las operaciones corrientes, que son las que realmente nos interesan:

                - Cotizaciones sociales: éstas se reparten en dos flujos principales, según se refieran al empleador (empresario) o a la persona protegida (asalariado). Las primeras se distinguen, además, según su naturaleza, en reales (es decir, las que comprenden los pagos que las personas aseguradas o los empresarios hacen, directamente, a través de un organismo recaudador, a instituciones que conceden prestaciones sociales, ya sea el Estado o entidades privadas, con la finalidad de adquirir y/o mantener el derecho a estas prestaciones) o ficticias (prestaciones sociales otorgadas directamente por los empresarios a sus asalariados y derecho-habientes, antiguos o actuales).

                - Aportaciones públicas corrientes: constituyen, entre los ingresos que financian la protección social, la participación del sector de las Administra­ciones Públicas, sin contrapartidas a causa de su motivación (en base a fines), a objetivos de interés social. En esta última rúbrica se incluyen las dotaciones globales (destinadas, generalmente, a cubrir los déficits del ejercicio), la participación en el coste real de las prestaciones, la participación en los gastos de administración, el producto de impuestos afectados (aportación de impuestos directos e indirectos, total o parcialmente destinados a finalidades de protección social determinadas de antemano), las subvenciones a ciertas administraciones destinadas a compensar empresas con déficit de ingresos provocado por la aplicación de tarifas reducidas en favor de determinadas categorías de población (transporte público, por ejemplo), y el resto de pagos a fondo perdido.

                - Otros ingresos corrientes: comprenden las participaciones procedentes de un sector diferente de las Administraciones Públicas (AA.PP.), y de las partidas residuales de la contabilidad y las administraciones.

         No consideramos necesario analizar la nomenclatura referente a las funciones de protección social (cuadro 1.C) pues nos referiremos a sus diferentes rúbricas de forma continuada. En cualquier caso, es útil advertir al lector sobre la conveniencia de retener esta terminología aplicada en la metodología SEEPROS, pues su uso será constante y su desconocimiento puede convertir ciertos epígrafes en realmente ininteligibles, y, por ende, su lectura en un esfuerzo ingrato e infructuoso.

         La protección social, a partir de la metodología SEEPROS, no incluye ni las partidas correspondientes a operaciones de capital ni las relativas al capítulo educativo. Ello implica que, según los países, las cifras de ingresos corrientes totales, en porcentaje del Producto Interior Bruto a precio de mercado (PIB pm.), representen entre el 80 y el 85% de los ingresos totales destinados a financiar gastos de protección social (7). Todavía podemos encontrar otras limitaciones en el cálculo de las prestaciones sociales, a partir del método SEEPROS. Así, los datos españoles se refieren exclusivamente a la protección social proporcionada por el sector público, y más concretamente el estatal, dejando de lado no tan sólo el sector privado, sino también la parte relativa a determinadas actuaciones de adminis­traciones territoriales (que posteriormente se engloban, aunque no sabemos con qué grado de fiabilidad, en el cálculo agregado total) (8).

2.2.2. Organización del sistema de protección social en España

                El sector público español está integrado por diversas instituciones públicas que pueden clasificarse en dos grupos. El primero es el de las Administraciones Públicas (AA.PP.), compuestas por la Administración Central (formada, a su vez, por el Estado y los Organismos Autónomos Administrativos), por la Seguridad Social y por los Entes Territoriales (que comprenden tanto las Corporaciones Locales como las Comunidades Autónomas). Las AA.PP. se guían exclusivamente por el criterio de autoridad, y para la toma de decisiones no tienen en cuenta los criterios del mercado (aunque han de respetar los principios de eficiencia* y de racionalidad económica*), ya que obtienen sus ingresos por canales coactivos, como es el caso de los impuestos, tasas y cotizaciones. Y el segundo grupo está constituido por el sector público empresarial, constituido por empresas financieras y no financieras, que en cambio sí han de guiar necesariamente su actividad —y su financiación— en base a las reglas del mercado.

                La división de las AA.PP. en centrales y territoriales se explica por los diferentes poderes públicos que toman las decisiones: la Administración Central, los Organismos Autónomos y la Seguridad Social están controlados por el Gobierno Central, y sus presupuestos son aprobados por las Cortes, mientras que las Administraciones Territoriales están regidas por los gobiernos y parlamentos autonómicos y por los municipios (9).

                La Seguridad Social (como ente autónomo de las AA.PP.) parte de un mandato constitucional (10) y tiene su origen en el Real Decreto-Ley 36/1978 de 16 de Noviembre, conforme al cual el Instituto Nacional de Previsión se dividió en una serie de entidades gestoras de la Seguridad Social:

                1) El Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS), para las prestaciones económicas de la Seguridad Social, absorbiendo las Mutualidades Laborales.

                2) El Instituto Nacional de la Salud (INSALUD), para la gestión y administración de los servicios sanitarios.

                3) El Instituto Nacional de Servicios Sociales (INSERSO), para las prestaciones complementarias de las del sistema de la Seguridad Social.

                El propio RDL 36/1978 creó el Instituto Nacional de Empleo (INEM), que no se enmarca en la Seguridad Social ni en el entonces Ministerio de Sanidad y Seguridad Social, sino en el Ministerio de Trabajo (que posteriormente —en 1981— integró también la Seguridad Social, excepto Sanidad). También adscrito al Ministerio de Trabajo se constituyó el Instituto Nacional de Higiene y Seguridad en el Trabajo. Por el R.D. 3064/1978, de 22 de diciembre, se reguló la participación de los sindicatos, empresarios y Administración Pública en el funcionamiento de la Seguridad Social, la salud y el empleo, mediante Consejos Generales en el INSS, INSALUD, INSERSO, INEM y CES (Consejo Económico y Social).

                El Instituto Nacional de la Seguridad Social, tal como hemos avanzado, es una Entidad Gestora de la Seguridad Social, con personalidad jurídica propia, y cuya competencia genérica se extiende a la gestión y administración de las prestaciones económicas del sistema de la Seguridad Social; en concreto: 1) el reconocimiento del derecho a las prestaciones económicas que otorgan los diferentes regímenes de la Seguridad Social; 2) el reconocimiento del derecho a la asistencia sanitaria; 3) las relaciones internacionales de carácter interinstitucional, así como la aplicación de Convenios Internaciona­les de Seguridad; y 4) la gestión ordinaria en materia de personal.

2.2.3. Seguridad Social, protección social y Adminis­traciones Públicas

         Es necesario distinguir tres esferas de actuación de las AA.PP. en relación a estas materias:

         1) De ordenación, jurisdicción e inspección.

         2) De financiación.

         3) De gestión.

         En las actividades de primer grado (ordenación) el protago­nismo del Estado Central, en su acepción más genuina (véase el cuadro de texto número 2), es indudable. Pero, por lo que se refiere a las actividades de financiación y gestión, las competencias pueden estar muy diversamente repartidas dependiendo de los países que tomemos como punto de mira. En puntos posterio­res incidiremos en las diferentes posibilidades de gestión y financiación, en materia de protección social, aplicadas a los principales países del entorno europeo. Pero, por su utilidad como referente, en este punto nos centraremos estrictamente en el protagonis­mo que, en España, tiene la Administración Pública en materia de protección social.

         Según la legislación española (11) «corresponde al Estado la ordenación, jurisdicción e inspección de la Seguridad Social», y asimismo, por medio de alguno de los Departamentos Ministeria­les, «la dirección, vigilancia y tutela de sus Entidades Gestoras», siendo el patrimonio de éstas «diferente del del Estado».

         En la mayor parte de los casos este patrimonio está constituido fundamentalmente por cuotas abonadas por quien de forma obligatoria se integra en estas entidades. El Estado stricto sensu no es, en general, agente administrador directo de las acciones de protección social, excepción hecha de parcelas muy concretas (entendemos el Estado en su acepción más reducida, aquella que lo considera como un órgano ejecutivo de la Adminis­tración Central; las competencias de protección social básicas, así pues, las asume la Seguridad Social, como una entidad autónoma dentro de las AA.PP. que, eso sí, está sujeta adminis­trativamente a las grandes directrices del Gobierno y, en concreto, a las del Ministerio que la engloba: el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social). Aun así, la financiación de algunas actuaciones recae en proporciones muy variables, aunque a veces importantes (en función de compromisos adquiridos ineludibles, por ejemplo en el capítulo de gasto en pensiones o desempleo), sobre los presupuestos generales del Estado.

         La tercera esfera hace referencia a las áreas de gestión del Estado. Hemos visto cómo el organismo denominado Seguridad Social es la entidad intermediaria que ejerce las funciones de gestión del sistema (en el caso español, este papel lo asume el INSS). El Estado Central se ocuparía tan sólo de la gestión directa —a través de cotizaciones sociales ficticias— de las pensiones de sus propios funcionarios, de las prestaciones familiares (financiadas a través de impuestos o de exoneraciones fiscales, aunque en otros países, como Dinamarca, son las administraciones locales las competentes en esta materia), de la gestión de la asistencia sanitaria de los funcionarios y de ciertas facetas de la asistencia social (en la actualidad, las Administraciones Territoriales han adquirido un cierto protagonismo en esta materia).

         En relación al papel de las AA.PP. en la gestión de la asistencia sanitaria (partiendo de la noción extendida por toda Europa que asume la idea de que la provisión pública de servicios sanitarios ha de cubrir a toda la población), en España concreta­mente, el INSALUD no constituye una institución única que administre centralizadamente la prestación de la asistencia sanitaria a todo el país, sino más bien un organismo ordenador que pretende establecer un marco de asistencia según patrones comunes entre instituciones sanitarias diferentes, dependientes de administraciones diversas (de tipo territorial y mutual, por ejemplo).

         El papel de la Administración Central, y más concretamente el del Estado Central, es eminente en España (y en Europa en general) por lo que se refiere a la ordenación, jurisdicción e inspección de las actividades de protección social; importante, con diferencias sustanciales según los casos —en relación a otros países—, en lo que atañe a su financia­ción; y menos destacado, aunque nunca desdeñable, en lo que respecta a la gestión.

         Una vez resuelta la cuestión referente a las responsabilida­des del Estado Central en relación a la ordenación, financiación y gestión de la Seguridad Social, nos ocuparemos de otro aspecto no menos importante: su protagonismo en relación a las claves más importantes que definen el diseño de su modelo de protección social.

         En un primer nivel de análisis nos ocuparemos de las diferentes estrategias de actuación en relación a la protección social. Partimos de la base de que la Constitución Española postula la universalidad del Sistema de Seguridad Social. De este modo, ¿este sistema ha de cubrir muchas contingencias de forma insuficiente, o sólo las fundamentales de manera aceptable? Es evidente que la respuesta más sensata, a partir del nivel de desarrollo español, sería la segunda, tanto por razones de eficacia de las prestaciones como de reducción de costes de gestión y organización. En suma, como primera clave estratégica tendríamos el siguiente prerrequisito: el objetivo del sistema ha de ser (ajustándose a las posibilidades reales) el más asumible y general, esto es, garantizar un nivel mínimo de bienestar a cada ciudadano.

         Se nos presenta una segunda disyuntiva: ¿el bienestar colectivo ha de ser facilitado por la percepción de transferen­cias monetarias, a través de la cobertura pública (en especie) de las necesidades básicas, o bien mediante una combinación de ambas medidas? Éste es un viejo debate que nos retrotrae a la clásica discusión entre los partidarios —generalmente conservado­res o neoliberales— de la libertad y responsabilidad individual (partiendo de una política redistributiva basada en un impuesto negativo sobre la renta), y los partidarios —generalmente keynesianos o socialdemócratas— de la provisión pública de bienes y servicios sociales (con el fin de constituir una red de protección y solidaridad social, de talante redistributivo, al modo de la Sociedad del Bienestar* de los países más avanzados de Europa). La respuesta generalizada del sector público en España, acogiéndose a la doctrina de la supuesta ineficacia del sector privado de cara a la provisión universal de ciertos bienes y servicios sociales, como puede ser la sanidad, ha sido la de computar estas necesidades dentro del nivel de bienestar mínimo, la garantía del cual constituye la finalidad última del sistema de protección social. Otra cosa es que pueda existir una oferta privada de servicios colectivos, a demandar libremente por los estratos sociales con ingresos más altos, pero ello —según nuestro criterio— no sería contradictorio con el principio de garantizar el bienestar mínimo universal mediante una combinación de transferencias monetarias —de asistencia social, a partir de prerrequisitos claramente especificados— y una oferta de servicios colectivos en especie de carácter universal.

         La tercera discusión a adoptar a la hora de diseñar un sistema de protección social hace referencia a las condiciones que habilitan a los ciudadanos para exigir al Estado el denomina­do «bienestar mínimo». Una primera posibilidad, que denominaremos universalista, sería que esta percepción (cualquiera que fuese) fuese automática para todo ciudadano; otra, más discriminadora, postularía que sólo fuese concedida cuando el individuo o la familia se encontrasen por debajo de un nivel mínimo establecido de renta o riqueza. Los Estados, mayoritariamente, han optado por la segunda opción en unos capítulos de gasto (becas, o ciertos capítulos de asistencia social en efectivo, por ejemplo), y por la primera en otros (minusvalías, ayudas pagaderas por hijo, sanidad, etc.) Si se opta por la segunda opción (ayudar o remunerar sólo a los que se encuentran por debajo de un listón mínimo de recursos propios) se parte de la base de que resulta menos oneroso y da sentido a la máxima de que una política asistencial y redistributiva sólo tiene razón de ser cuando es discriminatoria en favor de las clases menos desfavorecidas. Pero la primera opción (no discriminar en función de niveles de renta y de riqueza) es más acorde con el hecho básico de que ciertas necesidades son tan universales como los recursos que contribui­rán a satisfacerlas (que son pagados por el conjunto de la sociedad).

