La burbuja turística ha estallado. Un signo de los nuevos tiempos post Covid-19

Hace bastantes años escribí, en una revista de alcance estatal (Más allá de la Ciencia, número 285) que el turismo masivo estaba alterando las formas de vida en una región concreta (el Baix Empordà, una de las más bellas de Cataluña), hasta el punto que estaba provocando un fenómeno de “gentrificación” (un encarecimiento del nivel de vida y la expulsión de sus habitantes), amén de una adulteración de sus pueblos y sus paisajes, en beneficio de una estética de “postal”, del agrado de los visitantes.

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Mi artículo en Más Allá, número 285

Más recientemente, el 4 de junio del 2017, el diario La Vanguardia publicó una carta en la que me lamentaba del estado de postergación de la “cosa pública” en Barcelona a favor del “beneficio inmediato y a corto plazo”, que es lo que supone en realidad la implementación de un modelo de desarrollo que se sostiene en un monocultivo del turismo, lo cual ahoga el resto de actividades productivas, expulsa a la población local, altera y adultera la vida cotidiana (ello es evidente en el comercio o en la restauración, pero también en el mercado de los alquileres, en el precio de la vivienda, o en el uso del espacio público), y destruye la personalidad de la ciudad, para convertirla en un “parque de atracciones” para el disfrute de personas que, en su mayor parte, no están interesadas por la cultura local, sino por pasar un buen rato. Eso no sería malo en sí, si no fuera por el coste que ello supone para la preservación del comercio local, de sus lugares de referencia o emblemáticos, o de la identidad propia de la ciudad.

Dos días después, el 6 de junio del 2017, el presidente del Gremi d'Hotels de Barcelona, Jordi Clos, hizo una réplica a este discurso (supongo que en contestación de mi "carta al lector”), en la que, entre otras cosas, afirma: “Resulta difícil imaginar que el turismo vaya a disminuir en Barcelona los próximos años, a menos que lo haga por circunstancias muy extraordinarias que escapan a nuestro control o porque las posiciones de rechazo al turismo sigan encontrando resonancia en los medios internacionales. Todo apunta a la dirección contraria...” Pues bien, menos de tres años después de esta declaración “optimista” del líder del sector en Barcelona, estas “circunstancias muy extraordinarias” han tenido lugar, y un sector que da empleo a un 14% de la población ocupada se encuentra hoy día en una situación insostenible. Eso es lo que pasa cuando se ponen todos los huevos en una misma cesta. Son los países que dependen más del turismo, y de los servicios en general, los que han sido más perjudicados por la crisis de la Covid-19. Era previsible, pero los intereses económicos “a corto plazo” nunca se preocupan por el futuro, sino por el máximo enriquecimiento (a costa de otros) en el más breve plazo posible. Y así estamos.

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Mi carta del 4 de junio del 2017

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La respuesta (previsiblemente) de Jordi Clos, el 6 de junio del 2017

¿Qué va a suceder ahora? No pretendo ser un gurú, ni un profeta, sino que me remito a los hechos. La pandemia de la covid-19 nos ha hecho si cabe más conscientes de los peligros de la llamada “globalización”, cuando ésta se basa en el beneficio a corto plazo de los poderes económicos más poderosos (hay mucho que hablar sobre este tema, comenzando por el poder omnímodo de las empresas farmacéuticas, que imponen sus condiciones a los mismos Estados). Sea como sea, creo que al menos una parte importante de la población, la más sensibilizada e ilustrada (que es la que más viaja), será consciente que no podemos ni debemos abusar de la movilidad, puesto que ésta tiene una pesada “mochila ecológica” en forma de contaminantes y gases de efecto invernadero. Es previsible que el sector aéreo se reajuste, y sería lógico que se acabara de una vez con los vuelos “low cost” y con los precios de “dumping”; el precio de los billetes de avión ha de incluir el coste ecológico que supone volar. En su lugar, se han de desarrollar otra serie de medios de transporte de pasajeros más sostenibles y menos contaminantes. Lo mismo cabe decir del transporte de mercancías por tierra o por mar, cuando aquél supone un coste ecológico (en forma de energías fósiles) exorbitado.

