¿Qué está pasando? El “malismo” desbocado

El lector sabe muy bien que trato de ser positivo. Por ello vierto mis ideas generosamente en mi página web, para compartirlas con los demás, sin esperar contrapartidas. Soy de los que creen que la sociedad humana es útil y necesaria, y por ello todos hemos de arrimar el hombro para hacerla cada día mejor. Y no soy de los conspiranoicos y alarmistas que ven amenazas por todas partes. Dicho esto, estoy preocupado. Es más, desde hace algo más de un año comienzo a temer por las bases que sustentan la armonía social de mi ciudad. Creo que la inmensa mayor parte de sus habitantes son buena gente, y actúan de la mejor manera posible para hacer la vida más fácil, a ellos mismos y a los demás. Pero últimamente esto está empezando a cambiar, puesto que una nueva tendencia, que yo llamo “malismo”, se está consolidando en las calles, en la convivencia entre las personas, determinando el carácter de mucha gente. Hasta tal punto que se ha convertido en “tendencia” social en los medios, acaparando incluso buena parte del interés de las agencias publicitarias; puesto que sí, los “malos” son un “target” cada día más numeroso, codiciado por parte de las marcas.

El hecho de regentar una librería me permite estar en una atalaya donde puedo ver buena parte de las cosas que se cuecen en esta ciudad (que yo llamo figuradamente Lustrosa). No sólo porque soy testigo de escenas interesantes, gracias a los amplios ventanales de mi establecimiento, sino también porque por ella pasan todo tipo de personas, con diferentes visiones del mundo e ideologías. Trato de ser cortés con todos, aunque difiera con sus cosmovisiones o ideas, siempre que éstas se expresen de forma apropiada y con respeto. Sin embargo, esta última semana he sido testigo -y protagonista indeseado- de tres hechos que sobrepasan cualquier marco de cortesía, o de posición políticamente correcta.

Comenzaré con el que tuvo lugar el día 2 de mayo. Una señora, de unos setenta años, vino a mi librería. Hablaba por los codos, y durante media hora me impidió seguir con mi ocupación (estaba escribiendo). Cuando acabó, había recogido nueve libros; vino al mostrador y me dijo, tan campante: “Te doy cinco euros por estos libros”. Ante mi mirada de sorpresa, me aseguró, con toda naturalidad: “Hace unos días fui a una tienda como la tuya y compré diez libros aún más gordos por cinco euros”. Yo mantuve la calma, y después de decirle -educadamente- que no aceptaba el trato, le invité cortésmente a marchar.

El día 9 de mayo, también viernes, y también por la mañana, vino una chica con su madre. La chica me pidió la Odisea de Homero (cosa que me alegró). Su madre, ya que estábamos, me pidió otro libro: Mi lucha (Mein Kampf), de Adolf Hitler. Me dijo que se lo habían aconsejado, porque decía cosas muy interesantes, aplicables en el día de hoy. ¡Y no lo decía de broma! De hecho, no creo que supiera ni de qué hablaba. Pura banalización del mal.

El día 9 de mayo, por la tarde, vino un señor catalán, acompañado de una mujer extranjera, que supongo sería su esposa (ésta sólo hablaba en inglés). Estuvo más de diez minutos fuera de la librería comentando los libros del aparador. Por supuesto, le invité a entrar y le pregunté si le interesaba algún libro en particular. Me dijo que quería hacerle un regalo a un amigo suyo, que era agente de bolsa (dicho señor tenía pinta de ser bastante adinerado, por cierto). Me comentó que a su amigo le interesaba la divulgación científica y la filosofía. Yo le enseñé varios libros que no fueron de su interés. Posteriormente me pidió que le mostrara un gran ejemplar en exposición: un Tratado de medicina china, en inglés, ilustrado y con unas mil páginas, en muy buen estado. Me preguntó el precio. Le pedí 25 euros. Me dijo que le parecía muy caro. Le pregunté por qué. Él me contestó que todo libro de segunda mano que valga más de lo que costaría en Re-Read (es decir, unos 3 euros) era demasiado caro para él. Y me aconsejó que aplicara esa política, porque era la económicamente correcta. No parecía importarle las características del libro en sí. Yo, que ya estaba un tanto saturado de tanta descortesía, le mandé a paseo. Ayer, día diez de mayo, su mujer colgó en inglés un comentario en mi “post” de Google Maps diciendo que: 1) mis libros son caros, y 2) me había comportado de forma ruda con ellos. He de decir que en ningún momento perdí los nervios o me sulfuré: con un tono de voz neutro y moderado, pura y simplemente le envié a tomar viento fresco; es lo mínimo que puedo hacer con una persona que me pierde el respeto. Porque no, “el cliente no siempre tiene la razón”.

He de decir que estas experiencias no me habían sucedido en los últimos años. Hacía mucho tiempo que no me encontraba con situaciones tan desagradables, protagonizadas por gente sin empatía y sin educación. Es bien cierto que en años pasados un determinado perfil de persona venía por el establecimiento, con total desparpajo, y me trataba de una manera indigna, sea por su actitud displicente, o condescendiente, o por su discrepancia con los precios. Afortunadamente, hace tiempo que no los veo. Así que, con un veinte por ciento menos de facturación, mi vida transcurre apaciblemente. Hasta esta última semana. ¿Qué está pasando?

