La Transformación Social - 9

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


3. El marco internacional

         En este capítulo y en el siguiente centraremos los aspectos teóricos analizados hasta el momento, en un análisis comparativo de los distintos modelos fiscales vigentes en Europa (capítulo 3) y, posteriormente, estudiaremos el marco de asignación y reasignación de la renta en España (capítulo 4). Como es lógico, para trascender el análisis meramente abstracto de los capítulos primero y segundo, hemos utilizado a España como país de referencia de estas páginas, si bien con excursiones por la situación de otros países (capítulo 3 y, esporádicamen­te, el 4). De todos modos, como veremos, gran parte de las conclusiones que obtengamos aquí son extrapolables a otros contextos y ámbitos geográficos pues, en definitiva, los instrumentos fiscales son limitados, rígidos, y están bastante generalizados (lo mismo se puede decir de las medidas de política económica más al uso).

                España no es un ente aislado, sino que se encuadra en un marco de países europeos con una serie de rasgos comunes: económicamente desarrollados, socialmente avanzados y con economía social de mercado. Este país (alrededor del 75% del PIB por habitante en relación a la media de la UE, en 1993) desde principios de los ochenta pretendió homologarse con Europa, partiendo de la promulgación de la Reforma Ordóñez*, en el ámbito fiscal, y de la profundización del Estado Social a través de medidas impulsadas por los llamados Pactos de la Moncloa*. Posteriormente, cuando nos ocupemos más extensamente de la política de protección social (sección tercera), haremos mención de ello. Veamos en qué medida dichos objetivos se cumplieron.

                Uno de los índices más utilizados para medir el nivel de fiscalidad de un país es la llamada presión fiscal*. Ésta se define como el cociente entre el volumen de ingresos de naturaleza fiscal obtenido por las Administraciones Públicas y el Producto Interior Bruto (PIB):

Presión fiscal = (Ingresos Públicos Impositivos x 100) / PIB

                El índice de la presión fiscal contempla la actividad financiera desde la perspectiva de los ingresos de naturaleza impositiva, ponderando su nivel o cuantía en relación con la actividad económica, o renta generada en un país o zona geográfica determinada.

                En la tabla 3 podemos observar la evolución de la presión fiscal en la UE y en varios países de la OCDE entre 1980 y 1992. España se sitúa a 5,6 puntos del promedio de la UE en 1992, si bien por encima de países como USA, Suiza y Japón: en 1992 el desnivel con estos tres países era acusado (en torno a los 6,4 puntos respecto a USA y Japón, y a 3,8 respecto a Suiza). (Este hecho lo hemos de resituar tomando en consideración que estos países disponen de modelos de protección social diferentes, con un mayor protagonismo del sector privado.)

                Pero es el aumento de su presión impositiva durante el período computado en la tabla lo que llama poderosamente la atención. Podemos comprobar cómo en cifras absolutas España la incrementó en 12 puntos (el segundo aumento más importante en Europa, después del italiano), y en cifras relativas un 50,4% (mayor que el italiano). El incremento fue más acusado en el período 1985-92 que en 1980-85 (un 7% y un 5%, respectivamente). La justificación de este incremento de su presión fiscal, tan superior al de otros países, vendría dada por la necesidad de equiparar sus niveles de protección social de carácter público, servicios sociales e infraestructuras a los del resto de Europa, a medida que aumentaba su nivel de renta —y más todavía teniendo en cuenta el bajo nivel de partida—. (Recordemos que estamos hablando de los niveles de intervención del sector público, lo cual no se ha de traducir necesariamente en niveles equivalentes de bienestar.)

                Los diferentes países se pueden clasificar de la siguiente manera: aquellos cuya presión fiscal estaba por encima de la media de la UE de 1992 (Suecia, Dinamarca, Luxemburgo, Holanda, Bélgica, Francia e Italia, por este orden, de superior a inferior), y aquellos otros que tenían una media inferior (Grecia, Alemania, Irlanda, Canadá, España, Reino Unido, Portugal, Suiza, USA y Japón, siguiendo el mismo orden). España, como vemos, estaba entre los países de listón bajo, y muy alejada de la media comunitaria.

                Ahora bien, hay teóricos que afirman que la comparación de la presión fiscal por habitante no es significativa, puesto que se habría de ponderar en relación a la renta por habitante. Ello daría como resultado un nuevo concepto: el esfuerzo fiscal*. Éste intenta medir el esfuerzo que realiza un determinado país, en el momento de pagar sus impuestos, en función de su nivel de renta per capita. Mientras más pequeña ésta, en general mayor será el esfuerzo que habrá de realizar en igualdad de presión fiscal, y a la inversa. Sería el llamado Índice de Frank*:

Esfuerzo fiscal = (Presión fiscal x 100) / PIB a p. m. hab.

                Los datos son elocuentes: la posición de los respectivos países se invierte si seguimos un orden de mayor a menor esfuerzo fiscal. Si nos referimos primero a los datos de 1990, por encima de la media de la UE se situaban Grecia, Suecia, Portugal, Irlanda, España, Holanda, Dinamarca y Bélgica; y por debajo, Francia, Italia, Reino Unido, Luxemburgo, Alemania, Canadá, Japón, Suiza y USA. Sin embargo, en 1992 se produce un extraño fenómeno: de repente todos los países (excepto Alemania, por los costes del reflotamiento de su hermano del Este, así como Grecia) experimentan una significativa reducción de su esfuerzo fiscal, y de manera especial tres países: Portugal, Irlanda y Suecia. Ello sería indicativo de una ralentización, recorte o congelación —según los países— de las exacciones fiscales (en una época de crecimiento neto de renta per cápita), a tono con el fenómeno equivalente experimentado por los gastos sociales (véase tabla 29). El motivo de la inversión de los protagonistas, si comparamos la presión fiscal y el esfuerzo fiscal, es básicamente el siguiente: el esfuerzo fiscal varía inversamente en relación a la renta por habitante y, en caso de algunos países con una alta renta por habitante (como en el caso de USA, Suiza y Japón), directamente en función de los niveles de presión fiscal.

                Según estos datos, aunque el nivel de presión fiscal de España es bastante inferior al promedio de la UE, su esfuerzo fiscal es similar al promedio (0,295 frente a un 0,290) a causa de su menor grado de desarrollo. Es decir, atendiendo a lo que paga (que en relación a la media comunitaria no es exagerado) su esfuerzo es mayor, a causa de su inferior nivel de renta per cápita (que se sitúa un 25% por debajo, según datos de 1993). Ello no obstante, el cuadro de texto número 6 nos servirá para relativizar —según la Teoría del Bienestar— este argumento, tomando en consideración la evolución de estas variables en diversos países de Europa. La conclusión de este cuadro podría ser la siguiente: la conquista de un cierto nivel de bienestar social supone un sacrificio temporal por parte de los ciudadanos, al menos hasta que se llegue a un cierto «status» de consolidación del Estado del Bienestar (en tal caso, a la vista que este nivel se considera socialmente satisfactorio, las cifras de aumento del gasto público y, consiguientemente, la presión fiscal, crecen a un ritmo similar al del PIB).

                (De todos modos, los datos de la tabla pueden ser significativos de una cierta «maduración», si no de «senilidad», de los esquemas de presión fiscal.)

                En la tabla 4 observamos de qué manera se reparten los ingresos fiscales entre las diferentes categorías impositivas. Podemos caracterizar una gran disparidad de modelos impositivos: según datos de 1992, los hay que cargan el peso impositivo sobre los impuestos directos (fundamentalmente Dinamarca); los hay que anteponen los impuestos indirectos a los directos (Portugal, Reino Unido e Irlanda); un tercer modelo sería el de los países con mayor peso de las cotizaciones sociales, por encima de los impuestos directos e indirectos (Francia, Alemania y Holanda); el cuarto y último modelo se caracterizaría por un cierto equilibrio de todos estos instrumentos impositivos (Bélgica, Italia y España). Es importante señalar que tanto Japón, como Suiza y USA (con datos de 1989) pertenecían al primer modelo.

                Por lo que se refiere a su distribución entre los factores económicos, podríamos obtener la siguiente clasificación: países con fiscalidad empresarial (impuestos sobre el capital + impuestos sobre sociedades + cotizaciones sociales de los empleadores) muy por encima de los niveles medios (España, Italia y Francia); países con fiscalidad sobre la renta muy por encima del promedio (Dinamarca); países con fiscalidad sobre el consumo muy por encima de la media (Irlanda, Portugal y Reino Unido); países con otras figuras impositivas (fundamentalmente las cotizaciones de los trabajadores) muy por encima de la media (Holanda); y países con más fiscalidad sobre la renta personal que sobre la renta empresarial, pero sin muchas diferencias en relación a la media en el resto de partidas (Bélgica).

                (Según datos de 1989, Japón pertenecería al primer modelo —mayor fiscalidad empresarial—, y Suiza y USA al segundo —mayor fiscalidad sobre la renta—; Alemania, para la cual no disponemos de datos desagregados, pertenecería al último —reparto equitativo entre los diversos sectores—.)

                En la tabla 5 completamos los datos de la tabla 4 con mayor detalle, pues desagregamos los impuestos directos en impuestos sobre los hogares (que incluye, en dos países, unas cantidades despreciables por su cuantía pagadas por la Administración), sobre el capital, y finalmente sobre las sociedades (impuestos corrientes a otros sectores); las cotizaciones sociales en contribuciones pagadas por los empresarios, los trabajadores y los autónomos; y los consumos en generales, específicos, y otros.

                A partir de estas dos tablas podemos llegar a la conclusión de que España se sitúa como el país con una mayor imposición empresarial en la UE (seguido de cerca por Francia e Italia), y está por debajo del promedio en el resto de partidas impositivas (sus cotizaciones empresariales están significativamente por encima de la media, en cifras relativas, y las de los trabajadores, por debajo; ello no obstante, Francia la supera por lo que se refiere a las cotizaciones de los empleadores, así como por las de los trabajadores, e Italia, Bélgica y Portugal no le van muy a la zaga en este aspecto). También, en España, los ingresos por impuestos de sociedades están por encima de la media europea, aunque no lejos del Reino Unido (si contabilizamos los impuestos sobre el capital, Italia la superaría ampliamente en este aspecto; por otro lado, según los datos de 1989, Luxemburgo y Japón tienen una fiscalidad sobre las sociedades bastante más alta que la de Italia o España: un 17,7% y un 24,4% del total de los ingresos impositivos, respectivamente). Podemos comprobar asimismo que el peso total de las cotizaciones sociales está 6 puntos en cifras relativas por encima de la media europea (si bien lejos de Francia y Holanda).

                Posteriormente veremos que todo ello no es más que una apariencia, pues las cotizaciones sociales son retenciones en origen sobre las nóminas, y por tanto con pocas posibilidades de evasión fiscal (ello no quiere decir que, tanto en este concepto como en el de las percepciones sobre la renta de los asalariados, no haya un cierto margen de fraude difícilmente cuantificable); por lo cual no es completamente cierto que las cotizaciones sociales estén sobredimensionadas: hemos de tener en cuenta que buena parte de las rentas empresariales y profesionales (beneficios, dividendos y rentas), y de las rentas del trabajo del estrato alto, escapan del control fiscal, y por lo tanto están minusvaloradas. Así, en cifras reales, sin fraude fiscal (que en España es uno de los más altos de Europa) el peso relativo de las cotizaciones sociales sería inferior.

                (Lo cual no excluye que no se puedan tomar en consideración otros ítems, como por ejemplo la insignificancia del peso de las contribuciones de sectores rentistas y especuladores, es decir, genéricamente improductivos, o de otras figuras impositivas o sancionadoras que tiene mucho que ver con el estado catastral; no olvidemos tampoco que los datos de estadísticas sobre PIB, ingresos impositivos o encuestas de presupuestos familiares no destacan —al menos en España— precisamente por su fiabilidad.)

                Por lo que se refiere a la presión impositiva, hemos reflejado, en la tabla 6, los tipos marginales y el número de tramos del impuesto sobre la renta de las personas físicas de diferentes países seleccionados. La tendencia apunta hacia una serie de reformas fiscales cuyo resultado ha sido una disminución en los tipos marginales y unas tarifas de pendiente más suave en la evolución de los tipos medios (esta tendencia, sin embargo, no se ha visto exenta de críticas, en la medida que supone un efecto, al menos formal, de disminución de la progresividad). Pero los diferentes sistemas utilizados para definir la base liquidable a través de la consideración de las circunstancias familiares y personales (mínimos exentos selectivos, reducciones, sistemas de acumulación y promediación de rentas, etc.) hacen que la comparación simple y directa de las cuantías de los tipos impositivos sea problemática.