Sea como sea, está claro que, por la presión de la demanda (menos viajes) o de la regulación (encarecimiento de los costes de transporte, del mismo modo que se ha encarecido el precio del tabaco, o del alcohol, para disminuir su uso irracional), el turismo se va a reducir de forma muy significativa, a escala mundial. Por ello, en una ciudad como Barcelona, los agentes económicos se van a encontrar con la necesidad (la obligación) de disminuir la oferta. Con lo que eso supone en hoteles, comercios y restaurantes cerrados, o en puestos de trabajo perdidos... Esperemos que esta crisis, inevitable, sirva para racionalizar la economía de la ciudad, y para hacerla más sostenible y competitiva a nivel internacional.

¿Es que acaso no hay otras posibilidades de inversión? ¿Acaso no podrían transformarse numerosos hoteles en apart-hoteles, en residencias de estudiantes, o en residencias asistidas de personas dependientes que conjuguen el beneficio privado (o social, y en cualquier caso regulado) con la utilidad pública? ¿Es que no es hora de recuperar al menos una parte del “alma” de la ciudad perdido por la entrega a la codicia a corto plazo? ¿Cuántas granjas (chocolaterías), librerías, tiendas de música, restaurantes o comercios emblemáticos se podrían reabrir, con el fin del comercio orientado al turista, que ha desertizado la ciudad de sus mayores y mejores señas de identidad? Aún estamos a tiempo.

Estoy convencido de que una movilidad más racional (un decrecimiento del turismo) puede ser compensada con un mayor acceso a las “autopistas de la información”, con un incremento de la lectura y del conocimiento (y del intercambio académico o docente entre universidades de todo el mundo, que se vería beneficiado por el abaratamiento de los precios de los alquileres), y por una mayor responsabilidad de la población sensibilizada por lo que se refiere a la sostenibilidad de su comportamiento cotidiano.

Para acabar, quisiera citar aquí el final de mi artículo ¿Los límites del progreso, o un progreso sin límites?

El retorno a lo esencial 

            A raíz de esta preocupación ha surgido una nueva clase de ciudadanos comprometidos, conocidos popularmente (en su denominación inglesa) como downshifters (los que giran hacia abajo). Éstos han rechazado buena parte de las ventajas y comodidades que la sociedad moderna nos ofrece, para optar por una vida más simple, más relajada y natural. Son los anticonsumistas, que buscan una mejora de la calidad de vida a través de su perfeccionamiento como personas y como ciudadanos, no de su promoción como profesionales o de su integración como consumidores.

            Según Carlos Fresneda (citado por Milagros Juárez, pág. 10): “Cada vez más personas están descubriendo que es posible mejorar la calidad de vida consumiendo menos, que la felicidad personal es más asequible con cierta moderación y autodisciplina”.

            Los downshifters consideran que la vida moderna es de una complejidad tal, que de hecho hemos perdido el control de nuestras vidas. Nos hemos convertido en unas marionetas de nuestras propias pasiones, excitadas “desde fuera” por un sistema económico y social que estimula nuestras debilidades y nuestras contradicciones para animarnos a gastar más, para mayor gloria y provecho de nuestra economía de mercado.

            La economía de mercado es como una hidra con multitud de cabezas: cortas una y aparecen cien. Y ello es así porque “nosotros somos el mercado”. El mercado no tiene cabeza visible, no tiene un apartado de correos, no tiene un dirigente o presidente… El mercado somos todos, y por ello es tan difícil de manejar o regular.

            Existen dos maneras de corregir el rumbo que nos lleva inexorablemente hacia un desastre de dimensiones colosales: la implantación de una mano de hierro que declare un “estado de excepción ecológica”, y que por tanto restrinja nuestras libertades como productores, como consumidores, y –tal vez- como ciudadanos; o bien el convencimiento por parte de todos y cada uno de nosotros que tenemos mucho que decir y hacer para cambiar las cosas. Sólo hay una solución para resolver los problemas del mundo: la tienes tú.

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