La Transformación Social - 7

La Transformación Social es una obra conjunta de Òscar Colom y de quien escribe (José Luis Espejo). Fue realizada entre los años 1993 y 1998 (aproximadamente). Es fruto del esfuerzo por encontrar un mínimo común denominador. Nunca fue publicada, pero sus conceptos básicos inspiran mi obra FUNDAMENTOS DE ECONOMÍA FACTORIAL y mi libro ALTO RIESGO, LOS COSTES DEL PROGRESO. Y asimismo, el ideal de vida que Òscar no ha dejado de llevar a la práctica, como empresario, como ciudadano, y como persona comprometida con el mundo.


9. Referentes de reforma

         En el capítulo anterior hemos expuesto uno de los principios fundamentales que inspiran la presente obra: en base a los datos y consideraciones aportados en el contenido de esta sección, queda claro que el modelo de desarrollo económico y social que cierra el siglo XX ha quedado superado. Por un lado, el escenario global a escala planetaria se ha modificado: en el ámbito de la producción, han aparecido nuevos —aunque no inesperados— y agresivos competidores, que están trastocando la hegemonía de las potencias económicas tradicionales; por otro lado, el escenario social se ha fragmentado y dualizado entre dos sectores que, paralelamente a la segmentación tradicional clasista, se diferencian por la creciente brecha producida en sus hábitos culturales e informacionales; además, como hemos visto, planea un nuevo paradigma productivo —alejado del tradicional de raíz fordista-taylorista— que hemos denominado de «producción ligera»; y, por último, la creciente toma de consciencia acerca de los límites ha conducido a una repentina necesidad de crear mecanismos de control y de regulación, tanto del crecimiento como de la gestión de los recursos.

         Negar estos cambios inexorables, obstinándose en retener conceptos e ideas desfasadas, sería tanto como negar la realidad. (Precipitarse en la elaboración de los análisis y extrapolar hechos y circunstancias, asimilándolos a tendencias a largo plazo, sin base teórica o fundamentos de ningún tipo, sería asimismo una frivolidad inexcusable.) Así pues, sea en atención a la perspectiva histórica (con la finalidad de prever, al dictado de los hechos, procesos futuros), o del simple análisis inmediato de los fenómenos, se hace muy saludable —si no necesario— conocer cuáles son las innovaciones presentes en lo económico y en lo social, cuáles las tendencias —previsibles— futuras, y cuáles los retos que habríamos de afrontar para alcanzar un nuevo paradigma que, corrigiendo los problemas estructurales actuales, evite el caos al que inexorablemente estamos abocados a medio plazo si se mantienen las directrices del modelo productivo actual.

         En este capítulo situaremos algunas de las cuestiones que consideramos más representativas respecto de las preocupaciones antes mencionadas, con el fin de capitular y refundir las ideas expresadas en esta sección, dejando para el final del libro la recapitulación definitiva —una vez incorporados otros aspectos referentes a la distribución y redistribución de la renta—, con un nivel de síntesis más global y genérico.

9.1. Otro concepto de bienestar

         El primer elemento importante —a la vista del análisis de los hechos presentes— que sugerimos, es que no es viable un modelo económico y social que se asienta sobre unas bases de producción en masa o en serie, las cuales descansan sobre unas pautas de consumo compulsivas, irracionales, vicarias. Este modelo social e ideológico, que induce a una cultura de la ostentación y del derroche, no puede continuar inspirando una visión tan errónea del concepto «bienestar», ciertamente ambigua pero que, bajo la luz de la evidencia, tiene en el presente más relación con la de «acumulación y derroche de bienes tangibles e intangibles» que con la de «calidad de vida», sobre todo si lo dimensionamos a un nivel universal e intergeneracional.

         Lo que caracteriza el esquema depredador del hombre y lo diferencia de otras criaturas es su obsesión por adquirir o explotar más recursos naturales de los que necesita, para así hacer acopio y acumular con vistas a posteriores ciclos productivos, de forma que el excedente sirva como bien intermedio que, asimismo, genere más excedente. Este es el fundamento del proceso de producción capitalista, que comenzó a tomar cuerpo cuando el ser humano dejó de ser un individuo recolector y se sedentarizó, con el fin de explotar la tierra y domesticar los animales. (Aun así existen pueblos, como los Bosquimanos del SO. de África, que consumen estrictamente lo que necesitan, ya sea por lo que se refiere a alimentos como a otros tipos de bienes o útiles, y lo que no pueden consumir en el acto lo respetan en su integridad, manteniéndose un equilibrio natural y unas limitaciones para el desarrollo de la población y el progreso técnico, que los ha estancado en una situación de total inmovilis­mo.)

         El resto de seres vivos —por lo general— se ajustan a sus necesidades inmediatas, lo que garantiza un equilibrio y una estabilidad ecológica que es el fundamento de su supervivencia. Por tanto, si es cierto que no se puede dar marcha atrás en el tiempo y estancarse en modos de producción pretéritos, por lo cual el principio de acumulación y el excedente son indiscutibles, en cambio sí se pueden compatibilizar ambos conceptos con la exigencia del equilibrio ecológico, es decir, con la preservación de los recursos.

         Es necesario efectuar, de la misma manera que W. Leontief ideó las tablas Input-Output* de los recursos económicos (186), el balance Input-Output de los recursos naturales. Por ello se ha de partir de las siguientes premisas: la limitación de los recursos naturales, la existencia ilimitada de necesidades humanas insatisfechas, los medios tecnológicos y organizacionales, el capital en manos de los sectores productivos, así como el marco cultural e ideológico. Si bien cada una de ellas tiene un valor por sí mismo, hasta el punto de que esta función no tendría solución sin cualquiera de estas variables, nosotros consideramos básico partir de la superestructura cultural e ideológica para subvertir la dinámica expoliadora y descontrolada vigente hoy día.

         La secuencia sería la siguiente: marco cultural e ideológico (emulación e imitación de pautas y modelos sociales de consumo)® necesidades ilimitadas insatisfechas (buena parte de ellas de carácter ficticio)®stock de capital (producto de la acumulación anterior, con el objetivo de crear el margen más amplio de valor añadido y de excedente)® avances tecnológicos y organizacionales (para maximizar la productividad)® expolio de los recursos naturales (limitados e irrecuperables una vez utilizados).

         Se ha de combatir la idea de que el ingenio y la inventiva humanas resolverán todos los dilemas ecológicos, económicos y tecnológicos que se le irán planteando al hombre a medida que se vayan agotando los recursos; esta noción «optimista» del progreso no es ciertamente compartida por nosotros, puesto que la consideramos voluntarista y poco concordante con las evidencias (que, entre otras cosas, apuntan a una profundización de las desigualdades sociales y planetarias, y a un acelerado proceso de deterioro medioambiental).

         Nuestra visión contradice la obsesión actual por el crecimiento ilimitado, y se inclina por la noción de «crecimiento cero» en términos cuantitativos (en cuanto se refiere a la explotación de recursos no renovables) y de «crecimiento ilimitado» en términos cualitativos (o de profundización de la calidad de vida, mediante un perfeccionamiento moral, cultural y espiritual del hombre, entre los más ricos, y un desarrollo armónico, intensivo y autosostenido entre los más pobres, respetando sus peculiaridades sociales y culturales) (187). El concepto «economía sostenible» se ajusta perfectamente a esta noción revolucionaria de crecimiento cualitativo, pero por su inmensa complejidad la habremos de relegar a su sola mención, en favor de un trato más exhaustivo del concepto «bienestar» (188).

         El bienestar, tal como ha sido considerado hasta hoy día, ha sido interpretado de una manera muy restrictiva. Se lo ha identificado con el placer inmediato, con la opulencia, con la desmesura, con el hedonismo. Ya los antiguos griegos, entre ellos los epicúreos y los socráticos (como Platón), rechazaron esta gruesa interpretación, que más bien asimilaron al concepto «concupiscencia» o «molicie», y la reinterpretaron como «ataraxia», es decir, el estado de equilibrio y medida corporal y espiritual (189). El bienestar no consistiría en la acentuación de un estado de placer, sino en la ausencia de dolor, el equilibrio y el mantenimiento de una estabilidad corporal y emocional, alejada de los extremos y las pasiones (190).

         El buen epicúreo no era quien liberaba sus instintos, sino quien los canalizaba hacia un estado de equilibrio, o ataraxia, que se puede asimilar a un bienestar sostenido a largo plazo (de tal manera, el cultivo de la sabiduría, de la amistad, del amor no apasionado, de la suficiencia, serían las metas principales del hombre virtuoso y circunspecto) (191). En cambio, la búsqueda y la retención (el goce) de la felicidad era considerada una inconveniencia, pues asimilaba el decantamiento hacia uno de los polos —el del placer—, el mantenimiento del cual suponía un importante desgaste de energías, y era insoluble a largo plazo (192). Por ello la separación taxativa entre el estoicismo y el epicureísmo es más bien nominal y artificial, pues en lo más esencial ambas escuelas compartían una misma convicción: la garantía del bienestar es el equilibrio, y por ello no vale la pena gastar energías innecesarias en retener el placer efímero; así pues, que los primeros destacasen los conceptos de «fatalidad» y «destino» y los segundos de «equilibrio» o «libertad» es, desde este punto de vista, una cuestión menor (193).

         En cambio, en la sociedad actual se ha inculcado un concepto parcial —cuando no falso— de bienestar que se identifica precisamente con lo que rechazaban los griegos: con el placer voluptuoso e inmediato, con la desmesura, con la venialidad, con el derroche, con el goce apasionado. Se ha cambiado de plano: se ha invertido la tendencia a la introspección propia de una sociedad religiosa para caer de lleno en la extrospección secularizada y hedonista. Para ser lo que somos hemos perdido consciencia de nosotros mismos. Para ganar la opulencia (el falso concepto de bienestar) hemos perdido la identidad. Para adquirir la riqueza, hemos sacrificado la libertad, poniendo en peligro la pervivencia del ecosistema, y con ello, de la propia Humanidad.

         Como demuestran todas las evidencias, aquel concepto viciado de «bienestar» ha generado una consecuencia mucho más funesta que la simple pérdida de identidad y de autoconsciencia humana: la destrucción de nuestro entorno natural. Únicamente una redefinición de la noción de bienestar (y, por tanto, de lo que es estrictamente «necesario» para el hombre) puede garantizar un futuro viable. Ello comportaría, lógicamente, un cambio total (de carácter traumático) de las estructuras productivas (trastocaría el actual concepto de «empresa productiva»). También afectaría la manera de entender y vivir la vida: la libertad únicamente es tal si va acompañada por la identidad; su recuperación tendrá graves consecuencias sobre la estabilidad y el equilibrio mental y emocional de la actual sociedad programada. El desafío es inmenso (194).

         El período de transición entre el paradigma productivo actual y otro más ajustado a los nuevos conceptos de crecimiento y bienestar más cualitativos sería sin duda duro. Todo dependería de la implantación de una concepción diferente del «valor añadido», de una minusvaloración de la tendencia a cuantificar o cosificar, y de la instauración de una conciencia social y espiritual nueva, más de acuerdo con las potencialidades humanas (195). Se trataría, pues, de repartir mejor los bienes de forma que beneficien más a los que carecen de ellos, y de cambiar las necesidades entre aquellos que hoy día son opulentos. (Este proceso no puede ser, lógicamente, puesto en marcha sin un consenso social; si no, sería un nuevo tipo de «despotismo ilustrado».)