                Como se ve, durante los últimos años considerados (1983-1993), la tendencia ha sido la disminución del tipo marginal máximo (también en España). En la situación actual, 6 de los países de la UE tienen sus tipos marginales situados entre el 50 y el 60%, dos superan el 60% (Dinamarca y Holanda), y otros cuatro (Grecia, Irlanda, Portugal y el Reino Unido) no llegan al 50%. Pero, a raíz de la evolución experimentada por la disminución de los tipos máximos, si en 1988 había 6 países que se situasen 3 puntos por encima o por debajo del 56% de tipo máximo, en 1993 esta cifra había descendido a 4.

                En definitiva, el tipo marginal máximo se encuentra, como media de la UE, entre el 50 y el 56% (de promedio, un 51%). Ahora bien, es el tipo efectivo medio (no el tipo marginal) el realmente significativo (en España se sitúa en torno al 15%, desproporcionadamente por debajo del tipo marginal máximo). Si este análisis se realiza entre los diferentes países del entorno comunitario, se apreciará que, en general, los tipos efectivos españoles son inferiores a los de países como Alemania, Bélgica, Dinamarca, Irlanda, Grecia e Italia, y similares o inferiores en tramos medios a los de Reino Unido (según el Libro Blanco sobre la reforma fiscal, con datos de 1987).

                Finalmente, y por lo que se refiere a los diferentes modelos de escalas impositivas, es necesario hablar sobre el número de tramos impositivos. En este punto, nuevamente, se demuestra la gran variedad de modelos impositivos (sin embargo, contamos con datos desfasados en el tiempo, de 1988): un país (Alemania) gravaba la renta linealmente según una fórmula; cuatro países (Dinamarca, Irlanda, Holanda y Reino Unido) tenían entre 2 y 3 tramos impositivos; cuatro países entre 4 y 11 tramos (Bélgica, Italia, Portugal y Grecia); y tres entre 12 y 24 (Francia, España y Luxemburgo). Es decir, dentro de Europa podemos encontrar todo un abanico de posibilidades de progresividad fiscal, en función de la preferencia dada a la función de asignación de recursos y a la neutralidad impositiva, o bien a la redistribución de la renta (está claro que simultáneamente, se han de contemplar otras variables, como mínimos exentos, deducciones fiscales, fraude fiscal, papel de las haciendas locales o federales, etc.)

                En la tabla 7 presentamos los datos referentes al gasto público, el déficit público y la deuda pública en circulación. La primera conclusión clara que podemos obtener de ella —sin entrar en valoraciones sobre la bondad o no de estas magnitudes— es que España, desde el año 1983 hasta el 1993, casi neutraliza el diferencial de doce puntos respecto a la media comunitaria por lo que se refiere al gasto público, hasta situarse a tan sólo dos puntos en 1993 (a poco más de 4 en 1990). Teniendo en cuenta el diferencial que todavía la separa por lo que se refiere a la presión fiscal, este avance del gasto público es debido en gran parte a la apelación a la Deuda Pública (y a la afloración de rentas sumergidas) que, a causa de unos niveles de partida bastante saneados (en 1985-86), se mantiene todavía lejos del nivel promedio de la UE, que en 1993 es de un 75,5% del PIB. El déficit público, contrariamente, se sitúa significativamente por encima del promedio, como consecuencia también de su esfuerzo inversor y de la disminución de su diferencial de gasto público respecto a Europa.

                En la tabla 8, por otro lado, contemplamos los datos referentes al reparto entre el consumo y la inversión de la renta nacional. La renta nacional* puede utilizarse bien para el consumo final (de los individuos, de los hogares, de las Administraciones Públicas, o de las entidades privadas sin ánimo de lucro), o bien para la inversión. Pues bien, en datos de 1991, en el conjunto de la UE, de la renta total un 79,1% se dedicó al consumo y el resto a inversión. Como podemos observar en la tabla, el índice de inversión no es proporcional a la renta: mientras que en el Reino Unido, en Dinamarca y USA se sitúan en torno al 15%, en Portugal y España supera el 20%. Además, una alta tasa de Formación Bruta de Capital Fijo puede ir acompañada por un elevado déficit exterior, como es el caso de Portugal y España. Conocer el saldo comercial de cada país nos permitirá, por un lado, saber el grado de cobertura de la balanza comercial, y por tanto, la necesidad —o superávit— de capitalización (de inversión) de cada país. Por ejemplo, según la tabla, queda claro que Grecia, Portugal y España son los países con balanza comercial más desfavorable porque su sistema productivo está más descapitalizado, por lo cual son los que necesitan efectuar más esfuerzos en materia de inversión (con lo que se corresponde que sean estos países los que dedican mayor parte de la renta a la inversión, excepto Japón). Ello no implica que no haya países (como Japón, Alemania o Francia) que estén sobradamente capitalizados y que tengan una balanza comercial equilibrada, lo que significaría ni más ni menos que dichos países gozan de un sistema productivo emprendedor e innovador (32).

                El índice de consumo en relación a la renta es evidentemente correlativo al del ahorro. Se divide entre un índice de consumo privado y un índice de consumo de las Administraciones Públicas (consumo público). El desglose entre estos dos tipos de consumo varía bastante de un país a otro, porque determinados sectores, como la sanidad o la enseñanza, están, en ciertos países, total o en su mayor parte cubiertos por el sector público, mientras que, en otros, la carga que soporta el sector privado es mayor. Se ha de hacer notar, aun así, que aunque el índice de consumo colectivo varíe mucho de un país a otro, el índice de consumo privado en relación a la renta es bastante homogéneo (entre un 51,8% en Dinamarca y un 71,7% en Grecia, aunque en la mayor parte de países las cifras se sitúan en torno al 63%).

                En definitiva, por lo que se refiere al reparto de la renta entre el consumo y la inversión, destaca su irregularidad en la inversión y su estabilidad en el índice de consumo privado. La diferencia vendría dada por el nivel de consumo público, que varía en función de la preferencia por uno u otro modelo social de bienestar, o de otros factores (gastos de defensa, investigación, infraestructuras, etc.)


 

4. Diagnóstico básico del uso de la renta en España

                En el cuadro de texto número 7 reflejamos uno de los argumentos esenciales de J. M. Keynes: no es actuando sobre la propensión* al consumo —recortándola— como se favorece la ocupación (excepto en el caso de plena ocupación de los factores productivos, en el cual un exceso de consumo generaría inflación y otros desequilibrios); más bien al contrario: según este insigne economista, es fomentando el consumo como se generan incentivos para crear ahorro y, por tanto, capital (pues el consumo, en último término, es el que pone en funcionamiento el mecanismo del multiplicador*, que en base a unos rendimientos esperados genera inversión y ocupación). Hace referencia, asimismo, a la importancia del ahorro público y de los denominados fondos de inversión* —de los cuales tendremos oportunidad de hablar más adelante— para la consolidación de este ahorro básico que, en definitiva, acaba derivando en inversión (según muchos economistas clásicos, inevitablemente).

4.1. Utilización de la renta nacional y familiar

                En este punto nos ocuparemos de cómo se ha repartido la renta entre sus diferentes usos en la economía española. Hay básicamente dos posibilidades de utilización de unos recursos dados, el consumo y el ahorro, cuya funcionalidad económica es muy diferente, puesto que el gasto en consumo sirve para cubrir las necesidades corrientes, en tanto que la función del ahorro es la de financiar, en último término —con el concurso de intermediarios financieros—, la formación de capital fijo de un país. En España los porcentajes de reparto entre estas dos magnitudes, entre los años 1970 y 1993, se han movido entre el 74% en 1970 y el 80% en 1993 para el consumo, y desde el 26% en 1970 al 20 % en 1993 para el ahorro, medidos a partir de la renta nacional bruta disponible a precios corrientes.

                En la tabla 9, a grandes rasgos, comprobaremos que la tasa de ahorro global presenta un paulatino declive a partir de mediados de los setenta, a causa, sobre todo, de la disminución del ahorro público, hasta llegar a cotas negativas. La tasa de consumo privado se ha mantenido estable, y la del consumo público se ha incrementado hasta casi el doble de la cifra inicial. Ello ha supuesto un incremento del consumo nacional, que en parte, ha compensado la disminución del ahorro global, y en parte ha sido enjugado por el capital exterior. Durante el año 1993 se experimenta un súbito incremento del consumo público financiado, en buena parte, por el incremento del ahorro privado, lo que redunda en el desahorro público antes aludido. (Volvemos a recordar el papel moderador —de estabilizador cíclico— que tiene el consumo público, en épocas de recesión.)

                En la tabla 10 comprobaremos cómo los procesos coyunturales han afectado el reparto de los factores. Los años setenta son años de debilidad empresarial, en una situación de vacío político y eclosión de demandas sindicales, aspectos que conducen en un primer momento a una asignación de la renta favorable al trabajo, así como a una caída del peso del excedente bruto de explotación (es decir, la suma de las rentas mixtas y del capital, y del consumo de capital fijo) en el reparto de la renta a nivel factorial, y consiguientemente a un aumento del paro. Así comprobaremos que las rentas del trabajo pasan de un 47,9% a un 53,6% del total de la estructura factorial del PIB entre 1970 y 1980, mientras que por su lado el excedente bruto de explotación cae desde un 50,6% hasta un 45,3% en ese mismo lapso de tiempo.

                A partir de esta fecha, no obstante, se produce un proceso inverso de asignación favorable a los beneficios, cambio de tendencia facilitado por el aumento hasta cotas desconocidas con anterioridad de la tasa de paro y de su duración (junto con un cambio de la estrategia sindical y la opción del Gobierno por una política económica destinada a reconstruir los excedentes empresariales). De esta manera, las rentas del trabajo vuelven a bajar hasta un 50,4% en 1990 (en 1993 se mantienen en un 49,8%) y el excedente bruto de explotación asciende al 48,5% (47,5% en 1993 debido al —excepcional— aumento de las rentas públicas durante ese año).

                Un poco más arriba tendremos la ocasión de comprobar que las rentas mixtas (pues, como veremos, las rentas del capital se constriñen) adquieren una porción relativamente más grande del pastel de la renta nacional (en relación a las rentas salariales y a las del capital), lo que es indicativo de una disminución de la salariza­ción, correlativa al aumento de las prestaciones sociales. Desde 1975, el excedente bruto de explotación se mantiene en una banda de estabilidad, y las rentas públicas tienen escasa significación a nivel agregado. Por lo tanto, contracción de la salarización, estabilidad de las rentas mixtas y disminu­ción de las rentas del capital son importantes aspectos a retener.

                Volviendo a la tabla 9 comprobaremos de qué manera se financia la formación bruta de capital. Observamos que el ahorro nacional bruto se mantiene desde principios de los ochenta a unos niveles mucho más bajos que los de principios de los setenta, y que éste, por otro lado, no es suficiente para financiar los niveles de inversión requeridos para las necesidades españolas. Así, excepto a principios de la década de los setenta y a mediados de la década de los ochenta, España siempre tiene que recurrir a la aportación exterior para financiar una parte de esta magnitud (durante 1990 suponía un 3,7% de la Renta Nacional Bruta Disponible, si bien en 1993 su cuantía disminuyó a causa de la grave crisis del momento). En definitiva, en buena medida una parte de los bienes de inversión en España son financiados gracias a la aportación de capitales foráneos.

         Por lo que se refiere al consumo, es necesario reseñar tres consideraciones importantes. La primera es su tendencia a la estabilidad durante la época de los ochenta (y su paulatino crecimiento durante los setenta). La segunda tendencia observable es cierta erosión en el componente privado del consumo (lo cual refleja sin duda los efectos del paro y la crisis sobre las rentas del trabajo, y el recorte adicional impuesto sobre los ingresos de los hogares por la doble vía de la desaceleración de los salarios y el incremento de la presión fiscal). La tercera sería el inexorable crecimiento del consumo público, que ocupa el espacio de la demanda nacional abandonado por el sector privado. El perfil de su evolución revela un comportamiento moderadamente anticíclico del sector público, que se ha de atribuir a dos tipos de razonamientos contrapuestos: de un lado, a necesidades de gasto inducidas por la crisis; de otro, a decisiones autónomas que compensan parcialmente la caída de la demanda privada.

         En la tabla 11 nos ocupamos, no del reparto de la renta nacional bruta disponible entre sus diferentes posibilidades de utilización, sino de la estructura de la renta familiar bruta (es decir, consumo privado + ahorro familiar bruto + impuestos directos). Podemos comprobar cómo la disminución de las rentas salariales (netas de cotizaciones sociales), en relación a la renta familiar bruta disponible, se ve compensada con creces con un aumento de hasta un 14% de las prestaciones sociales. La utilización de la renta, por otro lado, si por una parte —como hemos visto— se ve afectada por la disminución de la capacidad de consumo de las familias (por los efectos combinados de la crisis y la desocupación), se ve asimismo disminuida por el aumento de los impuestos directos. Este hecho, y la redistribución de la renta a través de las transferencias sociales —pues está demostrada empíricamente la mayor propensión al consumo de las rentas bajas— provoca un retroceso significativo de la tasa de ahorro familiar (que se vio frenado en 1993 por el aumento de la tasa de ahorro familir como consecuencia de la crisis de esos momentos).