         Así pues, la provisión pública de servicios sociales, siendo de carácter universal (es decir, beneficiando por igual a toda la población con carta de ciudadanía, aunque discriminando positivamente a aquellos que cumplan ciertos requisitos: fundamentalmente de residencia, edad y renta) habría de benefi­ciar más que proporcionalmente a quienes no alcancen un nivel mínimo de bienestar (en programas determinados de antemano con carácter de compensación de rentas), o a aquellas partidas de gasto social que se consideren prioritarias o de interés general. En la práctica, en España, este principio se cumple fundamental­mente con ciertas políticas fuera de la órbita estricta de la Seguridad Social: política de vivienda, becas, transportes públicos, subsidios y percepciones de paro y de inserción social, madres solteras, servicios geriátricos, guarderías y disminuidos sin recursos (claro que, como veremos, a unos niveles insatisfac­torios en comparación con otros países del entorno europeo).

         En un segundo nivel de análisis nos ocuparemos de un tema no menos importante: la forma de financiación del heterogéneo conjunto de acciones que se engloban bajo el nombre genérico de Seguridad Social. En España una parte significativa de ella (que incluye esencialmente el seguro de desempleo, las pensiones y la sanidad pública) se recauda a través de cuotas proporcionales a las nóminas de los trabajadores. En la tabla 1 comprobamos cómo más de nueve décimas partes del sistema de pensiones y asistencia social públicas y unas tres décimas partes de la asistencia sanitaria son financiadas a través de las cotizaciones de empresarios y asalariados (el resto correspondería a transferen­cias públicas financiadas a cargo de los presupuestos del Estado, es decir, de los impuestos e ingresos corrientes y de la Deuda Pública).

         La pregunta sería la siguiente: ¿cuál habría de ser el sistema idóneo de financiación de estas partidas: por vía de cuotas (a través de un sistema de reparto) o de un sistema impositivo general (no específico, como es el caso de las cotizaciones sociales)? Por otro lado, ¿qué sentido tiene financiar con cuotas unas partidas (las pensiones) y con impuestos otras (la sanidad)? La respuesta a esta pregunta, por parte de los poderes públicos, ha sido la de que el sistema de pensiones de jubilación se ha de financiar mediante cuotas por las siguientes razones: 1) es una forma de seguro, porque los cotizantes adquieren derechos a percibir prestaciones futuras (esta función de seguro personal no ha de ser sufragada por el Estado a no ser que la capacidad económica del individuo para financiar su propia pensión obligatoria no alcance un nivel mínimo de bienestar: de aquí que el Estado se responsabilice de las pensiones no contributivas y de los complementos a pensio­nes); 2) es un mecanismo de redistribución de rentas, no sólo entre diferentes momentos en el tiempo, sino también entre individuos de diferente nivel de renta; 3) es un procedimiento para forzar el ahorro privado, ahorro que puede ser canalizado hacia gastos de interés social; 4) es un recurso que dignifica el rol* del trabajador como individuo activo y participativo, al hacerle consciente (y responsable) de que la previsión que se asegura es fruto de su esfuerzo y no de la generosidad de nadie; y 5) es una forma de salario diferido, porque asegura en el futuro la subsistencia del asalariado que sea víctima de una contingencia.

         No obstante, esta decisión no está exenta de problemas: 1) el sistema por cuotas, como veremos, es regresivo; 2) constituye un impuesto que eleva considerablemente los costes reales de producción y de creación de puestos de trabajo (especialmente en las empresas laboral-intensivas); 3) es operativo únicamente en coyunturas* expansivas, pues una crisis reduce el número de cotizantes y estanca las cotizaciones reales medias en relación directa al número de transferencias que se han de pagar; y 4) da lugar fácilmente a fenómenos de traslación* de cargas, en cuanto que la cotización constituye un elemento del coste, incorporado en el precio, que repercute finalmente sobre el consumidor, pervierte la correcta asignación de los recursos, y perjudica la competitividad de las empresas (en relación a los sectores —económicos o geográficos— exentos de esta carga)... Es decir, no resulta claro el grado de equidad de un sistema de reparto que haya de garantizar un nivel mínimo de bienestar general.

         Hemos destacado esta difícil disyuntiva como botón de muestra de uno de los múltiples dilemas, en absoluto fáciles o unívocos, que nos encontraremos a lo largo de esta sección, a los cuales se han de enfrentar cotidianamente las administraciones públicas modernas, y que impiden que cualquier decisión que se adopte, sea del carácter que sea, se pueda considerar totalmente satisfactoria para el conjunto de la población (este problema lo hemos denominado en la sección anterior como principio de Pareto*). De todos modos, en la presente sección intentaremos efectuar una serie de consideraciones en torno a lo que observa­mos como más conveniente de cara a maximizar los objetivos que la sociedad establece en materia de Seguridad Social y protección social, con un nivel de recursos —escasos— dado, partiendo de los siguientes principios: 1) la responsabilización de cada individuo en cuanto a su propio horizonte vital; 2) las disponibilidades de recursos existentes; 3) las previsiones demográficas y económicas a largo plazo; y 4) la optimización de estos recursos.

2.3. Síntesis histórica

         Podemos preguntarnos cuál ha sido el proceso histórico de desarrollo de este modelo de protección social. Como todo ente de carácter social (y por tanto histórico), tiene orígenes teóricos y un desarrollo temporal enraizado en bases nacionales diferenciadas, en función de contextos y premisas específicos. Los equilibrios sobre los que se apoyan los diferentes regímenes de protección social (categorías de intervención o modelos de financiación) son producto de procesos complejos, adaptados a situaciones diversificadas. Con este ánimo hemos de imbuirnos en la problemática de la Seguridad Social, y más todavía, en el estudio comparativo de los diferentes países donde ésta tiene carta de presencia.

2.3.1. Los orígenes

         El Estado protector (o el Estado del Bienestar, según su acepción más conocida) no es fruto de la voluntad benefactora de tal o cual filántropo. Es el último eslabón de un largo proceso histórico, en el cual se fue gestando y desarrollando el embrión de lo que posteriormente serían los diferentes sistemas de la moderna Seguridad Social. La intrusión de los poderes públicos en cuestiones «asistenciales» no es en absoluto reciente. Sólo cabe recordar las distribuciones de cereales (llamadas frumenta­tiones) en la antigua Roma, en época de escasez (no obviemos, por otro lado, la motivación ideológica o política de tales prácti­cas) (12); durante la Edad Media ciertas instituciones, como algunos hospitales, fueron creadas con intención benéfica (el pensamiento de Juan Luis Vives —1492-1540—, y más concretamente su tratado De subventione pauperum sive de humanis necessitati­vus, aboga por la intervención social en favor de los necesita­dos, idea que apunta a un derecho subjetivo a las prestaciones sociales). No olvidemos tampoco el rico legado de las cofradías, o de las mutualidades que, en materia de salud o funeraria, arrancan de la época romana y se consolidan en la Edad Media y Moderna (ligadas en la mayor parte de los casos a prácticas y organizaciones de tipo gremial o corporativo).

         Como en tantas otras cosas, la Revolución Francesa también fue precursora en este aspecto:

         «En el tránsito del siglo XVIII al XIX la concepción del Estado como mero guardián de las libertades y las propiedades de sus miembros, elaborada por los pensadores de la Ilustración, de Locke (1633-1704) a Montesquieu y Burke, da paso a una concep­ción, que arranca si acaso de Robespierre (1758-1794) y de Babeuf (1760-1797), según la cual dar instrucción a todos los ciudadanos y socorro a los que no están en condiciones de trabajar constitu­yen también funciones esenciales del Estado. Con el triunfo de esta última concepción se suministra una base ideológica al Estado protector» (13).

         Posteriormente a la fallida «revolución de los iguales» de Babeuf (durante la revolución francesa), se hace coincidir con el establecimiento, por Bismarck, de los primeros seguros sociales obligatorios (en la década de los ochenta del siglo XIX), la asunción por parte del Estado (en su acepción más genérica) de las funciones de protección social (14). Fueron teóricos del calibre de John Maynard Keynes y Hermann Heller los que introdujeron un fundamento teórico a la función asistencial del Estado capitalista (a éstos hemos de añadir los nombres de Lord Beveridge, A. Pigou, y otros). Después de la crisis mundial de los años treinta de este siglo (y del famoso New Deal rooselvetiano), y pasado el trago amargo de la Segunda Guerra Mundial, se establecieron en Europa los cimientos de la actuación asistencial del Estado. Y fue a partir del último tercio del siglo XX cuando los gastos sociales de las AA.PP. de los países más avanzados han llegado a predominar sobre el resto del gasto público. Es decir, es en los últimos decenios del siglo XX cuando el «Estado protector» ha llegado a consolidarse como un fenómeno arraigado en Europa.

         Vayamos por partes. Más allá de la justificación teórica de la intervención social (que estudiamos en el punto 5.1 de la sección segunda) hemos de resaltar dos grandes hitos en la puesta a punto de los modernos sistemas de Seguridad Social: su institucionalización formal en Estados Unidos y el desarrollo del llamado Informe Beveridge.

         El término Seguridad Social nace en Estados Unidos, con la aplicación de la Social Security Act en agosto de 1935 (15). Pero más allá de su significación terminológica, supuso un enorme avance el pasar del restringido concepto «seguro social» (tal como era entendido en el entorno germánico del momento) al vasto objetivo de la «seguridad social». La noción de protección social que el término «Seguridad Social» implica (cobertura, a favor de cualquier ciudadano, de todos los estados de necesidad objetiva, independientemente de su edad o condición social) es una idea tan ambiciosa «que las restricciones impuestas luego por su coste descomunal han hecho que la seguridad social sea al mismo tiempo el techo (lo que se quiere) y el suelo (lo que se puede) de la protección social o, lo que es igual, un mito y un dato raramente coincidentes» (16).

         Este avance del concepto «seguro social» al de «seguridad social» implica todo un cambio de filosofía:

         «La primera consideración que estas observaciones sobre el significado de las palabras sugiere es que, mientras locuciones como "asistencia pública" y "seguro social", usadas para designar determinados ordenamientos, se refieren al instrumento a través del cual los propios ordenamientos se proponen alcanzar sus fines sociales, la locución "seguridad social", también usada para designar un tipo de ordenamiento, se refiere a la finalidad que intenta conseguir este tipo de ordenamiento. Esta nueva, distinta postura tiene un significado que trasciende la mera cuestión terminológica: se mantiene para indicar un cambio de dirección, en virtud del cual un plan de acción social se escribe en función de su finalidad y no en función de un determinado instrumento» (17).

         La filosofía que inspira esta concepción de Seguridad Social (en oposición al concepto tradicional de «seguro social», de base actuarial y profesionalista o corporativa), la podríamos resumir en una idea: el paso de una concepción negativa a otra positiva de los derechos del hombre (18); desde aquella que previene contra toda acción que perturbe la manera de vivir, actuar o poseer del hombre (J. Locke o A. Smith), a aquella «pretensión esencialmente positiva de que la sociedad garantice al individuo los bienes considerados fundamentales para una vida liberada de la engorrosa necesidad» (19).

         Sin embargo, tal como hemos señalado un poco más arriba, una formulación filosófica (o mera declaración de intenciones) es papel mojado si no se aplican los medios necesarios para su puesta en práctica. De aquí la importancia del llamado Informe Beveridge. Éste tiene como base el encargo que hizo, en 1941, el gobierno británico a una comisión dirigida por William Beveridge, a fin de reformar, planificar y unificar la política de seguros sociales del momento (a este informe le siguió un segundo, en 1944, destinado a promover políticas de pleno empleo). Beveridge, en definitiva, descalifica el sistema —de raíz germánica— de seguros sociales aislados y dispersos «para ofrecer después una visión nueva, inspirada en la idea motriz de liberación de la necesidad, a través de una adecuada y justa redistribución de la renta. En esta nueva visión, el sistema no puede reducirse a un mero conjunto de seguros sociales, sino que junto a ellos tienen cabida la asistencia nacional, un servicio nacional de salud, la ayuda familiar, así como manifestaciones complementarias de seguros voluntarios» (20).

         Las bases de este informe las podemos resumir en los siguientes principios: 1) unificación del aparato de seguros sociales vigentes en su tiempo, con cotización única y gestión centralizada; 2) universalización subjetiva de la protección, que cubre a todos los ciudadanos y no sólo a los trabajadores; 3) generalización igualatoria, independientemente de las circunstan­cias objetivas del beneficiario; y 4) financiación tripartita entre trabajadores, empresarios y Estado. Se puede afirmar que este sistema, en base a los citados principios, y no el que se inició en 1935 en los Estados Unidos, es el sustrato del moderno concepto universalista de Seguridad Social vigente aún en el Reino Unido, en oposición al modelo contributivo de raíz germánica vigente en España (este particular será estudiado en un capítulo posterior).

         ¿Qué relación tuvo este informe con el sustrato social de filiación obrera, sindicalista o socialista? Douglas E. Ashford, en La aparición de los Estados del bienestar (21), destaca que el propio W. Beveridge reconoce su deuda intelectual con los fabianos* ingleses. Sin embargo, en su obra Las bases de la Seguridad Social, Beveridge extiende dicha deuda política e intelectual:

         «El seguro social no es un coto de ningún partido. Los conservadores dieron el primer paso hacia la seguridad social en un campo especial —el de los accidentes industriales— por medio de la ley de indemnizaciones obreras de 1897. Los liberales echaron los cimientos de nuestro actual sistema con las pensiones no contributivas en 1908 y el seguro sanitario y de desocupación de 1911. Los conservadores incluyeron en 1925 las pensiones contributivas para la viudez y los huérfanos. Mi tarea actual me fue encomendada por dos ministros del partido laborista» (22).

         (La peculiaridad del caso reside en que las bases obreras vieron con escepticismo, en un primer momento, la aplicación de tales medidas, que supuestamente desviaban la atención de otros objetivos considerados prioritarios: salarios, horarios de trabajo o la salvaguarda sin interferencias de la autonomía obrera.)