         Los hoy día más pobres han de disponer del capital que cubra sus necesidades más básicas: en parte, a través de sus propios recursos y esfuerzos; en parte, mediante su acceso a las «tecnologías intermedias» de las que ya hemos hablado (196); y, cómo no, a través de los flujos de capital provenientes de los países donde existe un mayor excedente (197). Por ello es bueno que exista una corriente inversora en dirección Norte-Sur, si ésta beneficia a largo plazo el desarrollo autosostenido de los países pobres (198). Los más ricos han de encontrar nuevas vías para mejorar «cualitativamente» su vida, por lo cual los «bienes intangibles» y los servicios sociales (creadores de abundante valor añadido) han de tener un mayor protagonismo, siempre que las necesidades básicas estén suficientemente cubiertas (199). Pero el mercado de bienes intangibles (servicios) ha de estar convenientemente regulado, bien por el Estado (de forma reglamentaria), bien por el mercado (rompiendo la tendencia a la creación de cuasi-monopolios, o mercados cautivos). La existencia de mercados abiertos, sin fronteras, es condición esencial para alcanzar este objetivo.

         De esta manera, la presión sobre los recursos disminuiría, el capital estaría mejor repartido, las necesidades reales (de los ricos y de los pobres, los primeros de valores intangibles, y los segundos de bienes y servicios básicos) estarían cubiertas, y la viabilidad futura estaría «más garantizada». (Con ello no queremos agotar la increíble complejidad del tema, por lo cual nos reservamos la posibilidad de profundizar en estas reflexiones en un trabajo posterior.)

9.2. Revisión del marco doctrinal

         En la introducción de este libro hemos hecho mención a una serie de conceptos que es necesario recuperar antes de continuar con el enunciado del resto de referentes de reforma. Estos conceptos apelan al cuestionamiento de varios de los principios inspiradores del marco teórico vigente hoy día. Aquellos son: principio de economicidad, principio de solidaridad (inter e intrageneracional), principio de universalidad, principio de sostenibilidad y principio de subsidiariedad.

         El primero (principio de economicidad) apela a la aplicación de las reglas de eficiencia en la implantación de cualquier actividad de orden económico; el principio de solidaridad (inter e intrageneracional) compatibiliza el principio anterior con la atención básica a las necesidades humanas, haciendo honor a la función social de la actividad económica, que el Estado se encarga de regular; el principio de universalidad reconoce a todos los seres humanos el mismo valor intrínseco, independientemente de su rol social (activo o no, y por tanto poseedor de rentas o no), tendiendo puentes para que la población no ocupada, pero que forma parte de la población activa por naturaleza y derecho, pueda insertarse con dignidad en el cuerpo social; el principio de sostenibilidad ajusta la esfera de lo «deseable» (en el ámbito económico) a la de lo «posible» (en el ámbito ecológico), lo que implica tanto mecanismos internos (autorregulación) como externos al sistema (control); por último, el principio de subsidiariedad reparte de forma racional competencias entre el ámbito de lo público y el de lo privado, otorgando a la sociedad civil un rango de madurez.

         La esfera unificadora de estos cinco principios está constituida por la autorregulación interna al sistema. Tras la insistencia obcecada en la llamada «Ley de Say», que creía ciegamente en la capacidad del sistema para regenerarse por sí mismo, partiendo de sus propios desequilibrios, existió posteriormente una convicción plenamente ciega en la necesidad de la regulación y el control, por parte del Estado, de las principales variables del sistema, para encaminarlo hacia unos objetivos predeterminados. De tal modo, se atribuía al sistema, dejado a su libre funcionamiento, una serie de males y carencias, que afectarían a los principios antes enunciados de economicidad, solidaridad, universalidad y sostenibilidad. Por supuesto, como suele suceder —según nuestro criterio— la verdad se encuentra a medio camino entre la fe en la autorregulación —interna al sistema— y la fe en el control externo al sistema.

         Ciertamente, existen aspectos y facetas de la actividad económica y social que han de ser regulados y controlados, e incluso impulsados y fomentados, pero existen otros para los cuales la intervención externa puede ser más una traba que un estímulo. De aquí que apelemos al principio (de orden superior, pues integra a los cinco expresados anteriormente) de autorregulación, que otorga carácter espontáneo y automático al hecho económico, más allá de interferencias externas. Tal carácter de automatismo economiza recursos y mejora la eficiencia del sistema, evita rozamientos perturbadores (que desgastan y frenan la actividad económica) y genera tendencias endógenas de movimiento, a partir del «ciclo virtuoso» que supone su implementación.

         Las mentes precavidas pueden alegar a tal aseveración que este principio se asemejaría a la llamada «mano invisible» smithiana, y que la autorregulación de los mercados propuesta por los neoliberales (con la consiguiente desregulación de los llamados «mínimos históricos» obtenidos por los sectores populares) es la noción que más se ajusta a ella. Sin embargo, a tal argumento objetamos que la autorregulación, con el contrapeso de la regulación y el control estatal de derechos y sectores básicos (tal como iremos viendo a lo largo de este tratado), y con la implantación de una red de protección social universal eficaz (aunque participando de los principios de austeridad y sostenibilidad), es el mejor lubricante para el óptimo funcionamiento del motor económico, el que mejor canaliza y gestiona las energías y capacidades humanas.

         De ahí la importancia que tiene el concepto de subsidiariedad para garantizar la correcta aplicación del principio de economicidad, por un lado, con el respeto a los principios de solidaridad, sostenibilidad y universalidad por el otro. Para entender nuestro planteamiento hemos de considerar la realidad desde un punto de vista global, que tenga en consideración los aspectos productivos, de distribución de la renta, y de redistribución —en base a fines— por parte del Estado, tal como nosotros hemos contemplado en este tratado. Por ello remitimos al lector a la lectura atenta de las conclusiones finales, donde integraremos todos estos aspectos en un análisis refundido y global, inspirado en nuestra noción de autorregula­ción.

         Para acabar, cabe decir que esta obra no tiene estrictamente carácter «ilustrador» ni «informativo», sino que participa de una voluntad transformadora. Somos conscientes de que la aplicación de los principios inspiradores por los que abogamos ha de ser larga, sometida a la prueba de la realidad en un período de transición largo y complejo. Por ello la autorregulación, como garantía de «proceso autosostenido» e interiorizado por el sistema, a la larga es más efectiva que la aplicación de reformas radicales, a corto plazo, cuyos resultados —a la luz de la evidencia histórica— permiten augurar efectos contraproducentes o contradictorios con los previstos. La autorregulación facilita procesos transformadores en cascada, de forma endógena y automática, pues se apoya en la evolución natural de los fenómenos cuando estos no tienen un carácter forzado, sino que se desarrollan de forma espontánea.

         La aplicación de este principio, junto con otras medidas de carácter estimulador (capital como bien social), regulador (protección a los derechos fundamentales de las personas y del entorno natural) y redistribuidor (red de protección social universal), es el mejor antídoto contra los procesos cíclicos, tanto de carácter contractivo como expansivo (o especulativo), que alejan la producción real de la potencial, y que desencadenan desequilibrios estructurales y coyunturales. En el próximo punto nos ocuparemos, de este modo, de nuestra interpretación de tales desequilibrios.

9.3. Ciclos y crecimiento

         La teoría económica tradicional asume como un hecho dado el gap existente entre la producción potencial y la real del sistema económico, achacándolo a las discontinuidades coyunturales de la economía (que en períodos de plétora, al presionar sobre la oferta, desembocan en inflación, y que en momentos de crisis, al presionar sobre la demanda, provocan desempleo y atonía general) y a la regulación y el intervencionismo estatal. Más aún, los apologetas del sistema económico actual (nos referimos al sistema capitalista más o menos avanzado) son ciegos ante el principal factor desencadenante de desequilibrios, como es la existencia de un stock de capital o de trabajo ocioso o mal aprovechado. Las burbujas especulativas, el dinero caliente y el derroche (en forma de recursos mediáticos, marketing, boato y ostentación, o de financiación de aventuras militaristas) son las disfunciones más evidentes del factor capital; el desempleo de recursos humanos (ejército industrial de reserva), la dualización entre sectores periféricos y centrales, y el distanciamiento entre las cualificacio­nes que el mercado requiere y las que el sistema educativo proporciona, son los principales problemas que afronta el factor trabajo.

         La aplicación de nuevas y poderosas tecnologías, que van renovándose —y cayendo en la obsolescencia— a un ritmo aterrador, ha aumentado o concentrado de tal modo las potencialidades del equipo capital y humano (incrementando la productividad por unidad de trabajo), que progresivamente ha ido creciendo y consolidándose una brecha entre lo que el sistema ofrece en forma de output (productos acabados, ya sea de consumo o de inversión) y lo que demanda en forma de input (capital y trabajo). Así se ha creado un stock de recursos infrautilizados que suponen un doble desequilibrio: por el lado de la oferta, dejando patente la existencia de recursos físicos y humanos en desuso, lo que ya en sí es un derroche y la expresión de un uso no óptimo; por el lado de la demanda, creando situaciones episódicas de subconsumo, como consecuencia de la existencia de un sector de población que no dispone de medios para proveerse de su propio sustento.

         (Debemos recordar al lector que, pese a la manifiesta contradicción entre el gap existente en la relación oferta-demanda y el asombroso crecimiento de las potencialidades productivas imputables al desarrollo tecnológico, es difícil aventurar, en un análisis debidamente ponderado, cuánto de real y de ficticio existe en la cuantificación del nivel potencial de crecimiento del producto en relación a su nivel efectivo. No podemos olvidar que al potencial productivo de las nuevas tecnologías debemos añadirle, como contrapartida, una serie de ineficiencias organizativas, operativas y culturales que en gran parte reducen la eficacia de aquellas; ello constituye lo que en su momento denominamos como paradoja de Solow.)

         Lo problemático del caso es la constatación del carácter estructural de tales desequilibrios, pues tanto el capital como el trabajo son utilizados de forma ineficiente, por exceso (especulación o explotación, refiriéndose a uno u otro factor, respectivamente) o por defecto (desempleo de recursos). Retomando la argumentación anterior, diremos que los desequilibrios expresados por los conceptos «crisis» y «ciclo económico» tienen su origen en un mal uso de los recursos productivos, que tiene como base la existencia de reservas de mano de obra y capital no convenientemente empleadas o invertidas. Ello da origen a fenómenos de desequilibrio que podrían ser expresados por la denominación «retroalimenta­ción negativa», que —oportunamente— tienen al Estado y a ciertos mecanismos autorregula­dores de carácter interno al sistema como disparadores de cambio de fase (de la expansión a la retracción, o viceversa).

         Nosotros partimos de la convicción de que fue la aplicación de un determinado modelo de crecimiento basado en la maximización de los resultados económicos a corto plazo (productividad por unidad laboral), a través de un incremento significativo de la productividad aparente (mayor producción con menor o igual empleo), que iba acompañado por la precarización de la ocupación y por la contención o reducción de los márgenes salariales, la espita que desencadenó una evolución sincopada, desequilibrada (polarizada), cíclica de la economía, más allá del largo período de semiestabilidad de la postguerra europea. Y lo peor de todo es que este fenómeno se estancó, convirtiéndose en estructural, y que se trató de legitimar, de una manera encubierta, apelando a argumentos tecnocráticos (legitimación sociotécnica). A la larga, la crisis de subconsumo provocada por el desacompasamiento entre lo que el sistema produce y lo que consume (dados los recortes en el poder adquisitivo global de la fuerza de trabajo, así como la incertidumbre reinante) se agravó, los períodos cíclicos se hicieron más cortos o acusados (o ambas cosas a la vez), y la productividad del trabajo (tendencial) se redujo paulatinamente. El cuadro final es un marco de crisis latente o estructural y de atonía, con altas tasas de desempleo (y derroche) de los recursos productivos.