         La más equitativa distribución familiar de la renta a partir de 1977, conseguida a través de pactos y de reivindicaciones sociales crecientes, viene acompañada, a partir de 1985, de un crecimiento del déficit público, la todavía insuficiente propensión al ahorro (para las necesidades de capitalización de la economía española), el déficit exterior y el aumento del paro. ¿Es ello reflejo de una causalidad unívoca? Nosotros pensamos que no, puesto que se ha de profundizar más en los embrollados flujos de renta que circulan a través del sistema económico. Siguiendo el razonamiento de J. M. Keynes, creemos que el problema no viene dado por el exceso de consumo —y más en una situación de crisis estructural como la existente en estos últimos decenios, que incide especialmente sobre el llamado paro tecnológico*—, ni por la inflación —que, respecto a sus peores momentos, está relativamente domeñada—, sino por una escasa propensión a la inversión productiva.

         Es cierto que el déficit público es alto, y que ello afecta a los tipos de interés y —hasta 1993— a la tasa de cambio, pero es de dominio público que gran parte de los excedentes empresariales y las rentas de la propiedad no se invierten de forma productiva, sino que se atesoran, entran en el circuito de la financiación de la deuda pública, se gastan en bienes suntuarios o de lujo, o se capitalizan de manera especulativa. Y recordemos que son precisamente estas prácticas y actitudes las más inflacionistas (hacen subir los precios del parque inmobiliario, empujan al alza los tipos de interés —para atraer capitales foráneos—, afectan el déficit exterior en bienes suntuarios, etc.) En esta coyuntura económica, no hay una solución alternativa al multiplicador, limpio de todas sus excrecencias especulativas y «productivistas» (en su matiz más negativo, es decir, en el que no tiene en cuenta los principios de la economía sostenible, en el sentido que le dimos en la sección primera).

4.2. Pautas de consumo

                En el cuadro de texto número 8 está plasmada una idea fundamental si queremos entender las tendencias de los hábitos de consumo en una sociedad, como la española, actualmente mucho más parecida a las llamadas sociedades postindustriales* (donde predomina la información sobre el ámbito de la producción), que a la sociedad industrial en decadencia que agoniza desde las primeras reconversiones industriales ejercidas sobre su tejido industrial a partir de la primera mitad de los años ochenta (lo que no quiere decir que se puedan equiparar sus niveles de «bienestar» con los de otras sociedades más avanzadas).

                Pero lo que queda claro es que esta nueva sociedad del consumo* tiene más de cultura de representación que de democratización en la satisfacción de las necesidades básicas, pues si bien esto último no deja de ser así en cierto modo, lo es de una forma un poco retorcida: los mass media y la cultura de masas determinan unas necesidades ficticias que, con el hábito de imitación, se convierten en básicas. En este sentido, esta sociedad del consumo crea una cultura de representación, o de imitación (o según un término de Thorstein Veblen, de consumo vicario):

                «Bourdieu ha puesto de relieve cómo es el gusto, el juicio discriminante, el conocimiento del capital cultural, el que permite a diferentes grupos sociales el entender y clasificar apropiadamente a los nuevos bienes y saber cómo utilizarlos. El gusto actúa, por tanto, como marcador de posiciones sociales.

                Nuestro disfrute de los bienes se relacionaría, así, con su función de "marcadores". Cuando los estratos sociales bajos emulan o usurpan los gustos de las clases altas, cuando se incorporan a los "bienes posicionales" que marcan el status de las clases altas, éstas reaccionan invirtiendo en nueva información y adoptando nuevos gustos que restablecen y mantienen la distancia social original, que diferencia los diferentes estilos de vida.

                Esta distancia no la marcan sólo las posiciones o la materialidad de los bienes, sino lo que diferencia propiamente a los distintos grupos y que es su estilo de vida, el que viene promovido por los "nuevos intermediarios culturales" (Bourdieu) —los nuevos telemakers—, que a través de los medios marcan las pautas de uso y discriminación de bienes simbólicos» (33).

                Los rasgos distintivos del consumo actual son, por un lado, la reducción significativa de las funciones más básicas (alimentación y mobiliario), y por otro, el aumento de aquellas funciones referidas al consumo de representación ligado a un cierto status (automóvil, ocio, cultura, turismo y hostelería...) Las dos tendencias complementarias las verificamos en la tabla 12. Vemos cómo desde 1980 a 1990 los gastos que más han aumentado proporcionalmente son inequívocamente (en un 87%) el ocio, el turismo y la hostelería; seguidos por otros gastos no precisados, en general también del sector servicios (67%); vestido (43%); servicios médicos (41%); y más alejadamente vivienda (25%); esparcimiento, espectáculos y cultura (22%); y transporte (21%). Por su lado, los gastos en alimentación están prácticamente estabilizados y los de artículos de menaje y mobiliario disminuyen en un 5% (en cifras relativas, es decir, con base 100, estos datos son todavía más elocuentes).

                En la parte inferior de la tabla hemos hecho una ponderación de la responsabilidad de cada grupo de gasto en el aumento total del gasto en consumo, en pesetas constantes de 1980, durante el período comprendido entre 1980 y 1990. Así, en el 23% de aumento en cifras absolutas —para el total de los capítulos de gasto—, los grupos que tienen más responsabilidad en el aumento del gasto total son, en orden inverso —y en cifras relativas—, el capítulo de otros bienes y servicios (36%), vestido (18%), transporte (13%), vivienda (11%), otros gastos (11%), recreo (7%), servicios médicos (5%) y alimentación (1%); el capítulo de artículos de mobiliario reduce este monto en un 2%. Este cálculo es importante porque con esta ponderación no únicamente tenemos en cuenta el aumento en cifras relativas de cada capítulo de gasto, sino también su repercusión —en función de su peso en el gasto total— en el aumento absoluto del gasto global.

                (Este cálculo se puede simplificar si dividimos las distintas partidas de gasto del año 1990-91 —a precios constantes de 1980— por el gasto total del ejercicio 1980-81, y el resultado lo multiplicamos por 100: {[q1p1/Sq0p0]×100}. Con ello obtenemos la ponderación por capítulos de gasto del aumento del gasto en bienes de consumo entre 1980 y 1990 [rúbrica 3 de la tabla]. De esta cantidad restamos la ponderación por capítulos de gasto del ejercicio 1980, para conocer la ponderación neta por capítulos de gasto del aumento del gasto [rúbrica 4]. Una vez pasada a base 100, obtenemos la magnitud relativa de esta cantidad.)

                En la tabla 13, por otro lado, ponderamos el aumento del gasto (gasto = precios x cantidades) en función del aumento del IPC (Índice de Precios al Consumo), para saber qué capítulos de gasto han sido los más inflacionistas (o, al menos, cuáles han sido los que más han influido en el aumento de la inflación). Así, si multiplicamos el sumatorio de la serie de aumento del IPC —por cada capítulo de gasto— desde los años 1981 hasta 1991 con la ponderación del aumento del gasto por partidas de gasto, y dividimos su producto por 100, obtendremos una ponderación de la responsabilidad de cada capítulo de gasto en el aumento del IPC.

                (El Índice de Precios de Consumo se calcula mediante el llamado índice de Laspeyres [Sp1q0/Sp0q0], que relaciona el coste de comprar las cantidades del año base —q0— a los precios del año dado —p1— con el gasto del año base —q0p0—, multiplicado por 100. A este propósito se utiliza el reparto de gasto a partir de una «cesta de la compra» estándard obtenida mediante una Encuesta de Presupuestos Familiares, la última de las cuales se efectuó en España en los ejercicios 1990/91.)

                Nuevamente el capítulo de otros gastos (es decir, cuidados personales, ocio, turismo y hostelería, más otros gastos no mencionados anteriormente) suma más del 50% del aumento del IPC, y si le añadimos otros capítulos que podríamos englobar en la denominación «consumo de representación» (recreo, enseñanza y cultura, transporte y comunicaciones, así como servicios médicos y gastos sanitarios), casi el 75% del aumento ponderado del IPC es atribuible a este concepto, y especialmente al sector servicios, que es aquel que comúnmente se puede englobar dentro de la etiqueta «gastos de representación» (no olvidemos sin embargo que el capítulo «transportes», incluido en esta categoría, incluye también los gastos de compra de vehículos y su mantenimiento; pero por lo dicho anteriormente, nada nos impide encuadrarlo dentro de ella). Finalmente, en la última columna restamos la ponderación del aumento del IPC con la ponderación del aumento del gasto, y con ello obtenemos la siguiente conclusión: únicamente el capítulo otros gastos (con un 5% de aumento, con la excepción del capítulo de mobiliario y menaje, que disminuye más en el gasto que en el IPC) supera en el aumento de su peso en el IPC el aumento de su peso en el gasto. Es, por consiguiente, el máximo responsable del aumento del IPC.

                Anteriormente señalamos que del gasto social en bienes básicos (entendidos como aquellos bienes que son socialmente —en un momento histórico y en un marco concreto— considerados básicos) se ha pasado a un gasto de representación que supera en mucho las tasas de incremento de los gastos básicos (que, como veíamos, en los casos del mobiliario, útiles del hogar y menaje incluso han disminuido). En la tabla 14 podemos observar que, por lo que se refiere al equipamiento del hogar se ha llegado de facto a una saturación, y es poco probable que varíen en mucho los porcentajes de posesión de ciertos productos catalogados de primera necesidad (como sería el caso de los aparatos de TV en color, la lavadora, el primer automóvil, etc.) Hay, sin embargo, productos distintivos y diferenciadores de cierto nivel social, que nosotros hemos singularizado, que están muy lejos de llegar a la saturación (pero que por su carácter elitista difícilmente adquirirán las clases más bajas).

         Es decir, cuando nos planteamos actuar sobre el consumo para canalizarlo positiva­mente, o para restringirlo —es decir, para no perjudicar los equilibrios básicos—, hemos de partir de la base de que hay un nivel mínimo de consumo que se ha de considerar socialmente necesario —otra cosa es que se pueda canalizar mejor—. Podemos ver cómo —según la tabla 15—, entre las familias españolas, las de un status bajo tienen un nivel de ahorro práctica­mente despreciable (sólo un 19% ahorra algo, ante un 52% de las familias con status socialmente alto). Ello ha de tenerse en cuenta a la hora de establecer medidas penalizadoras del consumo. ¿Cómo discriminar el consumo suntuario del consumo básico? Cuanto menos estableciendo baremos más ajustados a la realidad (34). Por otra parte, es hora de dejar de responsabilizar a aquellos que tienen menos protagonismo en el aumento del IPC, y que tan sólo intentan llegar a un nivel «satisfactorio» de vida y consumo, pues ello no es sino un escarnio a la verdad: según los datos aducidos, queda claro que son los servicios y los productos de representación aquellos que supusieron casi un 75% del aumento del IPC durante la década de los ochenta, y no precisamente los gastos básicos (que comprenden la alimentación y los gastos del hogar).

         (Quede claro que no presuponemos que otros capítulos de gasto no hayan ejercido coyunturalmente una importante influencia inflacionaria —como es el caso de la alimentación, en época de sequía o carestía—, o que, al contrario, hayan sido minusvalorados —como es el caso de la vivienda, que no refleja la realidad del «boom» inmobiliario desde 1985 a 1992—; pero, nuevamente, insistimos en que tales circunstancias, como las de otros capítulos, son meramente coyunturales. En cambio, la especial responsabilidad del sector servicios en la rigidez de la inflación se fundamenta en un problema estructural, que ya hemos contemplado al tratar el tema de las estructuras productivas: su papel cuasi-monopolístico por su escasa exposición a la competencia exterior.)

4.3. Gastos e ingresos familiares y personales

         La única fuente fiable a la hora de hacer un análisis serio sobre niveles de ingresos y gastos de las familias españolas —recordemos que ésta es la unidad básica para el INE— es la Encuesta de Presupuestos Familiares. Nosotros nos hemos servido de los datos elaborados a partir de los primeros resultados de la que se realizó en el transcurso del período 1990-91 (que son los que han fundamentado todo el análisis del punto anterior). No obstante, la insuficiencia o inexactitud de los datos estadísticos de base que se utilizan en la elaboración de los índices de distribución personal/familiar de la renta es un obstáculo casi insalvable, porque la EPF, a través de la cual se obtienen las estimaciones sobre distribución familiar de la renta en España, incorpora entre sus resultados un importante sesgo a la baja en los ingresos (como consecuencia de una ocultación de rentas —estimada— superior al 40%), que al no ser lineal (es decir, al ser mayor en unos estratos de renta que en otros) altera de forma significativa los resultados obtenidos.