         El último acto del nacimiento del actual modelo de protec­ción social tuvo lugar en la conferencia de la Organización Internacional del Trabajo, celebrada en Filadelfia en mayo de 1944. La Recomendación número 67 de sus actas abogó básicamente por los mismos principios expuestos por sir W. Beveridge: unificación de los sistemas de seguro social, su universalización y la disminución de desajustes y anomalías de su desarrollo. En 1952 la OIT aprobó, con carácter normativo y vinculante, el convenio número 102, conocido como «norma mínima en materia de Seguridad Social».

         En definitiva, la evolución de la protección social, hasta su moderna materialización en los distintos sistemas de Seguridad Social, sigue una línea ascendente que parte de la intervención (caritativa) en favor de los pobres, pasa a una protección (gremial, corporativa o profesional) de los trabajadores, y desemboca en una protección (universal) de los ciudadanos, por lo menos en cuanto a los servicios en especie (sanitarios, excepto en el modelo norteamericano, como veremos después). No insistiremos en sus resultados finales, tal como lo hicimos en el apartado 5.4 de la sección segunda, porque ello supondría una reiteración innecesaria. Ahora pasaremos a contemplar la evolución del sistema español de Seguridad Social.

2.3.2. Evolución de la Seguridad Social en España

                En España el punto de partida de la Seguridad Social fue la creación del Instituto Nacional de Previsión en 1908. Originariamente éste consistía en un sistema de seguros (por capitalización) de carácter voluntario, que había de servir de antecedente para la posterior implantación de los regímenes obligatorios. En 1919 fue creado el seguro de retiro obrero obligatorio, en 1929 el de maternidad, y en 1932 el de accidentes de trabajo. La Ley de Bases de 13 de julio de 1936 preveía el establecimiento del seguro de enfermedades profesionales, y en la misma época estaba en estudio en Las Cortes un proyecto de ley de cara a constituir el seguro obligatorio de enfermedad. El alzamiento militar de 1936 impidió la materialización de este proyecto.

                En 1938, en plena guerra, fue proclamado en zona nacional el Fuero del Trabajo, cuya declaración III preconizaba el próximo establecimiento del subsidio familiar, y en su declaración X quedaba pergueñado un bosquejo de programa de Seguridad Social, que preveía asistencia pública para contingen­cias tales como vejez, invalidez, maternidad, accidentes de trabajo, enfermedades profesionales, tuberculosis y paro forzoso, con pretensiones de cobertura total. Evidentemente todo ello no pasó de ser una mera declaración de intenciones: no fue hasta bien entrada la década de los cincuenta cuando se comenzó a articular un —todavía rudimentario— sistema de Seguridad Social.

                Hemos de situar el nacimiento de este sistema en el contexto histórico en el cual se desarrolló el proceso de consolidación de la Administración Pública española. Partimos de la base de que ésta se resentía de una considerable obsolescencia, consecuencia de dos obstáculos fundamentales para su modernización: el estancamiento endémico de la posguerra y el autoritarismo político (23). Tradicionalmente se ha argumentado que la insuficiencia del sistema tributario español, así como la pervivencia de un régimen político refractario, han sido las dos causas clave que explicaban el precario sistema de protección social en sus inicios (desde finales de los cincuenta). De hecho, la mejora de la Seguridad Social coincidió con el inicio de la reforma tributaria y política (es decir, con los famosos pactos de la Moncloa* de 1977).

                Tras la puesta en práctica del Plan de Estabilización a finales de los cincuenta (1959), que pretendía —sin conseguirlo del todo— limitar el intervencionismo y la autarquía heredados del modelo económico del primer franquismo (24), se constituyó, en virtud de la ley de 28 de diciembre de 1963, todo el sistema de Seguridad Social previo al iniciado con los pactos de la Moncloa, que comprendía: 1) seguros obligatorios de enfermedad, maternidad, vejez, invalidez, ayuda familiar, accidentes de trabajo, enfermedades profesionales, etc.; y 2) seguros voluntarios, que incluían pensiones de retiro, dotales, mutualidades de previsión, etc.

                Todos estos eran los seguros de cuya administración se ocupaba el Instituto Nacional de Previsión (INP). Si bien el cuadro de la Seguridad Social estaba casi completo, los aspectos negativos eran considerables: exceso de burocracia, penuria de muchos servicios e insuficiencias de algunas prestaciones (seguros de vejez e invalidez, percepciones familiares, enfermedades profesionales y otros subsidios), y la aparición de entidades paralelas. Éste es el caso de las mutualidades.

                Las mutualidades, con origen en España en 1933, fueron ganando en fuerza en abierta competencia con el INP. En 1946 el Ministerio de Trabajo creó —de cara a centralizar y generalizar este tipo de entidades— el Servicio de Mutualidades y Montes de Piedad («Montepíos») Laborales; en 1954 se pasó a considerar el mutualismo como un sistema de previsión social obligatorio para prestaciones concretas (percepciones de jubilación, de invalidez, de larga enfermedad, de viudedad, de orfandad; así como subsidios de defunción, nupcialidad, mortalidad y otros). Por ello se fijaron unas cuotas de exacción obligatoria.

                En 1963 se dieron más pasos en este sentido: el mutualismo laboral ganó para sí la gestión de los seguros de invalidez permanente y vejez; es decir, lo esencial del régimen de pensiones, de gran importancia cuantitativa. Pero no fue ésta la única novedad: se consignó en los Presupuestos Generales del Estado subvenciones a fondo perdido, y se prohibió el lucro mercantil en las áreas que afectan al funcionamiento de la Seguridad Social (actividades privadas de aseguramiento de accidentes de trabajo y enfermedades profesiona­les, que fueron transferidas a las Mutuas Laborales). Estos cambios se completaron en 1972 con el perfeccionamiento de la financiación del régimen general de la Seguridad Social.

                Llegado el régimen democrático, ésta fue una de las primeras asignaturas pendientes donde se intervino decisivamente. La Seguridad Social siempre fue descalificada por su escasa transparencia contable, su burocratización creciente y su deficiente organización. Con ocasión de los Pactos de la Moncloa, en 1977, se abordaron diversos problemas (gestión, control, inspección, financiación, prestaciones, desempleo y Seguridad Social agraria) y se pusieron las bases del nuevo sistema de Seguridad Social, que ya hemos desarrollado anteriormente. Todo ello fue acompañado por una reforma fiscal (Reforma Ordóñez*) que, aun con sus insuficiencias, estableció los fundamentos de una nueva etapa de gasto público en protección social.

                No hemos de olvidar, sin embargo, que la expansión del gasto público, desde finales de los años setenta, se explica fundamentalmente por motivos políticos e institucionales: la democratización, tras la muerte de Franco, permitió que las demandas sociales de aumento del gasto público, contenidas durante mucho tiempo, se desencadenaran abruptamente, lo que repercutió en los presupuestos públicos y en el déficit de caja del Estado. Los acuerdos que hicieron posible la transición hacia la democracia, los Pactos de la Moncloa, exigieron como contrapartida social importantes aumentos del gasto público. A ello hemos de añadirle el efecto de la crisis, que se tradujo en un mayor volumen de gasto por desempleo, en subvenciones y bonificaciones a las empresas, y en un alud de jubilaciones anticipadas.

                Con el gobierno socialista de Felipe González la política social adquirió un carácter ambivalente: si por un lado se generalizaron las prestaciones sanitarias a la práctica totalidad de la población, y se mejoraron y extendieron las pensiones (contributivas y no contributivas), un análisis agregado en números relativos (en relación al PIB) indica que el esfuerzo de protección social avanzó lentamente, suponiendo una ralentización, e incluso —en varios apartados, como las prestaciones por desempleo, las farmacéuticas o sanitarias, así como la computación de años cotizados, etc.— una restricción del esfuerzo de protección social:

                «Se adopta una línea de acción que reduce los programas de bienestar y los servicios sociales a un mínimo, dejando el resto en manos del mercado, que rentabiliza así los agujeros que deja la acción pública. En España ello se traduce en una limitación estricta e incluso recorte de los recursos dedicados al gasto social, cuya proporción respecto al PIB se mantiene constante desde 1985, aunque simultáneamente se extienden las prestaciones y los servicios sociales y se incrementa la población protegida. En la actualidad puede hablarse de un Estado del Bienestar consolidado, pero raquítico, y a considerable distancia de los niveles europeos» (25).


 

3. Problemática contemporánea de la Segu­ridad Social

         El Estado Providencia de la Europa desarrollada, que se creía firmemente consolidado, en las dos últimas décadas del siglo XX experimenta una crisis sin precedentes atribuible a variadas motivaciones: el envejecimiento de la población, la precarización en el mercado del trabajo, las nuevas formas de estructuración de la vida familiar y social... Todo ello impacta sobre un contexto de crisis estructural larvada, paro generaliza­do, inflación sostenida, elevado déficit público y reestructura­ción económica, lo cual desencadena la aparición de fuertes déficits en las finanzas de la Seguridad Social, muy difíciles de asumir en un marco económico caracterizado por las fuertes presiones de los principales desequilibrios financieros (infla­ción, déficit, tasa de cambio) y de la economía real (tasa de paro, competitividad, rigidez de las estructuras productivas y laborales, etc.), así como por el corsé sobrevenido del proceso de convergencia de la Unión Europea.

3.1. La «bomba demográfica»

         Si en el conjunto de la Humanidad la explosión demográfica (el incesante aumento de la población, con un nivel de recursos limitado) es la principal preocupación, en el mundo desarrollado el problema es diametralmente opuesto: de qué manera mantener un sistema productivo en el cual cada vez hay menos miembros cotizantes por cada pensionista perceptor. Más concretamente: cómo hacer frente al acelerado envejecimiento de la población con un nivel de recursos dado. El contexto demográfico se encamina hacia una disminución en el número de ciudadanos activos y, por lo tanto, de cotizantes.

         Con la tabla 2 comprenderemos el alcance de estas palabras: podemos comprobar cómo —en España— en el período 1977-93, mientras la tasa de paro prácticamente se quintuplica (según datos de la Encuesta de Población Activa, que, como es sabido, discrepan de los del paro registrado en las oficinas de empleo), el número de cotizantes tiene sólo una ligera tendencia a subir y, en cambio, el número de pensionistas aumenta en un 74%. En resumen, podemos obtener dos conclusiones básicas: 1) mientras que en 1977 tres miembros activos sostenían un pensionista, esta relación se reduce a 2/1 en 1993; y 2) a ello le hemos de añadir el pesado fardo de las prestaciones por desempleo (26).

         Por ello es necesario subrayar con insistencia lo siguiente: el fenómeno de la jubilación masiva (y en especial la anticipada) es un hecho reciente; efectivamente, hasta hace poco tiempo, lo sociedad sólo había de hacer frente al envejecimiento de un número limitado de miembros de cada generación, pero en el momento actual comprobamos que son generaciones en bloque las que se incorporan a la categoría de pensionistas: «Hemos pasado de tener que atender a los ancianos de la tribu al problema mucho más amplio de comprobar que es la tribu misma la que se ha hecho anciana» (27).

         (Existe una corriente de opinión que aboga por otorgar a los mayores un mayor protagonismo y capacidad de decisión de su futuro, por ejemplo haciendo facultativa la decisión de continuar la actividad laboral a partir de la edad de retiro estipulada por ley; si bien ello puede tener implicaciones peligrosas —esta medida puede hacer al sistema vulnerable al fraude y al abuso—, no deja de ser una propuesta digna de estudio, que en absoluto se opone a la que aboga por lo contrario, es decir, disminuir el tiempo laboral para repartir el trabajo. Ahí están por ejemplo las múltiples iniciativas de integración —voluntaria­— no remunerada de numerosos de nuestros mayores en tareas de interés social. Éste es un tema que por su complejidad no podemos tratar aquí; quede, sin embargo, como una reflexión a desarrollar por el lector.)

         Ello, que por otro lado, es indicativo de una apreciable —y bienvenida— mejora de las condiciones de vida, y consecuentemente de un alargamiento de las expectativas de vida de la población (50 años en 1940, frente a 77 años en 1993), va acompañado por el hecho de que la tasa de fecundidad femenina (y por lo tanto de reemplazamiento) está bajo mínimos (1,2 hijos por mujer fértil, de las más bajas del mundo). Así pues, a unas ya sombrías perspectivas futuras en el compromiso de cubrir los costes de financiación de las pensiones (que, sin embargo, irán acompañadas por la eliminación de los efectos sobre el empleo del «boom» demográfico del desarrollismo), hemos de añadir la incapacidad de prever la respuesta ante este desafío de un sistema de protección social aún en sus albores, «inmaduro». Sólo basta con recordar que a mediados de los años noventa una buena parte de los pensionistas obtienen sus prestaciones habiendo cotizado tan sólo una parte de su vida laboral activa. La factura demográfica, así pues, será endosada a las generaciones futuras.

         A medio plazo, según las previsiones demográficas, no parece previsible un aumento considerable del número de pensiones (hasta el 2005 aproximadamente no está previsto que se dejen de sentir los efectos de la brecha demográfica de los años treinta). Es a largo plazo, sin embargo, cuando habrán de agudizarse los problemas; especialmente a partir del 2025 es previsible un aumento importante de la cantidad de población pensionista, a causa del «boom» demográfico iniciado durante la década de los años 60 (28). Este fenómeno de envejecimiento de la población es general en la práctica totalidad de los países del área de la OCDE.

         Las consecuencias de este proceso son previsibles: el coste del envejecimiento —en vías de progresión continuada— se dejará sentir especialmente sobre el sector pensiones y el sector sanitario de la Seguridad Social. Hay quien vaticina un nuevo género de lucha de clases, que recibiría el nombre de «lucha generacional», y que reflejaría el brutal volumen de ingresos fiscales necesario de cara a mantener los niveles actuales de protección social (el dilema está servido: desmantelamiento del sistema de protección social, es decir, retornar a la ley de la selva, o bien el ajuste de cinturones). Las implicaciones de esta polémica, en un contexto de creciente dualización social, son pavorosas.