         Es imposible explicar en detalle —en tan corto espacio— la complejidad de estos fenómenos. Baste lo dicho para recapacitar acerca de lo que supone la implementación de un modelo de crecimiento maximizador de resultados a corto plazo y derrochador de recursos a largo plazo (200). Por ello el empleo del «capital como bien social» puede hacer mucho para reducir la tasa de desempleo de recursos, que da pábulo al desencadenamiento de procesos cíclicos (pues los alimenta en la expansión, y los lastra en la retracción), y para ajustar los mercados a las necesidades reales, muchas de ellas actualmente insatisfechas. El empleo de «tecnologías intermedias», como veremos más adelante, permite asimismo recuperar para el sistema funciones de producción maximizadoras en el uso de mano de obra, y, por otro lado, acercar al hombre medio a la tecnología corriente, permitiendo que ésta sea utilizada de manera más eficiente y racional (sin mermas de recursos ni de valor añadido por su uso inadecuado).

         La autorregulación, por último, ofrece un marco estable y sólido a un desarrollo espontáneo y autónomo, autosuficiente, de los recursos productivos, que permite atender (con el concurso de las tecnologías intermedias y del capital como bien social) a necesidades productivas no suficientemente cubiertas, apelando a otros factores de competitividad que superan al mero factor precio, para, de tal modo, rellenar el desnivel existente entre la producción potencial y la producción real del sistema.

9.4. Democracia económica, participación y diálogo social

         De la misma manera que el proceso de alienación capitalista tuvo una dirección de dentro hacia fuera del centro productivo, la desalienación deseable habría de seguir la dirección contraria. Un nuevo concepto de bienestar, de calidad de vida, y la conquista del sentido de autoconsciencia humana, comportaría un referente alternativo de democracia y participación. La democracia política sin su equivalente de participación económica es una democracia incompleta, coartada. Por ello la democracia económica es un objetivo irrenunciable. La participación en la empresa —en su redefinición desgregarizada, es decir, libremente concertada por las partes— sería una consecuencia inalienable fruto del desarrollo del principio de la igualdad de derechos y oportunidades en un régimen —más desconflictivi­zado— de libertades compartidas, en oposición a la concepción gregaria vigente hoy día, que se fundamenta en el ejercicio activo de derechos adquiridos a través del conflicto y el pacto social (que es un canal más civilizado —pero no exento de quincalla guerrera— de dirimir las disputas de las clases en permanente conflicto, dentro de las actuales estructuras productivas).

         Existen tres dimensiones básicas, como hemos visto, que definen la participación en el seno de las estructuras productivas. La primera, que nosotros propugnamos abiertamente, vendría dada por el derecho de acceso y elección del modelo de relaciones productivas preferido por cada individuo (por fusión o por asociación, tal como los definiremos posteriormente), únicamente condicionado por el juego de las capacidades y el espíritu de iniciativa en un marco abierto de oportunidades (basado en el derecho a acceder —libre y democráticamente— a la utilización de un capital como bien social). La segunda se fundamentaría en la corresponsabilidad en la gestión. La tercera consistiría en la posibilidad —por parte de los partícipes de la empresa, entre ellos los trabajadores— de influir en la configuración del diseño sociotécnico de la empresa.

         La primera dimensión la desarrollaremos más adelante, por lo que ahora nos centraremos en las otras dos. En relación a la segunda, hemos comprobado que, a la hora de la verdad, es más práctico que los trabajadores que no asumen funciones de responsabilidad en la gestión empresarial dispongan de un nivel efectivo (real) de influencia por lo que se refiere a sus relaciones con la estructura managerial o con los directivos (es decir, les sale más a cuenta que se orienten a la participación real en los niveles de ejecución de la empresa, que influir en los niveles decisorios, lo que al fin y al cabo degeneraría en distorsiones antieconómicas, como han demostrado los casos donde se han puesto en marcha políticas de coparticipación en los niveles directivos). Respecto a la tercera posibilidad, es inaplazable dar un margen de influencia al trabajador en el diseño de su trabajo (sujeto, eso sí, al libre juego del marco de acuerdos entre las partes).

         No hemos de confundir los conceptos «participación» y «cogestión»; la participación se refiere más bien a la capacidad por parte del trabajador de influir «efectivamente» en el proceso productivo, ya sea a nivel decisorio (en las responsabilidades de ejecución), ya sea a nivel autónomo (en el ejercicio del proceso productivo). Si el trabajador acaba siendo un autómata con movimientos fijos sin capacidad de decisión, es un trabajador alienado. Si el trabajador tiene en cambio discrecionalidad, responsabilidad, autonomía y autocontrol para influir en el proceso productivo, es un trabajador participativo. Por ello, una de las claves que caracterizan a la participación y la diferencian de la mera «extensión de tareas» es la capacidad por parte del trabajador de asumir funciones técnicas que anteriormente retenía el supervisor o el capataz. Todo lo que no enriquece el trabajo, más bien lo hace más gravoso. Necesariamente, la participación ha de ir acompañada de una mayor cualificación.

         La partipación sin control, por tanto, no es tal. Tampoco lo es sin diálogo. El diálogo, el balance social, el compromiso (como alternativa al conflicto) han de fundamentar las nuevas relaciones de producción. Ello no es equiparable al «encuadramiento», al razonamiento «todos vamos en el mismo barco». El conflicto, el litigio, es consustancial a la cruda realidad de que los recursos son escasos y limitados, y las necesidades —potencialmente— muchas e ilimitadas. Pero el conflicto se puede superar si se contrastan los diferentes intereses, en función de unos objetivos determinados, de una manera civilizada y consensuada en libertad, empleando el concepto «balance social» —sin una connotación puramente burocratizadora— para equilibrar estos intereses de forma constructiva. El balance social, más entendido como un referente de valoración de los efectos de cada actuación en beneficio del interés común en la empresa, que de complicación burocrática de la actividad productiva, y como punto de referencia claro y transparente (que recoge todos los intereses en juego), es un elemento que previene el conflicto e integra esfuerzos para encaminarlos hacia un interés común.

9.5. Progreso técnico, salario y empleo

         El progreso técnico es inexorable: es consecuencia e imperativo del actual proceso de configuración del capital. Su principio básico es sencillo: producir más y mejorar la calidad al menor coste posible por unidad de producto, con intención de aumentar la competitividad y el rendimiento. El progreso técnico —en un mercado rígido— tiene, lógicamente, un coste social, que se traduce en excedentes de empleo (por mucho que se afirme que el sector más intensivo en tecnología es asimismo el que más incorpora empleo suplementario). Se puede estar a favor o en contra de esta dinámica, pero el hecho básico, su principal peculiaridad, es que lo que distingue los nuevos nichos de mercado es la incorporación —o creación— de los avances técnicos. La tecnología es, pues, el principal factor diferenciador del producto.

         Una economía que se pretenda sana ha de tener un margen de maniobra para establecer sus propias orientaciones estratégicas sin impedimentos ni limitaciones: ello únicamente lo garantiza la autonomía tecnológica. La adquisición —incorporada o no— de tecnología exterior coarta la libre asunción por parte de las empresas de políticas estratégicas de carácter autónomo. La dependencia tecnológica es un freno a los procesos de desarrollo endógeno, lo cual crea una tendencia al conservadurismo y al estancamiento productivista, coartando las iniciativas innovadoras que son desencadenantes de ventajas comparativas, y enquistando a la empresa en la marginalidad, o bien en su encuadramiento artificial en sectores maduros o en regresión.

         Por su lado, la tecnología tiene efectos sobre la productividad, que a su vez, por acción (por la incorporación de nuevo factor capital) o por omisión (por la eliminación de mano de obra), los tiene sobre el empleo. El empresario utiliza la variable tecnológica para efectuar ajustes salariales vía reducción de empleo: es decir, si por un lado se incrementan los salarios nominales a causa de la presión sindical o de convenio, por otro tiende a compensarlo con la reducción de los efectivos y la expulsión de un buen número de trabajadores al paro estructural de carácter tecnológico.

         Si bien este razonamiento nos acerca al argumento clásico del fondo de salarios (el gasto en salarios está predeterminado y los empresarios compensan los aumentos salariales con la disminución del empleo, con el factor tecnológico como variable que hace posible el trueque de renta por empleo), no hemos de considerar al factor tecnológico únicamente como un «comodín» en manos del empresario, con el que jugaría a conveniencia a fin de aumentar la productividad y disminuir costes laborales absolutos y relativos, a costa del empleo. Si bien éste habría sido el caso en el paradigma actual, como hemos visto, a costa de fluctuaciones cíclicas y de una progresiva disminución tendencial (a largo plazo) de la productividad laboral (a causa de la incidencia sobre la demanda agregada de los factores no ocupados y la precariedad laboral), un cambio de mentalidad debería variar este escenario, por lo menos en los sectores económicos más laboral-intensivos.

         (La introducción de un paradigma alternativo de «tecnologías intermedias», en los sectores de más componente valor-trabajo, especialmente el menos cualificado —que entra en los canales periféricos, no centrales, de la actividad económica—, a través del fomento de la autoocupación o de la inversión de capital como bien social —tal como lo definiremos más adelante—, puede tener dos efectos altamente favorables: por una parte, el desarrollo de un mayor número de puestos de trabajo; por otra, el acercamiento de una población activa escasamente cualificada a unas tecnologías fácilmente comprensibles y asimilables, lo que redundaría en un aumento de la formación y la autoestima personal de los trabajadores actualmente periféricos.

         El recurso a las tecnologías intermedias en sectores laboral-intensivos, ya sea en la producción de bienes simples o con alto componente artesanal, de distinción y diferenciación —es decir, con alto valor añadido—, puede hacer mucho para absorber gran parte del paro estructural actualmente al margen de la actividad productiva. Ello, cómo no, ha de ir acompañado por una sólida formación profesional que haga acceder a dicha mano de obra escasamente cualificada a una serie de conocimientos técnicos y de gestión indispensables para desempeñar estas nuevas funciones y roles productivos. Las tecnologías intermedias pueden hacer mucho para incentivar, en concordancia con el capital como bien social, nuevas iniciativas empresariales con carácter endógeno y autosostenido, al menos para cubrir segmentos de demanda interna muy concretos, con el factor diferenciación como principal ventaja comparativa.)

         Por todo ello no se puede separar el plano tecnológico del salarial y del de la creación (o destrucción) de empleo. Los tres aspectos, en épocas de crisis, están muy relacionados. Se ha de tener en cuenta que, en el modelo actual, todo ajuste (positivo para el sector asalariado) en la distribución de la renta de la empresa suele tener como resultado —a partir de la aplicación de la mencionada teoría del «fondo de salarios»— un contraajuste (por parte empresarial) en la reducción de efectivos.