         En la tabla 16 disponemos de los datos sobre el gasto anual por tipo de hogar. A pesar de la salvedad expuesta anteriormente, intentaremos obtener alguna conclusión de dichas cifras. En primer lugar, comprobamos que los núcleos familiares con menos miembros, que son aquellos que tienen un nivel de gasto inferior, tienen sin embargo un gasto por persona superior (y a la inversa). Por consiguiente, no hemos de reparar tanto en el gasto por unidad familiar como en el número de personas que la componen y, sobre todo, en el número de perceptores que sostienen la economía familiar. En general, la relación sería la siguiente: a mayor número de perceptores de ingresos por familia la carga de personas sin ingresos sobre cada perceptor es inferior. Lógicamente, se hace necesario introducir una nueva consideración: la existencia o no de hijos. Si los hay en el núcleo familiar (y en función de su número), a un nivel de ingresos dado, el gasto por persona será más pequeño (y mientras más haya más pequeño será). Es decir, los niveles de gasto por persona más bajos se producen en los hogares con más hijos a mantener (y con los que repartir los ingresos familiares).

                En la tabla 17 añadimos un nuevo elemento de análisis, que sería el ingreso anual por tipo de hogar. Aquí no podemos ponderar el gasto sino el ingreso en función de la composición por hogar. Como es lógico, las constantes serán aproximadamente las mismas que si nos referimos al gasto por núcleo familiar (pues, en definitiva, tanto en ingreso, tanto en gasto). Así, nuevamente, es en los hogares con menos miembros donde los ingresos están por debajo de la media; y, correlativamente, sus ingresos personales están significativamente por encima. Lo que dijimos sobre la relación inversa entre el número de hijos y los ingresos personales es también vigente (excepto en las parejas con un hijo, un tipo de hogar muy corriente entre los estratos socioeconómicos medios y altos). No obstante, aquí disponemos de dos datos nuevos: la cobertura del gasto y el ingreso medio por perceptor.

                El índice de cobertura del gasto* mide el nivel de suficiencia —o cobertura— de los ingresos respecto de los gastos totales de una familia: si el nivel de gastos supera al de ingresos, el índice de cobertura del gasto superará la unidad (o la centena, si establecemos una base 100, como hacemos nosotros), y viceversa. En nuestra tabla, las unidades familiares con un índice más elevado —menor suficiencia de sus ingresos respecto a sus gastos, o menor cobertura del gasto— son las familias —monoparentales o no— con hijos (en base 100, destacan por encima del promedio). De otro lado, los hogares sin hijos tienen un índice más reducido, y por tanto, la suficiencia de sus ingresos es superior (según base 100, están por debajo del promedio).

                (En definitiva, la cobertura del gasto —suficiencia de los ingresos respecto a los gastos— mantiene una relación inversa con el índice de cobertura del gasto.)

                En la tabla 17 podemos comprobar cómo en el lapso de tres años que media entre 1989 y 1992 se ha producido un aumento de la cobertura del gasto, que ha afectado a todos los sectores excepto a los hogares unipersonales (han disminuido su cobertura del gasto) y a las parejas con un hijo (que mantiene la de 1989). Ello puede ser indicativo, o bien de una mejora del poder de compra (en definitiva, de los ingresos) o, simplemente, de una disminución del consumo (no olvidemos que la minusvaloración estadística de la estimación de los ingresos en relación a los gastos no permite establecer taxativamente la hipótesis de que el saldo neto entre gastos e ingresos es favorable al primero, es decir, que haya un déficit crónico en las economías familiares). Si observamos los datos relativos (base 100) volvemos a comprobar cómo son los sectores sociales antedichos los menos afectados por esta disminución del índice.

                El ingreso medio por perceptor nos aporta una nueva clave, pues en este caso las familias con hijos son las que tienen mayores ingresos por perceptor, porque generalmente estos últimos son los que tienen puestos de trabajo más consolidados y mejor remunerados. Si comparamos la situación entre los años 1989 y 1992, obtendremos varias conclusiones interesantes. La primera, que a pesar de que la cobertura del gasto ha aumentado en las familias con hijos (es decir, el índice ha disminuido, pues los ingresos cubren un porcentaje mayor de los gastos), los ingresos —tanto por hogar, como por persona y perceptor— también han disminuido respecto a la media; ello confirmaría que esta disminución del índice es explicable por una retención en el gasto correlativa a la disminución de los ingresos (con las salvedades estadísticas antes apuntadas). En segundo lugar, los hogares unipersonales, en cambio, han aumentado sus ingresos —por perceptor—, por lo cual el aumento de su índice de cobertura del gasto vendría dado por su mayor inclinación al consumo (en pura lógica). En tercer lugar, las parejas sin hijos, las parejas con un hijo y otros tipos de situaciones familiares conservan una situación aproximadamente igual tanto respecto al ingreso como a su cobertura del gasto. Por último, en las familias monoparentales, si bien sus ingresos se mantienen a unos niveles parecidos a los de 1989, su cobertura del gasto mejora significativamente, presumiblemente por su retención en el consumo.

         En definitiva, hemos comprobado que la presencia o no de hijos es un factor determinante en el equilibrio presupuestario familiar. Que los hogares con un solo individuo, sin cargas familiares, son los que tienen ingresos y gastos por persona superiores. Y por último, que el nivel de ingresos por persona —y lógicamente, el de gastos— desciende en función del número de miembros de la unidad familiar. Estas tres conclusiones nos han de servir de pauta para establecer un sistema fiscal y de protección social razonable.

         En la tabla 18 reflejamos la correlación directa entre los ingresos medios por hogar y el número de perceptores por unidad familiar, así como la correlación inversa entre el ingreso medio por perceptor y el número de perceptores de una familia. Intentaremos razonarlo: los ingresos medios por hogar aumentarán y superarán la media en función del número de perceptores, siguiendo una correlación directa; pero como la función no es lineal, es decir, como los perceptores, a medida que aumenta su número por unidad familiar, no cobran lo mismo (más bien, mientras más jóvenes menos cobrarán), las unidades familiares con menos perceptores tendrán un nivel de ingresos medios por perceptor superior que los hogares con más perceptores (puesto que, a más perceptores, en general, su remuneración marginal será inferior). Por último, el ingreso medio por persona (incluyendo los miembros de la familia con carácter dependiente) aumenta hasta llegar a un status de familia hasta dos perceptores, y a partir de aquí disminuye, por el motivo anteriormente apuntado (sin embargo, en 1992 se produce la anomalía de que aumenta el ingreso medio por persona y por perceptor —respetando la correlación antes establecida— en el estrato de cinco o más perceptores, lo que dada su escasa significación estadística no desmiente el razonamiento que hemos establecido).

4.4. Distribución factorial y personal de la renta

         En el punto anterior hemos destacado un aspecto importante: tanto los ingresos como los gastos están desigualmente repartidos entre las unidades familiares, ya desde un principio, por razones que no tienen nada que ver con aspectos de justicia o equidad social en el nivel de asignación de los recursos, y sí, en cambio, con las diferentes estructuras familiares que es posible encontrar en los hogares. Ahora iremos todavía más allá y haremos referencia al reparto factorial y personal de la renta, por cuanto es reflejo de la estructuración social —no familiar— del país. Empezaremos por hacer un breve repaso de la distribución factorial y posteriormente nos adentraremos en la distribución personal de la renta.

         La distribución funcional o factorial de la renta muestra cómo se reparte entre los factores de producción la renta obtenida (la parte que se asigna al trabajo, al capital, al sector público, y a aquel conglomerado extenso que representan las llamadas rentas mixtas, donde no puede distinguirse qué ni cuánto corresponde al capital y al trabajo, pues aparecen consolidadas en la persona del agricultor, el comerciante o el profesional). En un punto anterior ya hemos considerado el reparto de la Renta Nacional Bruta Disponible (RNBD) entre los diversos factores de producción (haciendo referencia a su uso: consumo, ahorro e inversión). Ahora simplemente nos ocuparemos de calibrar de qué manera se efectúa el reparto de rentas.

         La distribución factorial se puede interpretar —a grandes rasgos— como el resultado de la tensión existente entre trabajo y capital para aumentar su participación en la renta total. Si los aumentos salariales no son absorbidos por aumentos de la productividad y/o caídas en el margen de beneficios, el resultado de este intento de forzar la redistribución a favor de los salarios será un aumento del nivel de precios sin cambios en la distribución relativa de la renta (es la llamada traslación, en este caso de los aumentos salariales). Contrariamente, si los aumentos de productividad superan los aumentos salariales —obviando el caso poco corriente de que bajen los precios de los productos, si nos situamos al margen de un mercado muy competitivo— y se producen aumentos del margen de beneficios, ello generará un aumento en la participación de los beneficios en la renta (35) (si bien, como hemos visto en la sección primera, no existe una relación unívoca entre productividad y beneficios empresariales, del mismo modo que tampoco se puede oponer rentas salariales y productivi­dad, pues existe una diferencia objetiva de naturaleza, afectación y peso de cada una de estas variables en el contexto productivo, impositivo y de rentas).

         (Consideramos, sin embargo, que todo cambio relativo de precios que compense subidas salariales, aunque consiga la paridad original en la relación entre salarios y beneficios, suele generar lo que se ha venido a llamar una espiral inflacionista*, y repercute en la competitividad —en factor precio— de las empresas. Por su parte, el aumento de los beneficios vía aumento de la productividad aparente, con unos salarios creciendo por debajo del nivel de esta última —más allá de la diferencia en la naturaleza y el peso específico de ambas variables— puede ser significativo de la aplicación de medidas lesivas a la ocupación, como despidos por causas tecnológicas. Véase la sección primera para refrescar la memoria por lo que se refiere a las interrelaciones entre los factores productividad, ocupación y niveles salariales.)

         Es de destacar que dado que la Contabilidad Nacional distingue fundamentalmente dos tipos de renta (trabajo y capital), y deja las llamadas rentas mixtas como una especie de tierra de nadie donde no queda claro dónde comienza una cosa y la otra, ello puede sesgar y alterar la situación real de cualquier análisis que se pretenda realizar a este respecto (es de valorar especialmente el aumento o la disminución del número de autónomos o de rentistas pasivos, lo que puede afectar a su vez al nivel de salarización, y por lo tanto dificultar el cálculo del peso real de las rentas del trabajo).

                En un punto anterior —por lo que no es necesario que nos extendamos en demasía— comprobamos cómo a partir de 1980 la tendencia a la pérdida de posiciones del excedente bruto de explotación se invirtió en el reparto de la renta, en perjuicio de las rentas del trabajo. El aumento del peso de las cotizaciones, la mayor presión fiscal soportada por las rentas del trabajo respecto a las del capital, el aumento de la productividad y la actuación del sector público —comportamiento coherente con el objetivo de recuperar el excedente empresarial—, en forma de subvenciones o exanciones fiscales de todo tipo, son los factores desencadenantes de dicho proceso.

                En base a las cifras disponibles, no podemos obviar el importante protagonismo que tiene el sector público en el reparto de la renta, no tan sólo por lo que se refiere a sus más de dos millones de asalariados, sino también a los más de seis millones de pensionistas, a los perceptores de las prestaciones por desempleo, etc. Ello quiere decir que el sector público tiene una importante incidencia directa en la distribución de la renta disponible, pues actúa sobre un colectivo comparable al formado por los asalariados privados (si bien la FBCF se sigue generando fundamentalmente por las aportaciones del ahorro de las empresas y de las familias: en 1993, un 62,6% y un 40,7%, respectivamente, frente -9,4% —negativo— absorbido por las Administraciones Públicas y un 6,1% procedente del exterior).

                Así, teniendo esta idea presente (y también que el nivel de concentración de la riqueza es muy superior que el de la renta, en una proporción que —por lo menos— puede llegar al doble, según afirma un estudio realizado, con datos de 1990, por el profesor José Manuel Naredo, el cual dejaba claro que un 3% de los declarantes del IRPF poseía un 23% de la riqueza nacional), nos ocuparemos de la distribución personal de la renta, que es el eje central de este punto. Nuevamente es necesario hacer una matización, pues cuando hablamos de las rentas salariales, y de su peso en la RNBD en relación a las rentas del capital, se ha de tener en cuenta la enorme dispersión —que va a más— existente dentro de aquella categoría, e incluso de cada sector (36). Por ello es difícil el tratamiento de los receptores de rentas del trabajo como un grupo homogéneo. Y ello tiene sin duda una repercusión sobre la distribución personal, ya que los grupos de trabajadores con salarios más bajos participan de forma menos igualitaria de una porción inferior de la renta generada, y por ello se ven doblemente perjudicados (lo mismo se puede decir de otros sectores productivos, especialmente por lo que se refiere a la pequeña y mediana empresa y los profesionales).