         (Sin embargo, cabe destacar que este dilema parte de varios sofismas. Uno de ellos es el de pensar que nos situamos en un marco cerrado. Si por el contrario consideramos que nos encontra­mos en un marco global, dinámico y abierto al exterior —en el que la fractura demográfica seguirá amenazando la viabilidad futura del sistema de pensiones—, el supuesto problema de la falta de población activa que sostenga el sistema de protección social a través de sus cotizaciones —si es que se mantiene vigente el sistema de reparto— se demostrará una falacia, pues, precisamen­te, una de las claves del futuro será la integración de grandes masas de población inmigrada —sin costo alguno para el Estado—, que puede llenar esa brecha entre la cifra de cotizantes y la de perceptores pasivos; y recordemos asimismo que después del «boom» previsible —a partir del 2025— de pensionistas, más a largo plazo —aproxima­damente a partir del 2040— es previsible que se produzca el fenómeno contrario, es decir, la significativa reducción del número de pensionistas al jubilarse «la generación de la crisis».)

         Anteriormente hemos hecho referencia a un fenómeno reciente y no menos preocupante: la pérdida de lazos familiares. No sólo cambian las estructuras demográficas, también lo hacen las sociales; es así como la tendencia del momento, en los países más desarrollados, se encamina hacia el relajamiento de los vínculos familiares, hacia el crecimiento de las familias monoparentales e informales. Se ha de tener en cuenta que, tradicionalmente, la solidaridad intergeneracional dentro de las familias había servido de colchón amortiguador de situaciones de pobreza o precariedad, supliendo hasta cierto punto la actuación del Estado; la desestructuración de la familia pone en crisis este sistema: los vínculos solidarios dentro de la familia se pierden, sin que el Estado —endeudado y sin medios suficientes— pueda suplir enteramente su papel.

3.2. El fin de las vacas gordas

         A mediados de los años 70 los países europeos se enfrentaron con el cúmulo de problemas derivados de la primera crisis del petróleo:

         «Algunos de estos problemas eran desequilibrios macroeconó­micos que se expresaban en aceleraciones de la tasa de inflación, déficit de la balanza de pagos y debilitamiento de los niveles de actividad. Otros eran problemas de asignación de los recursos productivos para empresas, sectores y economías nacionales como resultado de las innovaciones tecnológicas, de las variaciones de los precios relativos y de los cambios en la estructura internacional de ventajas comparativas. Pero tanto las sociedades como los Gobiernos, habituados a varias décadas de prosperidad, se resistían a aceptar que aquel cambio de circunstancias era profundo y duradero» (29).

         Ante la repentina generalización de las necesidades sociales emergentes tras la crisis estructural de finales de los setenta, los Gobiernos optaron por la extensión de la protección social, sin que ello fuera acompañado —por lo general— por la adopción de políticas de ajuste por lo que se refiere a otros déficits estructurales (es decir, en un primer momento se optó por tapar huecos en el macroagregado de la demanda y el consumo de bienes y servicios sociales, y se dejó tal cual el de la oferta, sin atender a sus evidentes síntomas de obsolescencia, tanto por lo que se refiere al capital fijo como a ciertas categorías de relaciones laborales).

         Sin embargo, estas medidas chocaron con nuevas realidades que pusieron en grave situación el equilibrio financiero del sistema de protección social: 1) una importante disminución de las cotizaciones, que se produjo a causa de la contracción en el empleo; 2) un rápido crecimiento —colateral— de los gastos en indemnización y en subsidios por desempleo; 3) un paulatino envejecimiento de la población, así como un descontrol de las pensiones de jubilación anticipada, de invalidez y de enfermedad; 4) una fuerte presión sobre el sistema sanitario, como consecuen­cia del aumento de su cobertura; y 5) nuevas demandas en asistencia social, como consecuencia de las situaciones de marginalidad provocadas por la crisis y la descomposición de los ligámenes familiares.

         Un nuevo fenómeno, conocido por «nueva pobreza», añadiría crecientes y urgentes necesidades a la ya de por sí colapsada acción protectora pública. Es así como se incorpora­rían nuevos actores en la lucha por la mitigación de la miseria, el abandono y la deriva social: las entidades de carácter privado sin ánimo de lucro denominadas Organizaciones No Gubernamentales (ONG). Las entidades territoriales también se implican en la solución de muchos de estos problemas (aunque la magnitud de las necesidades convierten estos esfuerzos en simples paliativos que poco pueden hacer por mitigar el alcance global de las carencias sociales, y menos aún por atajar de raíz sus causas originarias).

         Aquí hemos de añadir otro factor explicativo de los «males de la crisis»: la creciente dualización del mercado de trabajo. La emergencia de una franja cada vez más importante de población asalariada que desempeña labores a tiempo parcial o a precario invita a reexaminar las formas de adquisición del derecho a recibir prestaciones sociales.

3.3. La integración social europea

         La construcción de la política social comunitaria se fue gestando, en su mayor parte, durante la década de los años ochenta, pues lo que recibía el nombre de Base Social del Tratado de Roma (1975) no permitía hablar con propiedad de política social comunitaria. Las escasas medidas de carácter social (artículos 117 a 128) tenían una relación de subalternancia y marginalidad respecto del componente económico del Tratado de Roma.

         Los desequilibrios y problemas sociales creados por el desarrollo industrial dictaron la necesidad de profundizar en este aspecto: en 1974 el Consejo aprobó el programa de política social, que se limitaba a establecer objetivos de carácter laboral y avanzaba el principio de subsidiariedad (no se debe ejercer, a nivel comunitario, una función que pueda ser llevada a cabo en otros niveles administrativos más cercanos al ciudada­no).

         Tras unos años de sequía en el campo de la política social, si acaso focalizada en el mercado de trabajo (como consecuencia de la crisis económica y, consiguientemente, del paro), en 1981 surge el concepto espacio social europeo, en un memorándum del gobierno francés que intentaba hacer frente a las tendencias regresivas y desreguladoras impulsadas por algunos Estados miembros. Este memorándum trataba de acabar con la visión de marginalidad y subalternancia de la política social, aunque nació con la tara evidente de su indefinición conceptual, que se fue arrastrando din dar una respuesta clarificadora. El Consejo de 1984, sobre el memorándum francés, llegó a las siguientes conclusiones:

         «La Comunidad no podrá reforzar su cohesión económica ante la competencia internacional si al mismo tiempo no refuerza su cohesión social. La política social ha de, por tanto, ser desarrollada, a nivel comunitario, de la misma manera que la política económica, monetaria e industrial» (30).

         Esta declaración, recogida de nuevo en el Programa de la Comisión de 1985, que propone la creación de un espacio europeo organizado, armónico y cohesionado, intenta ante todo impedir que la creación del mercado interior pueda aportar ventajas compara­tivas* a unos en detrimento de otros, mediante el recurso a prácticas de dumping social*.

         El objetivo de la cohesión económica y social y del espacio social europeo habría de ser, en consecuencia, el punto focal donde se concentrarían las distintas políticas comunitarias en el futuro (o al menos así lo pretendía la Comisión, con J. Delors al frente). Los siguientes pasos en este sentido serían la aprobación del Acta Única (julio de 1987), que completa el tratado de Roma, tanto en lo que respecta a la política social (nuevos artículos 118 A y B), como a la cohesión económica y social (artículos 130 A, B y C), y posteriormente la llamada «Carta Social» y la puesta en marcha de la nueva fase de Unión Europea (económica, monetaria y política) (31).

         No nos detendremos más en estos asuntos, pues evidentemente no es éste el objetivo que nos impulsa (aunque hay aspectos colaterales que guarden relación con el mismo: el debate en torno al grado de armonización u homogeneización de la normativa comunitaria en materia de política social; el debate sobre las políticas de cohesión; o sobre cómo prevenir el dumping social a escala europea; o sobre el diálogo social, etc.). Hay, sin embargo, dos aspectos que nos interesan sobremanera, ya que conectan lateralmente con la temática que nos ocupa: la armoniza­ción de las políticas fiscales y la coordinación de las políticas de Seguridad Social.

         En relación al primer punto antes señalado, el Acta Única modificó ciertas disposiciones del Tratado de Roma que versaban sobre fiscalidad, sobre todo por lo que se refiere al IVA y los impuestos indirectos; respecto a los impuestos directos, la Comisión se limita a intentar aproximar las estructuras de los impuestos de Sociedades, cosa que no aporta ningún resultado práctico; igualmente, pretende acabar con la doble imposición* de la empresas (por lo que respecta a las transacciones comercia­les entre países de la Unión Europea), es decir, con las fronteras fiscales.

         Respecto a las políticas de coordinación de los diferentes sistemas de Seguridad Social, lo que el Acta Única señala es lo siguiente: 1) la igualdad de trato de trabajadores emigrantes y nacionales (si son de la Unión Europea); 2) la totalización de los períodos de cotización y paro, con independencia del país donde hayan tenido lugar; y 3) la posibilidad de transferir las prestaciones concedidas en un Estado miembro a otro. En definiti­va, en el Acta Única no se abordan a fondo los problemas de la Seguridad Social, sino más bien se acepta el mantenimiento de los diferentes sistemas en su diversidad, y se establece un mecanismo de coordinación entre ellos, de forma que no se obstaculice la libre circulación de capitales y trabajadores.

         Por lo que se refiere a la mejora de las condiciones de vida, se deja al azar del «proceso» (eso sí, de naturaleza «voluntaria» y «persuasiva», es decir, no vinculante) la armonización de los sistemas sociales, así como la aproximación de las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas. Aquí, nuevamente, se deja caer una «concesión»: la adopción de un objetivo tendente a la coordinación (entiéndase, no armoniza­ción) de los sistemas.

         En resumen, tras este arduo proceso de construcción europea, lo único que se consigue en lo tocante a la política social es un gran fardo de objetivos vacíos de contenido, un indefinible propósito de coordinación de sistemas (en atención a completar el mercado único) y una asunción de facto de las diferencias sociales que esta falta de concreción pueda generar (pues difícilmente el vago concepto de «cohesión económica y social» puede resolver los déficits normativos sancionados por esta indefinición armonizadora). Mientras tanto, los sistemas de Seguridad Social nacionales siguen siendo fieles a su lógica particular (32). Las instituciones comunitarias no se sustraen de la confusa visión minimalista que, por lo que se refiere al tema que nos ocupa, impone el principio de «subsidiariedad» al cuadro normativo en materia social y fiscal, pero no en materia de libre circulación de mercancías y capitales, haciendo bueno el reproche que acusa a la Unión Europea de ser tal unión en lo económico, pero no en el bienestar de sus ciudadanos. En aras del consenso, se renuncia a armonizar lo imprescindible en aras a evitar o cuanto menos contrarrestar el previsible proceso de dualización europea (es decir, la profundización del gap* existente entre los estados más ricos, y los más pobres, así como las tendencias a la deslocalización* económica y al dumping social entre unos países y otros):

         «Suponiendo que no se produzcan cambios importantes en el apoyo político a las regiones menos favorecidas, lo más probable es que el modelo de desarrollo económico europeo a medio plazo esté desequilibrado. Se preve que las ventajas iniciales de un mercado único (MU), la unión económica y monetaria (UEM) y las medidas relacionadas corresponde­rán desproporcionadamente a los países más favorecidos y a sus regiones más prósperas. En la medida que crea "áreas de excelencia" en inversión e innovación, haciendo que Europa sea más competitiva a escala mundial, este desequilibrio habría de permitir un crecimiento más rápido de la Comunidad, lo que podría corresponderse con los intereses a largo plazo de las regiones más favorecidas, pero sólo si se cuenta con instrumentos que garanticen que los beneficios se distribuyen equitativamente. Pero en ausencia de una acción política, es probable una ampliación de las disparidades económicas y, también, que algunas regiones hasta el momento favorecidas queden descolgadas» (33).

3.4. La paradoja de la productividad

         Un interesante estudio sobre diferentes sistemas alternati­vos de financiación de la Seguridad Social en Europa aporta datos sorprendentes y al mismo tiempo clarificadores (en sintonía con la, según muchos, periclitada teoría marxista sobre la ley tendencial de disminución de la tasa de beneficio* a medida que aumenta la composición orgánica de capital*). Según este trabajo, si se compara (a escala europea) el período 1973-81 (años de fuerte crisis) con el período 1960-73, se observaría que el producto bruto agregado per capita disminuyó en términos relativos un 2,5% anual, pero la sustitución capital/trabajo sólo explicaría de un 0,2 a un 0,5% de este retroceso (el resto sería debido al descenso de la productividad global de los factores de producción) (34).

         El capital por asalariado y por unidad de producción habría ido en aumento, mientras que la tasa de productividad se habría reducido. Simultáneamente, se observaría una tendencia acentuada a la desindustrializa­ción, mientras que los costes salariales aumentarían en parte a causa de la subida de las cuotas sociales, y por su parte los costes de capital se habrían reducido a causa de diversos estímulos a la inversión (subvenciones directas, rebajas fiscales y bonificaciones de tipos impositivos).

         (No olvidemos que en buena parte la disminución de la tasa de beneficio viene dada por la infrautilización del equipo productivo —a consecuencia de la reducción del consumo agregado— y, por consiguiente, por los amplios costes de marcha en vacío*, que reducen los beneficios al ejercer un apalancamiento* operativo sobre el capítulo de los costes de producción: la necesidad de aprovechar las coyunturas expansivas, y de mantener una cierta competitividad, obliga a las empresas a tener un exceso de capacidad productiva, que únicamente puede adquirirse mediante el crecimiento y la puesta al día tecnológica de su equipo capital. Por último, recordemos que el avance de la terciarización reduce —estadística­mente— la productividad global del trabajo, como comprobamos en la primera sección. Todo ello explicaría en parte este fenómeno, análogo al que denominamos en su momento como paradoja de Solow*.)