         Esta serie de variables se han de integrar en una misma función de producción, de la cual los trabajadores han de ser plenamente conscientes. El factor comunicación es, pues, imprescindible para evitar desajustes que se podrían haber prevenido si hubiese existido un flujo a dos bandas de información por parte de la empresa y del personal asalariado. Desde este punto de vista, el trabajador habría de disponer del derecho democrático a conocer cuál será la función de producción que implementará la empresa en el futuro. Si ello fuese así, en cualquier marco laboral, se podrían evitar procesos innecesarios de regulación de empleo, o demandas salariales poco compatibles con la realidad de la empresa (o fácilmente neutralizables con políticas de ajuste del empleo). Como es lógico, esta aspiración topa con la realidad del actual marco de relaciones laborales, gregarizado y conflictivista.

         La variable empleo, de esta manera, habría de primar siempre por encima de la variable renta (ya sea en su faceta de rentas salariales, como de las empresariales). La primera variable se habría de integrar en el balance social de la empresa como un elemento prioritario. Habría de ser el eje vertebrador que guiase la negociación y el consenso. La tecnología no es una variable externa, sino interna a la empresa: por ello su uso ha de ser transparente. No se puede jugar con ella como si actuase de correctivo en los litigios dentro de la empresa. Hoy por hoy el Estado ha de velar porque el objetivo del empleo estable sea respetado enfrente de tentaciones precarizadoras sin fundamento real (es decir, que alientan al despido que tiene como excusa estrictamente causas tecnológicas). La tentación de acudir a este instrumento, sin atender a las necesidades de la función de producción propia de la empresa, es un riesgo latente.

         (Existe el grave peligro de que se utilicen las posibilidades de la «producción ligera» para eliminar empleo estable y substituirlo por empleo precario; o bien preservar el primero creando simultáneamente un colchón de ocupación temporal en épocas de coyuntura expansiva. Sus posibilidades en este aspecto, y aún más en una época con una mano de obra joven cada vez más cualificada, son prácticamente ilimitadas. De esta manera, la vertiente «humanizadora» o liberadora de cargas y fatigas sería sustituida por otra de carácter precarizadora y acentuadora de la inquietud, la incertidumbre, la alienación y la fatiga.)

9.6. El papel del Estado

         Hasta el momento, se ha considerado de buen tono oponer la figura del Estado a la de la llamada «sociedad civil». La doctrina económica oficial sentencia que el Estado ha ocupado

parcelas que habría de protagonizar la iniciativa privada. Pero detrás de esta consideración es necesario profundizar algo más, para no quedarnos en una mera declaración de intenciones (o polémica estéril). Hemos de partir de la base de que el Estado invade parcelas de la iniciativa privada cuando impide (haciendo uso de un poder monopolístico o coactivo) el libre ejercicio de la actividad privada, en tareas que se consideran socialmente de su pertinencia.

         Efectivamente, hemos de aplicar el principio de subsidiariedad* cuando la iniciativa privada tiene capacidad o voluntad de ocupar parcelas que son de su competencia, siempre que exista una demanda social y que no sean consideradas «ajenas al mercado», por su carácter social básico. El Estado se ha de desentender de estas parcelas, que generalmente tienen carácter mercantil y donde el juego de la competencia distribuye los factores de una manera más eficiente que cuando, en manos públicas, adquieren un carácter de monopolio. Pero cuando el sector privado no es eficiente (es inoperante) al asumir tales parcelas, siempre que tengan un carácter estratégico, el Estado ha de asumir su protagonismo por razones de interés general, si bien aplicando estrictamente las reglas del mercado.

         Así pues, el Estado puede reservarse cuotas de intervención en la actividad económica (que superen su estricta responsabilidad de prestar servicios sociales y administrativos), respetando el principio de subsidiariedad (que otorga a la sociedad civil aquellas funciones que, de manera más efectiva, sea capaz de asumir), siempre que el sector privado no tenga capacidad de superar un cierto nivel crítico en cuanto a economías de escala, capacidad técnica, nivel exportador, etc. En cuyo caso ha de respetar los mismos principios económicos y jurídicos que cualquier empresa privada. (De esta manera, no puede justificarse sostener artificialmente empresas no estratégicas no rentables, por motivos de tipo ideológico o político.) El hecho de que el Estado pueda asumir esta serie de responsabilidades no le exime de la obligación de utilizar los mismos principios de gestión y eficacia (incluyendo la esfera de las relaciones laborales) que el resto de las empresas de carácter privado.

         El Estado puede adoptar un papel subsidiario, sustitutivo de la actividad privada, cuando ésta no esté en disposición de asumir determinadas responsabilidades; pero asimismo puede impulsarla, incentivarla o estimularla (mediante bonificaciones o ayudas puntuales, o la consolidación de estructuras de apoyo) para la creación de la «masa crítica» necesaria para asumir estas responsabilidades o áreas hasta el momento desatendidas. El apoyo a la pequeña y mediana empresa, a la integración empresarial, las políticas de desarrollo y reequilibrio regional, a los acuerdos interempresariales (para la investigación, exportación, imagen, diferenciación o financiación), la creación de una banca pública que verdaderamente dé apoyo a las estructuras productivas, la implementación de políticas industriales o de reestructuracio­nes, etc., son estrategias públicas que pueden y han de llevar a cabo de manera puntual —nunca continuada— y efectiva.

         Sea como sea, ya asumiendo una política «subsidiaria» o «impulsora» de la iniciativa privada, en áreas consideradas críticas o estratégicas (por ejemplo, para evitar la dependencia tecnológica, o para combatir el déficit exterior), el Estado ha de aplicar los mismos principios de gestión que la empresa privada, incluso en las áreas consideradas de su exclusiva responsabilidad (por ejemplo, en los servicios sociales y en la Administración del Estado). Esta gestión bajo principios de eficacia ha de tender a ofrecer una nueva interpretación del concepto «ciudadano»: del tradicional «beneficiario» (como un don, sin contrapartidas ni derecho a réplica) al «consumidor» (que, por tanto, es depositario de unos derechos en contrapartida a su contraprestación en forma de impuestos). El establecimiento de la «carta del consumidor de servicios públicos», donde quede claro cuáles son sus derechos reconocidos, puede hacer mucho por mejorar el tradicional funcionamiento de las Administra­ciones Públicas. Pero de ninguna manera se ha de olvidar que no se ha de supeditar el objetivo de la solidaridad al de la eficacia; más bien, el segundo ha de reforzar al primero.

         El Estado puede —y tiene que— asumir, pues, funciones de prestación de servicios sociales y administrativos (que atiendan a los principios de solidaridad y eficiencia), de incentivación económica, y de producción de bienes y servicios comercializables (respetando las reglas del juego, y siempre que ocupe los nichos de mercado insatisfechos por el sector privado), ajustándose a los principios de subsidiariedad del sector privado y de respeto del marco de actuación de la sociedad civil. Es decir, no tienen por qué existir contradicciones entre el ámbito de actuación de la esfera pública y la privada (más bien, ha de existir armonía) si se observan estos preceptos, y si el sistema jurídico y de gestión no difiere (en su orden de prioridades: es necesario diferenciar el caso de los servicios públicos, donde predominan los objetivos de solidaridad por encima de los de obtención del lucro o beneficio económico).

         La creación de esta dualidad es un sofisma: de ninguna manera se ha de oponer lo público a lo privado. Quien lo hace actúa de mala fe, con prejuicios oscuros y poco claros: «El Estado y el mercado no son tipos ideales que batallen entre sí en el vacío histórico. La dimensión social posiblemente pueda organizarse de otra manera desde la política, pero no puede "suprimirse" de golpe» (Miguel Martínez Lucio y David Simpson: «La dimensión social de las nuevas prácticas de gestión y su relevancia para la "crisis" de las relaciones laborales», en ¿Modelo japonés?, Sociología del Trabajo, número 18, 1993). Es decir, si hay un denominador común que vincula la esfera pública con la privada es la existencia de una misma substancia subyacente, de naturaleza social, que integra todo el capital, sea público o privado. En el próximo punto haremos referencia a una nueva manera de entender este concepto.

         (En éste, hemos partido de una interpretación positiva del papel del Estado; es decir, sugiriendo los ámbitos y los papeles que puede asumir. Por ello no hemos insistido en aquellos que no ha de asumir. Partimos de la base de que el lector ha captado el mensaje de que el Estado tiene un papel estimulador, completador y prestador de servicios básicos y de la actividad productiva; en ningún momento tiene la misión de restringir, o sustituir, a no ser que el sector privado se salte las leyes, o actúe en contra de los intereses generales, caso en el cual el Estado ha de intervenir para hacer cumplir las leyes establecidas.

         De la misma manera, el Estado ha de proteger las parcelas de la sociedad civil que puedan ser perjudicadas por otros sectores sociales: la infancia —ante un cierto tipo de consumo, o de manipulación mediática—, el consumidor —ante el fraude—, el pequeño ahorrador —ante la rapiña financiera—, el trabajador —ante el incumplimiento de la normativa laboral—, el pequeño empresario —ante la restricción de la competencia de carácter monopolístico—, etc. Ello supone que el Estado regula y gobierna desde una actitud de respeto a la normativa legal, y de atención al interés general, no al suyo particular.)

9.7. Un nuevo concepto de capital productivo

         Buena parte de las ideas que se han expresado en esta sección parten de una esencia común: la noción del capital como un concepto de naturaleza social. El capital, por naturaleza, no tiene nombres ni apellidos: es social. El elemento de valor de cambio que lo sostiene (el dinero, que es el título más líquido, cambiable por cualquier otro título) tiene, independiente­mente de su soporte formal (efectivo, apuntes en cuenta, tarjetas de crédito, valores descontables, pagarés, etc.), una misma rúbrica de fondo que lo legitima. El capital como valor de cambio, el capital como valor de producción, el capital como valor técnico (como materialización en forma de bien intermedio o máquina), tiene en cualquiera de sus manifestaciones una misma esencia: su carácter social.

         Por ello un capital que no rinde es un capital inmovilizado, inútil, infructuoso. Un capital que circula es un capital que crea riqueza, provecho (o perjuicios sociales, según cómo sea utilizado) y renta, que acumula nuevo capital y perpetúa la actividad económica. De tal manera, el capital interpretado como simple elemento de cambio (materializado en un título con valor determinado, cambiable en los mercados financieros) no es un capital productivo, pues aunque en teoría se «mueva», si la parte tangible o material que lo soporta (bienes de equipo, fuerza de trabajo, tecnología, servicios, información, etc.) permanece inactiva, es espurio. En este caso es un título con carácter especulativo que beneficia a una cierta clase de rentistas ociosos, pero que no contribuye a la creación de riqueza y bienestar; y que más bien pone dificultades (en base a la sobrevaloración de algunas variables monetarias, como el tipo de cambio o el interés) al correcto ejercicio de la actividad estrictamente productiva.

         En un punto anterior (3.2.4.: «Titularidad social y atribución privada del capital») diferenciamos claramente la naturaleza (social) del capital y su atribución (privada). Esta distinción puede hacer mucho para resolver otras aparentes disquisiciones, como la que se refiere al papel social del empresario y al propio concepto de «beneficio». Sin pretender abundar en un razonamiento anterior, únicamente recordaremos que, según nuestra interpretación, «capital» es todo aquel adelanto de salarios, equipo, infraestructuras o materias primas (además de su componente líquido o cuasilíquido) que redunda en un excedente, cuya «apropiación» pasa al empresario en forma de renta neta (o plusvalía), sin que en este razonamiento tengan que entrar necesariamente conceptos espurios tales como «valor» o «precio natural».