         La distribución personal, un aspecto más interesante desde el punto de vista sociológico, trata de demostrar la estructura de distribución de la renta, clasificada por tramos de menor a mayor concentración de renta. Permite identificar las disparidades de renta entre los diferentes estamentos y, a través del llamado Coeficiente de Gini*, su grado de concentración global. El Coeficiente de Gini (en distribución de la renta se sitúa entre 0 y 1: cuanto más se acerca a 1, más alta su concentración) no es, sin embargo, un valor del todo fiable, pues incorpora juicios implícitos sobre el peso a asignar a la desigualdad en puntos diferentes de la escala de rentas (es decir, el hecho de que el Coeficiente de Gini disminuya no significa necesariamente que se haya producido una disminución de la desigualdad). Por ello, el grado de desigualdad no puede medirse, por lo general, sin introducir juicios sociales, no sólo estadísticos (37).

         En la tabla 19 presentamos la distribución porcentual de la renta familiar disponible, por decilas de hogares, según el nivel medio de ingresos por unidad familiar (con datos extraídos de las encuestas de presupuestos familiares). Observamos que entre 1970 y 1980 se produjo una importante corrección en el esquema de la distribución personal de la renta, con una disminución del índice de concentración de Gini desde un 0,457 hasta un 0,363 (lo que es más explícito si nos fijamos en los valores de las dos decilas externas: la primera, que pasa de un valor de un 1,4% a otro de un 2,41% del total de la renta disponible; y la décima, que baja de un 40,76% a un 29,23%). Entre 1980 y 1986 mejora algo el esquema de distribución personal de la renta familiar, más por la mayor participación de la decila de hogares con renta más baja (que pasa del 2,4% al 2,7%), que por la de renta más alta (que se mantiene prácticamente igual).

         En definitiva, sea cual sea el sistema de medida de concentración de la renta (por decilas, como en la tabla 19, o por quintiles o el índice de concentración de Gini, como en la tabla 20), lo que queda claro es que el comportamiento de la distribución personal/familiar de la renta durante la década de los ochenta ha quedado prácticamente inalterado desde 1980 (como vemos, entre 1980 y 1989, el índice de concentración de Gini pasa de un 0,363 a un 0,349), y esta tendencia continúa en los primeros años de la década de los noventa (hasta situarse en un 0,345 en 1992). Y teniendo en cuenta que las diferencias relativas de renta continúan siendo abismales (la decila más alta tiene una renta diez veces superior a la de las familias incluidas en la decila inferior) ello cuestiona decisivamente la pretensión de reducir las desigualdades sociales a través del sistema de protección social vigente en este período. Más bien, lo que indica es que, si acaso, mitiga las consecuencias negativas de las desigualdades existentes, o ejerce de mecanismo redistribuidor intraclases (de los sectores más acomodados a los menos acomodados de la clase asalariada) pero hace bien poco para establecer un sistema más justo y equitativo a nivel factorial, una igualdad de oportunidades efectiva (38).

         El crecimiento experimentado experimentado por el PIB y la renta durante la segunda mitad de la década de los años ochenta, ha hecho poco o muy poco para reducir las considerables diferencias sociales en España. Y además hemos de reparar en otra circunstancia no menos ostensible: si tomamos en consideración las decilas intermedias observamos cómo, desde 1970 a 1992, es únicamente la última decila la que ha perdido peso (aunque ello puede ser debido, en gran parte, a la ocultación de rentas). Y curiosamente la novena decila es la que más renta ha ganado en cifras absolutas (un 2,7%, un 1,4% más que la primera decila). La octava decila también ha ganado renta en relación a la primera. Es decir, las decilas situadas entre la séptima y la novena, ambas incluidas, han sido las más beneficiadas por la —aparente— pérdida de renta de la última decila, muy por encima de las primeras decilas de renta (39).

         Desde 1980 hasta 1992 las cosas casi no han variado (si obviamos una ganancia despreciable de renta de las primeras decilas, y una pérdida todavía más despreciable de las últimas). Lo que hace todavía más chocante el hecho de que la imperceptible redistribución de rentas ha beneficiado más al estrato medio-alto de la estructura social de la renta, según indican los datos proporcionados por la Encuesta de Presupuestos Familiares (EPF), que, como sabemos, infravalora los ingresos en, cuanto menos, un 40% de su cuantía real (y como esta infravaloración no es lineal, sino que afecta fundamentalmente a las rentas más altas, las rentas medias y bajas están especialmente sobrevaloradas). Por ello se ha de contar con que las cifras reales de desigualdad sean todavía mayores, y que vayan en aumento, tal como hemos señalado en la nota 38 de esta sección, que hace referencia a un estudio realizado sobre las declaraciones de la renta.

         Hasta ahora nos hemos ocupado de medir la renta en el período corriente, pero este cálculo no es del todo correcto, pues no tiene en cuenta el ciclo vital de las personas. Un estudio de este tipo, que es técnicamente muy difícil, matizaría en cierta medida la desigualdad de renta corriente en general. Efectivamente, en un momento cualquiera hay individuos cuya renta corriente es pequeña, pero que aumenta más adelante, o a la inversa. Por ejemplo, los beneficios de la educación que un individuo recibe en su juventud serán asignados en la nueva unidad familiar donde el individuo, ya adulto, se integre. En cambio, mientras que cada individuo es —en principio—, durante su vida laboral, un contribuyente a las arcas del Estado, es en la edad de su retiro cuando pasa a ser un receptor neto de beneficios, tanto por los pagos que recibe en concepto de pensión como por las mayores necesidades de asistencia sanitaria que precisa.

         Si ello no afecta al concepto que podemos tener sobre la desigualdad estática de la renta, introduce una nueva variable, la distribución de oportunidades del individuo, tal como viene representada en el transcurso de su ciclo vital, en el capital que hereda, en sus oportunidades de inversión, en su pensión, y en otros accesos a los beneficios de las desigualdades de la renta, o que genera el Estado. En tal caso, puede afirmarse que las diferencias de oportunidades se reflejarán más en la renta a lo largo del ciclo vital que en la renta en cualquier período determinado. A partir de las premisas de las que hemos contado, parece desprenderse que es al Estado el único organismo a quien compete, primero, reducir los márgenes de diferencia del esquema de distribución de rentas —a escala factorial—, y después, muy especialmente, sentar las bases que permitan a todos los individuos disponer de parecidas oportunidades vitales.

         A partir de aquí nos ocuparemos del papel del sector público por lo que se refiere a esta importante responsabilidad. (Dicha actuación, como hemos insistido repetidamente, puede implementarse a dos niveles: uno primero, en el nivel de asignación factorial de los recursos, y otro en el nivel de reasignación —o redistribución— de éstos, mediante una política compensadora de rentas, servicios u oportunidades.) Pero no sería correcto acabar este apartado sin mencionar un grave problema que afecta al sistema actual de distribución de la renta: a pesar de todo lo dicho no hemos roto la base de cálculo de los sistemas contables establecidos a partir de la existencia institucionalizada de la renta familiar, en contraposición a aquello que debería ser un análisis de la renta individual.

         Nuestro análisis induce a pensar que una política redistributiva de carácter universal, el efecto multiplicador corrector de los desequilibrios sociales, así como el tratamiento de la renta a nivel individual en contraposición a la familiar, implicaría una rectificación no tan sólo del análisis sino también de la base de la estructura social y económica, así como de la Hacienda Pública actual.

         La endémica carencia de estudios o de fórmulas al respecto no invalida esta aseveración (más bien cuestiona la validez científica de los análisis técnicos y de la doctrina vigente). En el último apartado de esta sección, ofreceremos alternativas, tanto por lo que se refiere a apuntar un nuevo método de estudio que nosotros consideramos más adecuado, como por lo que respecta a una crítica constructiva del actual modelo redistributivo, que pensamos se habría de enfocar hacia el objetivo de la igualación de rentas factoriales (y, por ende, de oportunidades), sin olvidar la responsabilidad de redistribuir recursos en el nivel de la renta individual —no ya familiar— disponible.

4.5. La acción pública

         En el punto anterior hemos llegado a la conclusión de que es responsabilidad del Estado establecer las condiciones que permitan a los ciudadanos partir de una distribución de oportunidades más equitativa. En éste comprobaremos, por otro lado, las dificultades que ello entraña, a causa, primero, de los condicionantes sociopolíticos vigentes y, más allá, de las limitaciones presupuestarias, los márgenes de maniobra que permite la economía nacional, y las desviaciones imprevisibles en las expectativas —y previsiones— de los agentes económicos, por lo que se refiere a su propia actuación y al estado general del país.

4.5.1. Política presupuestaria y fiscal

                En la tabla 21 reflejamos el presupuesto inicial consolidado de las Administraciones Públicas (en España) del año 1993, tanto en su apartado de gastos como de ingresos. Recoge tanto las grandes cifras de los Presupuestos Generales del Estado (es decir, del Estado, más los Organismos Autónomos Administrativos, más la Seguridad Social, más los Entes Públicos) como también de las Administraciones Territoriales (Corporaciones Locales y Comunidades Autónomas) Como podemos ver, en el capítulo de ingresos, el punto 9 es la necesidad de endeudamiento (prevista), es decir, la diferencia entre el total de gastos previstos y el total de ingresos previstos. En el capítulo de gastos, que hemos expuesto por grupos de funciones, destaca el punto 9, llamado de Deuda Pública, que incorpora tanto la de los Presupuestos Generales del Estado como la de las Administraciones Territoriales —es decir, el total de las Administraciones Públicas—: totaliza 4,74 billones de pesetas, que representa un 14,7% de los presupuestos totales de las Administraciones Públicas y un 7,5% del PIB.

                En el apartado C, nos ocupamos de la clasificación orgánica por categorías de gasto. Podemos observar las siguientes circunstancias: en primer lugar, que los gastos de personal representan un 23% del gasto total (7,2 billones de ptas.); en segundo lugar, que los gastos financieros —los intereses de la deuda— devoran un 9%, y a la vez, los pasivos financieros —la amortización de la deuda— otro 6,4%; en tercer lugar, que el gasto corriente y las inversiones financieras y no financieras del capital suponen otro 20%; en cuarto lugar, que las transferencias corrientes y de capital representan un 42%. En definitiva, casi una cuarta parte del presupuesto va a parar a sueldos y salarios de los funcionarios; un 15,4% al servicio de la deuda; un 20% a la inversión en bienes y servicios y en capital; y el resto a transferencias económicas domésticas y a empresas públicas y privadas.

                En esta breve sinopsis hemos resumido las principales constantes de los PGE; ahora intentaremos extraer sus claves: la primera, el elevado peso del apartado de remuneraciones y de consumo público en bienes, servicios y capital (un 43%); segundo, el excesivo lastre de la atención a la deuda (un 15%); y, por último, la todavía modesta atención al apartado de transferencias (un 42%, de las cuales un 3% son de capital). El corolario evidente es que, de alguna manera, se ha de racionalizar el consumo público corriente para poder favorecer el gasto redistribuidor y estimulador de riqueza (es decir, de forma que el Estado reenfoque sus prioridades hacia un nítido objetivo regulador y redistribuidor).

                En la tabla 22 recogemos la distribución del presupuesto de 1993 por políticas de gasto y categorías. Comprobamos que un 51,4% de los gastos de los PGE (excluyendo las AA.TT.) van a parar a protección social; un 8,1% a actividades económicas; un 6,5% a servicios generales; un 4,2% a otras políticas; y un 29,8% (un 15,5% a la Deuda Pública) al capítulo de deuda y transferencias. Pero si comparamos estas magnitudes con las del presupuesto de 1989 observaremos la evolución de los últimos cuatro años, caracterizada por un importante descontrol del gasto en deuda. Si tenemos en consideración que los presupuestos suelen ser bastante rígidos (en función de la consolidación de sus partidas), resulta especialmente chocante el salto experimentado por el capítulo de deuda y transferencias, que pasa del 21% del total de los PGE en 1989 a un 30% en 1993. Ello da una idea aproximada de la evolución experimentada durante los últimos años por esta magnitud.

                En la tabla 23 hacemos un breve repaso de las políticas de gasto, con una especial atención sobre las medidas implementadas de cara a la absorción del déficit. Comprobaremos que el total de gastos del presupuesto no financiero del Estado, en 1993 (que incluye gastos de personal, clases pasivas, intereses de la Deuda Pública, transferencias del INEM; así como otros destinados a la atención social, sanitaria y familiar, transferencias a otras administraciones, inversión civil, y otros gastos sin especificar) sumaba 14,83 billones de ptas. La diferencia entre ingresos y gastos del Estado era de 3,47 billones de ptas. Ésta era la necesidad de endeudamiento bruto, que representaba un 5,5% del PIB. Pero a este endeudamiento bruto se le han de restar los pasivos financieros (amortización de deuda interior y exterior, así como de otros préstamos, depósitos y fianzas), con lo cual el endeudamiento neto es de 1,78 billones de ptas., es decir, un 2,8% del PIB.