Ya he dejado muy claro, en dos artículos anteriores, que me da la sensación de que en Lustrosa las cosas se están saliendo de madre. Ya he mencionado que tanto yo, como una persona querida, hemos sufrido un acoso grave (hasta el punto que me rompieron el escaparate con un monopatín, y a la persona querida le hacían bulliing -con sus 23 años- porque le llamaban “maricón”). En ambos casos los acosadores eran jóvenes de 14 a 16 años. Siempre he sospechado que detrás de estas pandillas de chavales imberbes, la mayor parte de ellos portando monopatín y “uniforme” de pandillero (visten de negro, o de blanco, o de gris, nunca con otros colores), se esconde una ideología fascista o neonazi (de hecho, cada vez que me acosaban me preguntaban si tenía el “Diario de Ana Frank”). Tras la experiencia de la madre que, delante de su hija, me pidió el Mein Kampf de Hitler, ahora estoy aún más seguro de ello. El fascismo está de moda, y circula sin complejos por Lustrosa.

Aún recuerdo aquellos días, durante la pandemia, en los que parecía que podría haber un nuevo despertar, un nuevo renacer de solidaridad y fraternidad. Pero parece que, más bien al contrario, las nuevas generaciones han incubado una ideología del odio y del nihilismo contra la sociedad; más en concreto, contra lo que siempre ha sido considerado “bueno” o “necesario”. Y en ese nuevo despliegue del fascismo una gran responsabilidad es atribuible al cuñadismo de los adultos (los padres de esta generación de nihilistas en patinete), y al trumpismo y muskismo (de Elon Musk) de los seguidores de las tecnocracias, de las criptomonedas, o del neocapitalismo (el señor que me quería pagar tres euros por un tratado de medicina china sería un buen ejemplo de esto último).

En el caso de Lustrosa, como he adelantado en artículos anteriores, la situación es aún más grave. Es una ciudad de renta media-alta, donde predomina la pequeña y la mediana burguesía. Ésta se caracteriza por tener todos los defectos de la burguesía, sin tener ninguna de sus virtudes (como he explicado en alguna ocasión). Sus “fuerzas vivas”, su “élite”, se distinguen, en Lustrosa, por ser un núcleo cerrado, hermético, que no se relaciona con el resto de la población. Lustrosa carece de activos o atractivos de tipo cultural, y los que hay son producto del voluntarismo de algunos. Este “voluntarismo” no deja de ser un “cofoïsme”, o “carrincloneria” (lo digo en catalán porque estos términos son aplicables a este estrato social, mayormente catalano-parlante), que prioriza una visión reduccionista al gusto de la pequeña y mediana burguesía, convirtiendo sus actividades en “coto cerrado” de “carrinclons” (es decir, de gente bien-pensada y bien-intencionada que excluye a los que no son o piensan como ellos). De ahí el “hermetismo” de este grupo social.

(Nota: no debe confundirse esta categoría social con los llamados “woke”, porque aquellos acostumbran a ser gente jubilada, y preferentemente votantes del centro-derecha catalán.)

Dicha categoría social, los cuales serían los clientes naturales de mi librería, no suelen pasar por mi establecimiento. Debe ser que no les gusta mis ideas sobre “su” ciudad (que también es mía). De forma tácita, me están boicoteando. Por ello, considero que estoy siendo doblemente victimizado: por los pandilleros de patinete, y por “la buena sociedad” de Lustrosa. En este último caso, debo reconocer que no les falta motivos: la aversión es mutua.

¿Por qué digo que siento aversión por ellos? Porque, como se suele decir, fijan su mirada en el dedo (que soy yo), no en la Luna (que es la situación real de Lustrosa).

Me explicaré. Creo que el “malismo” del que he hablado más arriba tiene aquí un protagonismo especial, más grave que en otras zonas del entorno barcelonés. Vuelvo a repetir: la causa es la estructura social, que reúne las peores características de la burguesía y de la clase obrera acomodada. Los indicios son numerosos: muchísimos más menores en patinete que en otros lugares (sin casco, sin control, sin regulación), pandillas, incivismo y suciedad atribuible a menores (latas y bolsas de plástico por todas partes, incluso al lado de la papeleras), graffitis en las paredes (y ahora incluso en los árboles), coches de gran cilindrada, motos de 500 cc con ruedas que parecen propias de los troncomóviles de los Picapiedra, autocaravanas por doquier (ocupando todo el espacio ocupable), montones de establecimientos del cuidado de uñas… Puede parecer que todo eso es circunstancial y menospreciable… Pero considero que son síntomas ciertos de un gran mal: la intrascendencia de una ciudad materialista, sin alma. Lustrosa es hoy día un gran “erial” cultural (un lugar desprovisto de “cuajo” por lo que se refiere al talento).

Creo que las “élites” de las que he hablado más arriba, más que ocuparse de hacerme el vacío, deberían preocuparse por “redreçar” su propia ciudad, que también es la mía. ¿De qué modo? No lo sé. Tal vez, no mirándose tanto el ombligo, y abriéndose a la ciudadanía. Y reflexionando sobre su papel en la sociedad. Si no lo hacen, el “malismo” y el fascismo también les devorará a ellos.

Es hora de hacer algo. Antes de que sea demasiado tarde.

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