         (Evidentemente el capital, como todo bien económico, tiene carácter ambivalente. Más allá de su valor de uso —o consumo— inmediato, su acumulación en forma de bienes raíces o sólidos —o de bienes durables— tiene carácter productivo cuando supera la esfera de lo doméstico y pasa a tener significación económica: creación de valor añadido; tiene carácter mixto cuando se simultanea su uso productivo y su uso doméstico; y tiene carácter patrimonial cuando su empleo es estrictamente doméstico. De ahí —como en general, en cualquier ámbito de lo humano— su carácter complejo y relativo.)

         El beneficio lo interpretamos como una mera renta, residuo contable que remunera al empresario capitalista (obviamente, si el empresario es simultáneamente «propietario» del capital; como sabemos, éste no es siempre el caso). Aquí no se echan a faltar consideraciones sobre la «esencia» o «naturaleza» de dicha renta (si es la recompensa a la «espera», al «trabajo», al «sacrificio», a la «perspicacia», al «talante innovador», etc., del empresario). Por supuesto, aún menos debe ser interpretado a la luz de conceptos tales como «interés» o «capitalización» financiera (en todo caso, únicamente de forma restrictiva, o negativa: como el límite mínimo de remuneración del capital que, a la vista del mercado de capitales, hace atractiva o no la inversión, y ello sin entrar en consideración respecto a conceptos tales como «riesgo», «espíritu emprendedor», «sentido de la propiedad», etc., aspectos cuyo enunciado los convierte en puramente subjetivos).

         La apelación al interés, a la inflación, y a las tasas de cambio, como variables macroeconómicas que perfilan la mayor o menor propensión a la inversión*, son «maniobras de distracción» (pues, como hemos visto, estos factores no son más que baremos por encima o por debajo de los cuales una inversión puede o no ser atractiva) que nos desvían de la auténtica problemática de la capitalización de la economía, es decir, la que se refiere a la oferta de capitales: el carácter históricamente depredador (y por ello económicamente parasitario) del sector financiero, por lo que se refiere al trato que tradicionalmente ha dispensado a estructuras tan importantes como la pequeña y mediana empresa productiva, base esencial del «plancton social» de cualquier economía saneada.

         El gran problema del modelo de capitalización agregado actual es que dispone de un sector financiero sobredimensionado y, en países con escasa cultura productiva (como España), altamente rentable. Ello no sería negativo si no fuese porque, en un país de desarrollo medio como España se apoya sobre unas estructuras productivas a menudo frágiles, mal financiadas, y con graves dificultades para poder adquirir capitales competitivos a bajo coste. No existe (y quizá en el actual modelo de desarrollo productivo no pueda existir) un mercado bancario que facilite las cosas a quien necesite recursos para desarrollar actividades productivas, especialmente al pequeño y mediano empresario (que, repetimos, constituye el «plancton social» de las estructuras productivas), ofreciendo créditos a medio y largo plazo con tipos de interés razonables. Tampoco existe suficiente autofinanciación empresarial. Ello repercute, como vimos en el capítulo quinto, en un endémico proceso, constante y peligroso, de «huida hacia adelante», en base a una continua apelación al crédito a corto plazo con el objetivo de financiar circulante estructural que no se amortiza nunca. Este proceso demencial, lógicamente, explica parte de la enorme mortalidad empresarial, así como de la gran cantidad de suspensiones de pagos, impagados, bancarrotas y morosidad que suele padecer la pequeña y mediana empresa.

         Es decir, no hay un mercado financiero debidamente saneado que atienda a los intereses y a las necesidades de la base de las estructuras productivas (el plancton social), que dé consistencia a la existencia de un mercado de capitales competitivo para la empresa. Por ello, dado el carácter básico del elemento capital como «savia» que aporta los medios necesarios para la puesta en marcha de una economía dinámica y competitiva, al Estado no le queda más remedio que asumir un papel que no le habría de corresponder, de carácter sustitutivo respecto a la actitud usurera y especuladora del sector financiero: aquí entra en confluencia la teoría y la praxis de nuestra noción de «capital como bien social», resumida en el cuadro 12.

         El «capital como bien social» sería aquel que el Estado reservase para su uso por parte de aquellas personas o entidades privadas con iniciativa o con proyectos viables de carácter productivo, con perspectivas de rentabilidad. Este capital, no amortizable, a un interés reducido anual (costos de gestión, a efectos de inflación y para sostener un fondo de garantía del capital), serviría para sustentar una actividad productiva determinada bajo un régimen de usufructo: es decir, el beneficiario del capital no sería su propietario, que estaría representado por el Estado (en funciones de fideicomisario del capital social), sino un mero usufructuario que se habría de responsabilizar de que este capital no fuese mermado o consumido con el paso del tiempo, sino de que se mantuviese, como mínimo, constante (a nivel real, no nominal).

         De este modo se introduciría un nuevo concepto de «propiedad social de los bienes de producción», que evitaría los efectos perversos de los mecanismos de acumulación capitalista hoy día existentes, pues preservaría la conservación de los capitales enfrente de actidudes puramente depredadoras o especulativas. Estos capitales serían puestos en manos de los individuos que fueran capaces de aportar trabajo, ideas o innovación, para extraer de ellos plusvalía y de esta manera hacerlos producir, con la garantía por parte del Estado de que a ellos y a quienes les sucedan les serían preservados sus derechos de forma indefinida, mientras estos capitales fuesen debidamente explotados y preservados.

         Desde un punto de vista jurídico se sustituiría el actual concepto de «propiedad —o titularidad— del capital» por el de «atribución del capital», lo que no alteraría la personalidad jurídica de la responsabilidad empresarial, pues se garantizaría el reconocimiento y la legitimización social de la figura del empresario, enfrente de la del mero capitalista rentista, que sin aportar valor añadido en forma de trabajo personal pretende, a partir de una distribución de la riqueza dada (y de la consustancial legitimación social del concepto «propiedad»), capitalizar su patrimonio (como hemos visto, su patrimonio valorizado, no el de carácter doméstico) de forma especulativa, impidiendo de tal modo el acceso a los medios de producción de todo aquel que disponiendo de aptitudes y capacidades empresariales no es beneficiario de tales oportunidades, lo que rompe el principio de «igualdad de derechos y oportunidades» al que hemos hecho alusión en repetidas ocasiones.

         Si el beneficiario de este capital en usufructo no fuese capaz de rentabilizarlo, o cuanto menos de mantenerlo (en forma de activos, existencias, reservas, etc.) en su integridad, si lo consume y no cumple con diligencia su función social (que es la creación de riqueza), lo habría de devolver y, en caso de producir un demérito en él, habría de responder civilmente por lo que no hubiese reintegrado al Estado, y en su caso responsabilizarse por una pérdida al erario público, inhabilitándolo para posteriores actividades empresariales hasta que lo hubiese restituido en su integridad.

         Los usufructuarios del capital social habrían de costear ciertas cargas del Estado (en concepto de administración, actualización y custodia) de esta parte del patrimonio social, en forma de remuneración del capital recibido (no de impuestos), con una cantidad equivalente a una parte porcentual —reducida— del importe del capital cedido por el Estado (entiéndase, no de los beneficios), con periodicidad anual; y habrían de comprometerse a actuar ante el Estado y la sociedad, no a título de propietarios, sino de usufructuarios. Por ello, en vista de que el capital que explota no sería suyo, las relaciones laborales (que pueden ser flexibles y adoptar variadas formas) podrían ser diferentes.

         En función del grado de control, responsabilidad o de riesgo que —en la explotación de su negocio— el empresario que opte por este tipo de capital quiera asumir, las relaciones laborales adquirirán un carácter u otro: el empresario puede pretender asociarse con otras personas y compartir la responsabilidad, el riesgo y el control; puede querer compartir el riesgo y la responsabilidad, pero no el control (cuando actúa en solitario como gestor de la empresa y monopoliza su control); o puede monopolizar la responsabilidad, el riesgo y el control si ocupa a título de asalariados a otras personas. Pero en ningún caso, sea cual sea su rol dentro de la empresa, será el «propietario» del capital, por lo cual habrá de repartirse de forma explícita y contractual la distribución de cargas y responsabilidades entre los partícipes de la empresa, de acuerdo con el nuevo escenario de relaciones productivas que impone una explotación del capital que no se basa en la fórmula jurídica de la «propiedad», sino en la de «usufructo».

         Es decir, las relaciones productivas por fusión (forma actual que integra la cuotaparte de responsabilidad de cada miembro de la empresa en una amalgama donde no queda claro qué parte corresponde a cada uno: qué corresponde al beneficio como «compensación al riesgo» o a la gestión empresarial, qué corresponde al salario como «compensación al trabajo» o esfuerzo físico o intelectual, etc.) pasarían a ser relaciones por asociación, donde igualmente existiría una amplia gama de posibilidades de organización de la empresa (cooperación, sociedad comanditaria, autónomos..., aunque siempre con responsabilidad ilimitada), pero donde el reparto de papeles, cargos y beneficios quedaría establecido contractualmente, y donde todos, en su papel de beneficiarios de un capital ajeno, serían corresponsables de la buena marcha de la empresa.

         Huelga recordar que el paso desde las relaciones productivas por fusión a relaciones productivas por asociación afectaría necesariamente al ámbito de la negociación colectiva —en los sectores afectados— pues, desde el mismo momento en que en una sociedad de tipo empresarial las relaciones laborales vienen definidas por un acuerdo contractual, en principio fundamentado en la libertad de las partes para asumir o rechazar de antemano la voluntad colectiva, los riesgos y las responsabilidades inherentes al desempeño de una actividad empresarial (en el reparto de la renta, el acceso o el abandono de la empresa, el reparto de cargas y responsabilidades, etc.), dichos aspectos entrarían fuera del ámbito de la negociación colectiva convencional y se enmarcarían en la esfera de la soberana y libre voluntad de las partes interesadas, a partir del reparto estatutario y contractual de funciones y contrapartidas.

         A nivel agregado la expansión de este modelo de relaciones laborales haría mucho para flexibilizar y desconflictivizar las relaciones productivas intraempresariales, una vez asumido por el cuerpo social: 1) el carácter social del capital; 2) la atribución privada —como usufructo— de la renta; y 3) la libertad contractual de las partes, a la vista de que quien no esté dispuesto a asumir tal modelo laboral (donde el trabajador puede incurrir en riesgos ilimitados) aún puede acceder al mercado de trabajo convencional (relaciones laborales por fusión), donde en su caso lo único que puede arriesgar es la estabilidad de su puesto de trabajo, con el añadido de la existencia de una red de protección solvente en caso de desempleo involuntario.

         (Por otro lado, el capital como bien social rellenaría en buena medida la brecha existente entre la producción potencial y la producción real de un país, pues es una alternativa viable y efectiva al desempleo estructural, que ajusta espontáneamente el mercado de trabajo a las necesidades insatisfechas. Y complementariamente eleva la renta y la demanda potencial de un país, o lo que es lo mismo, la riqueza global de sus ciudadanos.)