                Gran parte de las amortizaciones (o pasivos financieros) se sufragan con más Deuda Pública, por lo cual la cuenta de sus intereses (que se ha de sumar a la de la amortización del principal) no para de crecer. Como vemos en la tabla 22, sólo los intereses de la Deuda Pública suponían 2,34 billones de ptas., un 3,7% del PIB. Si sumamos los intereses de la Deuda Pública y la amortización del principal, su coste total es de un 6,4% en relación al PIB, sólo para los PGE (si le añadimos la deuda de las AA.TT., en total supondría un 7,5%, como vemos en la tabla 21).

                En un punto anterior comprobamos que tampoco las familias españolas, ni siquiera las empresas, ofrecían un buen ejemplo por lo que se refiere al ahorro (y menos todavía si tenemos en cuenta su nivel de deuda). La pregunta clave sería, entonces, la siguiente: ¿cómo eliminar la brecha existente entre el ahorro y las necesidades de inversión, para abaratar el costo de esta última? La respuesta que la economía española dio durante los últimos años, en su conjunto —al igual que el Estado—, fue la del recurso a los flujos de capital provenientes del exterior. Ello, claramente, desequilibra la política monetaria, que tarde o temprano repercute sobre los precios (especialmente el precio del dinero, es decir, el interés). Y ello sin hablar de su carácter especulativo, oportunista y coyuntural, como se ha puesto de manifiesto con las tormentas monetarias a partir de 1992, y con la debilidad de los mercados de divisas y de deuda. La única alternativa, tanto en el caso del Estado como del conjunto de los agentes económicos, sería aumentar las tasas de ahorro del conjunto de la economía nacional, en el sector público y en el privado.

                Pero la política presupuestaria no parece ir por estos derroteros. De hecho, es inconstante y errática: el establecimiento, colapso y posterior rescate del llamado Programa de Convergencia* europeo (con previsiones voluntaristas y alejadas de la realidad a principios de los años noventa, caracterizada por una situación de desempleo estructural), su política de contención «gruesa» del déficit (con el famoso «decretazo», o restricción en las percepciones por desempleo; o el «medicamentazo», recortando gastos en subsidios farmacéuticos; o la pretensión de efectuar recortes o una «contención» del gasto corriente y no corriente; o nuevas medidas de presión fiscal referidas al aumento de los tipos del IVA y los impuestos específicos), no se corresponde demasiado con algunas alegrías presupuestarias relacionadas con los fastos de 1992-93 (en Sevilla, Expo 92; en Barcelona, las Olimpiadas; y en Santiago de Compostela, el año Jacobeo), o sencillamente con contrasentidos como el debilitamiento de la capacidad de recaudación —ese mismo año—, según se decía para animar la demanda; medida esta última que fue desmentida por una nueva tarifa del IRPF con carácter retroactivo, una nueva subida de retenciones a cuenta desde agosto, y la no actualización de las retenciones para compensar la inflación en 1993, por no hablar de las medidas para abaratar las contribuciones sociales, en 1994, o para bajar los impuestos a los capitales y a las plusvalías* de los más ricos, en 1996, etc. Sea como sea, el déficit de caja del Estado en 1992, un 3,2% del PIB, fue claramente superior al presupuestado, y se vio rebasado en los años posteriores (hasta rebasar el 5% en 1994). Esta desviación —sistemática— y la ausencia de una línea firme de actuación en política económica resta credibilidad a los poderes públicos del Estado.

                Por ello se hace más difícil convencer al ciudadano de la necesidad de aplicar una política fiscal seria y coherente, que es el único medio (salvando constricciones presupuestarias o ahorro de recursos mal empleados) de conseguir ahorro forzoso, que es lo que en definitiva significan los impuestos (posteriormente comprobaremos hasta qué punto la apelación a la deuda puede ser todavía más perjudicial para la economía nacional). En la tabla 24 observamos el proceso de incremento de la presión fiscal. (Si comparamos estas cifras con las de la tabla 3 se observa una divergencia que sería atribuible a las distintas pautas de contabilización de la estadística europea y la reflejada en los presupuestos del Estado.) Vemos cómo desde 1975 hasta 1993 se habría producido un incremento, en cifras relativas, de un 68%; y si tenemos en cuenta el experimentado desde 1978, que es cuando se promulgó la ley Ordóñez de reforma fiscal, el aumento sería de un 47%. Este crecimiento sería paulatino e ininterrumpido, pero en 1989 se habría detenido (este dato no se corresponde con el de la tabla 3, pues en la tabla 24 la evolución sería 4,3 puntos entre 1980 y 1985, y 5,7 entre 1985-1992, 10 puntos en total, frente a los 12 puntos de incremento que refleja la tabla 3).

                En términos cualitativos, la política fiscal se ha visto encarrilada hacia un mayor protagonismo de la imposición directa de tipo personal. Pero si bien ésta es por definición más progresiva (pues tiene en consideración la situación personal del contribuyente, mientras que la indirecta es indiscriminada y recae en mayor medida sobre los estratos más humildes de la población), la realidad fáctica es que las escuálidas bases declaradas por los sectores emresariales y profesionales, posibilitadas en parte por un sistema inadecuado de estimación objetiva, o por fenómenos de ocultación generalizada de rentas y patrimonios, o por una escasa transparencia fiscal —incluso con la colaboración del sistema financiero—, determinan que el sistema fiscal español continúe siendo profundamente injusto, porque la progresividad se ceba sobre una parte de las rentas, y no especialmente sobre las más elevadas.

                En efecto, las rentas del trabajo soportan una mayor presión fiscal efectiva que otro tipo de rentas, como consecuencia, entre otros motivos, de su mayor transparencia y controlabilidad (más del 75% de la cuota líquida del IRPF es atribuida a las rentas salariales o asimiladas). Ello es así, en gran parte, por la gran confusión existente, en los rendimientos empresariales y profesionales, entre el patrimonio personal y el atribuible a la actividad, a causa de la inadecuada metodología de estimación de las bases imponibles de este tipo de rendimientos.

                Los rendimientos del capital mobiliario también han escapado en gran parte a la fiscalidad por la opacidad fiscal de determinados activos financieros, por los altos niveles de ocultación fiscal, etc. (40). Y, cómo no, las variaciones patrimoniales han sido una importante vía de fraude y escape de las responsabilidades fiscales, siendo favorecida por el abuso de las minusvalías* latentes, que permitieron a muchos detentadores de grandes patrimonios ocultar sus bases imponibles durante mucho tiempo. Por último, la recaudación por patrimonio se ha visto neutralizada por la ineficacia en la valoración de los bienes patrimoniales (sobre todo inmuebles y participaciones en sociedades que no cotizan en mercados organizados), así como por la facilidad en la dispersión patrimonial a través de donaciones (no gravadas como tales, sino que en realidad se concretaban en transmisiones patrimoniales onerosas), lo cual, evidentemente, beneficia a los grandes propietarios.

                (No olvidemos las deducciones en la cuota, que han tendido a incrementarse rápidamente, tanto en conceptos como en cuantía, por razones de política económica, o de discriminación de rentas. Éstas han sido un obstáculo para la consolidación de un sistema fiscal justo y progresivo.)

         En definitiva, el régimen fiscal español, que en 1970 estaba basado fundamentalmente en la imposición indirecta, ha evolucionado hacia mayores cotas de progresividad, gracias al avance en la imposición directa y de la reforma de la imposición indirecta. Pero sus graves defectos estructurales —que lo alejan mucho de un sistema universal—, la existencia del fraude y la debilidad del gravamen sobre el beneficio de las sociedades —cuajado de bonificaciones fiscales—, así como la inexistencia de recaudaciones serias en patrimonios y transmisiones, la filosofía de bonificaciones fiscales y subvenciones, y el trato privilegiado de las actividades especulativas sobre las productivas, etc., convierten a España en un «cuasiparaíso fiscal» para las rentas altas (con carácter ocioso o especulativo) de tal manera que las presiones sociales de las rentas altas acumulan beneficios fiscales —favorables a sus intereses— de todo tipo.

4.5.2. El déficit público y su financiación

         La cuestión del déficit puede tener dos lecturas. De un lado es indicativo, a corto plazo, del nivel de gasto social y de inversión en bienestar ciudadano. Pero de otro puede ser un síntoma de los desajustes del equilibrio presupuestario, un recurso fácil para «ocultar la suciedad debajo de la alfombra», que en último término recaerá sobre las generaciones futuras, y que a medio plazo hipoteca el crecimiento a causa de las restricciones monetarias (altos tipos de interés) que genera, si es que se pretende que la apelación a la deuda sea atractiva para el público (por lo demás la deuda fomenta el espíritu rentista y especulador, alimentando los recursos ociosos de los capitales improductivos).

                El déficit inicial total (que es el concepto que tradicionalmente se recoge en los Presupuestos del Estado, aunque está distorsionado por el efecto de los gastos financieros que son consecuencia de la necesidad de financiación del déficit de ejercicios anteriores) se calcula como la diferencia entre el total de ingresos previstos y el total de gastos presupuestados. Se puede dividir en un componente no financiero y otro financiero. El componente no financiero es la operación resultante de restar a los ingresos no financieros los pagos no financieros, para operaciones presupuestarias o no presupuestarias. Ello evidencia el déficit de caja no financiero. Si se le suma la variación de otras operaciones no financieras se obtiene el déficit no financiero, o volumen a financiar.

                La financiación de la cantidad obtenida se efectúa a través de las emisiones de Deuda del Estado (interior y exterior) y de Deuda del Tesoro a corto plazo, cubriéndose la diferencia restante (hasta fechas recientes) con recursos o apelación al Banco de España. En la tabla 25 reflejamos estas operaciones de liquidación presupuestaria en la ejecución del presupuesto del Estado de 1992. Vemos que para la cobertura de la necesidad de financiación neta no financiera se recurre a una variación neta de pasivos financieros, producto de la apelación al Banco de España, de la emisión de deuda en divisas y pesetas, y de otros pasivos financieros. Parte de estos se colocan a su vez en activos financieros (préstamos concedidos a la Seguridad Social, y adquisiciones de acciones). El producto resultante de restar los activos financieros y los pasivos financieros son las fuentes de financiación que sufragan el déficit no financiero (41).

                En la tabla resaltan algunas tendencias actuales en cuanto a la financiación del déficit: el aumento de la emisión neta de deuda, tanto en pesetas como en divisas (un 25,7% y un 155,5% respectivamente en 1992); una destacable reducción (y progresiva supresión) de la apelación al Banco de España (que disminuyó en 114 miles de millones de ptas.), a partir de la Ley General Presupuestaria de 1988; la reducción o congelación de otros títulos públicos del Banco de España; así como otras que no quedan reflejadas en la tabla: la concentración del tesoro en instrumentos a más corto plazo, sobre todo letras y pagarés, mientras que la emisión neta de deuda a medio y largo plazo retrocede. (Lógicamente, estas tendencias pueden variar en función de la coyuntura financiera, como se ha demostrado desde 1993.)

         Como ya hemos señalado, se pueden hacer dos lecturas del problema del déficit. La primera, netamente negativa, se sirve del concepto del déficit presupuestario, y lo antepone a otros objetivos macroeconómicos, como pueden ser la incentivación o estabilización económica (42). Hay, por otro lado, voces que se lamentan de la «oportunidad perdida» durante los años de bonanza económica de los ochenta para acabar con este problema, reprochando a los poderes públicos no haber incorporado con decisión el criterio de consolidación presupuestaria* a la fase de recuperación económica, con el fin de eliminar progresivamente el déficit acumulado (ésta sería, por ejemplo, la opinión —compartida en su esencia por los autores— de una autoridad en la materia: Enrique Fuentes Quintana).

         La dimensión que ha ido adquiriendo el déficit público está condicionada al elevado crecimiento de dos partidas de gasto: los intereses de la deuda pública y las transferencias. Es decir, es un déficit generado, en gran parte, por el propio mecanismo automático derivado del funcionamiento a través de las emisiones de Deuda Pública (carga por intereses y amortización del principal) (43); en segundo lugar, por los crecientes volúmenes destinados a transferencias del Estado a la Seguridad Social, para la financiación de las pensiones no contributivas, de las prestaciones por desocupación, o de la descentralización territorial (transferencias a las CC.AA.); y no lo olvidemos —lo cual está íntimamente relacionado con lo anterior—, también para el engordamiento burocrático de las AA.PP. Ello, evidentemente, afecta a los tipos de interés y al circuito económico, puesto que perturba la política monetaria en un sentido restrictivo.