         De ahí podemos extraer la conclusión de que un aumento demasiado acusado de la relación entre capital y trabajo (la llamada composición orgánica del capital), o una disminución de este último (ya sea mediante estímulos positivos —bonificaciones del capital— o negativos —encarecimiento de la mano de obra cualificada—), acompañado por una contracción del consumo, haría que descendiera la productividad del trabajo (es decir, la producción por unidad laboral): ya sea a causa del principio ricardiano de los rendimientos decrecientes* (reducción marginal de la productividad del capital respecto al trabajo); ya sea por la pertinencia del razonamiento conocido como paradoja de Solow (deseconomías en la aplicación del cambio técnico) cuando el cambio técnico no va acompañado por una correlativa transforma­ción de las estructuras organizativas y de los procesos producti­vos; o bien por la simple disminución del producto agregado a causa de la disminución del consumo agregado.

         Pero una disminución de la productividad del trabajo (que, como veremos un poco más adelante, viene dada tanto por la disminución del producto agregado como respuesta a la contracción del consumo, como por los cambios en la función de producción* empleada) no tiene necesariamente por qué entrar en contradicción con un aumento de la productividad aparente* del trabajo, es decir, la explicada por la aplicación del mismo o más volumen de capital con una población ocupada menor, a través de las posibilidades que permite —en una función de producción dada— la introducción del cambio técnico.

         Este aumento de la productividad aparente en cada empresa por separado, simultáneo a la disminución de la productividad del trabajo a escala global, se traduciría en un aumento del coste relativo del trabajo cualificado (por el efecto de tres factores: aumento de las cotizaciones sociales, mayor especialización y mayor productividad —aparente— por unidad laboral, que necesaria­mente se traduce en mayores remuneraciones) en relación al capital. Ello induciría a las empresas a sustituir técnicas antiguas —obsoletas— por técnicas punteras que economizaran todavía más en factor trabajo. (No olvidemos que tales aumentos salariales se producirían en los puestos de trabajo centrales, pero como veremos en su momento, una alta tasa de desempleo y de precarización arrastraría a la baja a las rentas salariales en su conjunto.)

         El precio a pagar por el sistema económico en su conjunto se traduce en pérdida de niveles de consumo, y por lo tanto de crecimiento, empleo y beneficios empresariales (recordemos el efecto de apalancamiento operativo ya referido), lo que acentúa el bucle crisis® disminución del producto agregado® disminución de la productividad global del trabajo® aumento de capital técnico® disminución de la población activa (con aumento de la productividad aparente)® disminución del consumo® crisis.

         Recordemos que la variable cambio técnico, que tradicional­mente ha contrarrestado la tendencia a la disminución de la tasa de ganancia (el llamado estado estacionario* de los clásicos), mediante la introducción de factor capital renovado con un nivel dado de trabajo (según el paradigma schumpeteriano de innova­ción*), en los últimos años, como venimos diciendo, da señales de agotamiento en su influencia benéfica, ya sea por las deseconomías negativas en la aplicación de la tecnología, por la rápida y creciente obsolescencia* del equipo capital, por las limitaciones y regulaciones gubernamentales, por la creciente globalización* de los mercados (y la competencia desleal de los países que aplican el dumping social*), o por la despiadada competencia monopolística* u oligopolística* que reduce o anula las ventajas de las economías de escala* de las empresas más innovadoras.

         Cualquiera que sea la clave de esta tendencia hacia la contracción de los resultados de las empresas (a escala global), lo cierto es que la carrera por la innovación está teniendo unos resultados indeseables: un fuerte impacto sobre los beneficios y el empleo (35). ¿Prefigura ello una sociedad robotizada de alto desempleo o subempleo? Efectuar tal previsión sería hacer ciencia-ficción. (Remitimos al lector a la consulta del capítulo cuarto de la primera sección.)

         Este proceso, cómo no, afectaría irremediablemente al cuerpo social: al disminuir la ocupación, aumentaría el paro tecnológi­co*, que acabaría por convertirse en estructural. Ello reduciría la población ocupada cotizante y disminuiría las posibilidades de financiación del sistema de Seguridad Social, y a la vez aumentaría las necesidades de protección social para atender a la población afectada por el paro tecnológico.

         En tales condiciones, la financiación de los gastos sociales se haría difícil y problemática: se ha cuestionado la superviven­cia del Estado del Bienestar y se ha hablado de la crisis del Estado protector. Se ha ofrecido incluso una visión apocalíptica del sistema público de protección social, supuestamente abocado a la bancarrota.

3.5. La discusión entre los principios de solidaridad y de responsabilidad

         En el cuadro de texto número 3 se expresan los argumentos que fundamentan la creencia, entre ciertos círculos liberales, de que el Estado del Bienestar está haciendo más daño que bien al tejido social y económico (a los incentivos para trabajar y ahorrar, al fondo de capital que permite acumular, etc.) Básicamente se razona en términos de eficiencia, dejando al margen criterios de equidad, pues —se arguye— si se perjudica el tejido productivo mediante regulaciones e interferencias externas (gastos, transferencias y detracciones impositivas de carácter público) se laminan los recursos que —en una economía libre— generan riqueza.

         En este punto no nos limitaremos a reflexionar sobre la justificación «economicista» de las respectivas posturas (la que defiende la responsabilidad frente a la que antepone la solidari­dad) sino que, además, abordaremos argumentos de claro contenido moral y político. Comencemos por la visión denominada conservado­ra. Ésta, por supuesto, defiende la noción de «responsabilidad» porque sería la que más se ajusta al principio de que cada uno es libre de actuar como le plazca, siempre que se haga responsa­ble de sus actos:

         «La libertad no sólo significa que el individuo tiene la oportunidad y responsabilidad de la elección, sino también que debe soportar las consecuencias de sus acciones y recibir alabanzas o censuras por ellas. La libertad y la responsabilidad son inseparables» (36).

         Los conservadores consideran que el establecimiento de políticas globales de protección social, lejos de asegurar la libertad y la independencia de las personas beneficiadas (y de la sociedad en su conjunto), las encadena a un estado de pasividad y sujeción que, a la postre, perpetúa su situación de precariedad. Esta dependencia se traduciría en una sutil tiranía que sofocaría las ansias de libertad de los individuos, sobre todo la de aquellos individuos «industriosos» que no se sienten responsables del bienestar de los demás:

         «El individuo debía perseguir su propio interés con la mínima interferencia, de ahí que la crítica fundamental a los programas sociales se centrara en su incidencia negativa sobre la iniciativa individual. La dependencia de la beneficencia, se argüía, se había convertido para algunos en un "modo de vivir", en "la falsa economía de la parsimonia". Se llegó a hablar de una "cultura de la pobreza", para explicar que ésta respondía a características intrínsecas de los pobres y no al producto acabado de unos males sociales que podían solucionarse. El peligro de tal concepción residía, como advirtiera una reformado­ra social, en la facilidad con que se pasaba a "la acusación de que los pobres tienen la culpa de serlo"» (37).

         (No profundizaremos en otros evidentes corolarios que se pueden extraer de este análisis. A este respecto, consúltese el capítulo quinto de la segunda sección.)

         Los representantes más conspicuos del neoliberalismo (sería el caso de F. A. Hayek) identifican esta intromisión del Estado en la libre decisión del rico —por lo que respecta a su voluntad soberana de asistir o no al pobre— con puro y simple socialismo, obviando el hecho de que «a pesar de las intensas emociones suscitadas por la aparición del socialismo, la adaptación del Estado liberal a las necesidades del Estado de bienestar no tuvo nunca nada que ver con la construcción de una sociedad utópica ni dejó a los gobiernos al arbitrio de las sucesivas exigencias» (38). La aparición de los Estados de Bienestar ha sido un proceso gradual, natural, fruto de los avances en la productividad (generación de nueva riqueza), de los cambios en las mentalidades (humanismo) y de la creación de un nuevo clima social proclive al pacto y a la concordia social (en relación a la cultura del conflicto). No reconocer este hecho equivale a retrotraerse a una cultura política ya superada.

         En la órbita de las justificaciones de orden económico, los conservadores más recalcitrantes hacen más hincapié en la esfera de la eficiencia que en la de la equidad: es decir, anteponen el principio de azar moral (promediación de la responsabilidad) al principio de selección adversa (promediación del riesgo); nótese que ello equivale a anteponer la responsabilidad a la solidari­dad. A efectos prácticos, esta pretensión equivaldría al abandono de la noción de seguro social (que garantiza automáticamente el derecho a las prestaciones al verificarse la contingencia prevista) en beneficio del de asistencia (es decir, la interven­ción ad hoc, discrecional, para la reparación de los daños producidos por la contingencia, o hecho previsto). Lo que implica una minusvaloración de la impronta ética que informa a todo el sistema de seguro social: es decir, la que supera el concepto de beneficencia, compasión o piedad voluntarista, y lo sustituye por la obligación universal de la colectividad con respecto a los ciudadanos, sea cual sea la situación subjetiva del beneficiario (en otras palabras, la que pasa del derecho negativo al derecho positivo) (39).

         Frente a la visión catastrofista de los conservadores, que claman contra la supuesta pérdida de referentes de libertad y responsabilidad, otros autores progresistas alegan que no se puede contemplar el panorama social sin tener en cuenta el marco de posibilidades tecnológicas y económicas dado, así como los cambios en los valores y las pautas sociales. John Hicks afirma que esta sociedad puede (y debe) cuidar más de sus ciudadanos sencillamente porque es más rica, y desde el momento en que la riqueza no tiene sentido si no produce un beneficio tangible, la sociedad no sólo tiene el derecho, sino también la obligación de su disfrute y de su más justo reparto:

         «No somos tan "ricos" como para que haya desaparecido la necesidad de más riqueza; pero esa necesidad se ha hecho relativamente menos urgente. En consecuencia, los problemas de la combinación de la seguridad con la libertad, la equidad con la responsabilidad, pasan al primer plano» (40).

         Por otro lado, J. K. Galbraith señala cómo la seguridad, en lugar de ser una carga para el sistema, permite mejorar la «motivación» de la población, disminuir deseconomías y costos sociales, y optimizar su funcionamiento:

         «(...) La creciente preocupación por la seguridad, lejos de estar en conflicto con un aumento de la productividad, contribuía al establecimiento de un ritmo muy acelarado de progreso. Los aumentos más impresionantes en la producción de los Estados Unidos y otros países occidentales han tenido lugar a partir del momento en que los hombres comenzaron a preocuparse de la reducción de los riesgos propios del sistema de mercado» (41).

         Más allá de las justificaciones doctrinales de los intelec­tuales y los estudiosos, lo que cuenta es el saldo que deja el sistema de protección social, no sólo en lo económico sino también en lo social. Si el sistema de protección social resuelve o no los problemas básicos protegidos por él (salud, seguridad económica, incertidumbre) es el dilema importante; las disquisi­ciones eruditas o filosóficas son lo de menos. Por lo pronto, en el siguiente capítulo nos centraremos en las distintas modalida­des de financiación y protección en diversos países del entorno social y económico occidental.



 

4. Estudio comparativo de diferentes mode­los de protección social

         Para abordar con realismo el análisis de esta materia comenzaremos haciendo un breve examen de un muestrario represen­tativo de los modelos de protección social extendidos por los diversos países desarrollados. En él encontramos un amplio abanico de posibilidades que abarcan desde soluciones privatistas hasta otras universalistas basadas en el objetivo de solidaridad social.

4.1. Presión fiscal y costes laborales

                Un estudio de los diferentes sistemas de protección social quedaría incompleto si no se incardinase en el contexto de la política fiscal desarrollada en cada país. En relación a ello, en la tabla 3 hemos realizado un breve repaso de las diferentes políticas aplicadas en la Unión Europea, así como en algunos países de la OCDE. Desgraciadamente no hemos podido darle un enfoque diacrónico para no cargar sobremanera el discurso. (El sacrificio de la variable «exhaustividad» se hace imprescindible, incluso a costa de renunciar a matizaciones en ocasiones necesarias.)

                Como ya hemos anticipado reiteradamente nos centraremos en la situación relativa de España como punto de referencia de nuestro análisis. A partir del repaso efectuado sobre los datos disponibles, hemos llegado a las siguientes conclusiones:

                1) Por lo que se refiere a la presión fiscal*, en 1992, en términos absolutos, España se situaría en la cola de la UE, y respecto a los países de la OCDE reseñados, sólo por encima de Estados Unidos, Suiza y Japón. Pero la impresión es engañosa, pues no tiene en cuenta el grado de desarrollo: en relación al esfuerzo fiscal* (es decir, la presión fiscal ajustada al nivel de riqueza por habitante, en términos de paridad de poder de compra), España se sitúa en torno a la media comunitaria (0,295 frente a 0,290). Hemos de recordar que el «esfuerzo fiscal» es un índice que corrige la «presión fiscal» en términos absolutos, referente no válido a la hora de hacer comparaciones entre países. Si relacionamos su esfuerzo fiscal con el de los países de referencia de la OCDE, supera al de todos ellos (excepto al de Suecia) en una proporción más que apreciable.

                2) Una segunda conclusión sería el salto experimentado, entre 1980 y 1992, por su nivel de presión fiscal respecto al de los países de su entorno. Efectivamente, podemos establecer tres categorías: una primera sería la de países donde los ingresos fiscales se han estancado, o incluso se reducen (sería el caso de Reino Unido, Bélgica, Francia, Alemania, Holanda, USA, Suecia y Suiza); una segunda categoría sería la de países donde han experimentado un avance moderado (Dinamarca, Irlanda, Portugal, Canadá, Japón y Luxemburgo); la última engloba los países donde han experimentado un fuerte aumento (Grecia, Italia y España). Como es manifiesto, el salto más espectacular lo comparten Italia y España. Salvando las distancias, podemos hacer un símil organicista al decir que nos encontramos con tres diferentes niveles de consolidación de los sistemas fiscales: sistemas jóvenes (el caso de España o Italia), sistemas maduros (el de Francia), y seniles (el de Holanda, y, hasta recientemente, Alemania).

                3) Por lo que respecta a Deuda Pública, con datos de 1993, el Estado Español estaba en las posiciones de cola (por detrás de Luxemburgo, Alemania y Reino Unido), aún lejos de la media comunitaria, que era de un 76%. El nivel de déficit público anual se situaba en un 7,3%, lo que hacía más que previsible que el gap que le separaba de Europa por lo que se refiere a la Deuda se recortase rápidamente (tan sólo era superado por el Reino Unido, Italia y Grecia).