         Esta interpretación del elemento capital revolucionaría los actuales mercados financieros, y haría más competitiva la adquisición de capital. Es necesario destacar que el Estado, en un inicio, partiría de unos recursos limitados, que oscilarían en función de las disponibilidades anuales, y que la selección de los proyectos adoptaría el papel de «capital-riesgo», con criterios claros y transparentes (es decir, bajo concurso público). El Estado sería «propietario-fideicomisario» íntegro del capital, no de la empresa en sí (no existiría el concepto de «participación» o de «capital mixto»). No sería necesario —pues el capital no tendría carácter privado— repartirlo en acciones. Lo que se repartiría entre los beneficiarios no sería el capital sino la responsabilidad y el riesgo (y en función de ello, o de los acuerdos contractuales, variaría la distribución interna de la renta).

         La supervisión y el control del estado de cuentas anual sería imprescindible, y la transparencia financiera exigida sería total. El Estado tendría capacidad inspeccionadora y auditora para comprobar que se conserve intacto el capital social: en caso contrario se incurriría en el delito tipificado como «malversación de fondos públicos». El capital no sería reembolsable a un plazo fijo, pero si el empresario quisiera liquidar la empresa o cambiar su actividad habría de devolver —con su previa actualización periódica— el fondo recibido por el Estado. También podría ceder su control a otro empresario, porque el capital no tiene un carácter nominativo, pero como no tendría carácter privado no podría «venderlo», mediante títulos o acciones, a otros interesados, sino que simplemente cedería su gestión y todos los derechos y obligaciones adquiridos.

         La implementación de este nuevo concepto de capital como bien social, de forma progresiva, vaciaría de contenido el concepto de capital privado, a medida que se fuesen apreciando sus ventajas, pues conciliaría las virtudes de la gestión privada (a partir de las reglas del mercado) con la socialización del capital. Ello supondría el saneamiento del concepto capital, especialmente por lo que se refiere a sus excrecencias especulativas y depredadoras. El capital como bien social o es productivo o no es tal: si el capital no se ajusta a su uso, que es el de crear riqueza, ha de ser reembolsado a la sociedad. La supervivencia del empresario dependerá, en tal caso, del uso que haga de los recursos cedidos por el Estado.

         Gestión competitiva/capital como bien social: ésta es la regla de oro del nuevo orden productivo que contemplamos en el horizonte. Se ha de observar que este nuevo orden implica asimismo al Estado: si a éste se le exige una actuación eficiente en la asignación del capital como bien social, ¿por qué no se ha de hacer lo propio con su beneficiario? Si la sociedad civil, como ente autónomo, disfruta de una fuente de capitalización razonable como es la que permetiría el capital como bien social, tendría que responsabilizarse del buen uso de unos recursos escasos cedidos por el fideicomisario de tales capitales, el Estado. Si se impulsara esta nueva política de capitalización se habría comenzado a resolver el supuesto conflicto entre lo público y lo privado porque, entre otras cosas, tanto una como la otra esfera se habrían disuelto en un ámbito superior: el ámbito de lo social.

         Es obvio que la implantación de un modelo de empresa donde primen las relaciones productivas por asociación (y que tenga como base el concepto «capital como bien social») vendrá determinada por las disponibilidades financieras dirigidas a este fin por el Estado, así como por la voluntad expresada o rubricada por la ciudadanía. Pero no cabe duda de que su aplicación puede hacer mucho para reactivar (con el empleo de tecnologías intermedias y el desarrollo de actividades productivas de alto valor añadido, fundamentado en el factor diferenciación, o que atiendan a necesidades sociales escasamente cubiertas por el modelo productivo actual: atención a la ancianidad, guarderías, etc.) nuestro sustrato económico, aumentar la riqueza del país, reducir las reservas de capital y trabajo desocupadas, y mejorar las condiciones de vida globales.

         Evidentemente, el desarrollo de un tejido sólido de capital como bien social habrá de atravesar un proceso de transición en el que deberá competir con el sector productivo convencional, en el que priman relaciones laborales por fusión. Nuestro deseo sería que, paulatinamente, el modelo que propugnamos pasase a tener carácter hegemónico, momento en el cual se habría materializado un nuevo paradigma autorregulador, que compatibilizaría el carácter social del capital con su gestión privada, los principios de solidaridad (universal e intergeneracional) y de libertad, así como los de eficiencia (y racionalidad económica) y sostenibilidad. Es más, esta alternativa podría hacer mucho para combatir la dinámica motora de la crisis estructural y del comportamiento espasmódico de la economía, una vez que se neutralicen las causas que provocan un uso ineficiente de los recursos productivos.

         Existen otras vías (como el «capital-riesgo» tradicional, los mercados secundarios de deuda, la caución mutua entre las entidades financieras, las sociedades de acción colectiva y de garantía recíproca) de capitalización a bajo coste que podrían coexistir transitoriamente con esta nueva forma de capitalización que nosotros propugnamos, y que podrían asimismo ser impulsadas por la acción privada o las administraciones públicas. Pero consideramos que con el tiempo las ventajas del régimen de capital como bien social las haría marginales o las integraría en el tronco común de los instrumentos de gestión de los fondos de capital social.

         (La implantación del capital como bien social, y con él la progresiva implantación de las relaciones productivas por asociación, reforzaría la economía real en oposición a la economía ficticia que impulsa el entramado financiero actual. Un simple observador de las páginas económicas de la prensa diaria puede ser testigo del peso desmesurado que ha adquirido en el contexto global la economía ficticia: parece como si en economía todo comenzase y acabase en los mercados de valores —tan alejados del comportamiento de los agregados económicos «reales»— y en los mercados financieros. Ello deja perplejos a los sectores «productivos» —empresarios y trabajadores corrientes—. Basta recordar que hoy día, en los países desarrollados, el mercado financiero —ficticio— gira entre 35 y 40 veces más dinero que el mercado real: es ocioso recordar lo que ello implica en cuanto a especulación, en perjuicio de los sectores económicos de carácter productivo. El nuevo paradigma de capital como bien social y relaciones productivas por asociación haría mucho para normalizar y moralizar el mercado de capitales y para integrarlo en el contexto económico global.)

         Acabaremos este punto recordando que la capitalización económica (con la amenaza constante de una supuesta trampa de la liquidez*, que desestimularía la inversión productiva o en activos poco líquidos —bonos— en relación al dinero) fue una de las ideas-fuerza de J. M. Keynes al escribir su obra fundamental: Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero. Keynes era consciente del gap existente entre la producción real y la potencial de su tiempo (y del de la inversión en relación al ahorro, teniendo al interés, a la cantidad de dinero y a la eficiencia marginal de capital como principales variables en esta interrelación), y de la actuación de la inversión como multiplicador* de la demanda agregada (en su modelo la inversión ocupa el papel de disparador de la demanda). No por casualidad, una vez considerados los males que el rentismo, el atesoramiento y la especulación suponen para la inversión productiva, aboga por socializar el capital productivo, aunque de manera ciertamente confusa:

         «Creo, por tanto, que una socialización bastante completa de las inversiones será el único medio de aproximarse a la ocupación plena; aunque esto no necesita excluir cualquier forma, transacción o medio por los cuales la autoridad pública coopere con la iniciativa privada. Pero fuera de esto, no se aboga francamente por un sistema de socialismo de estado que abarque la mayor parte de la vida económica de la comunidad. No es la propiedad de los medios de producción la que conviene al estado asumir. Si éste es capaz de determinar el monto global de los recursos destinados a aumentar esos medios y la tasa básica de remuneración de quienes los poseen, habrá realizado todo lo que le corresponde. Además, las medidas indispensables de socialización pueden introducirse gradualmente sin necesidad de romper con las tradiciones generales de la sociedad» (201).

         Ante tal declaración es fácil dejarse arrastrar por el sentimiento de que Keynes, a pesar de su autoproclamación de un talante «moderadamente conservador», ponía en cuestión las bases mismas del modelo de producción capitalista:

         «El tono en que habla es sosegado y su lenguaje es moderado, pero su mensaje es de una terrible contundencia. Es nada menos que la admisión de la quiebra práctica de cualquier versión del capitalismo que pretenda avanzar cojeando como un sistema de empresa privada pasado de moda. El "capitalismo" que Keynes prevé debe hacer las paces con un estado que ejerza el papel de "guía" del consumo y se comprometa a llevar a cabo "una cierta socialización global de la inversión". Puesto que el consumo y la inversión en un sistema económico cerrado representan los dos componentes del gasto, el "capitalismo" de Keynes puede traducirse en un sistema en el que el gasto total esté directa o indirectamente controlado por el estado» (202).

         El mismo Keynes desmiente esta apreciación, reconociendo que su fórmula es la única posible para evitar la autodestrucción del sistema productivo, a través de sus continuas disfunciones y desequilibrios:

         «Por consiguiente, mientras el ensanchamiento de las funciones de gobierno, que supone la tarea de ajustar la propensión a consumir con el aliciente para invertir, parecería a un publicista del siglo XIX o a un financiero norteamericano contemporáneo una limitación espantosa al individualismo, yo las defiendo, por el contrario, tanto porque son el único medio practicable de evitar la destrucción total de las formas económicas existentes, como por ser la condición del funcionamiento afortunado de la iniciativa individual» (203).

         Nosotros, lógicamente, no cometeremos el error de asumir esta idea en contradicción con nuestros sentimientos más profundos, que en absoluto están por multiplicar ad infinitum la capacidad productiva y la voracidad consumista del sistema económico, ni por defender el paradigma económico, político y social vigente en la actualidad. Únicamente exponemos un planteamiento que, ya en 1936 (tras el crack financiero de 1929), advertía sobre los graves desequilibrios que subyacen dentro del sistema, uno de los cuales viene representado por la irracionalidad en el reparto y el uso del capital. Sin compartir la obsesión de Keynes por el protagonismo del interés, variable que consideramos más efecto que causa del mal (que supone el ineficiente uso del capital productivo), sí apreciamos el coraje personal que trasluce —dadas las circunstancias que se vivían en su época— su interpretación de la socialización del capital, a pesar de su indefinición profunda (204). Y lo consideramos un ilustre precedente que, con limitaciones, llega a conclusiones parecidas a las nuestras. (Recordemos el papel que en nuestra teoría asumen los conceptos «propiedad», «usufructo», «titularidad» y «apropia­ción» del capital productivo).

9.8. El trabajo cambia de rostro

         Como hemos visto en un punto anterior, no puede cambiar el concepto «capital» si no lo hace simultáneamente la concepción del «trabajo». Es necesario partir de la noción del trabajo como aquel esfuerzo físico e intelectual humano aplicado sobre la Naturaleza o un bien intermedio para elaborar un producto, con más valor de mercado que el originario (es decir, con un valor añadido). En este sentido, el trabajo es tanto la actividad de dirección y gestión empresarial como la de ejecución del operario. Pero desde un punto de vista restrictivo podemos separar ambas facetas (e incluso los trabajos manuales e intelectuales, los rutinarios y los cualificados, etc.) y centrarnos únicamente en la función de ejecución, no en la de dirección, que ya hemos contemplado —con un enfoque ciertamente particular— anteriormente.

         El trabajo de ejecución, ya sea manual o intelectual, en lo posible ha de ganar en autonomía e interés; y si subjetivamente parece poco «interesante», quizá pueda ganar en participación del trabajador. Éste ha de disponer del derecho —y la obligación moral— de interesarse por lo que hace, de aportar nuevas ideas y soluciones en un camino hacia la búsqueda de la calidad total, de la integración y el trabajo en equipo. Esta estrategia ha sido utilizada —con mucho éxito— por el sistema japonés de relaciones de trabajo, con el objetivo de mejorar el grado de eficacia, la conjunción social, para efectuar sinergias y para otorgar significación al trabajo de cada empleado.