                En la tabla 26 podemos ver la evolución de esta magnitud desde 1980. El aumento de los saldos vivos de la deuda de las AA.PP. es evidente: mientras que en 1980 la deuda pública en sentido estricto representaba un 18,5% del PIB, en 1993 ascendió a un 55,9%. No obstante, si tomamos en consideración un concepto de deuda más amplio, como es el volumen de pasivos financieros, que incluye, además, el recurso al Banco de España y la apelación al sector exterior (vease de nuevo la tabla 25), la deuda pública representaría el 62,2% del PIB de 1993. El déficit de las AA.PP. ha seguido este ritmo, si bien con un máximo en 1983, a partir del cual disminuyó, volviendo a ascender en 1993 hasta un 7,3%. La carga por intereses, entonces, como consecuencia de la necesidad de financiación del sector público (y de las directrices de la política monetaria), no ha parado de crecer, pasando de suponer un 0,7% del PIB en 1980 a un 3,8% en 1993.

         Uno de los principales reproches de los críticos de la política de desequilibrios presupuestarios sería el siguiente: la relación entre la evolución de la inflación y los tipos de interés tiene un carácter asimétrico. Mientras la inflación crece, los tipos de interés suben, como consecuencia de las políticas restrictivas de naturaleza monetaria. No obstante, cuando la inflación se estabiliza, los tipos de interés ofrecen una resistencia bastante intensa a su disminución, a causa fundamentalmente de la presión que ejerce la necesidad de financiación del déficit mediante la deuda.

         Otra importante crítica a la política presupuestaria (soportada sobre el déficit y la deuda) es la escasa disciplina de la ejecución presupuestaria*. Así, el volumen de gastos realizados supera sistemáticamente los gastos inicialmente presupuestados durante los períodos considerados, hasta llegar a una diferencia de casi tres billones de ptas. en 1989. La principal vía de desviación de gastos presupuestados, si no se quiere reconocer una deliberada presupuestación a la baja (que se la podría considerar como pura y simple negligencia, o bien como una irresponsable política de «manga ancha») es la modificación de créditos, que en 1990 supuso un 25% de los créditos iniciales (de los cuales un 21,1% es debida a la ampliación de créditos, y un 2,7% a la incorporación de créditos nuevos). Estas mismas voces claman, entonces, por la supresión de la permisividad en la interpretación del artículo 64 de la Ley General Presupuestaria, en materia de ampliaciones de créditos y créditos extraordina­rios (44).

         Hay, por último, otra crítica no menos fundamental en relación al problema del déficit: una mala gestión presupuestaria, tanto por la vía de los ingresos como de los gastos. De un lado, la disminución de los ingresos públicos (a causa de una errática política fiscal) implica unos recursos insuficientes para financiar los gastos necesarios. De otro lado, la dotación de algunas partidas de gasto muestra fuertes desviaciones respecto a su costo total (por ejemplo, la desviación en el gasto del Plan de Carreteras de 1984-91 es de casi un billón y medio de pesetas, respecto al billón inicialmente presupuestado). Al sector público se le reprocha, en estos momentos, el abandonar el socorrido recurso de apelar al Banco de España (que, recordemos, tiene un coste cero por lo que se refiere a los intereses), en beneficio de la deuda a corto y largo plazo, con una alta carga financiera.

         Pero existe otra visión sobre el déficit, que aunque no canta las excelencias del presupuesto desequilibrado, valora en términos menos dramáticos sus efectos nocivos. Considera que la contención del déficit, junto con la moderación salarial, son los dos tópicos más utilizados y defendidos por la política económica oficial. Se pone en duda también que el déficit sea la principal causa de inflación (pues podría financiarse sin aumentar la cantidad de dinero en circulación; y hasta cuando se financia creando liquidez, la autoridad monetaria la puede compensar por otras vías: mediante coeficientes bancarios*, por ejemplo). Su efecto perverso se reduciría, entonces, a las cargas financieras que se trasladan a las generaciones futuras.

         Pero, según esta postura, el déficit puede ser conveniente, e incluso saludable. El Estado puede, por ejemplo, en el presente, acometer determinados gastos financiados a través del déficit, si espera que en el futuro los ingresos se incrementen significativamente en función de unas premisas fiscales preestablecidas, o de una mejora de las expectativas económicas (45):

         «Hay que huir, por tanto, del problema del déficit público como planteamiento exclusivo de un ejercicio económico. Su bondad o perniciosidad habrán de ser analizadas en función de los programas financieros del sector público a medio y largo plazo. Habrá que enjuiciarlo desde el nivel acumulado de endeudamiento estatal y, sobre todo, desde la capacidad para afrontar las cargas financieras en los años venideros» (46).

         Para acabar, sólo nos queda recordar que los niveles españoles de deuda pública, entrada la década de los noventa, están todavía por debajo del promedio de la UE. Ello no quiere decir, sin embargo, que se haya de perder de vista esta magnitud. Más bien al contrario, pues posiblemente la economía española no disponga de la capacidad de sostenimiento y absorción del déficit que pueden tener otros países (especialmente cuando se pretende «converger» con Europa de cara al escenario Maastricht).

         Acabaremos recordando al lector que la constante apelación al déficit nace de unos postulados teóricos ad hoc, ajustados a una coyuntura histórica muy determinada (la crisis de los años treinta). Ésta era una solución de emergencia y a corto plazo, y en ningún modo había de consolidarse en forma de una política continuada, descontextualizada y a largo plazo. Su empleo irreflexivo, si bien tuvo efectos favorables en el empuje de la reconstrucción postbélica, ha generado una serie de vicios (presupuestos rígidos, obligaciones presupuestarias consolidadas, encadenamiento del déficit, derechos adquiridos, etc.) que por su propia naturaleza se han perpetuado y amplificado con el tiempo.

         Existe el convencimiento generalizado de que, en una situación de dominio del poder, es más «popular» estirar más el brazo que la manga, tirando del gasto, que hacer una política presupuestaria sostenible, en la que exista una previsión de ingresos impositivos siquiera proporcionada a la de los gastos (a nadie le amarga saber que puede recibir más sin aportar nada a cambio). Pero, en Hacendística, todo gasto ha de ser respaldado por un ingreso. ¿La solución? Endosar las consecuencias del descontrol presupuestario a las generaciones futuras, es decir, lo que en su momento definimos como la política de «esconder la suciedad debajo de la alfombra». Nosotros consideramos que no es «progresista» abogar por el presupuesto desequilibrado, a costa de cerrar los ojos ante sus consecuencias futuras (que como sabemos impactan sobre todo el circuito económico), sino ajustar las actuaciones a las posibilidades reales, o, en su caso, priorizar las políticas y los programas que se consideren económica y socialmente más convenientes.

4.5.3. Gastos fiscales, subvenciones y evasión fiscal

         En un punto anterior hicimos referencia al acusado desnivel existente entre la progresividad formal y la real. Y presentamos dos posibles vías de escape de fondos que se pierden del monto destinado a financiar bienes y servicios públicos: las subvenciones directas y los gastos fiscales. Estas vías de escape han tenido tradicionalmente una justificación teórica pues se califican de «reanimadoras» de las decisiones de inversión y ahorro, pero este planteamiento, cuanto menos, es dudoso; a nuestro parecer, responde al mismo error de fondo que sustenta la constante apelación al derroche y el déficit permanente. Veamos una postura muy ilustrativa de lo que decimos:

         «En la historia de los diversos sistemas fiscales, la existencia de lagunas y agujeros legales, unida a la acumulación de exenciones e incentivos, han constituido excelentes instrumentos a la hora de dejar sin efecto la progresividad teórica. La justificación suele estar bien formulada. Se argumenta que son necesarios para fomentar el ahorro y la inversión. Ello es dudoso, pero lo que desde luego no permite incertidumbres es que sirve para que los poseedores de rentas altas, los que pueden ahorrar e invertir, tributen menos.

         Nuestro sistema fiscal no ha sido una excepción. La multiplicidad de desgravaciones fiscales ha permitido que el tipo efectivo haya sido muy diferente al nominal, y tanto más cuanto más elevado era el nivel de renta de los contribuyentes. Eran éstos, los de rentas altas, los que tenían más posibilidades de desgravación» (47).

         (Ya hemos hecho notar reiteradamente la siguiente reflexión: puede que el problema no se encuentre tanto en la debilidad de los sistemas fiscales progresivos como en la permisividad del crecimiento descontrolado de las rentas factoriales, lo cual únicamente se podría evitar actuando sobre el nivel de asignación de los recursos productivos.)

         La resistencia a disminuir los gastos fiscales* en el sistema impositivo, alegando que son medidas de política fiscal beneficiosas para el sistema económico en su conjunto (de carácter redistributivo, o para la creación de ocupación o inversión), les resta gran parte de la eficacia, porque la concesión indiscriminada de ayudas y su amplia duración temporal comporta que estas medidas pierdan credibilidad. A pesar de que en los últimos diez años se han podado una gran cantidad, hay algunas, como la desgravación por vivienda, las deducciones por valores mobiliarios, o las que afectan al impuesto sobre sociedades (que no sólo han restado capacidad recaudatoria, sino que tienden a consolidarse —perdiendo su efectividad—, producen opacidad fiscal, introducen regresividad, son indiscriminadas, de difícil control, e incentivan transmisiones patrimoniales y otras vías de evasión fiscal) que, en definitiva, vacían los tributos de carga impositiva: es el caso de impuestos como el de sociedades, que con una tasa nominal —previas deducciones fiscales— del 35% se queda en numerosas ocasiones en un tipo efectivo del 15%.

                En la tabla 27 hemos reflejado las cifras inicialmente presupuestadas por lo que se refiere al nivel de gastos fiscales, que llega a un 26% de las recaudaciones previstas del impuesto de sociedades, o a un 12% del IRPF. De todas maneras, se ha de tener en cuenta que la presupuestación de gastos fiscales se hace muy por debajo de su posterior realización (en 1988, la desviación de los gastos fiscales, por lo que se refiere al impuesto de sociedades, fue de un 87%). No olvidemos tampoco el importante peso de las subvenciones de explotación y a la exportación recibidas por las unidades residentes. En la tabla 28 podemos observar cómo también este capítulo supone una importante detracción de recursos (1,23 billones de pesetas en 1993). No obstante, hay teóricos que las prefieren a los gastos fiscales (por ejemplo, a las bonificaciones en las cotizaciones de la Seguridad Social para la contratación de personal), por su control más fácil y directo y por su carácter menos indiscriminado.

                (A este respecto, consúltese el capítulo dedicado a la intervención pública en la economía, en la sección primera, que se ocupa de las estructuras productivas. Allí ofrecemos una interpretación más extensa de la función subsidiadora pública, en atención a determinados objetivos macroeconómicos.)

         Un problema con mayúsculas de la política fiscal española es la evasión fiscal. La existencia del fraude es una fuente esencial de desigualdad: discrimina en contra de aquellas rentas fáciles de controlar. El sistema fiscal, a causa del fraude, aun hoy día, hace recaer la mayor parte de la carga tributaria sobre los asalariados. Es por ello que a la hora de diseñar para el futuro un marco fiscal justo aparece como un objetivo primario la eliminación del fraude fiscal.

                Intentaremos calibrar su importancia exponiendo varios de sus rasgos: 1) entre muchos profesionales y empresarios, que facturan directamente al consumidor, continúa siendo usual una declaración infravalorada de sus ingresos; 2) el control de las rentas de capital está inédito (a causa de los impedimentos legales de todo tipo por parte de las entidades financieras, la presencia —ya derogada— de antiguas figuras opacas como los Pagarés del Tesoro, la emisión de letras del Tesoro sin retención, el tratamiento como plusvalías de los fondos de inversión, la supresión de barreras a los movimientos de capital...); 3) la situación en que se encuentran los catastros, tanto rústicos como urbanos, convierten la propiedad inmobiliaria —todavía— en refugio del dinero negro; 4) y, cómo no, el sistema de recaudación ejecutiva es inoperante, y la ejecución de las sanciones del delito fiscal es arbitraria, desequilibrada, y en los casos más flagrantes —en demasiadas ocasiones— inexistente (además, las constantes medidas de «amnistía fiscal» y de exoneración de responsabilidades a los grandes defraudadores lo hace poco creíble). No olvidemos, como otra motivación de fraude, la complejidad creciente de la legislación fiscal, que refuerza su carácter discriminatorio (pues sólo los que tienen la opción de asesorarse convenientemente pueden eludirla o aprovecharse de sus vacíos legales).