                En definitiva, podemos obtener las siguientes conclusiones: 1) España, en esa fecha, se encuentra, en cifras absolutas, por debajo de la presión fiscal media comunitaria, aunque en términos de esfuerzo fiscal por habitante se sitúa en el promedio; 2) la tasa de crecimiento de su presión fiscal, en la década de los ochenta, ha sido —con mucho— junto con Italia, la más alta; 3) su tasa de endeudamiento, ya sea en términos de Deuda Pública como de Déficit Público, se coloca a niveles homologables con los de los países avanzados de la UE, sin que deje por ello de ser preocupante. Es con respecto a otros países de la OCDE, como hemos visto, donde se marcan las principales diferencias. Por lo demás, se puede afirmar que en general los niveles de convergencia han ido en aumento durante la última década. Más adelante veremos que tal convergencia en los ingresos no se ha traducido en una equiparación de las prestaciones sociales.

                En la tabla 4 nos hemos centrado en hacer un desglose de los principales componentes del coste laboral y de su nivel relativo en los diferentes países de la UE (42). Los datos nos servirán como referencia a la hora de hacer un estudio comparativo. España, con datos referentes a 1992, se situaba —en términos de paridad de poder de compra* corriente— a un nivel nada desprecia­ble del 94% respecto del promedio europeo. En términos de coste laboral por hora esta relación se mantiene, como podemos ver en la misma tabla.

                La evolución de la renta salarial media bruta por hora y asalariado (1985 base 100), en el caso de España, es la tercera más alta, tras Grecia y Portugal, en gran parte a consecuencia de las repercusiones de la huelga general de diciembre de 1988, que desató una espiral inflacionista que se mantuvo hasta 1992. Sin embargo, la remuneración media anual no sigue la misma tónica, estando incluso por debajo de la europea (105% frente a un 107%), con una base de referencia situada en 1985. Podemos observar que el estado inicial de los salarios anuales estaba francamente por debajo de la media, por lo cual se colige que la progresión media anual del 2,6% entre 1970 y 1985 se ha visto frenada bruscamente a partir de este último año, incluso en relación con el resto de países de la UE.

                Evidentemente sólo cabe una explicación: el modelo laboral precarizador puesto en marcha por el gobierno socialista a partir de 1984. El trabajo precario aumentó el número de asalariados, a costa de congelar o incluso recortar la remuneración global de los trabajadores con carácter temporal, en abierta discriminación respecto a los trabajadores fijos; aunque este proceso regresivo no afectase a los trabajadores estables (no es el caso en este momento, pero en el período considerado habían ganado significativamente en poder adquisitivo), el volumen en remuneraciones, si bien en números absolutos aumenta (el aumento de la remuneración por hora sería una buena muestra de ello), en relación al aumento del número de trabajadores en condiciones precarias se ve congelado, por lo cual la renta salarial media en 1992 no gana significativamente en poder adquisitivo «por asalariado» respecto a 1985, en paridad de poder de compra de 1985. Ello explicaría que en términos de remuneración por hora el trabajador en España gane en poder adquisitivo y que en términos de volumen de remuneraciones la remuneración media se estanque (43).

                (Esta reflexión, que es convenientemente matizada en otro apartado, no nos ha de hacer olvidar otras dos variables además de la salarial: la competitividad exterior y la tasa de desempleo. Si bien refrenda lo ya apuntado en la sección primera, capítulo quinto, al referirnos al factor precio del trabajo: en concreto, por lo que se refiere al supuesto efecto erosionador de los salarios sobre los beneficios.)

                Finalmente, según la Encuesta Laboral, a partir de datos de 1988, comprobamos cómo España se colocaba en la línea comunitaria en lo que se refiere al reparto según cargas del coste laboral: alrededor del 75% es destinado a salarios, aunque está claramente por encima en cotizaciones obligatorias y por debajo por lo que se refiere a las cotizaciones volunta­rias, lo que evidencia el bajo nivel de capitalización privada de las pensiones españolas en ese momento.

4.2. Financiación de los sistemas de Seguridad Social

         Básicamente hay dos sistemas de financiación en la Unión Europea. Éstos serían, respectivamente, el universalista y el contributivo (y, a título complementario, el de capitalización); o, en función del régimen de ingresos empleado: el financiado a cargo de aportaciones públicas (y, en último término, de impuestos), de contribuciones sociales, o bien de cuotas de carácter privado.

         La elección de cualquiera de estos sistemas es representati­va de un enfoque determinado: la concepción universalista tiende a garantizar a toda la población un mínimo vital en caso de «riesgo social»; la de carácter contributivo (de reparto, o por cuotas, son otras de sus denominaciones) tiende a garantizar a los cotizantes el mantenimiento —parcial— de su renta anterior (44); por su parte, la capitalización se suele entender en Europa como un régimen complementario, de carácter facultativo, que pretende complementar las prestaciones de un régimen obligatorio de reparto, o bien de uno universal (45).

4.2.1. El régimen contributivo

         Es un sistema que, generalmente, tiende a ser de reparto (es decir, basado en la solidaridad intergeneracional en un año natural, antes que en la acumulación de capitales). Se financia con cuotas sobre los salarios brutos de los asegurados (una parte proviene del empresario y otra del asalariado, en proporciones variables según los países). Se completa con transferencias públicas crecientes, proceden­tes las más de las veces de impuestos corrientes, pero también, excepcionalmente, de impuestos especiales. Tienden a diversificar su estructura y carácter a partir de las diferentes ramas o regímenes de protección social por donde se extienden.

         Este sistema tiene ventajas e inconvenientes. Resumidamente, sus efectos sobre el crecimiento económico se derivan de su influencia sobre la oferta de factores productivos, sobre los precios relativos y sobre la demanda agregada de la economía. Como hemos visto, un sistema de Seguridad Social basado en el reparto es una organización de cara a la protección frente a los riesgos que genera el funcionamiento de los mercados; pero esta organización realiza una asignación de recursos al margen del mercado, por lo que constituye un elemento de rigidez y de inercia para el funcionamiento agregado de las estructuras productivas: es un factor desincentivador de decisiones que promueven la inversión y la creación de trabajo, y por lo tanto del crecimiento económico. (Nótese el efecto que ello ha podido tener sobre la denominada economía informal*, o sumergida, asunto sobre el que nos hemos ocupado en el capítulo cuarto de la sección primera.)

         Todo ello se ha de ponderar con otra de sus facetas: la de ser un estabilizador económico efectivo, gracias al bombeo de recursos que efectúa, en su función de canalizar renta agregada (mediante su acción redistributiva*), lo que a la postre repercute en la creación de una demanda agregada* que estabiliza automáticamente ciertas fluctuaciones cíclicas (en momentos de crisis, el flujo de transferencias sociales en forma de presta­ciones por desempleo, por ejemplo, aumenta la demanda agregada y mitiga la coyuntura recesiva). En definitiva, la misma inercia o rigidez que limita el crecimiento económico, aporta un elemento de estabilidad y dinamismo al funcionamiento agregado de la economía. Es importante tener en cuenta que las cotizaciones sociales son más estabilizadoras que los impuestos sobre el consumo (indirectos), y menos que los impuestos sobre la renta (en razón, en este último caso, de su progresividad).

         Hemos de valorar los efectos que genera este sistema de financiación por lo que se refiere a la redistribución de la renta. De ellos, podemos distinguir cuatro, fundamentalmente: por niveles de renta, la incidencia de las cotizaciones es desigual e inequitativa, porque el impacto de estas exacciones* en la renta total de los contribuyentes varía según el nivel de renta que se grave (la incidencia es mayor en el tramo de rentas más bajas, y menor en el más alto), con tendencia a la regresividad; por actividades económicas, la incidencia de un impuesto sobre el trabajo recae mayormente sobre las que poseen una mayor relación trabajo/capital; por regiones acentúa la presión en las regiones donde están ubicadas las actividades con mayor componen­te «mano de obra»; y por generaciones, dependiendo de la estructura de empleo, de los salarios por edades y de su evolución a lo largo del tiempo.

         Resumiendo, la mayor parte de los estudiosos coinciden en señalar que el sistema contributivo tiene importantes efectos regresivos sobre el crecimiento, la estabilidad y la distribución de la renta, pues puede encarecer los costes relativos, afecta la competitividad de la economía y limita los incentivos de cara a la inversión (otro asunto son las exenciones, bonificaciones y otros beneficios fiscales, con intención de fomentar el empleo o la inversión, otorgados por el Estado). Pero simultáneamente puede actuar como elemento balsámico, equilibrador y redistribu­tivo, genera una conciencia por parte del cotizante de participa­ción en un fondo al que podrá acceder por derecho propio, y obliga a un ahorro forzoso* de unos recursos que se pueden canalizar de cara a financiar el bienestar público.

         Como podemos observar, se pueden efectuar formulaciones sobre el signo —positivo o negativo— probable de tales efectos, pero no sobre su magnitud. Ello variará en función del país, de su situación económica y del momento histórico considerado.

4.2.2. El régimen universalista

         Los países y las ramas donde se ha conseguido una Seguridad Social generalizada a toda la población, acostumbran a sustituir el sistema general de cotizaciones sobre los devengos de la nómina de salarios por un porcentaje sobre la renta imponible de los asegurados (es el caso, por ejemplo, de las ramas de sanidad y de las pensiones de base en Dinamarca), o mediante el recurso a los Presupuestos Generales del Estado (como sucede con la sanidad en el Reino Unido).

         (Cabe anotar que, en España, la finalidad de extender la protección sanitaria de la Seguridad Social a la práctica totalidad de los ciudadanos de este país es la que movió al Estado a financiar esta prestación, en su mayor parte —en un 70%—, a través de subsidios estatales. Ello, sin embargo, como comprobaremos más adelante, supone una importante dosis de irracionalidad, pues no queda claro por qué los cotizantes tienen que abonar una parte importante —el 30%— de la factura sanitaria, en lugar de reinvertir estos fondos en el mejoramiento o complementación de sus pensiones.)

         Tal como señalábamos en el punto anterior, existe la tendencia a pensar que el recurso a las aportaciones públicas corrige el principal inconveniente de los regímenes de reparto: esto es, su influencia sobre el coste del factor trabajo (encareciéndolo y afectando el nivel de competitividad exterior de las empresas), sin olvidar su repercusión sobre el nivel de precios y el del empleo. Como vimos, tales efectos vendrían dados por el hecho de que la aplicación del sistema contributivo no se vincula —o es externa— a los principios básicos del mercado, por lo que se refiere a la interacción de los factores de producción (capital y trabajo) en un esquema productivo dado (función de producción*).

         Así pues, en esta dialéctica, las exacciones contributivas serían un elemento extraño al mundo de la empresa; por su parte, con el uso de unas imposiciones personales (que graven la renta del individuo, o ciertos gastos considerados socialmente nocivos: gasolina, alcohol o tabaco), la exacción supuestamente cambiaría de escenario: saldría de la empresa y entraría en la dimensión doméstica. De este modo, el sistema universalista, atendiendo de igual modo a su función redistributiva (proporcionando percepcio­nes monetarias y servicios sociales), y sin merma de su capacidad recaudadora, dejaría de inmiscuirse en la esfera de la produc­ción; es decir, dejaría de perturbar los costes productivos y el nivel de competitividad de las empresas. (Claro está que nos hemos referido en exclusiva a un sistema «universalista», si bien es más corriente encontrarnos con sistemas que son —en mayor o menor medida— «mixtos».)

4.2.3. El régimen por capitalización

         Existe la percepción, entre numerosos trabajadores, de que el sistema de reparto de la Seguridad Social no les permitirá en el futuro (sobre todo en el caso de los asalariados mejor remunerados) mantener el nivel de vida del que disfrutan en el momento anterior a su jubilación. Por ello se acogen a regímenes complementarios de pensiones de jubilación, que en su mayor parte son por capitalización (es decir, las cotizaciones son empleadas para constituir un fondo de reserva que, regularmente aumentado por los intereses provenientes de la colocación del capital acumulado, se considera suficiente para hacerse cargo de las prestaciones contratadas con los afiliados). Este sistema es aplicable a otras ramas (accidentes de trabajo y enfermedades profesionales, por ejemplo).

         En la Unión Europea la mitad de los países miembros poseen sistemas de pensiones privadas más o menos desarrollados, siendo los casos del Reino Unido y los Países Bajos los más representa­tivos. También son destacables los de Estados Unidos, Australia y Suiza, aunque en estos países, si bien los planes de pensiones están muy desarrollados, sus características difieren en función de su integración con la Seguridad Social pública y en otros aspectos (46).

         Pero este régimen despierta también lógicos recelos: 1) la posibilidad, no necesaria­mente remota, de que se produzcan descubiertos del fondo de reserva a causa de una deficiente gestión de los fondos de pensiones (47); 2) el riesgo de que la generalización de las pensiones privadas (que equivaldrían a un salario diferido en el tiempo en virtud del mecanismo de acumulación de las cotizaciones, así como de una colateral disminución del sueldo en el presente) deprima el conjunto de los salarios, incluso los de categorías reducidas, los cuales estarían de este modo financiando indirectamente las pensiones de los trabajadores que disponen de planes de jubilación (48); 3) la posibilidad de que, por otro lado, disminuya el consumo y, por lo tanto, el crecimiento (lo que, desde otro punto de vista, tendría efectos beneficiosos para la calidad de vida real y la sostenibilidad del sistema económico); y 4) el inconveniente de que el afiliado a un fondo interno de pensiones (se entiende, interno a una empresa o institución a la cual esté ligado por relaciones laborales o de otro tipo) quede, de alguna forma, vinculado a la empresa de por vida, y que por lo tanto su movilidad funcional y geográfica quede limitada (aunque sea posible desengancharse de un fondo de pensiones, ello redunda en una penalización en forma de pérdida de rentabilidad de los ahorros durante el período cotizado) (49).