         Sin caer en extremos «paternalistas», se puede y se tiene que superar el esquema rígido de relaciones de trabajo, y el diseño de la Organización Científica del Trabajo, para otorgar un mayor protagonismo a la autorresponsabilidad y autonomía de los trabajadores. Estamos convencidos de que ha de existir un punto óptimo intermedio entre la eficiencia de los métodos de producción masivos y las virtudes del sistema de relaciones humanas (del cual el sistema de producción ligera podría ser un primer esbozo, si su aplicación se encaminase a este objetivo).

         Así pues, como comprobamos con anterioridad, sin participación el trabajo humano se convierte en trabajo alienado; y con alienación mal se puede hablar de libertad, y aun menos de democracia. Aunque también estamos convencidos de que estos cambios nunca serán posibles a partir de normativas ni regulaciones externas, sino de la existencia de un régimen de libertad de las relaciones productivas propiciado por la igualdad de derechos y oportunidades. (Esta visión trata de conciliar, pues, las virtudes contrastadas del liberalismo, del humanismo y de los objetivos emancipadores del marxismo.)

         Es necesario insistir en otro aspecto importante: definitivamente se ha de dejar de atribuir todas las disfunciones económicas a los llamados «costes laborales». Si bien estos tienen una dinámica propia que puede no coincidir con la evolución del empleo y la productividad «real» de la economía, es necesario destacar que en muchas ocasiones no son determinantes en la pérdida de ventajas comparativas, sino que representan un condicionante más entre una parrilla de factores, entre los que cabe destacar la tecnología, la imagen, o la distinción, entre otros.

         En el caso de la España de los noventa, aunque se congelasen los salarios durante diez años, con la pérdida de poder adquisitivo que ello supondría, no se ganaría mucho en ventajas comparativas por lo que se refiere al factor precio, si tenemos en cuenta el gap considerable que separa su nivel de costes relativos y el de los competidores emergentes, los Nuevos Países Industriales; pues los mercados europeos no se orientan —en los nichos de consumo más cualificados— por el factor precio, sino por los anteriormente señalados como marginales en las estrategias productivas de las empresas españolas.

         Todos los excedentes suplementarios que se consigan a costa de una política de rentas favorable a los beneficios, si no son empleados en corregir los déficits competitivos que tienen caracter estructural (por ejemplo: tecnología, diseño, calidad...), o si no se aplican medidas estratégicas de integración, exportación, creación de redes post-venta, etc., de poco pueden servir para mejorar o sanear la posición competitiva de un país, si es que éste atiende únicamente a requerimientos de precio y productividad: lo que se gane en la inmediatez repercutirá en el consumo, y por tanto, en posteriores crisis de subconsumo. En cambio, si se consigue aumentar la productividad (con la introducción de capital más moderno), si se abren nuevos nichos de mercado (más cualificados tecnológicamente), si se cambia la imagen externa (dentro de una estrategia global) un país con una industria madura o desfasada podría recuperar porciones de mercado interno perdidas en beneficio de los países industriales emergentes (y tal vez abrir nuevos mercados en el exterior), consolidar y crear nuevas áreas de actividad, así como estabilizar la economía (conteniendo la inflación de oferta y creando empleo).

         Es decir, únicamente si se implementan medidas estructurales en orden a cambiar las posturas estratégicas dominantes en las empresas, una política de rentas puede ser efectiva. Si no, este instrumento, como otros, tendrá un carácter desequilibrado, parcial y coyuntural (como pueden tenerlo otros, como por ejemplo devaluaciones, medidas fiscales, estímulos y bonificaciones públicas, etc.). Nuevamente aquí, en el actual marco de negociación colectiva, el consenso y el diálogo social puede servir de marco a una política de rentas preventiva, con contrapartidas para todas las partes.

         Finalmente, es necesario encarar con energía y sin tapujos doctrinarios un debate abierto y honesto acerca de la significación de la flexibilidad en el mundo del trabajo, sea de carácter interno (movilidad, polivalencia) como de carácter externo (entrada y salida en el puesto de trabajo). Nosotros hemos huido de entrar en un debate que las más de las veces tiene un carácter interesado, pero abogamos por un mayor protagonismo del diálogo y del consenso en un tema tan delicado, sensible y controvertido.

         Somos conscientes del hecho de que el grado óptimo de flexibidad se sitúa en el intervalo existente entre el extremo indeseable e insoluble de la rigidez y la regulación excesiva del mercado de trabajo, y el de la total liberalización y precariedad del puesto de trabajo. Sin embargo estamos convencidos de que, siendo como puede ser el factor trabajo, en ciertos momentos, un factor de rigidez en circunstancias que obliguen a adaptar las estructuras productivas a la demanda efectiva, el uso sistemático de la precariedad y del despido por causas tecnológicas (con el fin de aumentar la productividad aparente del trabajo) genera más perjuicios que ventajas, al deprimir el mercado y —a la larga— también la productividad laboral (como todas las estadísticas demuestran).

         Hemos de insistir en que las tentaciones neoliberales de tipo desregulador y flexibilizador a ultranza de hecho están abocando al sistema económico a un estado de crisis latente y perturbaciones crónicas. Frente a ello nos inclinamos por el diálogo, el debate franco, la preservación del factor empleo frente al factor renta, la permanencia de ciertos niveles de regulación que no entren en contradicción con circunstancias «objetivas» de la producción (a fin de prevenir círculos viciosos como los que provocan, a escala global, el paro tecnológico estructural), y la implantación de otras medidas positivas, por parte del Estado, como es el capital como bien social, el fomento de las tecnologías intermedias, y el mantenimiento subsidiario de niveles adecuados de protección social.

9.9. El límite ecológico

         Este punto completa la trilogía que, en este capítulo, hemos dedicado al estudio de los elementos capital, trabajo y ahora Naturaleza. Como hemos ido insistiendo a lo largo de esta sección, la Naturaleza no es una fuente inagotable de recursos. Ésta es una idea más o menos compartida por la mayor parte de las personas; otra cosa es el tratamiento que se le da: ¿es un bien a libre disposición de la sociedad para extraer de él utilidades, para explotarlo y obtener de él rendimientos? (es decir, un rédito), ¿o es el marco topológico y biológico en el cual vivimos, para extraer de él lo que necesitamos y consolidar procesos de gestión óptima y de regeneración de los recursos, con un horizonte a largo plazo? (es decir, el capital que aporta tal rédito).

         La interpretación que se dé a esta cuestión varía dependiendo de dos enfoques bastante generales: el primero lo podríamos considerar de carácter antropocentrista, voluntarista y optimista, por lo que se refiere a la capacidad del hombre para, utilizando su ingenio, conseguir nuevos sustitutivos de los recursos agotados; el segundo lo denominaríamos posibilista, y atiende a los límites que no se han de sobrepasar en materia de gestión de recursos si queremos legar alguna perspectiva de futuro a nuestros descendientes. La primera de estas posturas, como vemos en el cuadro de texto número 13, considera que el sistema de producción capitalista y, en concreto, el mecanismo de los precios, es la mejor garantía de eficaz gestión de los bienes económicos (205); la segunda, contrariamente, postula que es precisamente el proceso de acumulación capitalista, sin frenos ni regulaciones, el principal desencadenante del desastre ecológico, y que el mecanismo de la oferta y la demanda reacciona tarde y mal ante los hechos consumados de la expoliación de los recursos naturales (206).

         Nosotros, evidentemente, nos inclinamos por la segunda interpretación, y consideramos que es necesario replantearse el objetivo del crecimiento ilimitado del actual modelo productivo, y sustituirlo por otro inspirado en el crecimiento cualitativo de los bienes intangibles (servicios, atención a necesidades humanas, etc.) y en la congelación o decrecimiento —en los países ricos— de los bienes tangibles, con un mejor reparto y distribución de los bienes y recursos naturales (para cubrir las necesidades de los sectores más pobres), y con una profundización de la calidad de vida (en oposición a un falso concepto de bienestar) entre los más ricos.

         Los conceptos de «economía sostenible», «crecimiento cero» y «balance ecológico» son los tres aspectos claves en la implementación de este nuevo horizonte a escala global. Ello, evidentemente, repercutiría en una gran transformación del aparato productivo de las sociedades más desarrolladas, pero a largo plazo daría más opciones a la supervivencia de la especie humana (y, consiguientemente, ayudaría a preservar su calidad de vida). Si no se establecen nuevas prioridades de consumo, si no se cambian los flujos de distribución y redistribución de la riqueza, si no se atiende al hecho incuestionable de la profundización de las diferencias a escala planetaria, de crisis ecológica y alimentaria, de irreversibilidad del deterioro sufrido por el medio ambiente, etc., el desastre está garantizado.

         Todavía se puede hacer algo para contener este proceso inexorable, o al menos para ralentizarlo. Pero para ello han de cambiar las prioridades y las estructuras mentales de las poblaciones de los países ricos. Es necesario acompañar el cambio estructural con un cambio en las ideas y la cultura. Si no se implanta un paradigma cultural menos alienado y fetichista, la dinámica del consumo irracional continuará alimentando un sistema productivo que atiende a necesidades ficticias, creando un mundo de seres dependientes y compulsivo, un sistema productivo fuera de control, expoliador y derrochador.

         Existe otro mecanismo de reversión de esta dinámica, no de carácter «estimulador», sino puramente «autorregulador», es decir, interiorizado por el propio sistema: éste consistiría en la administración racional y planificada de los recursos globales, tanto los de carácter natural como los bienes económicos. La existencia de un Banco de la Naturaleza, que administre, mediante un organismo internacional, democrático, y no imperialista, los recursos globales, a través de un reparto —vinculante— de cuotas de explotación de los recursos limitados, de una vigilancia permanente del uso que se haga de los recursos naturales, de una regulación de los intercambios internacionales de materias primas, de la administración de los fondos que provendrían de las tasas ecológicas (véase sección segunda), y de la coordinación de las políticas de desarrollo, haría mucho para regular y racionalizar (más allá de los intentos voluntaristas de apelar al consenso planetario mediante ineficaces cumbres internacionales) el uso de los recursos limitados.

         El límite ecológico existe independientemente de nuestra voluntad o de nuestro escepticismo. Si en atención a un «optimismo» que es cómplice de unos intereses económicos concretos se posterga la adopción de medidas (entre ellas, el establecimiento de nuevas actitudes sociales y culturales, o la regulación internacional de los recursos) todos, responsables y no responsables de este hecho, seremos víctimas por igual (207). Por ello, aquellos que salvaguardan sus «intereses» inmediatos pueden encontrarse con que sus «intereses» a largo plazo se vean perjudicados. Los países de este planeta, a escala global y coordinada, tienen mucho que hacer en el ejercicio de sus competencias para la preservación de la calidad de vida de las generaciones futuras.

9.10. Medidas estructurales

         A lo largo de este capítulo hemos ido presentando diversos referentes de reforma a un nivel muy global, teniendo como pauta las grandes transformaciones en los elementos Naturaleza, capital y trabajo, así como en la superestructura cultural e ideológica de las sociedades avanzadas. En este punto, sin embargo, nos ocuparemos de algunas políticas de carácter sectorial y horizontal que los poderes públicos habrían de impulsar para dotar de competitividad al tejido industrial.