                Las cifras, aunque de difícil cálculo, se presumen elocuentes. Veamos algunas estimaciones: según el Instituto de Estudios Fiscales, el nivel de fraude de rentas no salariales puede llegar —e incluso superar— hasta un 70%; los empresarios declararon en 1991 una renta media inferior en un 42% a la de los asalariados; en 1990, sólo en pagarés del Tesoro y forales, se encontraban ocultos patrimonios que sumaban 5 billones de pesetas (por su lado, en 1989, un volumen aproximado de 6,6 billones de pesetas estaba oculto detrás de figuras financieras como cesiones de crédito y primas únicas); la mitad de los rendimientos de capital declarados fueron obtenidos por contribuyentes con base imponible inferior a los tres millones de pesetas, que constituían el 90% de los declarantes; el 50% de las compras-ventas de pisos se realizaron con dinero negro, haciendo figurar en las escrituras un tercio —como promedio— de su valor real; hay decenas de miles de personas con ingresos medios superiores a los diez millones de ptas. que nunca han declarado a Hacienda; hay más de 60.000 empresas que facturan más de cien millones que nunca han hecho la declaración del Impuesto de Sociedades; el nivel de fraude fiscal en la pequeña y mediana empresa es pavoroso; el índice de fraude del IVA lo ha calculado el Instituto de Estudios Fiscales en casi un 30% (a lo cual se ha de añadir el fraude del IVA en las operaciones de importación/exportación) y el del impuesto de sociedades en un 36%, y un largo etcétera (48).

                No podemos olvidar, sin embargo, que en el ámbito empresarial el fraude fiscal no es homogéneo, ni se explica siempre por las mismas causas. Por ejemplo, hemos de destacar la especial situación de gran parte de la pequeña y mediana empresa, asfixiada por un nivel impositivo —en términos relativos— desproporcionada­mente alto (que incluye tasas e impuestos municipales y estatales: IBI, IAE, renta de las personas físicas, sociedades...) y sometidas a un nivel despiadado de control fiscal, especialmente cuando se trata de empresas «con escaparate», es decir, difícilmente sustraíbles al control de Hacienda (contrariamente a tantos chiringuitos empresariales, opacos a la vista de la Administración Tributaria). En demasiados casos, estas empresas son los justos que, a pesar de su buena fe, pagan por los grandes pecadores que son los que en su mayor parte acumulan fraude y corrupción.

                Se han hecho pocos estudios agregados sobre lo que puede suponer para la Hacienda Pública, en cifras absolutas, la repercusión de todas y cada una de las actuaciones fraudulentas, en sus muy variadas modalidades. En un estudio realizado por María Isabel Escobedo e Ignacio Mauleón (49), llegaban a las siguientes conclusiones: a partir de ecuaciones de demanda de M1 (efectivo emitido por el Banco de España o cheques al portador girados contra depósitos a la vista), en relación a los ALP (Activos Líquidos en manos del Público) de circulación legal o no sumergida, calcularon que las dos terceras partes del incremento de la economía sumergida se ha operado a partir de 1985, generando en 1989 una participación de la economía oculta sobre el PIB de, como mínimo, un 15%, y una pérdida de recaudación al aumentar un punto de la presión impositiva de un 0,6%. (Contando con que estas estimaciones están sesgadas a la baja.)

                Según estos datos, la pérdida porcentual de recaudación atribuible a la economía oculta podría ser, en 1989, de casi una cuarta parte del incremento porcentual de recaudación producido sin la existencia de economía sumergida, si la participación de la economía oculta sobre el PIB contabilizado fuese de un 21% (lo cual es más que previsible). Retengamos este dato porque en un punto posterior nos servirá de base para establecer una serie de hipótesis de política fiscal y presupuestaria alternativa a la actual.

                La lucha contra el fraude fiscal exige, antes que nada, una inequívoca voluntad política, de la que nadie pueda dudar. Pero también exige una estrategia bien pensada y articulada de manera operativa. Para lo cual se hace necesario actuar sobre tres aspectos diferentes: un conocimiento más exacto de los niveles y vías de evasión (aunque la individualización del impuesto sobre la renta y el patrimonio —aun su pertinencia—, dado el actual diseño impositivo, hace todavía más difícil la evaluación de las rentas, pues estimula procesos ficticios de desagregación y dispersión patrimonial); el cierre de los circuitos de evasión (sin provocar colateralmente fenómenos de elusión fiscal*), que se establecen a través de entidades jurídicas interpuestas sin otro objetivo que escapar a la progresividad del impuesto personal, o de transmisiones patrimoniales onerosas en los tramos de alta base imponible; y, por último, la definición y aplicación de una política racional de lucha contra el fraude (mediante el diseño de una administración capaz de gestionar adecuadamente el sistema tributario y la persecución implacable del delito fiscal).

                (Como es evidente, estas consideraciones sobre política fiscal se ajustan a la situación actual. Unas condiciones estructurales diferentes —como las que nosotros propugnamos— implicarían un marco fiscal alternativo. Más adelante nos ocuparemos monográficamente de este asunto.)

                Ello no está en contradicción con medidas no sólo punitivas, sino que estimulen y discriminen positivamente a los contribuyentes que actúan de buena fe en el ejercicio de sus obligaciones fiscales, pero que se sienten abrumados por la complejidad de la gestión tributaria —ya que la Administración les ha endosado esta responsabilidad sin ofrecer ninguna contrapartida—, y los diferencien de los individuos o sociedades que manifiestamente incumplen la legislación en materia impositiva, y establecen un agravio comparativo respecto de los ciudadanos escrupulosos con sus obligaciones tributarias. Por otro lado, la legislación ha de ajustarse a las posibilidades reales de la economía, y más en concreto a la de los agentes económicos que son su soporte, no a los caprichos o a las arbitrarias previsiones económicas de los tecnócratas del Estado (50). Ello implica atender a las características propias de la pequeña y mediana empresa, que en demasiadas ocasiones se ve obligada a sumergirse o evadir para evitar cotas insoportables de presión impositiva. (Sin que ello implique ni la más remota justificación de tales actitudes, ni dejar de reconocer la mera actitud insolidaria de muchas de estas prácticas. Únicamente sugerimos sentido común para afrontar un problema complejo de forma mesurada y ponderada.)

4.5.4. Otras reflexiones sobre política fiscal y armonización fiscal

         A pesar del incremento sustancial del gasto público en España, a partir de la llegada al poder del Partido Socialista Obrero Español, era tal la situación deficitaria estructural de la que se partía que, en 1993, el diferencial con Europa todavía no había sido enjugado (con el agravante de que una gran parte del gasto se dedicaba a la financiación del déficit y a los gastos corrientes). Desde 1985, y en contra de lo que habitualmente se piensa, el gasto público en protección social ha avanzado, en cifras relativas (en relación al PIB) muy ralentizadamente (vease la sección tercera, sobre protección social). Lo que hace que el gasto público aumente significativamente en cifras absolutas son sobre todo los intereses de la deuda; pero el total de los gastos de las AA.PP., excluidos los intereses, incrementan en poco su participación en el PIB.

         En el mismo período, la administración fue aplicando con desusado rigor una política monetaria restrictiva. Pero con una particularidad: este supuesto rigor, para sostener artificialmente los niveles de cambio de la peseta, y para hacer atractiva la apelación a la deuda, no se aplicó al control del gasto corriente, o de las inversiones presupuestadas, sino al recorte o estancamiento de ciertas prestaciones sociales, de tal modo que su participación en el PIB (13,6% en 1982; 13,9% en 1988, 14,8 en 1993) no se incrementó —al menos por lo que se refiere a los créditos iniciales, es decir, sin tener en cuenta las ampliaciones de créditos— significativamente. Es decir, la recuperación económica, muy lejos de generar recursos para impulsar decisivamente la protección social, no afectó en la misma medida a los distintos protagonistas sociales: a la vista está el estancamiento en el desigual reparto de la renta (véase de nuevo la tabla 19), que es en último término el resultado lógico de haber favorecido la financiación de subvenciones y bonificaciones fiscales de los más ricos; esta política fiscal no sirvió en la misma medida —relativa— para proteger a los más débiles. De tal manera, es natural que los índices de desigualdad no se vieran en absoluto reducidos.

         (Destaquemos asimismo que esta política económica ha provocado un escenario de crecimiento ficticio, un terreno resbaladizo, fruto de la especulación y el endeudamiento, la venta o la hipoteca del patrimonio económico del país a las multinacionales, la falta de soberanía económica, y la constitución de un modelo económico con una precaria base industrial, sobredimensionado —y rígido— en los servicios.)

         La gran importancia concedida por los poderes públicos del Estado a las autoridades del Banco de España —sin que nosotros cuestionemos su soberanía e independencia en la dirección de la política monetaria—, dio una inusual primacía a un dudoso enfoque cuantitativo del dinero, y sacrificó a su instrumentación posibles medidas presupuestarias necesarias para la creación —y el estímulo— de ocupación, servicios públicos y prestaciones sociales, sacrificando una estrategia más dirigida a la optimización de los recursos públicos en base a fines, con los condicionantes consabidos de la ejecución presupuestaria.

         Pero en el marco político y económico continental en el que se inscribe España (la Unión Europea), al margen de nuevos intentos de aplicar planes de convergencia, el hecho es que el fracaso en el establecimiento de un cuadro de armonización fiscal* (sin tener en cuenta el fracaso —que señalaremos en la próxima sección— en la armonización de las políticas de protección social comunitaria, la llamada Europa Social*) tiende a acentuar los procesos de desregulación y manchesterización que experimenta España y, en general, toda Europa.

         La inexistencia de un tratamiento tributario uniforme implica un movimiento de capitales hacia los países con menor presión fiscal, en perjuicio de aquellos donde los impuestos (y por tanto la protección social pública) son más altos. Para evitarlo, todos los Estados han de minimizar la imposición sobre el capital, con lo cual configuran un sistema fiscal basado en gravámenes indirectos y en la tributación de las rentas del trabajo, lo cual hace imposible cualquier política redistribuidora, y aun menos de «convergencia». El Libro Blanco sobre la reforma de la imposición personal sobre la renta y el patrimonio así lo reconocía a principios de 1990:

         «Tal y como ha sido descrito, el problema de la tributación de las rentas del capital financiero no es el de la armonización de las normas legales de los doce países de la CEE. El problema no es que existan sistemas impositivos diferentes, como pudiera ser el caso en la tributación indirecta con relación a la libre circulación de mercancías, sino que puede generarse una muy baja cumplimentación fiscal. Además de las distorsiones que puede generar una competencia generalizada, y una ausencia de cooperación entre administraciones fiscales, la equidad de los sistemas fiscales puede verse muy afectada. De esta manera, el problema no es sólo evitar la distorsión en la asignación de recursos, que en este caso sería de localización financiera de los mismos, sino impedir la generalización de la no tributación en los impuestos personales de las rentas del capital mobiliario.

         (...) Pero, hoy por hoy, aunque se prefiera una situación colectiva en la que predomine la coordinación institucional, individualmente casi todos los Estados-miembro han adoptado medidas de competencia fiscal*, reduciendo la tributación de las rentas del capital mobiliario» (51).

         Se mire por donde se mire, varias conclusiones quedan claras: ni se ha producido una redistribución relativa de la renta por la vía del gasto, ni por la vía de los ingresos (impositivos); ni se ha estimulado la economía vía subvenciones, exenciones o desgravaciones (que más bien han sido absorbidas por el sistema sin beneficios sociales aparentes), ni mucho menos se ha hecho una política efectiva de lucha contra el fraude fiscal; ni la política monetaria ha contenido los desequilibrios, ni la política presupuestaria ha enjugado el déficit o evitado el derroche; ni la política económica ha sido efectiva en la lucha contra el paro y la desigualdad de oportunidades, ni el nivel de prestaciones sociales en relación al PIB ha variado sustancialmente. Está claro que no se puede continuar así. El modelo actual está agotado a fuerza de dar bandazos, y además ha perdido toda credibilidad.

         (Este análisis es aplicable a la generalidad de países europeos en la que se inserta España, y no tanto a otros modelos de desarrollo social —básicamente los Estados Unidos—, dado su diferente planteamiento económico, social y redistributivo.)

         En las páginas que siguen haremos un modesto esfuerzo para sistematizar propuestas constructivas destinadas a mejorar el reparto de la renta, haciéndolo más equitativo, y estableciendo una mayor igualdad de oportunidades, de tal manera que sea un acicate para la reactivación económica, el bienestar ciudadano, y la resolución de los actuales desequilibrios básicos. Partimos de la base de que, muy lejos de seguir por la vía de gestionar los bienes económicos para poner paños calientes a los principales problemas del país, entre ellos los que afectan a la distribución y redistribución de la renta, es necesario actuar en el marco de la asignación de los factores. Éste será el punto de partida de nuestras reflexiones.

 

VOLVER