         El grado o nivel de integración a la Seguridad Social también delimita el régimen de pensiones complementarias (de forma que financien la diferencia entre el nivel prefijado de antemano y el garantizado por el régimen básico de la Seguridad Social). En el Reino Unido, por ejemplo, la integración se realiza mayoritariamente en el segmento básico; en Canadá sólo en el segmento profesional; en Suiza, caso excepcional, tiene lugar sobre ambos niveles (hay muchos más aspectos a analizar, pero por lógicos motivos de espacio no nos es posible profundizar en ellos).

4.2.4. Modelos de financiación en la Unión Europea

         Si observamos la tabla 5 comprobaremos que la financiación de las prestaciones sociales tiene tres orígenes: las cotizacio­nes de la persona protegida, las del empresario y las contribu­ciones públicas. Hemos de añadir otra cuarta fuente de ingresos, bajo el nombre genérico de «otros ingresos», constituidos en su mayor parte por los intereses de capital a plazo. Esta última no es significativa más que en ciertos países donde la capitaliza­ción privada de los planes de pensiones está más desarrollada. A partir de los datos de los que disponemos, podemos distinguir dos modelos financieros de la Seguridad Social:

         1) El modelo no contributivo (o presupuestario, o universa­lista), en el que la mayor parte de la carga recae sobre las arcas del Estado, a partir de recursos que pueden ser genera­les o procedentes de impuestos especiales (éste sería el caso de Dinamarca). Este modelo se caracteriza por el bajo peso de las cotizaciones sociales y el importante papel de las AA.PP. en la financiación de los gastos de protección social. (En el caso del Reino Unido e Irlanda, aunque emplean el sistema contributivo, la recaudación contributiva es muy inferior al promedio europeo, pues soportan una contribución indirecta más amplia, como es visible en la tabla 5 de la segunda sección.)

         2) El modelo contributivo (o autónomo), básicamente financiado con cuotas de los asegurados y los empleadores; sistema que contempla dos subcategorías: países que operan de forma unificada (integrada para todo el sistema protector), y el resto —en su mayor parte— donde la financiación funciona de forma sectorializada por ramas o por regímenes. Se caracteriza por el gran peso de los ingresos procedentes de las cotizaciones sociales respecto al total de ingresos que financian la Seguridad Social. Éste es el caso del resto de los países comunitarios (excluida Dinamarca).

         No obstante, las cosas no son tan sencillas: no existe ningún modelo completamente puro (totalmente universalista o contributivo). Hay una gran cantidad de matices que determinan que cada país sea un caso particular. Aún así señalaremos dos constantes: 1) predominan los regímenes contributivos, excepto en Dinamarca; 2) las cotizaciones patronales son mayoritarias en todos los países menos en Holanda y Dinamarca.

         El caso de España se sitúa claramente entre los países de modelo contributivo con un peso de las cotizaciones sociales por debajo de la media comunitaria (es decir, con mayor contribución pública); tiene asimismo un claro desequilibrio en el reparto de la carga distributiva, pues si bien ésta no destaca sobre la media por lo que se refiere a la participación empresarial, sí pivota sobre ella por la endeblez de las contribuciones de los trabajadores (si bien, en el fondo, ésta es una cuestión que se traduce en la atribución de unos ingresos, no en el volumen de estos: da lo mismo quién los pague si al fin y al cabo se acabaría pagando lo mismo).

4.3. Prestaciones de protección social

         El núcleo del gasto de protección social se circunscribe a la atención de necesidades imperiosas del cuerpo social de un país. Es por ello básico que el grueso de este gasto se oriente a la protección social y se minimicen los gastos de gestión y administración: de hecho, según los datos de la proyección del Documento Los gastos de protección social en 1990 (50), en la UE únicamente un 5% de los gastos corrientes de protección social se destinan a sufragar costes administrativos y otros factores corrientes. Según el mismo informe, de la cantidad destinada a prestaciones de protección social, un 70% es en metálico (pensiones, subsidios, etc.) y el 30% restante en especie (atención sanitaria o social, etc.)

         En la tabla 6 exponemos las cifras totales de gastos corrientes (prestaciones, más costes administrativos, más otros gastos corrientes) de los años 1970, 1986 y 1991. Con estos datos podemos hacernos una idea de la evolución de los esfuerzos de protección social en relación al PIB durante dicho período, así como del nivel relativo de cada país respecto de la media comunitaria.

         Como esta tabla la hemos reflejado en la sección segunda (tabla 29) no abundaremos mucho más; sólo recordaremos una de sus principales características: el hecho claro de que en 1986 se evidencia una inflexión de la evolución ascendente en los gastos de protección social, hasta desembocar en un período de práctica congelación en el conjunto de Europa, lo que es más chocante si tenemos en cuenta que es entonces cuando las economías comienzan a salir del pozo de la crisis de los ochenta (importantes recortes del gasto público en protección social en Bélgica, Alemania e Irlanda son compensados por subidas moderadas —en cifras relativas— en el resto de países).

                Por su lado, España, que desde 1970 hasta 1991 ha evolucionado por encima de la media europea (aunque, por el cambio de base acaecido en los últimos años es imposible comparar los datos de 1991 con los de 1970), parece que ha aumentado su esfuerzo relativo en un 8,8% entre 1986 y 1991. Ello no deja de ser moderado teniendo en cuenta que el esfuerzo en materia social no ha seguido un ritmo progresivo de crecimiento atendiendo a las posibilidades de crecimiento del PIB, que se disparó en gran medida a causa de un repunte del consumo: es decir, se gastó relativamente tanto —es decir, aproximadamente al mismo ritmo— en gasto suntuario —ya sea público o privado— como en bienestar social. Hemos de añadir dos hipótesis más: el esfuerzo consciente de los Estados por iniciar un replantea­miento del llamado «Estado protector», y la disminución o congelación de gastos en partidas claramente anticíclicas*, como es el caso de las percepciones por desempleo y las jubilaciones anticipadas.

                Por otro lado, son ostensibles las diferencias por lo que se refiere a gasto per capita en protección social, en paridad de poder de compra: países como Grecia y Portugal apenas llegan a un tercio del gasto medio; España e Irlanda superan ligeramente la mitad de la media, y el Reino Unido no llega al 90% de la misma. En definitiva, es urgente un mayor esfuerzo de cara a conseguir reducir el diferencial de bienestar entre unos países y otros, es decir, de cara a aumentar la convergencia (y la cohesión social) entre los diversos Estados de la Unión Europea. (Sin embargo, en otro punto matizamos las cifras reales de protección social en países que, como España, están altamente descentralizados y, por ende, se caracterizan por una importante dispersión estadística.)

                En la tabla 7 nos hemos centrado en apuntar los diferentes grupos de funciones y su peso específico en relación al gasto total de protección social. De estas cifras podemos obtener las siguientes conclusiones: 1) España se sitúa en torno a la media en prestaciones de sanidad y en pensiones (entiéndase que las primeras son, en su mayor parte, prestaciones en especie, y las segundas en metálico); 2) no obstante, su esfuerzo en protección a la familia es enormemente inferior al de países más desarrollados de la comunidad; 3) proporcionalmente, sin embargo, es ostensible la sobrecarga en el capítulo de protección al desempleo, más en su vertiente de subsidios y prestaciones (monetarias), que en la de promoción del empleo. Estas diferencias son, en parte, reflejo de una situación específica caracterizada por el hecho de que su problema de desempleo es angustioso, comparativamen­te más grave en relación al resto de la UE; pero, de otro lado, pone en evidencia el poco interés dedicado a la promoción social y al bienestar ciudadano, en relación al que se dedica en dar cobertura —todavía insuficiente— a prestaciones de mera seguridad económica*.

                No olvidemos que su esfuerzo en relación a otras materias (vivienda social, promoción de los colectivos más desfavorecidos, atención a la maternidad y a las madres solteras, atención social en general, etc.) es asimismo muy inferior al promedio comunitario. Todo ello manifiesta un sistema fuertemente polarizado en atender necesidades de carácter básico, mayorita­rias, dejando al descubierto otras necesidades que, aun siendo minoritarias, no son por ello menos perentorias (es el caso de la atención a los descapaci­tados, de las residencias de ancianos, de las guarderías públicas, de la niñez, etc.)

         En lo referente al campo de aplicación de los sistemas de Seguridad Social, en los diferentes países de la Unión Europea, las dos principales prestaciones (la sanitaria y la económica derivada de riesgos no laborales) permiten una división de los sistemas nacionales en contributivos y asistenciales, en tanto en cuanto afectan a toda la población o a determinados colecti­vos, y son financiados o no por aportaciones públicas o cotiza­ciones. A partir del cuadro 4 hemos elaborado la siguiente clasificación:

         1) En relación a la asistencia sanitaria se pueden apreciar dos bloques de países: aquellos que cubren los trabajadores, pensionistas y parados, cuya financiación es a base de cotizacio­nes y aportaciones públicas en menor medida (Bélgica, Alemania, Grecia, Francia, Luxemburgo, Portugal y España), es decir, donde predomina el carácter profesionalista; y el de aquellos países que cubren a toda la población (Dinamarca, Italia y Reino Unido, y, en menor medida —porque si bien el carácter es profesionalis­ta, por lo que se refiere a prestaciones básicas la cubren por entero— Holanda e Irlanda).

         2) En relación a la cobertura de las prestaciones económicas (vejez, invalidez y supervivencia), casi todos los países son de tipo profesionalista, siendo su campo de aplicación la población trabajadora, por lo cual las prestaciones son contributivas, proporcionales a los ingresos de los trabajadores y a los períodos cotizados. Son la excepción, por contar con sistemas de tipo universalista: Dinamarca, Holanda y el Reino Unido.

         Hemos de subrayar, por último, que la generalización o no de las prestaciones no presupone el modelo de financiación de un país: puede tener un sistema de prestaciones —ya sean asistencia­les o económicas— de carácter universalista, y al mismo tiempo disponer de un modelo de financiación inequívocamente contributi­vo (es el caso de Holanda y, en menor medida, del Reino Unido).

4.4. La protección social en la UE: una síntesis

         En los dos puntos anteriores nos hemos ocupado de analizar los distintos modelos de protección social vigentes en la Unión Europea. En resumen, los rasgos principales de este análisis serían los siguientes:

         1) A excepción de Dinamarca, que tiene un sistema universa­lista de financiación, en el resto de países el mayor peso de la financiación corresponde a las cotizaciones sociales (76% de promedio comunitario —70% en España— en 1992), y el resto es complementado, en su mayor parte, por la contribución pública.

         2) El sistema financiero utilizado en las prestaciones económicas de todos los países donde predomina el régimen contributivo es el de reparto puro de las rentas, en algunos casos con subvenciones de los Estados para cubrir déficits (excepto en Luxemburgo y Alemania, que disponen de reservas de capitalización).

         3) En líneas generales, las cotizaciones son proporcionales a las rentas (estableciendo un tope máximo para las rentas más altas —excepto en Italia— y, en ciertos países, estableciendo también topes mínimos). Los tipos de cotización se calculan para cada una de las contingencias cubiertas (enfermedad, vejez, paro, etc.), pero en algunos países hay un tipo global para todas ellas (es el caso de Portugal, España e Irlanda).

         4) El nivel de protección social oscilaba, en 1992, en torno al 26% del PIB. Hemos de insistir en que este gasto es de naturaleza pública, en su mayor parte (en el caso de España, en su totalidad, pues no contempla las prestaciones de carácter privado), y no incluye partidas como la de educación, que sí se encuentra recogidas en cómputos de otros sistemas de protección social (en Estados Unidos, por ejemplo).

         5) El gasto en protección social se destina, en una cuarta parte aproximadamente, a las prestaciones sanitarias, en algo más de la mitad a las pensiones y el resto a otras partidas (familia, maternidad, paro y promoción del empleo, etc.)

         6) Por último, en la mayor parte de los países de la UE, el campo de aplicación de las prestaciones de la Seguridad Social cubre a trabajadores, pensionistas y parados, es decir, a cotizantes y antiguos cotizantes. El modelo universalista de gasto en pensiones y sanidad es vigente en países como Dinamarca, Reino Unido y Holanda. No obstante, de una manera u otra, en la mayor parte de los Estados de la Unión Europea la protección sanitaria garantizada por la Seguridad Social cubre, por medios diferentes —si bien a veces de forma insuficiente— a la práctica totalidad de la población (es el caso de España, donde con la aplicación de la Ley General de Sanidad —en 1986— prácticamente todos los residentes legales tienen derecho a recibir asistencia sanitaria).

4.5. El modelo de protección social de los Estados Unidos de América

         En el caso europeo, como hemos visto, la política de protección social, en mayor o en menor grado, cubre la mayor parte de la población, pues se considera que la asistencia sanitaria, por ejemplo, forma parte de aquellas necesidades inexcusables, básicas, que todo Estado con economía social de mercado* ha de proteger. Es por ello que en general los países de la Unión Europea consignan gran parte de las aportaciones públicas en gastos en especie (por ejemplo, en asistencia sanitaria y en servicios sociales), y sólo una pequeña porción en prestaciones económicas (pensiones o subsidios).

         En los Estados Unidos, sin embargo, la noción de asistencia pública —con carácter general— de prestaciones consideradas «básicas» es suplida por las prestaciones privadas, por el sector privado en definitiva. Hemos de tener en cuenta, por otro lado, que los sistemas de contabilidad y la división administrativa de su sistema de protección social difieren de los de la Europa Comunitaria: por ejemplo, incluyen la categoría de Educación, tanto pública como privada, mientras que, según la metodología SEEPROS de uso en la UE, estos datos no pertenecen al área de la protección social stricto sensu.

                A partir de los datos que incorpora la tabla 8, observamos que los gastos de protección social, incluyendo la educación, se dividen en una relación 6/4 entre el sector público y el sector privado (en cifras de 1989).