         En un capítulo anterior hicimos referencia a que buena parte de los déficits y debilidades estructurales de una economía intermedia como la española se explican por una insuficiente o deficiente cultura empresarial. Por ello, de la misma manera que es necesario cambiar la cultura del consumo, también lo es transformar la cultura empresarial:

         «Finalmente, no puede hacerse una regeneración del tejido industrial sin empresarios que lo impulsen. Durante el período de crisis el ahorrador ha preferido dirigir sistemáticamen­te sus recursos hacia colocaciones de carácter financiero e inmobiliario, el capital humano se ha orientado hacia los sectores de servicios (financieros, industriales, etc.) y los empresarios han abandonado en no pocas ocasiones su actividad industrial. Se ha llegado incluso a hablar de la existencia de una moral burocrática del empresario industrial español que lo inducía a solicitar subvenciones y soluciones para su empresa a la Administración o, en su caso, a alejarse del sector industrial, ante una moral de riesgo más propia de una economía occidental. Puede que ello explique, en cierta medida, la escasez en la industria española de proyectos empresariales ambiciosos, de estrategias orientadas internacionalmente y las políticas poco activas en materia de incorporación de innovaciones tecnológicas de proceso y de producto» (208).

         El Estado no ha de suplantar el papel del empresario sino estimularlo para que asuma su papel genuino, que es el de invertir y dirigir empresas. Las políticas de apoyo que se consolidan pierden su efectividad, por lo cual han de tener un carácter puntual y condicionado a unos resultados determinados. Los principales objetivos de las políticas industriales han de estar dirigidos a despertar en el empresario la conciencia de que ha de superar su tendencia a centrarse en estrategias conservadoras, productivistas, donde el factor precio juega un papel predominante. Han de convencerle de que existen otros determinantes que superan los llamados factores simples (como el trabajo no especializado de bajo coste y los recursos naturales): son los factores complejos, como la formación y la cualificación, la tecnología, la diferenciación, la calidad...

         Por ello, las políticas sectoriales impulsadas por los poderes públicos han de estar enfocadas a crear una masa crítica (mediante procesos de internacionalización, concentración o diferenciación) que permita al empresario (especialmente al pequeño y mediano) agruparse o asociarse para abrir mercados, obtener créditos más baratos, innovar tecnológicamente, diferenciarse en marca, diseño o imagen, etc. La creación de sinergias, ya sea a través de economías de gran escala, como de economías de aglomeración, o de alcance, es un primer paso de cara a implementar posteriores medidas incentivadoras.

         En un segundo paso, se han de diseñar políticas globales que atiendan a los principales déficits estructurales de la empresa: la formación y la cualificación, la transparencia de los mercados (que ponga en contacto la oferta y la demanda de fuerza de trabajo), el pacto social (así como la política de rentas preventiva basada en el consenso y las contrapartidas), la política de seguridad e higiene en el trabajo, la creación de infraestructuras (en transportes, comunicaciones y servicios básicos), el impulso de una banca pública competitiva (que, entre otras cosas, facilite capital como bien social bajo condiciones especiales), la prestación de energía y bienes intermedios (así como servicios a precios competitivos, no monopolísticos), la elaboración de políticas antidumping o anticartel (especialmente en el sector servicios: por ejemplo, aboliendo las tarifas establecidas por los colegios profesionales), la emersión de la economía sumergida, etc.

         Complementariamente, se han de elaborar políticas de tipo fiscal, de simplificación de trámites administrativos, de prestación y canalización de información, de coordinación, etc., que faciliten la actividad interna de las empresas. En definitiva, es necesario llevar a cabo una serie de políticas de apoyo e impulso a las estructuras productivas (además de las tradicionales consistentes en subvencionar a fondo perdido y gestionar la liquidación de empresas), de cara a que sean más competitivas y eficientes, no a través de una descapitaliza­ción (que aumenta la productividad sacrificando puestos de trabajo) sino de una recapitaliza­ción productiva y de una política de estímulo a la concertación social.

         El Estado ha de volcar el grueso de sus esfuerzos en priorizar la «economía real» (especialmente, el «plancton social» que conforma su sustrato básico) y no, como hasta ahora, a subvencionar y favorecer las economías de gran escala y la economía ficticia (especulativa, rentista), representada por los grandes intereses financieros. Las postrimerías de la década de los ochenta han demostrado que una economía sana no se puede sustentar exclusivamente sobre una base de servicios (entre ellos los financieros), y más cuando estos representan una zona de sombra no afectada por los determinantes de la competencia global y la liberalización de los mercados. Un sustrato industrial sano, representado por la pequeña y mediana empresa, bien financiado, cohesionado (a través de sinergias, que las encuadre en tejidos reticulares) y autónomo (tecnológicamente, financieramente) es la mejor garantía de estabilidad económica y de progreso futuro, sin perjuicio de la implantación de fuertes economías de gran escala con carácter competitivo.

9.11. El cambio es inexorable

         Para quien tiene conocimiento y conciencia de la realidad que vive la Humanidad, pensamos que este epígrafe hace redundante cualquier otra consideración. Poco se ha de añadir a él. Pero, para acabar esta sección, querríamos insistir en una cuestión clave: se equivoca quien piensa que aplicando fórmulas superadas y obcecándose en retener interpretaciones desfasadas puede sobrevivir a los embates del futuro, que evidentemente será muy diferente de lo que hemos conocido hasta hoy día.

         Todo lo que se dice en este libro induce a pensar que estamos viviendo un momento histórico de transición, con cambios muy profundos. Pero a pesar del incuestionable encanto de muchos de ellos, pensamos que no todos se comportarán en clave de progreso y de bondad, sino que más bien responden distorsionadoramente a un desorden dialéctico, y al mismo tiempo incontrolado, de hechos desorganizados producidos por la fricción de intereses a menudo egoístas e irresponsables que, tal como se manifiestan sus resultados, conducen al caos.

         Consecuencia de análisis coincidentes con este razonamiento, desde hace treinta años se vienen haciendo múltiples vaticinios sobre lo que será la «sociedad futura». Se ha hablado de una sociedad informacional, de una sociedad del ocio (donde no habrá trabajo para todos), de una sociedad dualizada, programada, desvertebrada, insostenible...

         En este orden de pensamiento se ha destacado el análisis de una serie de procesos en el sector productivo que apuntan hacia la descentralización, la sumersión, la precarización, la flexibilidad, la internacionalización, la liberalización, la integración, la «niponización», etc. Toda esta larga serie de procesos en lo económico y social (y muchos más) se han de añadir a los cambios en las pautas culturales, ideológicas y morales: la relajación de los valores tradicionales, el fin del paradigma patriarcal, la desvertebración de la familia, la seculariza­ción, el hedonismo, la descohesión social...

         ¿Es posible pensar que todo ello sea indicativo de un cambio global en todas las facetas de la vida humana, de una ola de «liberalismo de nuevo cuño»?

         Nosotros estamos tentados a pensar que necesariamente ha de haber un reflujo que corrija buena parte de estos procesos (desquiciados) de cambio y los ajuste a la realidad de los hechos, que se puede resumir en la limitación de los recursos naturales y en la canalización del conflicto social. Y aun en tal caso, del modo como se desarrollan las cosas, si a ello no se añade un cambio profundo y transformador de las ideas imperantes, esta realidad conduce inexorablemente a soluciones no deseables, como la imposición de facto del llamado darwinismo social (209).

         El imperativo ecológico —sin ningún género de dudas— acabará siendo el revulsivo capaz de variar —al menos en parte— buena parte de las tendencias depredadoras de la actual empresa de cuño productivista. Lo que, si ocurre por la acción de imperativos naturales (sin previa actuación preventiva) no significará ningún beneficio —más bien al contrario— para el futuro de la Humanidad (recuérdese lo dicho sobre los procesos de retroalimentación positiva).

         Contrariamente, un cambio en la noción de bienestar, una transformación de conceptos económicos tan enraizados en las fórmulas establecidas como lo es el de capital, una integración planetaria (orientada a reducir las actuales diferencias Norte-Sur), un avivamiento de la solidaridad, una profundización de los valores tanto materiales como espirituales y éticos, en clave universal e intergeneracional, pueden acompañar un cambio estructural que detenga el proceso irracional en el que estamos inmersos.

         Hoy por hoy parece que las cosas no se encaminan en la buena dirección. A primera vista se observa que la tendencia general se orienta hacia la profundización de las diferencias sociales, el desmantelamiento de las garantías laborales y la desregulación y la congelación (o liquidación) del Estado Social. Parece asimismo que nos dirigimos hacia la progresiva banalización de una generación opulenta y descerebrada, de «nuevos ricos» al estilo de como los describía Mariano José de Larra. No olvidemos que el marco productivo emana del marco de consumo, y que éste, a su vez, está influido por el marco ideológico y cultural (con el cual está interrelacionado en un proceso de feed-back*).

         Pero si somos capaces de rectificar, el necesario cambio de horizontes en lo productivo deberá ir acompañado por una transformación de las mentalidades. Es cierto que «no sólo de pan vive el hombre»; pero si el hombre no cambia sus prioridades no tendrá ni pan ni circo: no le quedará nada. Los límites de la Naturaleza son nuestros límites. La empresa no es un organismo aislado, sino que se inserta en un conjunto donde juega un papel protagonista y, simultáneamente, subsidiario. En la esfera de lo productivo es necesario ajustarse a la marca de los tiempos, que se dirigen a un horizonte donde ha de predominar la calidad sobre la cantidad, lo cualificado sobre lo masivo, lo subsidiario sobre lo centralizado, lo que da libertad a lo que es impuesto. Si realmente lo sabemos entender, es decir, si comprobamos que —para el ciudadano de finales del siglo XX— es preferible optar por un coche con barras laterales, sistema ABS de frenado y air-bag incorporado, que por un tanque con motor de dos cilindros, ¿por qué en temas fundamentales de la Economía razonamos todavía con argumentos que corresponde a esquemas mentales, no ya de la época de los SEAT 600, sino de las carrozas del siglo XVIII?

         De la misma manera, correspondería pensar que es mejor optar por una sociedad de la suficiencia, de la calidad de vida, del disfrute de valores culturales y espirituales, que por una sociedad del ajetreo, del desperdicio y del consumo consuntivo. Si las estructuras productivas están experimentando un cambio tendente a lo cualitativo (small is beutiful), hacia la desalienación, ¿por qué las estructuras mentales se encaminan hacia la dirección contraria, hacia el control social? Parece que una vez más la nueva revolución, como las anteriores (la Neolítica y la industrial), surgirá del seno de los sectores productivos. Aparentemente, sin embargo, nuevamente lo mental, lo cultural, es más conservador y estructural que lo técnico y lo transformador. Las leyes de la Historia se repiten (210).

         Ello no ha de ser ningún impedimento para avanzar hacia el ideal del bienestar razonable, compatible con la justa distribución de recursos entre el Norte y el Sur, algo posible sólo si se tiene en cuenta la preservación de los recursos naturales y el medio ambiente —el límite ecológico—, así como la satisfacción de las necesidades humanas de los sectores de población mundial actualmente prostrados. Un nuevo marco técnico puede hacer mucho para resolver los retos que nos abruman, pero sólo si el marco social se ajusta a la asunción de todo lo que significa dar un paso adelante en el camino hacia la suficiencia y la satisfacción de las necesidades —elementales— humanas, con un alcance universal e intergeneracional.

 

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