                El sector privado pone el acento especialmente en las prestaciones de salud, que suponen el 57% del gasto privado en protección social y el 86% del gasto total en sanidad en los Estados Unidos. Su papel es importante asimismo en el apartado de pensiones (planes de pensiones de vejez, incapacidad o larga enfermedad, y seguros de vida y muerte), lo que supone un 36% del gasto total a nivel estatal por este concepto (y un 21% del gasto en protección social del sector privado). El sector público, por su lado, se ocupa del 64% restante del gasto en pensiones, del 81% de los seguros en materia de salud (51) y, cómo no, se hace cargo de programas específicos del sector público: asistencia médica (52), renta suplementaria, bonos de comida para necesitados (53), etc.

                Otros programas específicos del sector público son los referidos a veteranos de guerra, vivienda y, en menor medida, programas médicos y campañas de salud (prestadas, en proporciones similares, por el sector civil y por el militar; también son destacables otros programas de ayuda a la maternidad y a la infancia, investigación médica y financiación de equipamientos médicos). Programas de protección social con un peso menor en el gasto total son los de rehabilitación, nutrición y bienestar infantil, etc. Por último, es evidente el importante papel que ocupa el sector público en la educación (un 80% del gasto total en ese apartado).

                Es importante destacar, por otro lado, el elevado peso de los Estados y las administraciones locales en el gasto público total (un 41%). Su competencia se centra, por lo que se refiere a la Seguridad Social, en las cotizaciones sociales ficticias (es decir, las de los funcionarios públicos), y en menor proporción, en otros subsidios sociales (seguro de paro, de ferroviarios, de incapacidad temporal, etc.) Su papel en las pensiones y en el seguro de salud es nulo. En otros programas su peso es minoritario, excepto en programas médicos y de salud (de tipo civil) y, especialmente, en educación, donde el protagonismo de Estados y corporaciones locales es manifiesto (pues acapara el 92% del gasto público en educación).

         Por lo que se refiere a la importancia del sector «presta­ciones sociales», se hace difícil expresar una opinión concluyen­te; y ello por dos motivos: 1) no está muy claro si hemos de aplicar la metodología europea en un sistema que, como hemos visto, funciona de manera totalmente diferente al europeo; 2) la metodología SEEPROS desliga claramente el sector público y el sector privado y, en principio, se centra en el primero, aunque incluyendo algunas partidas del sector privado (como los planes de pensiones privados, por ejemplo). Así, la duda es evidente: ¿podemos comparar ambos sistemas? Con riesgo de caer en extrapo­laciones indeseadas, dado el nivel de agregación de los datos de los que disponemos, intentaremos aproximarnos a este objetivo.

         Si excluimos los gastos en educación del sector público, los gastos de protección social ascenderían, en los Estados Unidos, en 1989, a un 13,8% del PIB. Si le añadimos el 10,7% que supone (sin educación) el gasto privado, esta cifra ascendería a un 24,5% del PIB, en línea con la media europea. Siguiendo los cánones del «American Way of Life» ello sería plenamente satisfactorio si no estuviese sesgado por dos circunstancias: 1) recordemos que las estadísticas europeas no contemplan más que una mínima parte del gasto privado en protección social; 2) y que en Europa el gasto en sanidad está cubierto mayoritariamente por el sector público, mientras que en los USA, en cambio, es patrimonio del sector privado.

         Por lo cual, aquello que en Europa es patrimonio público (la salud, por ejemplo) en Estados Unidos es objeto de la beneficien­cia pública. En este último país la población cotiza de cara al retiro, la incapacidad prolongada, el desempleo o la muerte, así como para las prestaciones sanitarias necesarias mientras que duren las tres primeras contingencias. El programa federal OASDHI (OASI, seguro de vejez y supervivencia; DI, seguro de incapaci­dad; HI, seguro de hospital) facilita estas prestaciones sólo a los afectados por retiro o incapacidad, o a sus supervivientes, no a la población en general. El resto de población capacitada y trabajadores en activo han de contratar un centro privado de salud y hacerse cargo de los gastos derivados de ello para su uso personal. El sistema, por lo tanto, dista mucho de la generaliza­ción de las prestaciones sanitarias. Quien no dispone de recursos propios ha de acudir a la beneficencia, pues no hay ningún colchón «formal» que amortigüe sus penalidades (según datos de 1992, casi 36 millones de norteamericanos, es decir, el 15% de la población, no tenía ningún tipo de cobertura sanita­ria).

         También en la cobertura de este estrato de la población el sistema norteamericano se manifiesta cicatero; una carta al director del 27 de enero de 1995, en el New York Times, refirién­dose a los hospitales urbanos que atienden a zonas pobres, decía lo siguiente:

         «Históricamente estos hospitales han proporcionado una red de servicio seria para los pobres. Estuvieron allí durante los tiempos buenos y malos. Los hospitales urbanos fueron capaces de proveer servicios de salud a la gente de esas comunidades con el apoyo financiero local, de los Estados y del gobierno federal, y también endosando costos no reembolsados a los seguros privados.

         Este sistema, conocido como "coste móvil", era imperfecto pero fue la única opción posible en ausencia de un lógico sistema de seguro nacional de salud. No obstante, el actual mercado libre de salud está forzando a los hospitales a restringir su vínculo con la comunidad a la que sirven, y a adoptar estrategias que no resolverán los problemas inherentes al actual mercado de servicios de salud.

         La mayor parte de los hospitales urbanos están intentando hacer lo que pueden mientras que las administraciones reducen los reembolsos y el mercado privado elimina el "coste móvil". El sistema de financiación para los pobres está marchitándose bajo el pretexto de una gestión competitiva».

         Es decir, el sistema de salud americano, el más caro del mundo (y muchos coinciden en pensar que no es ni mucho menos el más eficiente), lejos de encaminarse hacia la transformación que pretendía Clinton al inicio de su andadura presidencial, en 1992 (es decir, la creación de un sistema nacional de salud a imagen del europeo), restringe cada día más la atención de las capas más pobres de la población, despreciando los más elementales principios de humanidad que —incluso— los pregoneros del liberalismo proclamaron en su día, falseando el significado de lo que se ha venido a llamar «The American Dream».

         Por otro lado, quien sí se puede pagar un seguro médico privado, ha de añadir a sus cuotas contratadas una nada despre­ciable cantidad suplementaria. Es decir, el asalariado medio americano sabe que en el peor de los casos (pues, como en Europa, hay un máximo tasable, es decir, un tope máximo de renta, que evidentemente beneficia a los estratos de mayor poder adquisiti­vo) habrá de abonar al Estado poco más del 15% (entre el trabajador y el empresario) de sus ingresos brutos en concepto de contribución —bastante menos que en Europa—, pudiendo disponer del resto como mejor le parezca. Pero en la práctica el haber de contratar un seguro médico privado le resulta mucho más caro de lo que le costaría financiar una Seguridad Social integral en Europa (54).

         En definitiva, la sanidad en los Estados Unidos sale más cara que en Europa, pues a los costos contratados hay que añadirle los suplementos (a veces arbitrarios) que imponen las compañías privadas. De este modo, son lógicas las presiones del «lobby» de las grandes empresas privadas de salud contra los esfuerzos de la Administración por homologar el sistema americano al modelo europeo (55).

         Para acabar, si observamos la tabla 11, comprobaremos el bajo nivel de implicación pública (básicamente centrado en el Seguro Suplementario Médico, SMI) en la financiación de la Seguridad Social. Ésta está básicamente soportada por los empleados y los empleadores a partes iguales (un 7,65% cada uno). Así pues, no se le puede reprochar al Estado ser una fuente de déficits en materia de protección social, atendiendo a que éste soporta únicamente un 7% del monto total de los ingresos de la Seguridad Social. Podemos comprobar una vez más que, por lo que se refiere a un pilar fundamental de la protección social, como es la salud, son únicamente intereses crematísticos privados los que, en base a una infundada demagogia, pretenden preservar un sistema sanitario caro, injusto y obsoleto, a costa del bolsillo de los ciudadanos y de los intereses más elementales de las capas menos favorecidas de la población.

4.6. El modelo de protección social en Suiza

         Al igual que en el sistema de la Seguridad Social de los Estados Unidos, en Suiza el sector privado tiene un peso considerable en el conjunto de la protección social. Pero a diferencia del modelo americano, su sistema de protección garantiza a todos los ciudadanos una protección básica, incluso en los casos de gran precariedad, sin que, al igual que en los Estados Unidos, las cargas para la economía sean excesivas.

                Por lo que se refiere a las pensiones de vejez, el sistema público garantiza un seguro obligatorio, el Seguro Federal de Vejez e Invalidez (AVS, en siglas francesas), de derecho público, financiado por las cotizaciones de los asalariados y empresarios (y por las subvenciones de la Confederación y de los cantones), así como por los intereses devengados por el Fondo de Compensación del AVS. Las cuotas son, tanto para el empresario como para el trabajador, equivalentes a un 4,2% del salario. Las pensiones de este tipo son limitadas en cuantía; se calculan en base al ingreso medio anual y al número de años de cotización (no obstante, la pensión máxima no puede exceder del doble de la pensión mínima fijada por la ley).

                El sistema suizo de pensiones de vejez se completa con el llamado «segundo pilar», que constituye las llamadas Previsiones Profesionales (PP, según las siglas francesas), de carácter obligatorio para todos los asalariados que superen unos ingresos estipulados (14.880 francos en 1987, que —en ese país— es una cantidad bastante reducida). Consiste en la capitaliza­ción de unos ahorros en cajas de pensiones o instituciones privadas. Las primas que pagan asalariados y empresarios suman, en general, entre un 7 y un 18% del salario coordinado entre el límite inferior antes mencionado y el máximo establecido (44.600 francos en 1987). La pensión resultante, como es lógico, depende de la cantidad de los haberes acumulados al iniciarse el pago de las pensiones. El seguro profesional de vejez («Prevoyance Professionelle») ha de estar en disposición de pagar a los pensionistas, tras 40 años de cotización, aproximadamente el 40% del salario coordinado. El llamado «tercer pilar», por último, sería el ahorro privado para la vejez, fiscalmente favorecido, aunque de carácter voluntario.

                Si por lo que se refiere a las pensiones de vejez el sistema público garantiza un mínimo de carácter obligatorio (el AVS) y lo complementa con una caja de pensiones de carácter privado (PP), con un estricto control público, en lo que respecta al seguro de enfermedad éste es gestionado por unas 400 entidades de seguro, organizadas unas en forma de cooperativas, otras en forma de cajas de enfermedad de derecho público, y otras en forma de sociedades privadas de seguro. El seguro de enfermedad es, por ello, voluntario, aunque la Confederación, los cantones y —en algunos cantones— los municipios pueden imponer su obligatoriedad, ya para todos los habitantes, ya para determinadas capas de población (por ejemplo, hasta un determinado límite de ingresos).

                La asistencia ofrecida por las cajas de enfermedad consiste en una atención médica que cubre como mínimo los gastos de tratamiento de las enfermedades, de maternidad o, si se ha convenido, de accidentes, así como un subsidio destinado a compensar la pérdida del salario en caso de enfermedad y, si se ha convenido, a indemnización en caso de accidente. Los asegurados participan con un 10% del importe de la factura, y con una cantidad fija que asciende a 30 francos por enfermedad. Las cajas de enfermedad pagan unas tarifas a los médicos de acuerdo con unos compromisos consensuados entre las federaciones de cajas de enfermedad, las organizaciones médicas y las autoridades cantonales (56).

                También el seguro de accidentes (AA), el seguro de invalidez (AI), el seguro de paro (AC), y el subsidio por pérdida de ingresos (APG) son de carácter obligatorio. En el primer caso, el seguro de accidentes, existen numerosas cajas de enfermedad y aseguradoras, públicas o privadas, que cubren estas contingencias. El seguro por invalidez es financiado en su mitad por cuotas, en unas 3/8 por la Confederación y en un 1/4 por los cantones. El resto de seguros tiene una importancia cuantitativa menor.

         Así, el modelo suizo de protección social se distingue por:

         1) Su carácter obligatorio, en su mayor parte, para toda o buena parte de la población.

         2) La existencia de prestaciones mínimas fijadas por la ley.

         3) La financiación —mayormente contributiva— de las prestaciones económicas, con un complemento de pensiones de capitalización, aunque ello no excluye un peso importante de las subvenciones públicas (un 20% del total del sistema, sin tener en cuenta la Previsión Profesional).

         4) Por su carácter redistributivo, compatible en parte con el importante papel desempeñado por el sector privado (en la sanidad, en las cajas de pensiones, y en los seguros de acciden­tes).

         5) La responsabilidad de salvaguarda de un organismo público: el «Office Féderal des Assurances Sociales».

         Anteriormente destacábamos el carácter asistencial de este sistema. Ello es manifiesto si tenemos en cuenta la existencia de unos fondos, las Pensiones Complementarias, que, a cargo de las subvenciones públicas, completan los ingresos anuales de algunos perceptores de los seguros de vejez y de invalidez que no llegan a unos ciertos mínimos. Algunos cantones, por otro lado, asignan subsidios de vejez adicionales a los pensionistas especialmen­te necesitados, así como otros subsidios familiares o por hijos de carácter asistencial.

         Este sistema, que combina la actuación del sector privado —en una materia tan delicada como la protección social— con la asistencia y la redistribución pública, se financia con unos recursos bien delimitados y, por otro lado, está equilibrado (en 1992, sin embargo, se produjo un coyuntural déficit de 698 millones de francos a causa del amplio saldo negativo en subsidios de desempleo). Las tasas de cotización ascienden, por lo que se refiere a las contingencias obligatorias de carácter profesional, a un 15% aproximadamente, a lo que le hemos de añadir aproximadamente un 12% más de las «Prevoyances Professio­nelles» (además de las cuotas de los seguros médicos privados).

         Todas las partidas disponen de un capital de cobertura considerable (que, en el caso del seguro de vejez, incluso supera los gastos anuales en este concepto). Ello explica que los intereses financieros sean un concepto importante en la financia­ción del sistema (más todavía en la «Prevoyance Professionelle», donde suponen un 35% del total de los ingresos) (57).

 

VOLVER